(Divagaciones
circunstanciales
en
torno de unos versos
de
Rubén Darío)
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[Rubén Darío un año antes de su muerte] |
Pensaba
en estos días, no por azar, en la vida de Rubén Darío, uno de los autores que
en nuestros países primero y de modo un tanto fatídicamente ejemplar evidencia
las marcas de las nuevas condiciones en que se desarrollan la existencia y la
obra del artista en la sociedad moderna, y recordaba en especial los versos de
uno de sus poemas, aquél que comienza con un ruego y una confesión: “Hermano,
tú que tienes la luz, dime la mía. / Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a
tientas. / Voy bajo tempestades y tormentas / ciego de ensueño y loco de
armonía.”
Se
advierte que es un poema escrito “de profundis”, probablemente nacido de un
tirón, un tirón doloroso, tal vez desde un inicio en su forma definitiva, como
palabras que llegan desde una remota distancia, a lo largo de una dura
experiencia de años, cantos rodados del desasosiego. Luego de esa primera estrofa,
como quien comprendiera, revelada por las palabras mismas que acaba de escribir
(“ciego de ensueño y loco de armonía”), la causa de su angustia, apunta el
diagnóstico, con crudeza despiadada, casi con ensañamiento consigo mismo y con
ese mal que atormenta su vida: “Ése es mi mal. Soñar. La poesía / es la camisa
férrea de mil puntas cruentas / que llevo sobre el alma. Las espinas
sangrientas / dejan caer las gotas de mi melancolía.”
Parece
fácil, quizás, pero no lo es, escribir frases como ésas (casi puedo imaginar el
temblor imperceptible de la mano al redactarlas, como quien se libera
finalmente de un nudo en la garganta): es la primera vez, si no me equivoco,
que en la literatura hispanoamericana se acusa con tal ferocidad a la poesía de
su efecto sobre la vida del poeta. Hay que haber sufrido mucho, para
escribirlas, el contraste entre ese “oficio o arte arisco” y una posible paz o
bienestar existencial, sean éstos lo que fueren.
Creo
que el conflicto, en rigor de verdad, no es tanto, o no sólo, entre la poesía y
la existencia, aunque es novedosa también la conciencia del extravío y la
desorientación (la “intemperie”, dirán años después los existencialistas) en
que la vida transcurre, ya sin el amparo de una fe religiosa o filosófica o
política o científica (los modernistas, como bien observó Octavio Paz, muestran
la crisis del optimismo positivista, así como la crisis de las tradicionales
respuestas metafísicas a los enigmas que desvelan al hombre desde siempre),
cuanto entre la poesía y las constricciones de la realidad práctica en la que
ese oficio se inserta ―o
deja de insertarse― en la nueva sociedad, ésta en la que todavía vivimos.
Recuerdo, a este respecto, la anécdota acerca de las dificultades del poeta
para cumplir con su contrato periodístico con el diario “La Nación”, cuyas
notas a veces encargaba a amigos, con quienes compartía la paga, porque no
lograba escribirlas a tiempo.
Es que no es tarea fácil, aunque
así lo crea el burgués (uso a propósito este término, caro al despecho de los
artistas de aquel tiempo), vivir en dos dimensiones tan diferentes, cumplir a
la vez con el dios o la diosa del arte y con el César del trabajo: la
esquizofrenia anímica que produce termina dejando maltrecha a alguna de ambas
personalidades. Verbigracia, y lejos de toda comparación ―especialmente en el
talento― con el gran Darío: escribo estas notas a las tres y media de la
madrugada del miércoles, ayer me levanté a las siete y mañana tengo que estar
en pie a las ocho, y para escribirlas dejo de hacer una bendita, enésima
reformulación de una planificación escolar, que debería haber entregado
anteayer: si mañana llego diez minutos tarde a mis clases, si mañana no
consigno la planificación, ¿se me perdonarán las demoras por haberme quedado
escribiendo estos apuntes, que sinceramente me parecen más importantes que
cumplir con un trámite estúpidamente burocrático? ¿Se tendrá en cuenta que
luego, cuando dé mis clases, lo que he comprendido en mi desvelo de esta noche
al escribirlos me permitirá hablarles a mis alumnos de la experiencia literaria
con mayor conocimiento de causa que si les recitara las informaciones del
manual de turno? No, no se me perdonará, y yo mismo me sentiré en culpa por no
lograr cumplir con el horario laboral o con el expediente burocrático.
No es el caso, pero esta noche
podría haber compuesto, como Darío en la mesa de un café de la Avenida de Mayo,
el “Coloquio de los centauros”, pero mañana me encontraría con que eso no es
excusa suficiente para que no se me descuente del sueldo una hora de clase por
llegada tarde o se consigne prolijamente en mi legajo docente la tardanza en la
entrega de la planificación. No sé si queda claro: no es que el artista sea un
vago, no es que le falte empeño para el trabajo; es que trabaja todo el tiempo,
incluso cuando no trabaja, en su arte y en su casual profesión, y las
dimensiones del “ensueño”, imprescindible para la creación, y de la vida
práctica, imprescindible para sobrevivir “en este mundo amargo”, no se llevan
bien juntas, más aún: son, demasiado a menudo, casi inconciliables.
Puedo entender, pues, sin
esfuerzo, ese “titubeo de aliento y agonía” de que habla el autor al final del
poema (ahora mismo me impulsa el aliento entusiasta de la escritura; mañana
sentiré la agonía de las pocas horas de sueño y de la mirada severa de las
autoridades) y que el poeta cargue “lleno de penas lo que apenas soporta”.
Melancolía
A Domingo Bolívar
Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas
ciego de ensueño y loco de armonía.
Ése es mi mal. Soñar. La poesía
es la camisa férrea de mil puntas cruentas
que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía.
Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo;
a veces me parece que el camino es muy largo,
y a veces que es muy corto...
Y en este titubeo de aliento y agonía,
cargo lleno de penas lo que apenas soporto.
¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?
Rubén Darío