miércoles, 29 de junio de 2011

PARA EL ANIVERSARIO
DE MI MUERTE

Tema y variación




TEMA DE W. S. MERWIN


Para el aniversario de mi muerte

Todos los años, sin saberlo,
He pasado ese día en que ondularán
Diciéndome su adiós los fuegos últimos
Y partirá el silencio
Incansable viajero
Como el destello de una estrella extinta.

Ya nunca más entonces
Me encontraré en la vida como en una
Extraña vestimenta,
Asombrado del mundo
Y del amor de una mujer
Y del descaro de los hombres,
Como hoy que escribo luego de tres días de lluvia
Y escucho el silbo del jilguero
Y las últimas gotas y me inclino
Sin saber ante qué.


W. S. Merwin
(Nueva York, 1927)

[Versión de P. A.]


*


For the anniversary of my death


Every year without knowing it I have passed the day
When the last fires will wave to me
And the silence will set out
Tireless traveller
Like the beam of a lightless star

Then I will no longer
Find myself in life as in a strange garment
Surprised at the earth
And the love of one woman
And the shamelessness of men
As today writing after three days of rain
Hearing the wren sing and the falling cease
And bowing not knowing to what


W. S. Merwin
(New York, 1927)


*


VARIACIÓN


Para el aniversario de mi muerte
(Variación sobre un tema de W. S. Merwin)


Every year without knowing it I have passed the day
When the last fires will wave to me…
W. S. Merwin


Cada año he pasado ya ese día
En que voy a morir: desconocido,
Su dolor me habrá dado o su alegría
Y ahora es una fecha del olvido.
Extraño aniversario, igual que aquel
De la mañana en que empezó mi vida.
Como quien, por el gusto de la miel,
Adivina el panal y la perdida
Flor, así del sabor de lo que ayer
Fue, reconozco lo que aún no ha sido:
La agonía del mundo honda en el ceño,
Los ojos entreabiertos al ensueño
Y en los labios un nombre de mujer.
Moriré de la muerte que he vivido.


Pablo Anadón

[De Estudios de la luz, Poesía 2005-2007,
Editorial Pre-textos, Valencia, España, 2010]


viernes, 24 de junio de 2011

Enrique Banchs
(1888-1968)

Diez sonetos de La Urna





Cuando en las fiestas vago en el suburbio,
desde las tierras altas la mirada
de albatros tiendo a la ciudad cargada
de hombres, al lado del Estuario turbio.

Como en una visión de grandes valles,
veo, entrando en el cielo, humeantes barras,
las azoteas rojas, las pizarras
y el tajo ceniciento de las calles.

Y veo el barrio donde está tu casa,
(lo veo y la tristeza me traspasa)
y la casa escondida donde estriba

mi vida laboriosa y miserable...
Y se me alza en el pecho, inolvidable,
el gran amor de la ciudad nativa.


*


I


Tornasolando el flanco a su sinuoso
paso va el tigre suave como un verso
y la ferocidad pule cual terso
topacio el ojo seco y vigoroso.

Y despereza el músculo alevoso
de los ijares, lánguido y perverso
y se recuesta lento en el disperso
otoño de las hojas. El reposo...

El reposo en la selva silenciosa.
La testa chata entre las garras finas
y el ojo fijo, impávido custodio.

Espía mientras bate con nerviosa
cola el haz de las férulas vecinas,
en reprimido acecho... así es mi odio.


II

Odio era: no es. Que ya no existe
esta otra fiebre de la carne viva.
A tanto que me muere no resiste
este otro orgullo de violencia altiva.

Antes era mi ser todo tormenta,
todo contradicción, lucha, mentira;
tendía la mirada turbulenta
el arco de la ira.

Y en divergentes fuerzas me partía,
y hoy soy hogar de sólo una energía
suprema, que alimenta un gesto eterno:

un amor pensativo y doloroso.
Por él soy como un lago silencioso,
entre grandes montañas, en invierno...


*


Hospitalario y fiel en su reflejo
donde a ser apariencia se acostumbra
el material vivir, está el espejo
como un claro de luna en la penumbra.

Pompa le da en las noches la flotante
claridad de la lámpara, y tristeza
la rosa que en el vaso agonizante
también en él inclina la cabeza.

Si hace doble al dolor, también repite
las cosas que me son jardín del alma.
Y acaso espera que algún día habite

en la ilusión de su azulada calma
el Huésped que le deje reflejadas
frentes juntas y manos enlazadas.


*


La firme juventud del verso mío,
como hoy te habla te hablará mañana.
Pasa la bella edad, pero confío
a la estrofa tu bella edad lejana.

Y cuando la vejez tranquila y fría
del color virginal te haga una aureola,
no sabrá tu vejez mi estrofa sola,
y te hablará cual pude hablarte un día.

Y cuando pierdas la belleza, aquella
adolescente, el verso en que te llamo,
te seguirá diciendo que eres bella.

Cuando seas ceniza, amada mía,
mi verso todavía, todavía
te dirá que te amo.


*


Los álamos están como soñando,
quietos en la dulzura vespertina;
bajo la rutilancia mortecina
del sol la fronda muda está soñando.

Todo está mudo como siempre cuando
la ilusión de las formas se termina;
y el aire, hecho silencio, disemina
la paz letal de los que están soñando...

