miércoles, 29 de septiembre de 2010
El Viaje de los Reyes Magos
En 1927 Geoffrey Faber invitó a Eliot a colaborar con “The Ariel Poems”, series de plaquetas ilustradas de saludos navideños, que costaban un chelín. El resultado fue el primer poema por comisión escrito por Eliot, “Journey of the Magi”, publicado en 1927. Le siguieron “A Song for Simeon” en septiembre de 1928, “Animula” en octubre de 1929 y “Marina” en septiembre de 1930.
El 29 de noviembre de 1953, T. S. Eliot señaló en The New York Times: “Yo pensaba que mi poesía había terminado después de The Hollow Men… Al escribir los Ariel Poems retomé la corriente y me condujeron directamente a Ash Wednesday.”
THE JOURNEY OF THE MAGI
"A cold coming we had of it,
Just the worst time of the year
For a journey, and such a long journey:
The was deep and the weather sharp,
The very dead of winter."
And the camels galled, sore-footed, refractory,
Lying down in the melting snow.
There were times we regretted
The summer palaces on slopes, the terraces,
And the silken girls bringing sherbet.
Then the camel men cursing and grumbling
And running away, and wanting their liquor and women,
And the night-fires gong out, and the lack of shelters,
And the cities hostile and the towns unfriendly
And the villages dirty, and charging high prices.:
A hard time we had of it.
At the end we preferred to travel all night,
Sleeping in snatches,
With the voices singing in our ears, saying
That this was all folly.
Then at dawn we came down to a temperate valley,
Wet, below the snow line, smelling of vegetation;
With a running stream and a water-mill beating the darkness,
And three trees on the low sky,
And an old white horse galloped away in the meadow.
Then we came to a tavern with vine-leaves over the lintel,
Six hands at an open door dicing for pieces of silver,
And feet kicking the empty wine-skins.
But there was no information, and so we continued
And arrived at evening, not a moment too soon
Finding the place; it was (you may say) satisfactory.
All this was a long time ago, I remember,
And I would do it again, but set down
This set down
This: were we lead all that way for
Birth or Death? There was a Birth, certainly,
We had evidence and no doubt. I have seen birth and death,
But had thought they were different; this Birth was
Hard and bitter agony for us, like Death, our death.
We returned to our places, these Kingdoms,
But no longer at ease here, in the old dispensation,
With an alien people clutching their gods.
I should be glad of another death.
*
EL VIAJE DE LOS REYES MAGOS
“Fue una partida fría, justamente
La época peor del año para un viaje,
Y un largo viaje como el nuestro:
Los caminos ruinosos y los climas punzantes,
La verdadera muerte del invierno.”
Y los camellos se llagaban,
Las patas lastimadas, refractarios,
Se echaban en la nieve derretida.
Sentíamos a veces la añoranza
De los palacios en verano
Sobre suaves laderas, las terrazas,
Y las chicas sedosas trayendo los refrescos.
Luego, los camelleros con sus protestas y blasfemias,
Que huían, o pedían licores y mujeres,
Y en la noche los fuegos se apagaban,
Y no encontrábamos refugios, y eran
Hostiles las ciudades, desconfiados los pueblos
Y las aldeas sucias, todos recargando los precios:
Fueron días difíciles. Al fin,
Preferimos viajar toda la noche,
Durmiendo a ratos,
Con las voces cantando en nuestro oído,
Diciéndonos que todo, todo era una locura.
Luego, al alba, bajamos hasta un valle templado,
Húmedo, al pie de la línea de nieve, fragante de espesura,
Con un torrente y un molino de agua que batía la sombra con sus aspas,
Y tres árboles solos contra un cielo cercano.
Y un viejo caballo blanco huyó al galope sobre la pradera.
Después llegamos a una fonda que encima del dintel tenía hojas de parra,
Por una puerta abierta seis manos que jugaban a los dados por monedas de plata
Y unos pies que pateaban unos odres vacíos.
Pero no había información, y continuamos
Y así llegamos al anochecer, encontrando el lugar
En el momento justo... Fue (me podrían decir) satisfactorio.
Todo esto fue hace mucho, lo recuerdo,
Y lo haría de nuevo, pero aclarando antes,
Esto aclarando,
Esto: ¿fuimos guiados
Durante todo ese camino para
Un Nacimiento o una Muerte?
Hubo, por cierto, un Nacimiento,
No hay dudas, lo pudimos comprobar.
Yo había visto nacimientos y muertes,
Pero había pensado que eran algo distinto;
Este otro Nacimiento para nosotros fue
Una agonía ardua y amarga, como la Muerte, nuestra muerte.
