domingo, 8 de mayo de 2016


La poesía y el aprendizaje
del mestiere di vivere





No sé si la poesía ayuda a vivir, en un sentido didáctico, es decir, que ella enseñe o colabore especialmente en el aprendizaje del arduo “mestiere di vivere”. Creo que no. Tal vez ayude, sí, a ver convertidas en palabras memorables los enigmas que desvelan nuestra existencia, aunque sean palabras que digan el desconcierto de “ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto”. La poesía, en efecto, a menudo se parece más a una interrogación que a una respuesta. Hay en la poesía, sin embargo, palabras que nos acompañan a lo largo de los días, especie de mantras o de letanías que vuelven a nuestra memoria una y otra vez, y nos ayudan a sobrellevar verbalmente el peso incomprensible de la vida, por ejemplo, o a encontrar un “correlato objetivo” para la levedad inaferrable de nuestra alegría. Un verso de Borges, entre tantos otros, tiene para mí un valor sapiencial y obsesivo semejante, casi un talismán para afrontar horas de desasosiego definido o indefinible. Es aquél que afirma, en el segundo soneto de “1964”, luego de constatar, con la imperiosidad tajante e injusta que suele producir la pérdida de un bien al que se le asignaba un valor absoluto, “Ya no seré feliz”: “Hay tantas otras cosas en el mundo”. Tal sencilla sentencia me parece de una sabiduría aleccionadora: si no hay bienes absolutos, la variedad infinita del mundo ofrece un buen consuelo al ánimo atribulado, recordándole que el mal, o parte del mal, puede consistir en no lograr apartar la atención del motivo de su angustia. Creo que ese adagio borgeano es complementario, en términos espaciales, de aquella brevísima frase, igualmente sabia, en términos temporales, que la leyenda dice que llevaba inscripta el Rey Salomón en su anillo: “Esto también pasará”.


sábado, 7 de mayo de 2016


Una hora en el café
y unos versos recordados
de Paul Valéry






Qué delicia, en verdad, un sábado a la tarde, aun engripado, luego de la maratón de cuatro horas corridas de clases sobre poesía del siglo XX en la universidad, sentarse a la mesa de siempre en el bar de siempre,  degustar un café, encender la pipa y quedarse mirando, sólo mirando, los árboles de La Cañada, la gente que pasa por la calle, el tráfico multicolor, las lámparas que se encienden, aquí y allá, como en un pino navideño, la hora indecisa entre la luz y la sombra sobre los edificios y la plaza del frente... “Il mio supplizio / è quando / non mi credo / in armonía”, escribió Ungaretti: en paz el corazón, en paz con el amor, con el trabajo, con la vida y la muerte, cede el desasosiego y cede la ansiedad ― todo es presente, calma, como aquel mar sereno al mediodía que observó Valéry. También yo, como él, aunque el paisaje sea distinto, bien podría decirme en este instante, cuando el tiempo parece suspendido y el alma se siente en armonía, esas palabras que parecen una celebración de la plenitud o de la desaparición: “Comme le fruit se fond en jouissance, / Comme en délice il change son absence / Dans une bouche où sa forme se meurt, / Je hume ici ma future fumée...”


*


Aquí, un intento de traducción de los hermosos (e intraducibles) versos de Paul Valéry, de El cementerio marino (1920), que me decía esta tarde, como tantas otras veces, y que menciono en la nota anterior. En la fotografía con que los acompaño se ve a Valéry con Rainer Maria Rilke. Tal vez luego de ese encuentro haya sido la frase de Valéry sobre Rilke (¿o fue de Rilke sobre Valéry?), que observaba que el poeta vivía “en excesiva intimidad con el silencio”. Ahora que lo pienso, los versos que traduje bien podrían pertenecer también a Rilke, y creo que los Poemas franceses del autor de las Elegías de Duino tienen a su vez bastante de valérianos.


Como el fruto se funde en su fruición,
Como su ausencia pasa a ser delicia
Cuando en la boca se deslíe su forma,
Yo aspiro aquí mi póstuma humareda...


[Opciones para el tercer verso:

* Forma que en una boca se diluye…

* Si se esfuma en la boca su figura…

* Cuando en sabor su forma se diluye…

* Si en el sabor su forma se disipa…


Etc.]