¡Otro día que pasa y no la viste!
Ayer tampoco y así siempre. El cielo
como una hoja seca cae del cielo.

El día pasa y caminante triste
todo se lleva en triste compañía,
que triste compañía es mi consuelo.



*


¡Cuánto escribí!... Y sin embargo nada
ha dicho un poco, un poco de mi ser;
¡cuánto he deseado! Y vedme: ¿qué deseada
cosa llegué a tener!

¡Cuánto lloré! Mas ¿qué misterio es ese
que yo he sentido y para qué no sé?
Porque lo mismo estoy cual si no hubiese
llorado nunca. ¿Para qué lloré?...

¡Oh, noche! apaga como a un cirio mi alma.
No me dejes pensar, soñar, sentir,
no me digas que quise.

¡Oh, noche! envuelve con tu dulce calma
tanta inutilidad, tanto vivir
en vano, y lo que soy y lo que hice...


*


Despedirse de tanta, tanta cosa
que me tuvo tan larga compañía
y al fin y al cabo es lo que más valía,
viéndolo bien, ¿no es cosa dolorosa?

Porque yo escribo este soneto y siento
que divido mi vida en dos mitades:
una es de nube, se la lleva el viento,
y otra es de tierra, toda realidades.

Yo me pregunto si tendré la fuerza
de olvidar tanto si que al fin se tuerza
la ilusión que es preciso me mantenga.

Y de veras no sé, no sé qué hacer...
Acaso nada, no sentir, no ver,
y dejarse llevar por lo que venga.


*


Te has ido y no te has ido; te alejaste
¡y nunca tan presente como ahora!
En mi mirada estás cuando te llora,
siempre te llora porque te ausentaste.

Me basta ver la casa en que viviste,
la puerta, el árbol deshojado, el techo,
me basta preguntar: ¿qué hay en mi pecho?
para verte otra vez, pálida y triste.

¿Adónde podrás ir que no te dejes?
¿dónde que no te vea, aunque te alejes?
A tu lado quizás te olvidaría,

pues siempre estoy con lo que está lejano,
(lo sabes, juventud: fausto de un día):
yo siempre estoy con lo que está lejano.


*


Todo esto es bueno y tiene misteriosa
gracia. Y alrededor todo es dulzura
y rebosa alegría cual rebosa
la penumbrosa pérgola frescura.

Como es su deber mágico dan flores
los árboles. El sol en los tejados
y en las ventanas brilla. Ruiseñores
quieren decir que están enamorados...

¡Dios mío, todo está como antes era!
Se va el invierno, viene primavera,
y todos son felices; y la vida

pasa en silencio, amada y bendecida;
nada dice que no, nada, jamás...
Pero yo sé que no la veré más.


 
[Enrique Banchs, La Urna, 1911]

miércoles, 22 de junio de 2011

En torno de La Urna
de Enrique Banchs




I


Cuando Alfredo Bianchi y Roberto Giusti decidieron iniciar en 1907 la aventura juvenil de Nosotros, en el primer número de la revista incluyeron cuatro sonetos de un muchachito que Bianchi había “descubierto” en la redacción del diario La Prensa. Su nombre era Enrique J. Banchs. En esos sonetos, no sólo la métrica era relativamente inusual, sino también su temática y ambientación, presentadas con un realismo moroso que se contraponía a las delicias delicuescentes del modernismo todavía imperante como un patio de conventillo podría contrastar con un jardín de estilo francés en una misma manzana de Buenos Aires. Así comenzaba uno de ellos: “Chorrean las macetas recién regadas / la pared envejecida donde un mocoso / ha escrito un comentario libidinoso / bajo la indiferencia de las miradas...” (advertirá el lector cómo el segundo verso requiere, por motivos silábicos, una pronunciación arrabalera, aunque no lo registre la grafía: “paré”). Banchs no insistirá luego en estos cuadros objetivistas.

La publicación de tales “bocetos” —así se titulaban— y la aparición misma de la revista Nosotros constituyen el primer signo importante del surgimiento de una nueva tendencia y una nueva generación en la poesía argentina de principios del siglo pasado, la promoción “postmodernista”, cuyos poetas mayores probablemente sean Enrique Banchs y Baldomero Fernández Moreno, pero de la cual también formó parte una constelación particularmente luminosa en la poesía hispanoamericana de la época, aunque desde hace décadas su luz se juzgue casi apagada. Fueron algunos de sus nombres: Rafael Alberto Arrieta, Alfonsina Storni, Pedro Miguel Obligado, Ezequiel Martínez Estrada, Héctor Pedro Blomberg, Evaristo Carriego, Arturo Capdevila, Alfredo Bufano, Arturo Marasso, y los más jóvenes —contemporáneos éstos de los vanguardistas, pero cuyo estilo es nítidamente postmodernista— José Pedroni, Luis Franco, Horacio Rega Molina, Conrado Nalé Roxlo, Pedro Mario Delheye, Luis Cané, González Carbalho, Francisco López Merino...

