sábado, 26 de marzo de 2011

DONDE EL ESPÍRITU YA NO DESARRAIGA
(SOBRE LA POESÍA DE RICARDO H. HERRERA)


Prólogo a la antología de Ricardo H. Herrera
El espíritu del páramo. Cien poemas 1977-2009
(Ediciones del Copista, Col. "Fénix", Córdoba, 2011)





[Ricardo H. Herrera, en Traslasierra, con su hijo Cristóbal
y Alejandro Nicotra, hacia 1978, en la época
recordada al comienzo de este ensayo]



Hace ya más de diez años, en un comentario sobre el libro De un día a otro de Ricardo H. Herrera (Buenos Aires, 1949), señalé que la sensibilidad de este autor, tal como se manifiesta en su obra, me recordaba la mediterránea planta del agave: “densas hojas de sensualidad pagana, rematadas en espinas, y en el centro una flor solitaria, de una belleza extraña, casi prodigiosa, ascendiendo indefensa hacia un azul que ciega y desampara.” E intentaba aclarar de esta manera el símil: “Se da, en efecto, en la escritura de Herrera, una rara conjunción de goce sensorial y de desasosegada espiritualidad; de ánimo activo, polémico, y de contemplativa inermia; de minuciosa observación concreta, y de abstracción meditativa.” Luego de la lectura de esta antología de su obra poética (inicialmente publicada en España , aumentada ahora), encuentro que aquella vieja anotación no carece de su dosis de acierto.

Conocí a Herrera hacia 1978, cuando yo tenía quince años y él poco menos de treinta. Por entonces, ambos residíamos en el Valle de Traslasierra, en la provincia de Córdoba (Argentina); él vivía literalmente en el medio del campo, a la vera del río Los Sauces. El paisaje de esa zona serrana aparece recurrentemente en sus versos, junto con el paisaje marino, que corresponde a su posterior traslado a la ciudad atlántica de Miramar. En aquel tiempo lejano, venía cada tanto a visitar a mi padre, y ellos pasaban largas horas hablando de poesía, y yo escuchando. Recuerdo que me llamaban mucho la atención, además de su timidez un tanto hosca, el modo en que describía su técnica creativa, que no seguía el habitual “rapto lírico”, sino que procedía por lenta composición, acumulación y decantación de versos a lo largo de los días, y su interés por la métrica, que en aquellos años era algo inusitado en un poeta joven argentino (hoy ha dejado de ser inusitado, para volverse milagroso). Por entonces, publicaba sus poemas, pocos por vez, en bellas ediciones de escasísima tirada; más tarde reunió una selección de aquellos numerosos libritos en dos colecciones: Estudios de la soledad. Poemas 1985-1995 (1995) y Años de aprendizaje. Poemas 1977-1985 (2003). A estas recopilaciones se suman los siguientes libros unitarios de poesía: Imágenes del silencio cotidiano (1999), El descenso (2002) y Por la puerta entornada (2009). Creo que en aquellos años ya traducía a Ungaretti, el Ungaretti barroco de las últimas obras, con ánimo de experimentación y aprendizaje. Posteriormente, extendería su valiosa tarea de traducción a otros autores italianos (Leopardi, Montale, Marin, Bertolucci, Caproni, Giotti, Bufalino, etc.) y a poetas de otras lenguas (Dickinson, Valéry, Auden, Thomas, Stevens, etc.), con una atención a la musicalidad del verso poco común asimismo en la tradición de traducción poética de las últimas décadas en nuestro país. Esas versiones se encuentran reunidas en su mayoría en los volúmenes Stabat nuda Aestas (1993), Copia, imitación, manera (1998), Instantes italianos (2007) y Secreto del poeta (2010). Todavía no había sacado sus espinas críticas, que desplegaría poco después en ensayos polémicos (particularmente los que reunió en el libro La hora epigonal, de 1991), y que le valdrían una suerte de exilio interior dentro de su generación ―e incluso las siguientes―, una condena tácita que no le ha sido levantada ni siquiera después de dirigir con ánimo ecléctico y conciliador, a partir de 1999, la revista-libro semestral Hablar de poesía, sin duda una de las publicaciones poéticas más interesantes actualmente en el mundo de habla hispana. Sus ensayos, amén de polemizar con las tendencias dominantes en el presente, indagan en la tradición poética argentina con notable inteligencia crítica y elegancia estilística. Además del citado La hora epigonal, su obra ensayística se halla recogida en los libros La ilusión de las formas (1988), Espera de la poesía (1996) y Lo entrañable (2007). Mención aparte merece el mencionado “diario” De un día a otro (1997), donde asedia desde múltiples ángulos y desde diversas situaciones existenciales la experiencia poética en nuestro tiempo, y en el cual confluyen sus preocupaciones en torno de la creación, el ensayo y la traducción de poesía.