Vida y poesía

(Divagaciones circunstanciales
en torno de unos versos
de Rubén Darío)



[Rubén Darío
un año antes de su muerte]


Pensaba en estos días, no por azar, en la vida de Rubén Darío, uno de los autores que en nuestros países primero y de modo un tanto fatídicamente ejemplar evidencia las marcas de las nuevas condiciones en que se desarrollan la existencia y la obra del artista en la sociedad moderna, y recordaba en especial los versos de uno de sus poemas, aquél que comienza con un ruego y una confesión: “Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía. / Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas. / Voy bajo tempestades y tormentas / ciego de ensueño y loco de armonía.”
Se advierte que es un poema escrito “de profundis”, probablemente nacido de un tirón, un tirón doloroso, tal vez desde un inicio en su forma definitiva, como palabras que llegan desde una remota distancia, a lo largo de una dura experiencia de años, cantos rodados del desasosiego. Luego de esa primera estrofa, como quien comprendiera, revelada por las palabras mismas que acaba de escribir (“ciego de ensueño y loco de armonía”), la causa de su angustia, apunta el diagnóstico, con crudeza despiadada, casi con ensañamiento consigo mismo y con ese mal que atormenta su vida: “Ése es mi mal. Soñar. La poesía / es la camisa férrea de mil puntas cruentas / que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas / dejan caer las gotas de mi melancolía.”
Parece fácil, quizás, pero no lo es, escribir frases como ésas (casi puedo imaginar el temblor imperceptible de la mano al redactarlas, como quien se libera finalmente de un nudo en la garganta): es la primera vez, si no me equivoco, que en la literatura hispanoamericana se acusa con tal ferocidad a la poesía de su efecto sobre la vida del poeta. Hay que haber sufrido mucho, para escribirlas, el contraste entre ese “oficio o arte arisco” y una posible paz o bienestar existencial, sean éstos lo que fueren.
Creo que el conflicto, en rigor de verdad, no es tanto, o no sólo, entre la poesía y la existencia, aunque es novedosa también la conciencia del extravío y la desorientación (la “intemperie”, dirán años después los existencialistas) en que la vida transcurre, ya sin el amparo de una fe religiosa o filosófica o política o científica (los modernistas, como bien observó Octavio Paz, muestran la crisis del optimismo positivista, así como la crisis de las tradicionales respuestas metafísicas a los enigmas que desvelan al hombre desde siempre), cuanto entre la poesía y las constricciones de la realidad práctica en la que ese oficio se inserta ―o deja de insertarse― en la nueva sociedad, ésta en la que todavía vivimos. Recuerdo, a este respecto, la anécdota acerca de las dificultades del poeta para cumplir con su contrato periodístico con el diario “La Nación”, cuyas notas a veces encargaba a amigos, con quienes compartía la paga, porque no lograba escribirlas a tiempo.
Es que no es tarea fácil, aunque así lo crea el burgués (uso a propósito este término, caro al despecho de los artistas de aquel tiempo), vivir en dos dimensiones tan diferentes, cumplir a la vez con el dios o la diosa del arte y con el César del trabajo: la esquizofrenia anímica que produce termina dejando maltrecha a alguna de ambas personalidades. Verbigracia, y lejos de toda comparación ―especialmente en el talento― con el gran Darío: escribo estas notas a las tres y media de la madrugada del miércoles, ayer me levanté a las siete y mañana tengo que estar en pie a las ocho, y para escribirlas dejo de hacer una bendita, enésima reformulación de una planificación escolar, que debería haber entregado anteayer: si mañana llego diez minutos tarde a mis clases, si mañana no consigno la planificación, ¿se me perdonarán las demoras por haberme quedado escribiendo estos apuntes, que sinceramente me parecen más importantes que cumplir con un trámite estúpidamente burocrático? ¿Se tendrá en cuenta que luego, cuando dé mis clases, lo que he comprendido en mi desvelo de esta noche al escribirlos me permitirá hablarles a mis alumnos de la experiencia literaria con mayor conocimiento de causa que si les recitara las informaciones del manual de turno? No, no se me perdonará, y yo mismo me sentiré en culpa por no lograr cumplir con el horario laboral o con el expediente burocrático.
No es el caso, pero esta noche podría haber compuesto, como Darío en la mesa de un café de la Avenida de Mayo, el “Coloquio de los centauros”, pero mañana me encontraría con que eso no es excusa suficiente para que no se me descuente del sueldo una hora de clase por llegada tarde o se consigne prolijamente en mi legajo docente la tardanza en la entrega de la planificación. No sé si queda claro: no es que el artista sea un vago, no es que le falte empeño para el trabajo; es que trabaja todo el tiempo, incluso cuando no trabaja, en su arte y en su casual profesión, y las dimensiones del “ensueño”, imprescindible para la creación, y de la vida práctica, imprescindible para sobrevivir “en este mundo amargo”, no se llevan bien juntas, más aún: son, demasiado a menudo, casi inconciliables.
Puedo entender, pues, sin esfuerzo, ese “titubeo de aliento y agonía” de que habla el autor al final del poema (ahora mismo me impulsa el aliento entusiasta de la escritura; mañana sentiré la agonía de las pocas horas de sueño y de la mirada severa de las autoridades) y que el poeta cargue “lleno de penas lo que apenas soporta”.


Melancolía

                          A Domingo Bolívar


Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas
ciego de ensueño y loco de armonía.

Ése es mi mal. Soñar. La poesía
es la camisa férrea de mil puntas cruentas
que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía.

Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo;
a veces me parece que el camino es muy largo,
y a veces que es muy corto...

Y en este titubeo de aliento y agonía,
cargo lleno de penas lo que apenas soporto.
¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?



Rubén Darío