viernes, 10 de septiembre de 2021

 

Alfonso Berardinelli

 

Sobre la escuela

 

Traducción de Pablo Anadón




Sólo en la universidad he estudiado bien. En la escuela, en cambio, ponía poco empeño. Mi principal ocupación era evadir. ¿Qué otra cosa se puede hacer, si nos sentimos en una prisión? Por meses y por años siempre la misma aula, los mismos compañeros, en las mismas horas. Y siempre constreñidos a escuchar, recibir y restituir las mismas nociones, iguales para todos. Todos juntos, al mismo tiempo y en el mismo lugar. En estas condiciones aprender no sólo es tedioso. ¡Es imposible! Estudiar quiere decir apasionarse (en latín, studium es una dedicación llena de ardor, es algo intensamente personal y subjetivo). Y la pasión requiere una cierta libertad, que la escuela no prevé.

Dado que no me atrevía a enfrentarme abiertamente a los docentes (para mí eran como los guardianes de la Ley en Kafka), y temía ser excluido y perseguido, me quedaba en el molde, haciendo como todos los demás. En las instituciones totales o semitotales, como la escuela, es mejor no hacerse notar demasiado por los superiores, para evitar deberes suplementarios, sanciones humillantes o relaciones más personales con los profesores, raza humana totalmente diferente, que me parecía misteriosa y remota.

Lo que me volvía al mismo tiempo dócil y retraído, eran sobre todo mis ambiciones secretas. Estaba ahí a la espera de volverme, finalmente, adulto y libre. No estaba ahí para estudiar lo que era prescripto día a día con un ensañamiento que me parecía sádico (toda pedagogía que quiere transmitir e inculcar nociones prefabricadas es fatalmente un poco sádica). Para mí la escuela era una espera. Aceptaba en parte la ficción cultural, pero ficción al fin era. Al verdadero estudio lo afrontarla más tarde, libremente, y a mi modo. Por el momento me evadía leyendo novelas rusas y norteamericanas, lo más antiescolar que (entonces) se podía imaginar.

Tenía además la siniestra impresión de que todas las cosas interesantes que nos daban a estudiar estaban estropeadas por una especie de maldición: caían casi siempre intempestivas, inoportunas, en el momento equivocado. Por supuesto que Catulo me gustaba. Pero, oh casualidad, precisamente en los días en que debía estudiarlo, prefería Virgilio. Era hermoso leer a Leopardi. Pero sobre todo si para el día siguiente tenía que estudiar a Ariosto. Y Nietzsche era un descubrimiento excitante si en ese momento el programa prescribía a Kant.

En todos mis años escolares siempre hubo algo que no andaba. Me bastaba con dar a entender que era apto para los estudios y que, queriendo, podía hacer más. Me sentía un clandestino, un rehén. Afuera, en tanto, estaba "la vida". Detrás de las paredes de la cárcel las mañanas transcurrían felices, o sea, normales y naturales, del todo ignaras a lo que sucedía en ese extraño lugar, entre la hora de química y la hora de historia.

Todavía hoy algunas veces tengo pesadillas. ¿Soy el único que aún debe dar lección de matemática? ¿Qué ha ocurrido? ¿Se han olvidado de mí? ¿O bien, dentro de algunos días tendré el examen de “maturità”, el examen final del secundario? ¿Pero cómo? ¿Ya no lo había aprobado? ¿Por qué estoy todavía ahí? Anoche soñé con una compañera del bachillerato. ¿Sigo enamorado de ella?

Ahora que nos auguramos una escuela mejor, me pregunto en qué medida, en qué condiciones es posible. No está dicho que el propósito político de mejorar dé buenos frutos. Muchos se ensañan aún hoy contra los “efectos nefastos" del '68, como si Don Milani hubiera alentado la ignorancia y si los males de la escuela no fueran, ya desde fines de los años setenta, males mucho más tradicionales, eternos: rutina, pereza general, burocracia.

De las reformas siempre esperamos demasiado. La espera de las intervenciones gubernamentales siempre ha servido de pretexto para postergar mejoras que podrían ser realizadas de inmediato y por cualquiera, sin especial autorización y ni siquiera el empleo de ulteriores inversiones.

