jueves, 23 de agosto de 2012


De la opinión sobre obras ajenas


a Alfonso Berardinelli y José Luis García Martín


            “Alcestes: Poco apto soy, señor, para decidir la cosa. 
                             Dispensadme de ello.
            Oronte: ¿Por qué?
            Alcestes: Porque tengo el defecto de ser más sincero 
                             de lo conveniente.”

                                                                    Molière, “El Misántropo”




A nadie se le ocurriría ofenderse porque otra persona no aprecia los mismos libros, la misma música o las mismas películas que uno aprecia; podemos pensar para nuestros adentros que le falta una adecuada perspectiva para percibir su valor, que no tiene nuestros mismos intereses o preocupaciones, que carece de gusto estético o, incluso, que no entiende un carajo de cine, de música o de literatura, así como el otro puede pensar exactamente lo mismo de nosotros ―pero nunca ofendernos porque esa persona no comparte nuestro entusiasmo por las obras en cuestión. Es notable, sin embargo, la cantidad de gente que, luego de pedir un parecer sobre el propio libro, se ofende si el consultado le expresa, con la mayor delicadeza posible, pero francamente, una opinión desfavorable sobre el fruto de algunos de sus desvelos. Inmediatamente aparecen términos como “mala leche”, “mediocridad”, “estupidez”, etc., y se pasa alegremente de la consideración del texto a la persona del comentarista, cuando no de sus familiares cercanos, en especial su madre. Puede entenderse la tristeza, el orgullo herido, la decepción y demás reacciones naturales de nuestro deseo de ser queridos y admirados por todos (seguimos siendo siempre niños, como reza la sabiduría popular), pero enojarse con quien se ha tomado el trabajo de leernos y de darnos su sincera opinión, muestra que en realidad no se le pedía un parecer, sino sólo un aplauso; que o bien nos tenemos en tan alta estima que cualquier objeción la juzgamos una falta de respeto, o bien nos tenemos en tan baja estima que cualquier contradicción ―no a nosotros, sino a nuestros trabajos― nos deprime y exaspera; y, en fin, que le damos demasiada importancia al juicio del otro, quien puede estar tan equivocado como nosotros mismos. Lamentablemente, la experiencia demuestra que son pocos los creadores capaces de aceptar las críticas a la propia obra como si se tratara de una obra ajena ―poder verla así, sin embargo, es lo único que permite ser medianamente ecuánimes y autocríticos con lo que hemos hecho―, de modo que su lección enseña, si se nos pide una opinión estética, a callarnos la boca, o a ser hipócritas… o a aceptar quedarnos sin amigos. ¡Ah, Alcestes, Alcestes!


P. A.
Córdoba, 23-VIII-12