En un apunte de De un día a otro, se recuerda una frase de René Char: “Allí donde el espíritu ya no desarraiga, sino que planta de nuevo y cuida, yo nazco. Donde comienza la infancia del pueblo, yo amo.” Y agrega Herrera: “Cuántas veces, a lo largo de estos años, me he repetido esta frase de Char; sobre todo cuando termina por ahogarme la sensación de vivir en un campamento rodeado de basura, en el que la muerte en el alma y la fealdad parecieran el único porvenir. Esas pocas palabras, que retoman con paso virginal la senda que conduce a los tesoros del pasado, me ha servido siempre para conjurar los dos mayores peligros que nos acechan: por un lado, el impulso solipsista de despreciar a los espectros humanos que nos rodean; y, por el otro, el de hacer tabla rasa, el de creer que es posible partir de cero. El primero, conduce a la muerte anímica; el segundo, a agravar el desarraigo.”

El sentido que el poeta les otorga a las palabras de Char ―notemos que adquieren para él casi un valor de letanía, de ensalmo para purificar y proteger el alma― nos orienta hacia la comprensión del título de la presente antología. El “páramo” puede leerse, así, tanto en un sentido exterior como interior. El páramo exterior (“un campamento rodeado de basura”) es, qué duda cabe, el país expoliado que lleva el paradójico nombre de Argentina, pero también puede verse como la tierra baldía de la época, que no conoce fronteras nacionales. El páramo interior (“la muerte en el alma y la fealdad”) parece aludir, por un lado, a la devastación que la modernidad produjo en los bosques de lo sagrado, aquellos que en tiempos de Baudelaire (“La Nature est un temple où de vivants piliers...”) ya apenas dejaban surgir algunas confusas voces de ardua interpretación; por el otro, se diría que remite a una concepción del arte ―y de la vida― que se desliga de todo vínculo con el pasado, buscando partir de cero hacia lo nuevo por venir (recordemos que “A partir de Cero” se llamaba la revista neovanguardista fundada por Enrique Molina en la Argentina). Podría inferirse de esto que Herrera ve en el arte de vanguardia una prolongación del desarraigo anímico propio de la modernidad, y la respuesta que encuentra en el fragmento de Char es que “la infancia del pueblo” se encuentra allí donde “el espíritu ya no desarraiga, sino que planta de nuevo y cuida”. No es casual que Herrera se haya interesado en la obra de Leopardi, en la cual la contradicción entre la razón iluminista y la imaginación poética se manifiesta con dramática intensidad. Para recordar aquí una frase de Sergio Solmi que me parece muy significativa sobre esta problemática: “la paradoja de la lírica moderna consiste en una suprema ilusión de canto que milagrosamente se sostiene después de la destrucción de todas las ilusiones”. El “espíritu del páramo”, este magnífico título, puede interpretarse, pues, como esa “ilusión” ―la “ilusión” imaginativa, que puede ser tan cierta como la “verdad” científica― que nace desde el interior mismo del desierto del alma y de la época.