¿Qué trajo el postmodernismo a nuestra poesía? A diferencia de las vanguardias, no hubo en los postmodernistas una voluntad de ruptura con el pasado; su búsqueda de originalidad no estaba reñida con el sentido de continuidad, y aunque se apartaron de muchos tópicos modernistas (a partir de entonces, los cisnes, por ejemplo, se convirtieron en aves en peligro de extinción poética), no renegaron de la lección de sus maestros, que fueron especialmente dos: Darío y Lugones. Éste último constituye claramente un puente entre la estación plena del modernismo y el postmodernismo, e incluso anticipa con Lunario sentimental —como se ha repetido numerosas veces, sobre la estela de la confesión de Borges— el chisporroteo metafórico y transgresor ultraísta. Define al postmodernismo, formalmente, su propósito de acordar los formidables logros técnicos modernistas con una expresión mesurada, de medio tono, coloquial en cierto modo, pero más próxima por lo general a la entonación de quien a solas se habla a sí mismo y escucha resonar las cosas y las voces de los otros que a la manera de los diálogos con el vecino: “No encendamos la lámpara, no turbe / nuestra voz la armonía del silencio / sobre la sombra... Tu cabeza yace, / abandonada y frágil, en mi pecho. / Tu cabellera oscura se deshoja / como una flor abierta entre mis dedos” (Arrieta). Poesía habitualmente intimista, en fin, pero que busca llevar a la intimidad del poema el lenguaje común, la vida común: los poetas incorporan a sus textos datos de su cotidianidad, incluso laboral (Fernández Moreno nos habla de sus alumnos y sus chapas de médico, Pedroni de su oficio de contador en una fábrica...), y ya no es raro ver aparecer en los poemas los nombres de la mujer, los hijos, los amigos y hasta algún perro o gato del poeta. Desde otro punto de vista, podríamos decir que se caracteriza por la voluntad de conciliar esa suerte de ética estética propia de los modernistas, basada predominantemente en el “principio de placer”, con las concretas condiciones de vida de los escritores, donde tal dimensión inconmensurable debe medirse sin embargo con el “principio de realidad” que impuso el orden de la sociedad argentina de inicios del siglo XX, las nuevas multitudes padeciendo “dalmática de plomo la existencia”, según el verso terrible de Banchs.

Para eludir tal peso, los poetas del período en general buscaron crearse espacios donde la vida aún latiera de manera entrañable. Enrique Banchs, quien en un principio intentó abarcar con su paleta precozmente magistral todos los motivos, desde las aguafuertes suburbanas (en las que luego se especializó Carriego) hasta las láminas medievalizantes, desde los modestos interiores burgueses hasta la oda civil del Centenario, pronto tuvo que comprender que ese espacio verdaderamente suyo era en realidad un vacío, la ausencia de una mujer más presente que nadie y que nada en su sueño y en su vigilia. De ese fracaso irremediable hizo el triunfo melancólico y espléndido de los versos que salvan la memoria de su sentimiento —poco nos dejan intuir de quien lo originó— en la perduración de los sonetos de La Urna. Luego, prácticamente calló hasta el fin de sus días.


II


Y finalmente, después de ochenta y ocho años, se ha vuelto a editar el libro tal vez más intenso —como conjunto unitario— de la tradición lírica argentina. Luego de su publicación en 1911 sólo había reaparecido en el tomo de su Obra poética editado por la Academia Argentina de Letras, en 1973. Si tal vez no resulta demasiado difícil comprender por qué La Urna no volvió a ver la luz durante la vida del poeta (hay quien afirma que buena parte de la tirada quedó apilada largos años en un ropero), llama la atención que ninguna de las grandes editoriales argentinas haya tomado a su cargo la reedición luego de su muerte. Como fuere, aquí está ahora, en una excelente edición de Proa, con un bello papel Conqueror de tono mate e ilustrada por Carlos Alonso.

Aunque las consabidas amnesias editoriales (y críticas) argentinas pueden haber forzado a un amplio público de lectores al desconocimiento de la obra, también han favorecido gestos como los de un poeta amigo, quien en su adolescencia, cuando descubría la poesía en los libros de una biblioteca popular de provincia, copió a mano en un cuaderno escolar los cien sonetos de La Urna. Esto nos habla, por cierto, del fervor de aquel adolescente, pero también nos dice algo sobre el carácter de esta poesía: entrañable, confidencial, nos liga a su palabra susurrada con un vínculo casi de secreto, y leerla se vuelve menos un hecho de cultura, que un perdurable acontecimiento de vida. Se diría que quien la ha escrito, con evidente maestría, no ha buscado tanto ser admirado por su logro artístico (como suele advertirse aun en el Lugones más íntimo), cuanto, en todo caso, ser querido en sus versos. En “Simples palabras” de El cascabel del halcón (1909), Banchs lo había dicho: “No trabajes el verso / con amor prolongado. / Sea como paloma / que se va de la mano. // La dulce estrofa siempre / un poco de alma exhale...”. Y luego: “Que no tenga en tu vida / mucha importancia el verso. / Tú que los haces sabes / qué poco vale eso.”

Lo notable del caso es que el joven de veintiún años que decía eso, había publicado ya dos libros, Las barcas (1907) y El libro de los elogios (1908), e incluido el que recoge estas exhalaciones heptasílabas, el mencionado Cascabel del halcón, en total sumaban nada menos que ¡179 poemas! Con esas tres obras, Banchs era considerado casi unánimemente el mayor poeta de la nueva generación. Con todo, la ambigüedad que implica por un lado una vida dedicada a la escritura y por la otra una cierta displicencia a la hora de valorar la importancia de la actividad poética, es propia de Banchs. Leemos, por ejemplo, en unas páginas lúcidas y polémicas que el poeta publicó en la revista Nosotros sobre la cuestión del nacionalismo literario (algunos de sus argumentos —no éstos que transcribimos— anticipan en veinte años aquellos que Borges expondrá en su conocido ensayo “El escritor argentino y la tradición”): “El porvenir y la fama de la patria necesita más a los industriales y a los grandes comerciantes que a los literatos. Su carácter no se lo dará la literatura, sino su potencia de asegurarse una vida independiente por sus propios esfuerzos. Por lo general, el carácter de un individuo o de una nación se mide en cuanto sirve para conquistar y conservar su independencia económica”.