Regresamos así a nuestros países, a nuestros Reinos,
Pero ya no hubo paz para nosotros,
Aquí en los viejos usos, con un pueblo
De extraños aferrados a sus dioses.
Yo querría morir con otra muerte.
Versión de P. A.
Río Ceballos - Córdoba, 1997
domingo, 26 de septiembre de 2010
Jorge Aulicino nos aclara que él no forma parte de la tripulación del bajel con rumbo a Alemanía (ver entrada de ayer), o que si formaba parte, no se ha enterado de ello, por lo que nos solicita amablemente bajarlo del navío en el primer puerto. Según la información distribuida por “Vox” (cfr. el boletín “infovox / Cerveceando”, del 23/09/10), estaba previsto que el autor de Cierta dureza en la sintaxis integrara la comitiva poética a Frankfurt, y en ese programa figura una lectura de poemas en que comparte mesa con Samoilovich, Bellessi y López. Pero es posible que “Vox” no contara con fuentes confiables. Estos bucaneros… Nos sentimos en la obligación, pues, de hacer conocer el siguiente aviso, con la rectificación del caso:
Pregón
Se informa a la población
Que del velero de marras
Con liras para el teutón
Ha soltado las amarras
Un marinero en gomón.
No obstante su catadura
Es un pirata sensible:
No hay más arma en su cintura
Que un verso libre inaudible
Y una sintaxis muy dura.
El Tajamar, 26-IX-10
sábado, 25 de septiembre de 2010
La revista y editorial Vox informa la composición del seleccionado nacional en poesía para la Feria Internacional del Libro en Frankfurt. La embajada poética, según esta noticia, está integrada por los siguientes autores: Daniel Samoilovich (director de Diario de Poesía, y compilador de una antología de la lírica contemporánea financiada por el estado con miras a la Feria); Jorge Aulicino; Diana Bellessi; Tamara Kamenszain; Martín Prieto; Fabián Casas y Washington Cucurto (cualquier semejanza con la redacción pasada y presente y el plantel de colaboradores habituales de la revista Diario de Poesía, es pura coincidencia). También viajan, acompañando a la selección, Gustavo López, director de la revista Vox (como se sabe, sucursal bahiense del Diario), y el crítico Jorge Monteleone, autor de la celebrada antología 200 años de poesía argentina.
Saludamos la nave que transportará tan preciado cargamento lírico con un romancillo marinero, con la certeza de que la embajada poética argentina representará al país como el país se merece.
BAJEL A ALEMANÍA
Fletó el gobierno argentino,
Con soles de su alcancía,
Un velero de oro fino
Con rumbo a la Alemanía.
Samoilo rige el timón,
Prieto rema, Diana cose,
Cucurto en el mascarón,
López alienta con voxes.
Lleva el diario Monteleón
De este viaje de dos siglos;
Con su anillo y su acordeón
Casas encanta vestiglos.
Ya zarpa este bergantín
Grave de versos y tara;
Auli resopla el clarín
Y al ritmo baila Tamara.
Se divisa en la bandera
Del velero a Alemanía
Sobre negra calavera:
"¡Muerte o Diario de Poesía!"
lunes, 20 de septiembre de 2010
organized with prodigal animosity,
lived in just a year―
my Father ‘s cottage at Beverly Farms
was on the market the month he died.
Empty, open, intimate,
its town-house furniture
had an on tiptoe air
of waiting for the mover
on the heels of the undertaker.
Ready, afraid
of living alone till eighty,
Mother mooned in a window,
as if she had stayed on a train
one stop past her destination.
decorada con pródigo rencor
y habitada tan sólo por un año,
la casa de verano de mi padre
en Beverly Farms
ya estaba en venta el mes en que murió.
Vacía, íntima, abierta,
sus muebles de ciudad
tenían el aire de aguardar en puntas
de pie al empleado de mudanzas
tras los talones del sepulturero.
Ya lista, temerosa de vivir
sola hasta los ochenta,
mi madre suspiraba absorta en la ventana,
como si ella se hubiera quedado sobre el tren
una estación después de su destino.
sábado, 18 de septiembre de 2010
bajo la blanca casa anochecida,
y de un carro lejano. El viejo sueño
por el que sigo niño es tu palabra
que extiende la frescura de mi cama
y me levanta el mar hasta el mentón,
cubre mis hombros, como
una frazada inmensa hilada en luna.
Bajo la galería transcurrían los años,
de voz en voz cándida vela.
Era dichoso el tiempo que recuerdo.
sotto la casa bianca già di notte
e d’un carro lontano. Il vecchio sogno
di cui resto bambino è la tua voce
che spiega il fresco nel mio letto e il mare
mi rincalza alle spalle, contro il mento,
come una grande coperta di luna.
