Poesía
hecha de palabras,
la
acción de la poesía
(A propósito de un “Arte poética”
de Roque Dalton)
Leo
en la tapa de la revista cordobesa “Palabras de poeta” la siguiente “Arte
poética 1974” de Roque Dalton:
Poesía
Perdóname por
haberte ayudado a comprender
que no estás hecha
sólo de palabras
Está bien. Se entiende: la poesía
no son sólo signos tipográficos sobre un papel. Y, sin embargo, hay un problema
aquí, o más de un problema. El primero, es que una cosa es la poesía y otra
cosa es lo poético, lo poético existencial, de lo cual se nutre la poesía, pero
que es otra cosa, es poesía-antes-o-después-de-ser-poesía, podría decirse. La
poesía, en cambio, está hecha sólo de palabras, y el problema, además de la
confusión antes señalada, consiste en el adverbio “sólo” del endecasílabo:
porque pareciera que, para el autor, hubiera un defecto, una insuficiencia, en
esa composición exclusivamente verbal.
Y sí, las palabras pueden ser
insuficientes para expresar lo que se quiere expresar ―lo demuestra la poesía
mística, por ejemplo, y casi toda poesía, en realidad―, pero la poesía, aun en
su insuficiencia, es lo que es sólo y exclusivamente por las palabras, y
asimismo por los silencios, los espacios en blanco que las rodean, que forman
parte también del halo significativo de esas palabras, porque los blancos en sí
mismos, si sólo estuvieran ellos, no significarían nada, o podrían significar
todo, pero eso ya no depende de la poesía, sino de quien escucha en esos
silencios lo que quiere oír.
Lo que dicen las palabras de un
poema, sin embargo, no puede ser dicho de otro modo que no sea a través de
palabras, a menos que éstas sean innecesarias, que puede ser, pero en cuyo caso
el defecto no es de la poesía en sí misma, sino del texto. El supuesto de la
sentencia de Dalton, que me parece que es por lo que ha sido elegida como
epígrafe del número de la revista (lo digo por lo que se lee en el editorial),
es que la poesía no está hecha sólo de palabras, sino también de acciones.
Y ahí reside otro problema,
porque la poesía es ella misma una acción, pero la acción de la poesía es pura
y exclusivamente una acción verbal, y cuando digo “pura y exclusivamente” no la
disminuyo, sino que por el contrario entiendo esa acción como una de las más
altas del espíritu y del cuerpo humano, una acción que no puede ser reemplazada
por ninguna otra, y en el caso de que pudiera serlo, la poesía se volvería
prescindible, justamente porque las palabras de un poema, un poema necesario, dicen lo que no puede ser
dicho ni hecho de otra manera.
Me acuerdo, a propósito de esta
importancia insustituible de la palabra poética, de lo que dijo un profesor
español franquista que dio una conferencia en la Universidad de Córdoba en los
años 50 (mi padre estaba presente): “Si nosotros [vale decir, los franquistas]
hubiéramos cogido a Antonio Machado, lo fusilábamos en el acto, porque un soneto
es más peligroso que mil cañones”.
Por último, un problema, un
problema grave, diría, del “Arte poética” de Roque Dalton es la presunción de
que el poeta puede ayudar a comprender a la poesía su propia esencia: hay allí
una arrogancia, que la juventud y la fe militante del autor pueden volver
comprensible y disculpable, una arrogancia que sólo se explica por la
convicción de que la conciencia del poeta es superior a la poesía misma, lo que
le permitiría aconsejarla y enseñarle lo que ella esencialmente es. El poeta,
no obstante, sabe muy bien, cuando crea, que no todo en lo que escribe depende
de su voluntad ni de su conciencia, sino que hay algo que lo excede, que le
viene dado, aunque se origine en la hondura de su mente, algo precioso ―estaría
tentado de definirlo asimismo “sagrado”―, que se le presenta a él mismo como
una revelación insospechada hasta el momento de apuntarla en palabras, palabras
tan humildes, valiosas, verdaderas e insustituibles como cualquier acción
auténtica en la vida.
Villa Dolores, 25-XI-18
La poesía también sucede, se completa, en la sensibilidad de quién la lee. No da igual cualquier poesía, por bonitas palabras que utilice. Este artículo de Anadón, cómo la mayoría de sus creaciones, tiene eso inefable que el lector sabe apreciar y agradecer.
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