No citamos lo anterior para que el lector se deprima pensando en este país nuestro de los últimos... siglos, sino para adentrarnos en uno de los nudos problemáticos de la obra de Enrique Banchs. Era el mayor de seis hermanos, y siendo un carácter más bien dado a la contemplación, de una fina y reconcentrada sensibilidad, pronto tuvo que insertarse en el mundo del trabajo para ayudar a la economía de la familia. Esto le dio tempranamente, pareciera, una conciencia aguda del significado de la frase bíblica sobre el costo de ganarse el pan, y una valoración de la labor humana y de la voluntad práctica más próxima a un estoicismo ético que a un hedonismo estético. Las angustias de Tonio Kröger no debieron ser ajenas a Banchs. Hay que leer sus páginas de Ciudades argentinas (1910) —uno de los testimonios más vívidos y precisos sobre la situación de las principales ciudades del interior en el año del Centenario, cuando el país parecía tener ojos sólo para la rica de la fiesta, Buenos Aires— para ver el valor y la atención concienzuda que este poeta daba a la variedad de aspectos de la vida práctica. Señalamos esto porque nos parece significativo para aproximarnos a lo que podríamos llamar —como Sanín Cano definió el padecimiento de José Asunción Silva— la “tragedia intelectual” de la vida y la obra de Banchs. Esta tragedia no terminó en suicidio, pero sí en un silencio enigmático, sólo interrumpido esporádicamente por publicaciones sueltas en algunos suplementos literarios y revistas. Tan enigmático resultaba ese silencio en un poeta otrora prolífico, que Baldomero Fernández Moreno le dedicó un soneto en el cual le preguntaba: “¿Por qué no cantas, silencioso Enrique? // ¿Por qué cesó tu juvenil repique, / finísima campana matutina? / ¿Quién te ligó las alas, golondrina? / Di la palabra mágica que explique.” Y terminaba: “¡Sol al soneto y luna a la balada! / ¿Acaso está la patria tan sobrada / de grandes voces para que tú calles?”

No, no estaba la patria tan sobrada, pero “la palabra mágica que explique” ya estaba dicha en La Urna. Este libro recoge las cenizas de un amor desgraciado y también los despojos de la ilusión de encarnar la poesía en la existencia. La palabra “ilusión”, como en Leopardi (tan próximo cuanto Petrarca a esta poesía), es fundamental para la concepción banchseana. En una serie de cuatro sonetos que se encuentran casi al comienzo, aparece este término vinculado con el motivo que da título al libro, la urna funeraria. El primer texto invita a la amada a recorrer juntos “el sitio finalmente hospitalario”, lo que Eliot llamó “el otro reino de la muerte”; el segundo soneto describe tal “otro reino” y se cierra con la mención de un canto que suena en una urna; el tercero se abre con ese mismo canto, que es la canción de un grillo. Lo que el grillo canta desde el interior de un cráneo, es la ilusión del muerto, a la cual el tiempo no ha logrado deshacer. Oigamos al grillo: “¡Alegría fugaz de haber vivido, / alegría fugaz, la he recogido / como la abeja de la flor el polen...!” Con ese polen de ensueños de quien ya no existe hace el insecto la miel de su himno musical, y el poeta se dice en el último soneto de la serie que ojalá lo que él amó pueda ser rememorado “en la canción / del Grillo, lira de resurrección”.

Que ese grillo es la poesía, es evidente, lo conmovedor es que aquel muchachito de veinte años no sólo se considerara ya viejo, como repite en distintos poemas, sino que además soñara con la muerte para que allí el amor que le estuvo vedado en la vida pudiera resurgir en la ilusión del canto. Quien ya está muerto para la existencia, se diría, es el poeta, puesto que aquello que le da deseos de vivir no puede hacerse realidad compartida. En la imaginación de ese futuro después de la muerte, Banchs se revela su destino inmediato, la soledad del alma ensimismada que ha quedado atada a lo perdido: “... Nacen mis frases / y se mueren en mí: soy mi ataúd”.

Como buen lector y traductor de Nietzsche (publicó una versión de Ecce homo en sucesivos números de Nosotros), Enrique Banchs no se engañaba, no aceptaba consuelos ante la evidencia de la verdad. Tampoco, lamentablemente, el de la poesía, desde el momento en que ésta se le mostró justamente como consuelo, como engaño: “Mas ya que despedirse es necesario / y puesto que éste es el deber de ahora, / el alma, ¿por qué llora?: / ¿no ve que despedirse es necesario? // Y eso de estar viviendo en puro engaño / no abraza bien con tanta fuerza de alma...”. Era muy claro para el poeta qué implicaba esa despedida: “Porque yo escribo este soneto y siento / que divido mi vida en dos mitades: / una es de nube, se la lleva el viento, / y otra es de tierra, toda realidades. // Yo me pregunto si tendré la fuerza / de olvidar tanto sin que al fin se tuerza / la ilusión que es preciso me mantenga. // Y de veras no sé, no sé qué hacer... / Acaso nada, no sentir, no ver, / y dejarse llevar por lo que venga”.