Sotto la loggia passavano gli anni,
da voce a voce la candida vela.
Era beato il tempo che ricordo.
miércoles, 15 de septiembre de 2010
LA FORMA POÉTICA
y responde al cuestionamiento
de un profesor
Parado junto al bosque una tarde de nieve, dijo Frost. Puso las dos manos en el púlpito y miró atentamente al señor Ramsey.
Sí, señor. Bien, ese poema concreto es frecuente en su obra pues está escrito en forma de estancia, con versos yámbicos relacionados por la rima.
Muy bien, dijo Frost. Veo que ustedes, chicos, aprenden muchas cosas aquí.
Hubo un gran estallido de risas, más cáusticas que alegres. El señor Ramsey esperó a que se apagaran mientras Frost paseaba la mirada maliciosamente por la capilla, dominando el desorden. No le desagradaba nada el alboroto que había originado su confusión, se podía ver, y cabía preguntarse si en realidad se trataba de una confusión. Finalmente dijo:
¿Quiere hacer alguna pregunta?
Sí, señor. La pregunta es si una disposición del lenguaje tan rígidamente formal es adecuada para expresar la conciencia moderna. Es decir, ¿no debería la forma dar paso a modos de expresión más espontáneos, aunque sea a costa de cierto desorden?
La conciencia moderna, dijo Frost. ¿Qué es eso?
¡Vaya! Una buena pregunta, señor. Verá…, hablando muy a grandes rasgos, yo la describiría como la respuesta de la mente a la industrialización, a la saturación de propaganda por parte de los gobiernos y de la publicidad, las dos guerras mundiales, los campos de concentración, el oscurecimiento de la fe por la ciencia, y claro, la amenaza constante de aniquilación nuclear. Es indudable que esas cosas nos han afectado. Es indudable que han cambiado totalmente nuestro modo de pensar.
Es indudable que nada. Frost miró fijamente al señor Ramsey.
Si aquello hubiera sido el Juicio Final, al señor Ramsey y a su conciencia moderna les habría venido encima una terrible condena. El profesor no podría parecer más solo que allí de pie.
No me hable de ciencia, dijo Frost. Yo mismo soy algo científico. Pero usted no lo sabía. Botánica. Ustedes, chicos, saben lo que es el tropismo, es lo que hace que una planta crezca en dirección a la luz. Todo aspira a la luz. Uno no necesita atrapar una mosca para deshacerse de ella…, basta con dejar a oscuras la habitación, dejar una rendija de luz en una ventana, y se marcha. Siempre funciona. Todos tenemos ese instinto, esa aspiración. La ciencia no puede… ¿qué palabra empleó usted? ¿Oscurecimiento?... La ciencia no puede oscurecer eso. Lo único que puede hacer la ciencia es apagar la luz falsa, para que la luz auténtica nos lleve a casa.
El señor Ramsey empezó a decir algo, pero Frost continuó.
De modo que no me hable de ciencia, y no me hable de guerra. Perdí a mi mejor amigo en la que llamaron la Gran Guerra. También Aquiles perdió a su mejor amigo en la guerra, y Homero no traicionó su dolor escribiendo sobre él en hexámetros dactílicos. Siempre ha habido guerras, y las guerras siempre han sido estúpidas. Es muy bonito y muy agradable pensar que somos las personas más engañadas de la historia…, pero eso es lo que ha pensado todo el mundo desde el comienzo de los tiempos. Eso sirve de excusa para todo tipo de pereza. Pero volviendo a mi amigo. Escribí un poema para él. Todavía escribo poemas para él. ¿Honraría usted la memoria de su propio amigo poniendo las palabras justo como le vienen…, sin pensar en cómo suenan, en el significado de su sonido, el sonido de su significado? ¿Reflejaría eso sinceramente la pérdida?
Frost había estado mirando directamente al señor Ramsey mientras hablaba. Ahora se interrumpió y dejó que sus ojos recorrieran la capilla.
Estoy pensando en el dolor de Aquiles, dijo. Aquel famoso, aquel terrible dolor. Déjenme que les diga una cosa, chicos. Un dolor así sólo se puede contar dentro de una forma. Puede que en realidad sólo exista dentro de una forma. La forma lo es todo. Sin ella uno no consigue nada, a no ser un grito desgarrado…, sincero, quizá, con todo lo que eso vale, pero sin profundidad ni alcance. Sin eco. Puede que sea una queja, pero no expresa dolor, y las quejas son peticiones, no poesía. ¿Responde eso a su pregunta?”