La poesía toda de Herrera permite ser leída a la luz de la tensión y la alternancia entre la conciencia del desarraigo del hombre con respecto al mundo y a un posible sentido de la existencia (“¿Cuándo se convirtió la vida / en una huida de la vida? // El tiempo, su medida, las horas vacías, / el mero transcurrir que adensa y nos transforma / ya no lo toleramos / y buscamos, lejos de la palma de esa mano, / el cumplimiento de nosotros mismos / en una fuga. // Se distanció la tierra…”), y el atisbo de aquellas dimensiones de la vida en las que aún es posible “plantar y cuidar”: la observación ensimismada, con pánica fruición, de los seres y las cosas de la naturaleza; el arte; la piedad humana y, fundamentalmente, el amor, en cuya exploración ―tanto en sus manifestaciones sexuales como afectivas, en sus dichas como en sus desdichas― su lirismo alcanza algunas de sus notas más intensas y conmovedoras. Escasa, casi nula, es la presencia de la sociedad en esta poesía, salvo como un horizonte apenas insinuado (“Radios, ruidos, gritos a lo lejos…”) y por lo general sombrío. También la ciudad está ausente de sus textos, otro motivo que distingue nítidamente su obra de la escritura poética argentina actual, que es notoriamente urbana y suburbana. Se adivina que la historia, como para Joyce, es para el autor una pesadilla de la cual querría despertar a la luz de un alba inocente (“Cerco un paese innocente”, podría afirmar con Ungaretti).

En efecto, las vislumbres de un religamiento inocente con el mundo y con la vida (inocente, es decir, no dividido por la escisión de la conciencia, de la voluntad de dominio y exterminio del “heautontimoroumenos” occidental) son las que ofrecen su transitoria patria mítica a esta poesía del exilio, una suerte de olvido revelador en el que materia y espíritu hallan sus bodas en una originaria intimidad: “¡El alba, al fin!... Un beso voluptuoso / de claridad nupcial. El asombroso / remontarse del tiempo hasta su fuente. / Las formas se modelan. En la mente, / la materia destila color puro.” No pensemos esta experiencia como un ritual extraordinario; basta, por ejemplo, la contemplación casual, que se vuelve extática, del remanso de un río en la montaña: “En el tímpano oscuro del remanso / el pedregal del fondo / tiembla como una senda / cubierta de hojarasca. // (…) Aquí, como un anillo, está el instante / que creíste perdido… // Ya sólo me persuade / el fuego sugerido / de esa mancha solar que oscila lenta / en el sueño del agua: // los círculos concéntricos / donde el rumor se ahoga, / cual si fuera el olvido de una mente / que tarareara sola, para sí.”