Lo que habría de venir, por cierto, era el alejamiento de la poesía; también, poco después de publicada La Urna, el matrimonio con la mujer a quien le había escrito: “Y el ser que de amistad tan noble vive / honor de mi labor jamás recibe... / (Tiene mi vida que bien vale un verso)”; los hijos y el trabajo para mantener la familia: “no hubo tal silencio —declaró el poeta—, sino el trabajo de galeote que obliga”. Hace un tiempo, Marta Banchs, la gentilísima hija del poeta, me refirió que su padre jamás les había puesto en las manos un libro suyo ni les había hablado de poesía...

Creo, en fin, que es posible leer en La Urna no sólo el debatirse de una ilusión de amor por seguir existiendo en una circunstancia existencial que la condena, sino también la extinción de una idea de poesía absoluta en medio de condiciones epocales —las mismas en las que aún vivimos— que la han vuelto un devaneo inútil para la sociedad. Seguramente, no es sólo un lamento de amor el que puede haber dictado a Banchs ese magnífico, tristemente emblemático soneto que comienza: “¡Cuánto escribí!... Y sin embargo nada / ha dicho un poco, un poco de mi ser...”, y que termina:

¡Oh, noche! apaga como a un cirio mi alma.
No me dejes pensar, soñar, sentir,
no me digas que quise.

¡Oh, noche! envuelve con tu dulce calma
tanta inutilidad, tanto vivir
en vano, y lo que soy y lo que hice...


P.A.
Alta Gracia, 1999

[Texto publicado en el Suplemento Literario
de La Gaceta de Tucumán, en ocasión de la
primera reedición de La Urna (Proa, Buenos
Aires, 1999), y luego en el Nº 9 de la revista
Fénix, Ediciones del Copista, abril de 2001.]



domingo, 19 de junio de 2011

Antonio Machado

AL PADRE





Esta luz de Sevilla...


Esta luz de Sevilla... Es el palacio
donde nací, con su rumor de fuente.
Mi padre, en su despacho. La alta frente,
la breve mosca, y el bigote lacio.

Mi padre, aún joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta;
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.

Sus grandes ojos de mirar inquieto
ahora vagar parecen, sin objeto
donde puedan posar, en el vacío.

Ya escapan de su ayer a su mañana;
ya miran en el tiempo, ¡padre mío!,
piadosamente mi cabeza cana.




Antonio Machado

[Nuevas Canciones, 1917-1930]

sábado, 11 de junio de 2011

Giuseppe Ungaretti

SI TÚ, HERMANO MÍO





















Se tu mio fratello




Se tu mi rivenissi incontro vivo,
Con la mano tesa,
Ancora potrei,
Di nuovo in uno slancio d'oblio, stringere,
Fratello, una mano.


Ma di te, di te non mi circondano
Che sogni, barlumi,
I fuochi senza fuoco del passato.


La memoria non svolge che le immagini
E a me stesso io stesso
Non sono già più
Che l'annientante nulla del pensiero.



*



Si tú, hermano mío



Si tú volvieses a mi encuentro vivo,
Con la mano tendida,
Aún podría, de nuevo
En un rapto de olvido,
Estrechártela, hermano.

Pero de ti, de ti no me circundan
Más que sueños, vislumbres,
Los fuegos ya sin fuego del pasado.

La memoria no extiende más que imágenes,
Y ante mí mismo
Yo mismo sólo soy
La anonadante nada de la mente.




Versión de Esteban Nicotra y Pablo Anadón

[En: Giuseppe Ungaretti, El Dolor,
Alción Editora, Córdoba, 1994]

jueves, 9 de junio de 2011

CRÍTICA DE LA RAZÓN POÉTICA

Una entrevista de Osvaldo Aguirre


[Carl Spitzweg, El poeta pobre, 1839]

Revisando viejos papeles olvidados para acercarle al joven poeta y traductor Alejandro Crotto, quien prepara en Buenos Aires, con paciencia, pericia y tesón, un blog para la revista y la colección Fénix, me encontré con una entrevista que en el año 2006 me hizo Osvaldo Aguirre para el suplemento de cultura del diario La Capital. Recordé que mis respuestas habían sido demasiado largas, como suele ocurrirme, y que el entrevistador había tenido que seleccionar algunos tramos más importantes – o menos prescindibles – para que el texto entrara en el espacio de la página. Si bien las tijeras habían sido usadas con excelente tino por Aguirre, me dio curiosidad rever el texto completo, y luego de exhaustiva indagación en el caos de mi computadora, di al fin con el archivo correspondiente. A un lustro de aparecido, quizá conserve aún alguna actualidad. Ofrezco aquí, pues, la versión completa de la entrevista aparecida en La Capital de Rosario, en el suplemento “Señales” del 16 de abril de 2006, bajo el título de “Crítica de la razón poética”. No he querido tocar ni una coma de esa versión, aunque hoy quizá respondería con mayor cautela y tal vez, tal vez, con menor ánimo polémico, así como incluiría algunos nombres más entre los poetas que menciono. Conservo el título elegido por Osvaldo Aguirre y sus palabras introductorias, con la única aclaración de que la revista Fénix no se “proyectó en una editorial, Ediciones del Copista”, sino que esta editorial, dirigida por Oscar Roqué Garzón, fue la que dio acogida a nuestra publicación desde un principio, así como a la colección homónima de poesía y crítica.