[De Tobias Wolff, Vieja escuela,
Traducción de Mariano Antolín Rato,
Alfaguara, Buenos Aires, 2006, págs. 77-79]
a Esteban
[Fernando Fader, Atardecer]
Cuántas horas inmóviles
Me he quedado a la orilla de este río
Viendo el verde dorado
De las aguas veteadas de reflejos,
El vuelo repentino de algún pájaro,
Las variaciones leves de la luz
Sobre las hojas, y las formas
De las nubes que van hacia el azul de la montaña.
Ya entonces era el que miraba
El transcurrir ajeno de la vida.
Años antes viajábamos aquí
Y las tardes pasaban
Con esa placidez lenta e indecisa
Del ave que planea por el cielo lejano.
No había diferencia en aquel tiempo
Entre ser y vivir, ver y mirar,
Y el río que se iba para siempre
En su deriva hacia el atardecer
Era el mismo que ahí se nos quedaba
Remolineando en torno de las piernas.
No recuerdo la angustia de que acabara el día.
Muchos de aquellos que veníamos
Al río, hoy ya no existen; de los otros
No sé más que las frases que se dicen
Tras la cena en la rueda familiar,
Señas que alumbran sin sentido
Como la inmensa dispersión
De estrellas en las noches de verano.
Ahora que anochece sobre el río
Como en mi vida, observo
A los hijos que juegan en la orilla,
Sigo el humo que va del cigarrillo
Hacia la claridad que se demora
En el temblor plateado de los álamos,
Y entrecierro los ojos como quien
Se acostumbra a la luz de la mañana
O a la ceguera de la oscuridad.
Escucho el invariable
Y diverso rumor entre las piedras,
Las voces más queridas, el agudo
Silbo de un pájaro desconocido…
Me preparo a partir, sin quejas, sin palabras.
lunes, 13 de septiembre de 2010
[Fernando Fader, En el potrero]
Así como se logró el “sábado inglés”, con el tiempo deberá obtenerse un derecho que podría llamarse el “miércoles argentino”, o mejor aún, “traslaserrano”: un día no laborable en la mitad de la semana. Uno se levantaría el lunes, pensando: “Sólo es un par de días”; luego, el jueves, se diría: “Ya llega el fin de semana”. El sentido de la existencia no empieza ni termina con el trabajo, como ha querido persuadirnos una concepción esclavista, y como sostienen con fervor aquellos que medran con el trabajo de los otros. Personalmente, disfruto con mi oficio, que es dar clases de literatura. Pero entiendo que no es lo más común que coincida el gusto de la propia vocación con la necesidad de ganarse el pan con el sudor de la frente. ¡Y hay tanto por hacer, por pensar, por crear, en las horas libres! “Del caos nace la estrella danzarina”, escribió Nietzsche. Yo no sé si del caos, en términos de vida, pero del ocio seguramente sí.
domingo, 12 de septiembre de 2010
(II)
Presento aquí la segunda parte del estudio sobre la obra poética de Horacio Castillo, “El horizonte de la esfera”, cuya primera parte puede leerse en la entrada del 11 de agosto del presente año. Como señalaba en la introducción a esa entrada, el ensayo fue escrito como prólogo para el libro La casa del ahorcado / Obra poética 1974-1999 (Colihue, Buenos Aires, 1999), pero por razones de espacio no pudo ser incluido en su totalidad. Cuando se dice en el texto, pues, “el último libro publicado por Castillo”, se hace referencia a Los gatos de la Acrópolis (Ediciones del Copista, Col. “Fénix”, Córdoba, 1998). El volumen de Colihue se cerraba con una muestra del libro que por entonces Castillo tenía en preparación, Cendra, que apareció en el año 2000, también en la Colección “Fénix” de Ediciones del Copista.
Si entre un extremo y el otro se extiende esta obra como una larga búsqueda, no ha de extrañarnos que uno de los motivos más recurrentes en ella sea el del viaje, presente en distintas manifestaciones. Imágenes de expediciones, de cacerías, de navegaciones, de migraciones, jalonan los distintos libros de Castillo. Podríamos incluso figurarnos el desarrollo de esta poesía como una sucesión de momentos de tránsito y momentos de reposo, pausas que a menudo se resuelven en desencanto o en esperanzada espera. Vinculando esta representación con la categoría formal que hemos llamado “visión”, podemos distinguir, en un sentido más amplio, entre visiones dinámicas y visiones estáticas a lo largo de la obra.