Como ha observado Giulio Ferroni en un libro reciente (La scuola sospesa, Einaudi), durante años ocuparse de la escuela ha significado sobre todo: “Discutir sobre la reforma, sostener la necesidad de la reforma, proyectar reformas.” Y entonces “la escuela se ha concebido casi a priori como un lugar que debe ser reformado” (pág. 79). Es así que cada vez el problema-escuela se traduce en nuevos formalismos buro-tecnocráticos, en utopía reformista, en terminologías psicopedagógicas grotescas (el capítulo que Ferroni dedica a este tema a veces es hilarante), en discursos a la vez demasiado técnicos y demasiado generales sobre la Reforma a cumplir. La cual, cuando llegue, resolverá las actuales carencias: y cuando ya haya llegado, será a su vez, obviamente, aún carenciada, y deberá ser reformada.

Hay quienes piensan, en cambio, que el punto doliente se encuentra en otro lado. En la idea de sociedad y de cultura que tenemos o no tenemos. Y sobre todo en la mala preparación de los docentes (¿pero quién les enseñará a los enseñantes?) y en su insuficiente compromiso con un trabajo excepcionalmente complejo y difícil, que requiere cualidades específicas y destacadas: imaginación, coraje, pasión cultural y capacidad comunicativa, curiosidad por los otros.

En realidad, el gran tabú de la escuela es justamente la así llamada “praxis didáctica”, el sentido y los efectos de lo que día tras día sucede entre docentes y estudiantes. Es el qué y el cómo de la enseñanza, el qué cosa quiere decir enseñar y (sobre todo) aprender en un momento de la vida. La discusión sobre los fines y los medios del aprendizaje nunca debería considerarse superada. También un científico y un artista siguen teniendo durante toda la vida el problema de aprender cosas nuevas y de modificar los propios hábitos mentales. El camino para llegar al conocimiento es una cuestión siempre a la orden del día. Por eso lo que cuenta es “una auténtica autorreforma: transformar las escuelas en centros de investigación didáctica antes que de transmisión del saber” y “poner a los docentes en grado de actuar como seres pensantes, capaces de construir y manejar por sí mismos los modelos y las estrategias del propio trabajo” (G. Armellini, Stregoni e clown. La formazione dell'insegnante, "Linea d'ombra”, 120, diciembre 1996).

Todo esto es tabú. Si hay algo sobre lo cual en la escuela (y en la universidad) no se puede discutir es la sustancia y la forma de la enseñanza. Entre colegas (fea palabra) hablar de eso parece prohibido, y quien intenta hacerlo es considerado indiscreto e inoportuno. Pero lo que vuelve áridos, aburridos y de falsa camaradería a las relaciones entre colegas es precisamente este silencio. Lo que debería ser el tema más natural de conversación da miedo. Los docentes por lo general tienen un sagrado terror de que su así llamado o presunto “método” de enseñanza pueda ser discutido e incluso, de vez en vez, adecuado, modificado con o sin Reforma y orden del Ministerio.

El otro gran pretexto es el Programa a desarrollar. Este espectro se cierne sobre toda la vida escolar. A la luz de los programas a desarrollar (¿han dado el programa? ¿en qué punto están con el programa?), ese control recíproco que podría ser útil se convierte en un control neurótico, poco menos que policial. Fuente de continuas extorsiones (especialmente en las escuelas primarias) contra cualquiera que quiera recorrer sendas diferentes. Las diversas vías al saber y al aprendizaje no deben ser consideradas una imprudente excepción, sino más bien la regla. La misma cosa no es nunca la misma cuando la enseñan y la aprenden personas diferentes en lugares y tiempos diferentes: ni puede ser idéntico el modo de apropiarse de ciertas nociones.

Quien sólo piensa en las nociones a transmitir y no en las personas a las cuales les serán transmitidas, antes o después se verá obligado a descubrir la psicología: porque los alumnos terminarán por tener exactamente esos “problemas psicológicos” de los cuales hablan los periódicos y la televisión.

Son pocos los adultos que conservan un buen recuerdo de la escuela. Casi todas las cosas que de verdad sabemos, tenemos la impresión de haberlas aprendido después, fuera de la escuela, por curiosidad personal o por necesidad práctica (las dos verdaderas razones por las cuales se aprende). ¿Cuándo ocurre que en la escuela se aprende algo realmente porque se lo necesita o movidos por una verdadera curiosidad? Por lo general en la escuela rige el saber en estado hipotético, virtual o nominal. Se nos pone al corriente de las ideas, de las terminologías, de las obras, de los problemas, de los eventos. ¿Pero en cuántos casos, en los años escolares, justamente en el momento en que los programas lo requieren, logramos aprender realmente algo importante, apasionante, memorable? Se nos dijo cuáles eran las reglas de la sintaxis, la taxonomía de las plantas y los cuadros de Rafael. ¿Pero lo entendimos, lo aprendimos de verdad en ese momento, en ese trimestre, para aprobar la lección?