[Número de Fénix que dio motivo
a la entrevista]

Entre las revistas de poesía aparecidas en los últimos años, Fénix ocupa un lugar destacado. Desde la ciudad de Córdoba, donde se publica, se ha preocupado por debatir cuestiones centrales sobre la escritura y la difusión de la poesía y la traducción, con la perspectiva de revisar ideas y postulaciones en circulación. "Nos interesa una crítica que no tema ser polémica, si es necesario, diciendo lo que muchos piensan pero pocos dicen. Así nos hemos ganado muchos enemigos y un creciente silencio en torno a nuestras publicaciones", dice el poeta y traductor Pablo Anadón, director de la revista.

Fénix empezó a salir en 1997 y pronto se proyectó en una editorial, Ediciones del Copista, donde se viene publicando poesía argentina contemporánea y una notable selección de poesía extranjera (con títulos como "Poesía", de Gérard de Nerval, o "La poética de Mallarmé", de Yves Bonnefoy). La salida del último número, el 18, proporcionó una buena excusa para entrevistar a Anadón.

- ¿Cuáles son los criterios de edición en Fénix?

La revista, desde que nació en 1997, lleva un subtítulo, que me gusta considerar parte inescindible del título: poesía-crítica. Esto puede entenderse al menos en dos sentidos. En cuanto al primero, Enzensberger hablaba hace poco, a propósito de la desaparición de grandes figuras como las de Pasolini o Celan, de la reducción actual del “espacio de lo sublime”, y definía tal espacio de la siguiente manera: “hasta los años ’70 nos dirigíamos a los poetas para escrutar el secreto de la existencia”. Me parece que la poesía más intensa del presente surge de tal tensión: la conciencia de que la época, por múltiples razones, ha puesto en entredicho toda sublimidad, y a la vez la necesidad de continuar indagando tozudamente, poéticamente, en busca del “secreto de la existencia”. El poeta italiano Sergio Solmi definía la lírica moderna de un modo que me parece muy apropiado para referirnos a la situación de la poesía en el presente: “una suprema ilusión de canto que milagrosamente se sostiene después de la destrucción de todas las ilusiones”. Vale decir, lo que creo que se puede llamar lirismo crítico. Sin esa conciencia crítica creo que no puede haber, hoy, una poesía creíble a la cual recurrir aún para “escrutar el secreto de la existencia”, pero sin esa “ilusión de canto” tampoco creo que valga la pena seguir llamando poesía a la poesía ni persistir en el empeño de hacer versos.

En cuanto al segundo sentido, más llano, del binomio poesía-crítica, quiere decir simplemente que en la revista hay textos poéticos, ya sea originales o traducidos, y hay textos críticos. El criterio de edición en el caso de los poemas está vinculado con lo que decía precedentemente: ese lirismo crítico es el horizonte deseado para el material de poesía que aparece en la publicación. Como no siempre es posible esto, al menos persiste una exigencia de calidad, de rigor estético, con todo lo problemático que pueda resultar definirlo. Como no ganamos dinero con la revista, y en cambio con ella perdemos plata y tiempo, no tenemos obligaciones con nadie: publicamos lo que nos parece valioso. No puedo entender, por ejemplo, lo que me decía el director de una revista de poesía actual, quien me confesaba que la mayoría de los poemas que publicaba no le parecían buenos, pero que había que dar lugar a todos. Tal criterio de no-selección me parece que sólo favorece la confusión reinante. Una cosa es dar cabida a diversas tendencias poéticas, y otra muy distinta es abdicar de todo discernimiento valorativo.

En cuanto al criterio de edición de la crítica, privilegiamos un tipo de crítica ensayística en el que se adviertan las siguientes notas: claridad, precisión y cuidado estilístico. Lejos tanto de las nebulosidades de cierta crítica “a la francesa”, de derivación deconstruccionista, como del tedio académico, nos interesa un estilo ensayístico que se acerque a una conversación entre amigos medianamente inteligentes tratando de dilucidar un problema difícil. Quiero decir que entre amigos no sirven las poses ni los tecnicismos a la moda, sino ir al fondo de la cuestión y argumentar convincentemente. Sería raro encontrar en Fénix una prosa como la de Nicolás Rosa, por ejemplo. Por otra parte, nos interesa una crítica que no tema ser polémica, si es necesario, diciendo lo que muchos piensan pero pocos dicen. Así, claro, nos hemos ganado muchos enemigos y un creciente silencio en torno a nuestras publicaciones. Son gajes del oficio, cuando no se hace crítica para ganar espacio en nuestra pequeña república literaria, sino para expresar francamente el propio punto de vista, con la responsabilidad pública que le atañe al crítico.

- ¿Cuál es tu visión de la poesía que se escribe hoy? ¿Hay una nueva poesía argentina? ¿Cuáles serían sus características?