Las visiones dinámicas las encontramos en aquellos textos donde predomina una estructura narrativa, y que a menudo asimismo es posible relacionar con las fases expansivas que identificábamos precedentemente. También será útil tener en cuenta, cuando nos internemos en el significado de estas visiones, la distinción entre los desplazamientos que se realizan horizontalmente y aquellos que en cambio tienen un sentido vertical, ya sea hacia abajo o hacia lo alto.
Las visiones estáticas, por su parte, corresponden a los textos que tienen principalmente un carácter epigramático, y que a su vez podríamos emparentar con las fases de contracción del discurso. Se trata de inscripciones, instrucciones, epitafios, retratos, enumeraciones, ponderaciones y contraposiciones... Aquí, el peso estructural del poema recae más sobre los sustantivos, sobre los pocos pero significativos adjetivos y sobre los enunciados en forma de juicio, que sobre las acciones y transformaciones que designan los verbos.
Si bien el poeta podría ser incluido en la categoría biográfica de los poetas sedentarios (casi no se ha movido de su ciudad adoptiva, La Plata, salvo para visitar la amada Grecia), su imaginación es nómade. Lugares, épocas y personajes lejanos pueblan sus poemas. Sin embargo, no se podría decir que haya desoído el consejo que Seferis se da a sí mismo —y a todo artista, en fin— en los Tres poemas escondidos: “El poema / no lo sumerjas en los hondos plátanos / nútrelo con la tierra y la roca que tienes. / Para mayores frutos / los hallarás cavando en el mismo lugar”. Se diría que la tierra y la roca con la que Castillo ha nutrido las más extrañas especies trasplantadas de remotos rincones del planeta, es la obsesiva avidez de absoluto, que se manifiesta ya en su libro Descripción y no cede hasta el último libro. Esta es la clave que, a mi juicio, permite leer el conjunto de su obra.
Se pueden distinguir en su curso, más allá de las constantes y las variaciones que se van encontrando de libro en libro, dos etapas claramente perceptibles. La primera etapa comprende los dos primeros libros de Castillo aquí reunidos: Materia acre (1974) y Tuerto rey (1982). Se trata de poemas breves en su mayoría, tajantes, nítidos, que entran en general dentro de las características de las “visiones estáticas”. Es posible identificar en ellos, desde el punto de vista temático, aquellos poemas donde aparece proyectada en un correlato imaginario esa voluntad de acceso, sin mediaciones, a una experiencia absoluta; luego, los poemas donde esa ansia de absoluto se mide con las diversas vivencias de lo relativo; y, por último (¿tal vez un puente que une y a la vez muestra la distancia entre una y otra orilla?), los poemas que presentan una visión de la poesía y de la condición del poeta en nuestro tiempo.
Metáforas gemelas de la ansiedad fracasada de absoluto son, a mi juicio, los poemas “Salto” y “Expedición al Everest”. En el primero, la narración de los distintos momentos de un salto en paracaídas, presentados con precisión incluso en sus detalles físicos (“Primero es un vacío en el estómago...”: un endecasílabo que no por melódico o heroico —decimos por su acentuación— hace olvidar el vértigo), y en su vaivén suspenso de plácida expansión contemplativa (“...el mundo se ordena a nuestros ojos: / el campo roturado, las casas y los árboles, / el humo de la ciudad dispersándose hacia el río...”), que termina al fin en una reminiscencia del mito de Ícaro (“Hasta que la gravedad nos atrapa en su red / y nulas nuestras alas artificiales / caemos vertiginosamente contra la superficie...”), todo, se diría, para llegar al último verso revelador: “ávidos todavía de un aire que no es nuestro”. Me parece obvio señalar que esa avidez no es de las que se satisfacen sólo con oxígeno, así como ese “aire que no es nuestro” es algo más que el que respiran los pulmones.
En el segundo texto, “Expedición al Everest”, no tenemos un descenso en paracaídas, sino un penoso ascenso hasta la cima del monte. Pero todo, asimismo, para arribar al verso final y descubrir que, aún allí donde el aire es más diáfano, “el cielo estaba tan lejano como de costumbre”. También en relación con este poema me parece claro que la acción de escalar posee un alcance significativo más próximo al que para Petrarca pudo tener el subir por la ladera del Monte Ventoso que el que pueda asignársele como “mera acción física” (Revol) o “mero deporte” (Herrera), así como ese cielo siempre lejano creo que preanuncia aquella suerte de estribillo que se leerá en Alaska: “Hacia el horizonte que siempre se aleja”, “Lo lejano, sólo lo más lejano perdura”... Vale decir: creo que estamos presenciando en estos textos “el silencio de los espacios y la visión de la no-visión” (O. Paz), cuyo origen, sin embargo, no remite al puro desencanto escéptico, sino a la necesidad de ver y oír lo que se oculta y calla.