Un desfasaje análogo sucede con los libros. Los diccionarios, las gramáticas, los manuales, se valoran después, de grandes, no en la escuela. Si hay un tipo de libros que en la escuela no deberían ser usados, son los libros escolares. En la escuela el libro escolar crea irrealidad cultural, inspira intimidación, antipatía, náusea, desprecio. Basta ver cómo son tratados por los estudiantes los libros de texto. Más que leídos, son arrasados por los subrayados. Y después, inmediatamente tirados a la basura o vendidos. Pareciera que ningún estudiante quisiera tener en su casa libros que no obstante deberían ser considerados útiles: y, en cambio, son vistos como caricaturas o sustitutos de los verdaderos libros, aquellos que cada uno elige comprar o poseer.

A los libros escolares sólo deberían usarlos los docentes. A los estudiantes sólo se les deberían dar en préstamo por un cierto y limitado período, si los piden, y como objetos preciosos. Los estudiantes deberían leer libros rigurosamente no escolares, libros para todos.

Los clásicos griegos y latinos, por ejemplo, han sido traducidos y comentados innumerables veces y se encuentran disponibles en óptimas ediciones económicas no escolares. ¿Por qué en los bachilleratos se sigue haciendo de cuenta de que estos libros no existen y que un texto de Cicerón o de Tucídides puede ser traducido así, sabiendo apenas un poco de gramática, con la sola ayuda del diccionario y en un par de horas? Los profesores de lenguas clásicas en los bachilleratos siguen fingiendo estar en grado de resolver en cualquier momento un texto de cualquier autor antiguo sin el auxilio de instrumentos especiales y sin haber estudiado en particular a aquel autor y aquella obra. Es así que la enseñanza del latín y del griego (al igual que de la literatura italiana antigua) se convierte en una estafa. ¿Cómo se hace para creer que adolescentes que no saben casi nada de cultura griega y latina, que sólo han leído alguna novela contemporánea y a duras penas hojean los periódicos, poseen un dominio tal del italiano como para traducir un parágrafo de Tácito o de Demóstenes? ¿Para qué hacerles traducir de mala manera diez renglones fuera de contexto, en vez de hacerles leer obras enteras traducidas?

¿Es posible comprender toda la historia humana, desde los orígenes hasta nuestros días, tratando de memorizarla con nuestros manuales, tan a menudo, ay, escritos bastante mal, incluso cuando los autores son competentes y bien intencionados? En realidad, la historia es inaferrable sin experiencia y uso de documentos históricos y sin lectura de hechos particulares bien relatados. En nuestras escuelas falta tanto una cosa como la otra. Entonces, mejor entrevistar a los abuelos (en Italia el porcentaje va en aumento), observar viejos mobiliarios y viejas fotografías, visitar edificios abandonados, analizar los diarios del mes o del año anterior, antes que fingir un apasionamiento en frío por Lutero o Cavour.

Como introducción a las ciencias naturales bastaría estudiar metódicamente lo que está sucediendo en los parques públicos cerca de casa. O hacer un examen analítico de nuestra dieta y de nuestro tacho de basura, considerar el origen y las consecuencias biológicas, químicas, ambientales de nuestros consumos cotidianos.

Por último, dado que estamos en el país de las bellas artes y del melodrama, ¿por qué no fundar la cultura humanista más sobre la música y las artes visuales que sobre la literatura? ¿Por qué no comenzar desde el inicio a prescribir la audición de Pergolesi y de Rossini, el estudio de una decena de cuadros y de palacios renacentistas y barrocos del vecindario? No se trata de moverse en grupo, en gira escolar, como un rebaño de alienados o de presos. Estas cosas se hacen a solas o de a dos. Queridos docentes y directores de colegio: no es tiempo perdido. Ni se descuidan, así, los programas. Por el contrario, se puede dar una verdadera contribución, no pasiva, no ejecutiva, a la Reforma de la escuela. No hay cultura sin placer mental, no hay estudio sin pasión. De lo contrario, en la escuela nos enfermamos.

 

 

[Alfonso Berardinelli, “Sulla scuola”,

en: cactus. meditazioni, satire, scherzi,

l’ancora del mediterraneo, 2001, págs. 109-114]