En el presente confluyen las voces de autores de distintas generaciones y distintas tendencias. Poetas que iniciaron sus obras hacia la mitad del siglo pasado, hoy se encuentran aún en plena producción, y con ellos probablemente se podría armar una excelente antología de poesía actual. Pienso, por ejemplo, en Horacio Castillo, Rodolfo Godino, Alejandro Nicotra, Juan José Hernández, Jacobo Regen, Rodolfo Alonso, Juan Gelman, Mario Trejo, etc. También entre los poetas que surgieron hacia fines de la década del ’60 y principios de los ’70 hay algunos que me parecen valiosos, como Rafael Felipe Oteriño, Santiago Sylvester, Ricardo H. Herrera, Susana Cabuchi, Cristina Piña, etc. La cosa se complica a partir de la década del ’80 y ’90, tal vez por la cercanía histórica, tal vez porque a partir de entonces el dominio casi absoluto de dos poéticas ha vuelto casi invisible la existencia de autores con búsquedas distintas. En efecto, el neobjetivismo y el neobarroco prácticamente monopolizaron el campo poético, y la confluencia de ambas tendencias (con una absorción del segundo en el primero, que se puede verificar muy fácilmente en la evolución de una revista como Diario de poesía) ha dejado poco resquicio para la difusión de otras poéticas. Dado que, a mi juicio, son escasos los poetas más o menos perdurables que han dado estas tendencias dominantes (distinguiría, por ejemplo, a Fabián Casas, Gabriela Saccone y Beatriz Vignoli), se produce una confusión entre la presencia pública y el valor real de los autores más citados del periodo. Pocos podrían reconocer, entonces, la obra de otros poetas que sin embargo, a mi entender, constituyen lo mejor de la escritura reciente, tales como Alejandro Bekes, Elisa Molina, Roberto Malatesta, Diego Muzzio, Javier Foguet, entre otros. En el prólogo a la selección Señales de la nueva poesía argentina, publicado en el 2004 en España (y que en la Argentina, dicho sea entre paréntesis, cayó en un completo silencio en todos los medios culturales), traté de identificar las notas comunes a estos autores. No es fácil hacerlo, porque ellos no integran ningún frente poético, pero quizá un denominador común sea este lirismo crítico del que hablaba precedentemente, y una atención inusual al ritmo del verso. En los últimos años se viene manifestando una novísima generación, nacida en la década del ’70. En ellos, salvo honrosas excepciones en las que hay que confiar, me parece muy clara la influencia profunda (y nefasta, a mi ver) de la mezcolanza neobarroca-neobjetivista, sólo que empleada con un tono más liviano, sin la carga programática que tenía en sus maestros.

- ¿Cómo ves a la crítica de poesía en Argentina y cómo pretende situarse Fénix al respecto?

La idea de publicar Fénix surgió justamente del intento de destacar la obra de poetas que en la época pasaban casi desapercibidos, y de la insatisfacción ante el estado de la crítica poética en la Argentina. La situación no ha variado demasiado, aunque hay un mayor juego de puntos de vista, por lo menos al sumarse en 1999 la revista Hablar de poesía ─si bien, a mi juicio, con un exceso de eclecticismo─ a las discusiones que había iniciado Fénix un par de años antes. De todos modos, basta echar una ojeada a los principales suplementos culturales, a las revistas más difundidas, a las antologías de los últimos años, a los subsidios culturales, para advertir que el monopolio neobjetivista-neobarroco sigue funcionando a las mil maravillas, también en el plano crítico, editorial e institucional. Quede claro que no objeto el valor de algunas indagaciones desde la perspectiva neobjetivista (el neobarroco, en cambio, suele ser más bien tartamudeante puesto a argumentar críticamente), como las de Freidemberg, Aguirre o Dobry. Pero es tiempo de que se reconozca que no toda la poesía argentina circula por la autopista Buenos Aires-Rosario y sus carriles señalados.

Por otra parte, observo que perduran en nuestra crítica ciertos males difíciles de erradicar: la tendencia a mitificar y afirmar en bloque, programáticamente, el valor de una obra (¿quién se atreverá a reconocer lo tediosa que resulta la lectura de la poesía completa de Juan L. Ortiz, especialmente de su celebrado Gualeguay, o cuán ilegible es Carrona última forma de Leónidas Lamborghini, por dar un par de ejemplos ‘intocables’?); la ausencia de críticos verdaderamente independientes, francotiradores que no teman decir lo que piensan; la falta de formación técnica, en las minucias esenciales de la poesía; la carrera literaria lograda en base a reseñas favorables para todo el mundo (pensá en la cantidad de amigos que uno puede ganar comentando positivamente un libro cada semana durante cinco, diez años…), etc.

- ¿Cómo se sitúa Fénix ante el problema de la traducción de poesía, a la que le ha dado un espacio sostenido?

Otro gran problema. Un poeta señalaba años atrás la importancia que había tenido para él la lectura de las traducciones de poesía norteamericana en nuestro país. Ahora bien, he indagado un poco la cuestión en un estudio que se ha publicado recientemente en España, y he constatado que la imagen de la poesía en lengua inglesa que se ha creado en la Argentina es a menudo una imagen falsa, distorsionada. Las versiones de Girri, digamos, de Robert Lowell, no tienen nada que ver, en lo que atañe al cuidado de la forma, con los textos originales (Lowell fue considerado en su país, durante muchos años, como un gran poeta formalista, mientras que Girri nos da un insulso autor de versos prosaicos). Lo mismo hay que decir de las traslaciones de Revol (que es, sin embargo, un magnífico ensayista, hoy casi olvidado), traducciones que son lisa y llanamente aplanadoras poéticas en sus versiones de Robert Frost. ¿Qué queda de Dylan Thomas sin su martilleante musicalidad? ¿Qué de Sandro Penna sin la grazia estilizada de su ritmo? Ahí se hace verdad lo que Frost decía: poesía es lo que se pierde en una traducción de poesía.