Esta ambigüedad, propia del espíritu moderno que no niega el misterio, pero que se siente excluido de su ámbito y se aproxima a él con los ojos cerrados y las manos tendidas, se encuentra asimismo en otro poema de Materia acre, “Alabanza”, en el cual, a diferencia de los anteriores, tenemos un ejemplo cabal de la estructura estilística de la “visión estática”. La ambigüedad a que nos referimos consiste en lo siguiente: por un lado se “loa” aquellos animales que distintas religiones han considerado sagrados, como si se participara de su fe; por la otra, se afirma que el carácter sagrado no lo poseen por sí mismos, como no podría sino sostener quien de verdad creyera en su sacralidad, sino que ha sido el hombre quien les ha otorgado ese poder. Acaso la síntesis entre ambas tensiones, si así se puede decir, la vuelta de tuerca esté en ese “privilegio de incubar la eternidad” con que se cierra el poema: el privilegio, sí, lo otorga el hombre, pero la acción misma de “incubar la eternidad” pareciera acentuar la autonomía del ser sagrado. La imagen reaparecerá luego en “El hombre nuevo” (Tuerto rey), para el cual se añora “un canto de pájaro o Sirena que llegue hasta el cielo, / que incube en su follaje el frío huevo de la noche.”[1]
Otra metáfora de la búsqueda insaciada, que es lo que predomina en este momento de la obra de Castillo, está en el tercer poema de Tuerto rey: “Las aventuras de Marco Polo”. Esta vez la expedición no es hacia lo alto, sino a lo largo y lo ancho de desiertos, praderas, islas, ríos... —“qué no ha visto el ojo en la travesía”, aunque “sin otro heroísmo que mirar cada día lo que debe morir”—. El final, como en “Salto” y “Expedición al Everest”, resulta decepcionante para la voz que narra, pero en los dos últimos versos del poema se advierte una leve diferencia con respecto a aquellos textos, que luego tendrá derivaciones importantes en la segunda etapa de esta poesía: el poema no se cierra con el fracaso de la búsqueda, sino con la afirmación del sentido —el deber incluso— de seguir buscando: “sombras y luces que debemos renunciar / insaciable el ojo, incólume el corazón”.
*
En la segunda zona o línea temática que indicamos, donde el “hambre de espacio” y la “sed de cielo” (Castillo: “inmortalidad del alma, perduración de la carne”) deben medirse con el “tormento de la historia”, con lo limitado y con lo efímero de la existencia, encontramos algunos de los mejores poemas de Materia acre y de Tuerto rey (éste último, a mi juicio, el libro en que llega a su plenitud estilística esta primera etapa). Si, como el autor se preguntaba en Descripción, hay “un día para el conocimiento y otro día para la felicidad”, en estos textos nos hallamos casi siempre en el día del conocimiento, y lo que el conocimiento enseña es más bien desolador. Se trata, por lo general, de visiones estáticas que a pesar de su aparente imperturbabilidad, están transidas de piedad humana (un rasgo que recorre toda su obra, con momentos de extrema intensidad, como los poemas “Tren de ganado”, en Alaska, y “El quejido”, en Los gatos de la Acrópolis).
Allí están, por ejemplo, en Materia acre, “Culto”, “Anquises sobre los hombros”, “Jean Beyar”, “Micenas”, “Generación”, “El viejo de la aldea”... En “Culto”, una escena común, una mujer que visita la tumba de un ser querido, es presentada con serena impasibilidad expositiva, que inscribe sus gestos reiterados (“cada vez que llega”, “va y viene”, “cambia el agua”, “besa de nuevo hasta mañana”) en un orden necesario, casi ritual. Se diría que el cuidado que la mujer pone, su atención amorosa a los pequeños pasos de ese culto privado, transportaran sus actos a un plano atemporal: tal sugestión de ‘instante fuera del tiempo’ (pero siempre atravesada por una luz de anticipada nostalgia, quizá la de ese “rayo de sol” del poema de Quasimodo) se acentúa en el último verso: “donde siempre canta uno de esos pájaros que cantan en los cementerios”. Llama la atención —y esto también es propio de la escritura toda de Castillo— que si bien la escena está sucintamente descripta a través de detalles ínfimos y cotidianos, con un lenguaje llano que no hesita en nombrar una “canilla cercana”, puede advertirse en ella una indeterminación absoluta: ¿quién es esa mujer? (¿es una mujer?); ¿quién ha muerto: su marido, su madre, su padre, su hijo...?; ¿dónde estamos, y cuándo?; ¿qué siente ella, mientras la vemos hacer todos esos gestos? Es como si el lector llegara a ver una película ya empezada, y asiste a esa secuencia sola, que transcurre lenta, silenciosamente, y con la cual la filmación termina. Tal indeterminación, al eliminar todo nexo, toda relación con una historia, extrae la escena de un plano relativo, relacional, y la proyecta a una dimensión absoluta, donde cada gesto pareciera ser hecho para siempre, aunque esté cargado de temporalidad. No hay patetismo (para eso, además, tendríamos que conocer lo sucedido y lo que pasa por dentro de la mujer): es un día soleado, los pájaros del cementerio cantan, todo está envuelto en un aire de serena melancolía, la que quizá se siente ante el destino humano como si se lo viera desde una distancia infinita (con esa nitidez de la mirada que ha aclarado el llanto), donde ya no se grita ni se ríe ni se llora.