Desde el punto de vista estilístico, llama la atención que aquel seguir “la senda que lleva hacia los tesoros del pasado” no haya conducido a la expresión de Herrera hacia una escritura de tradicionalismo epigonal. Su reutilización de antiguas formas líricas, como el soneto o la sextina, el empleo predominante de medidas tales como el endecasílabo y el heptasílabo, con una creciente destreza a lo largo de su obra (destreza que, hay que decirlo, resulta impar en el contexto de su generación), en ningún momento hace resonar en el lector la campanilla fatídica de lo “ya oído”, de aquellas formulaciones poéticamente trilladas a las cuales a veces induce la musicalidad clásica del verso. Por el contrario, su estilo posee una notable originalidad: no es posible confundir una estrofa de Herrera con ninguna de algún autor precedente o contemporáneo. Por cierto, tal originalidad responde a una compleja suma de factores. Señalo dos, fáciles de verificar. Por una parte, una selección lexical muy característica, hecha de continuas mezclas entre términos abstractos y términos concretos de acentuada sensorialidad. Se lee en un soneto que toma como motivo unas flores de Morandi, pintor admirado por Herrera, al cual le convendría asimismo lo que aquí observamos sobre la compenetración de la esfera mental y la esfera material: “La castidad del rosa, luz cautiva / de carne que defiende pensativa / su gracia sin ardor, o lejanía / del perfume de la melancolía. / Así nace la nada. En esta sala / absorta de silencio, donde exhala / su esencia la insondable soledad, / redimidas por la diafanidad / muestran su carne tenue, su espejismo / de vida. Paz, olvido de sí mismo: / tal el don del color intelectual / de este ramo de flores. Blanca cal / y unos labios al alba. Huellas leves / de pasos que se pierden por la nieve.” Por otra parte, un tono verbal que oscila entre el lirismo y la reflexión, y que asimismo apaga el brillo de expresiones de lustre poético tradicional con oportunos toques de mayor opacidad prosaica: “Todo es conciencia, abandono absoluto: / el viento entre las hojas, / la bruma sobre el mar. / Entonces es inútil que finjas y comiences: / en un patio desnudo, bajo el sol, / soltóse lo nocturno la mujer, / mostró el espíritu de sus cabellos… / La poesía no es un oficio, / el culto del misterio / aparta del misterio.”

Los últimos versos citados nos acercan a una última cuestión que me interesa considerar con respecto a la poesía de Ricardo Herrera. Está clara la distancia que su rigor estético instaura frente a las distintas floraciones silvestres del informalismo en versos, en boga durante las últimas décadas en la Argentina. Pero también es importante señalar el abismo ―no por sutil menos profundo― que separa su poética de lo que yo llamaría un esteticismo escéptico, que adopta las formas de la tradición no con el fin de renovar el pasado (“la vieja vida en orden tuyo y nuevo”), salvando del naufragio lo salvable, sino para completar desde dentro la destrucción de las mismas iniciada por las vanguardias. Para tal tendencia, el trabajo formal no es un medio para acrisolar, transfigurar y llevar más allá de sí misma a la experiencia, dotándola de un poder imaginativo y musical que irradia nuevas significaciones, sino un juego cuyo fin no es otro ―como se ha dicho― que “seguir haciendo literatura” (estamos lejos aquí, para recordar otra vez al maestro, del sentido machadiano del “juego” artístico: ““¿Mas el arte…” “Es puro juego, / que es igual a pura vida, / que es igual a puro fuego”). Una frase de Herrera consignada en De un día a otro deja clara tal distancia: “Cuando la forma cerrada está al servicio del nihilismo consumado me produce claustrofobia”.

Hay en esta poesía, en efecto, una ansiedad, una insatisfacción que a menudo origina y a la vez excede los límites de la obra. Tal crispación metafísica, que en ocasiones amenaza con trizar la tersura vítrea de los versos, le otorga sin embargo a su escritura un valor a la vez sapiencial y sacrificial: son el signo sanguíneo de una dramática interrogación sobre el destino del hombre. Como en El Sacrificio de Tarkovsky, el artista pareciera ser ese niño que, a fuerza de regar un árbol seco plantado en la arena, logra que al fin florezca. Algo así pareciera decirnos el poema “Retorno”, uno de los más hermosos de este libro, donde el “páramo del corazón”, el paisaje boscoso y la poesía tienden entre sí matizados ecos, contrapuntos y correspondencias: “La paz del bosque ―un mar / de hojas meciéndose, presente puro―: / un sendero de hierba pisoteada / lejos del páramo del corazón (…). // Arboleda sangrante: mis palabras, / las frases inseguras, estas sílabas / que vibran apagadas en la sombra, / quisieran parecerse a tu hojarasca. // Quisiera un día, al sopesar mi vida, / sentir que el tiempo viejo se hace de oro / en los restos deshechos de un lenguaje / que resguardó el murmullo del amor.”


P. A.
Villa Dolores / Alta Gracia,
5-7 de febrero, 2010.