La traducción, sin embargo, creo que es muy importante, no sólo como excepcional taller artístico para la formación personal del poeta, sino también para la literatura en general. La veo como una suerte de transfusión sanguínea, que permite revivificar un organismo poético en peligro de debilitarse por un exceso de autosuficiencia. Pensemos, sin más, que dos de los momentos de mayor esplendor de la poesía en lengua castellana, han surgido de la influencia de literaturas extranjeras, como la italiana en el Siglo de Oro y la francesa en el Modernismo. Pero para que ello ocurra, la traducción o aclimatación de formas literarias no debe ser un empobrecimiento, sino una superación de los propios modelos estéticos. Lo que en Fénix propiciamos es ese tipo de traducción: poemas traducidos que se lean como si hubieran sido escritos en castellano, con un extremo cuidado no sólo del sentido, sino también de la cadencia del texto original.

- ¿Qué tipo de transformaciones observás en la tradición poética argentina? ¿Existe una tradición dominante?

Me parece evidente que la gran transformación en la poesía argentina se produjo en la década del ’50, con el advenimiento de una especie de neovanguardia, que convirtió en norma lo que en las vanguardias históricas había sido experimentación. García Lorca o Gerardo Diego o Borges o Neruda o Vallejo podían escribir exactos sonetos o poemas en verso más o menos libre, lo mismo que Apollinaire, Pessoa o Ungaretti. A partir de los años ’50 en la Argentina el verso ‘moderno’ por antonomasia fue el verso libre, prejuicio estético que tuvo una sanción política a partir de los ’60: desde entonces, escribir en verso medido se juzgó reaccionario. Por cierto, nada tiene que ver una cosa con la otra, como lo demuestran, por si hiciera falta, los casos de escritores “comprometidos” como Bertolt Brecht, Louis Aragon, Pier Paolo Pasolini, Rafael Alberti, etc. etc. Pero si los poetas argentinos de las décadas del ’50 y del ’60 tenían una educación auditiva formada en la lírica clásica, los autores de los años ’70 se educaron, salvo rarísimas excepciones, en la escuela del versolibrismo y de las traducciones de poesía, que no es una escuela demasiado rigurosa. Los poetas posteriores a menudo han tenido como maestros, asistiendo incluso a sus talleres literarios, a estos autores de oído atrofiado. Tal fobia antimétrica, o más ampliamente informal, ha hecho bastante daño, tanto a la poesía como a la crítica sobre poesía. (Sin ir más lejos, Martín Prieto, en su colaboración con un volumen de la Historia crítica de la literatura argentina dirigida por Noé Jitrik, descalifica el aporte de los poetas postmodernistas al realismo en la poesía argentina, por el sencillo hecho de escribir en versos “musicales”. Ahora bien, desconocer la importancia de la contribución de un Baldomero Fernández Moreno a la poesía realista en la Argentina, por ese prejuicio, es sencillamente un dislate crítico. Lo extraño del caso es que luego, en las citas que el autor hace de los poetas vanguardistas que sí tiene en cuenta, no sólo sucede que los versos son métricos, sino que la mayoría tiene rima, e incluso rimas bien lugonianas: ¿será que el crítico ya estaba sordo para tales sutilezas?)

La tradición dominante, pues, es la de la transgresión sin fin, como quien dice una infinita colocación de bigotes a la Gioconda, una enésima proposición de la artisticidad del mingitorio (“Algo que esté allí y que mirado por ciertos ojos se transforme en poesía”, según la frase de Felisberto Hernández con que Samoilovich ha definido al objetivismo). Si la transgresión, por cierto, es útil y necesaria cuando la norma se ha vuelto asfixiante, una vez que la norma hace tiempo que no es concebida como tal (porque, de hecho, como hemos visto, ya no se la percibe siquiera), la transgresión continua se resuelve en banalidad, en insignificancia. Así lo ha observado Daniel Freidemberg en un ensayo sobre la poesía argentina última, sólo que él le da un incomprensible sentido positivo. Dice así: “Gran parte de la poesía más novedosa que se está escribiendo en la Argentina se respalda en una operación ideológica que se presenta como ‘transgresora’: revertir la valoración negativa de conceptos como ‘superficial’, ‘digresivo’, ‘intrascendente’, ‘indiferenciado’ o ‘superfluo’.”

¿Qué podemos decir? Si para ser novedosos tenemos necesariamente que ser superficiales y superfluos, creo que ha llegado la hora de olvidarnos de las “operaciones ideológicas”, olvidarnos de ser novedosos y transgredir la transgresión con una poesía que, como decía Enzensberger a propósito de la de Celan o Pasolini, intente todavía “escrutar el secreto de la existencia”, aunque nunca lo logre. Hay quienes lo intentan hoy, en versos que suenan a versos, y tales desafíos me parecen más osados y comprometidos que los de una programática trivialidad.


[Alta Gracia, marzo de 2006]