Algo semejante ocurre con los demás textos mencionados. En “Anquises sobre los hombros”, la complejidad psicológica de la problemática (el vínculo padre-hijo) está captada en su núcleo esencial: no hay expresión de un contenido subjetivo, no hay confidencia; todo está proyectado en las acciones de ese mínimo mito personal. La alusión clásica acentúa el carácter ejemplar del poema: ese padre es todos los padres, ese hijo es todos los hijos. En “Jean Beyar” tenemos una suerte de epitafio, una forma que reencontraremos en otro de sus libros. El epitafio literario tiene la particularidad de presentar la vida desde la perspectiva de la muerte: la variedad y densidad de la existencia es reducida al hueso, a lo esencial. Sabemos por el autor que Jean Beyar fue un hombre que de verdad existió, que era hijo de un ingeniero francés que había trabajado en Suez, que atendía un quiosco de diarios en la esquina de la casa de Castillo y que un día murió en la más absoluta soledad. Pero el poema en sí poco nos dice de él: lo escaso que llegamos a saber de su existencia está relativizado por un “acaso”, por los hipotéticos “si”, lo cual ahonda la sensación de su total abandono y desamparo en el mundo (que lo hermanan, pensamos, con Moammed Sceab, el suicida del poema “In memoriam” de Ungaretti: “Y tal vez —escribía éste— sólo yo / aún sé / que vivió”). Lo único cierto es su muerte y esa desnudez “a orillas de la historia”, que se diría que es la que Castillo busca para su escritura.
La historia, sin embargo, no ha dejado de aparecer en su poesía. Así, por ejemplo, en “Micenas”, donde la contemplación del paisaje griego desde una terraza trae el recuerdo de un pasado heroico, sanguíneo, solar, que se contrapone con un presente crespuscular de “hombres / a quienes la inteligencia sosegó el corazón / y no saben ya tensar el arco de la vida”. En otro poema de Materia acre, sin embargo, podemos asomarnos al reverso de esta nostálgica máscara broncínea que vemos en “Micenas”: “Generación” nos muestra las consecuencias de cuando los hombres se deciden a “tensar el arco de la vida”. Un sujeto colectivo, tan indeterminado como la masa, más aún, como la especie humana (“Animales de carne y hueso, con un poco de luz irremediable en los ojos”), nos informa en este poema que “a veces nos creíamos criaturas heroicas / y corríamos a las plazas”; allí la seducción de la belleza verbal manipulada como instrumento de persuasión por un innominado poder, ha inducido a estos hombres al “placer de la acción”. La acción, esa “fiesta del hombre” que decía Goethe, conduce sin embargo al desastre, a la desolación: “Pero luego, entre ruinas, comiendo el pan del sobreviviente, / comprendíamos...”. ¿Qué es lo que se comprende, qué es esa verdad esencial que la experiencia ha enseñado? El poeta no lo dice, calla, como aquellos ancianos que, en un poema de Los gatos de la Acrópolis, “oían el lamento / que viene del futuro y callaban, / miraban la bañera ensangrentada entre la maleza y callaban” (“Los ancianos callaban”). Esta reticencia de la sabiduría forma parte a su vez de la sabiduría estilística de la escritura de Castillo, que, observaba Revol, “indica exactamente el territorio del máximo misterio, sin violarlo jamás”. Pero si no se expresa el contenido de esa tardía comprensión, se manifiesta sí la compasión por la generación siguiente, en un llanto de conciencia, de clarividencia, que recuerda la ironía trágica griega: se llora por los que vendrán, quienes, sin saberlo, repetirán los mismos errores de sus predecesores. Tal visión de la historia, donde pasado, presente y futuro se hallan iluminados por un mismo fulgor de fatalidad, es la que permite leer a “Generación” tanto en clave atemporal (o diacrónica), concebido como una situación que se reitera a través de las épocas, cuanto en clave puntualmente histórica, relacionado con los años en que fue escrito el poema. La misma doble lectura permiten otros textos importantes en la obra de Castillo, como “Al pie de la letra”, en Tuerto rey, o el mencionado “Tren de ganado”, en Alaska.
Casi al final de Materia acre hay un brevísimo poema que anticipa una de las problemáticas más complejas que plantea Tuerto rey: la del mal. Leemos en “El viejo de la aldea”: “Miró los campos arrasados, pájaros que emigraban al oeste, / miró un árbol creciendo hacia el fondo de la tierra, / miró los ojos de un perro, / miró un niño, / orinó contra el sol.” Este viejo (es decir, el que conoce), que bien podría ser uno de los sobrevivientes de aquella generación que llora por la generación siguiente, no llora aquí: contempla y se rebela contra el principio del orden o el desorden (¡la ambigüedad de “un árbol creciendo hacia el fondo de la tierra”!) universal, encarnado en el sol contra el cual orina. Notemos, por una parte, cómo la piedad que produce la visión del mal está expresada sin el menor énfasis, sin un adjetivo: no se califican los ojos del perro, no se dice ninguna particularidad del niño; todo, así, se vuelve más terrible, por ser esencial, como es ontológico el sufrimiento a que están sujetos todos los seres vivos. Por otra parte, es notable también el exacto laconismo verbal de esta visión estática, cuyo eje anafórico —“miró”— se revierte al final, casi como una consecuencia lógica, aunque abrupta, de lo que se ha visto, con un acto —“orinó”— en que juegan casi las mismas letras de la palabra anterior. Finalmente, esta visión nos remite a otra, la del poema “Gnosis” en Tuerto rey: se diría que lo que ve el ojo sabio del viejo de la aldea no es distinto de lo que descubren los múltiples ojos que se abren en este último poema: “la solapada materia del mundo, / la perversidad de lo real”.
Muchas veces he sentido —es una sospecha común— que si tuviéramos una sensibilidad tan perceptiva como para recibir todo el dolor que nos rodea, enloqueceríamos, quedaríamos calcinados por dentro como esos árboles en los que ha caído un rayo. Creo que la afirmación de “Gnosis” tiene que ver con esta experiencia. Es como el padre que acusa de crueldad a la tierra y al cielo que le han quitado a su hijo. Y es así, para el dolor del padre es así, como para el viejo de la aldea que orina contra el sol porque ha mirado los ojos de un perro y ha mirado a un niño y ha visto en ellos lo que ellos no saben pero él sí: “Quejido animal de lo que tiene fin [...] / quejido de lo que nació, quejido de lo que murió, / quejido mío, tuyo, quejido de todos, quejido de nadie. ¡Ay, ay!”. Es el lamento y el grito que nacen cuando se toca “el más alto grado de individuación del ser doliente”, la afirmación de Adorno que recordábamos precedentemente.
Ahora bien, la mirada del ojo del viejo de la aldea y cada una de las miradas de los ojos que nacen a lo largo del cuerpo en el poema “Gnosis”, aunque cada una encierre para sí una verdad total, no dejan de ser, vistas desde otra perspectiva, miradas parciales, miradas “humanas, demasiado humanas”. Es lo que finalmente afirma “El cinocéfalo”, en ese magnífico poema de la conciencia desgraciada de Occidente: que a pesar de todo, “no existe culpable”. De allí que leamos en “Siembra”: “Ojo lacerado por el llanto, / ojo cegado por la finitud, ojo cicatrizado por la esperanza, / aquí te siembro, en este yermo, / para que crezca al fin / la mirada limpia de los asesinos”.
No me parece que haya que tomar al pie de la letra la palabra asesino, como sinónimo de “irresponsabilidad moral”, según se ha observado. Pienso que a esta “siembra” podemos entenderla más cabalmente si la vinculamos con otro extraño cultivo, el de “Hice un hoyo”: “Hice un hoyo en la tierra / y lloré dentro de él; lloré de bruces / hasta que el llanto llegó al fondo, / hasta que todo se anegó, / hasta que brotó de la profundidad / un tallo que nadie hubo tocado”. La pureza intacta del tallo de este poema (que puede ser leído también como una suerte de arte poética: la gracia inviolable de la poesía naciendo de la transmutación extrema de la desgracia humana) es gemela, sin duda, de “la mirada limpia de los asesinos”, así como es hermana de esa “fuerza nueva” que nace de la tierra cuando se ha conocido a fondo la sombra cósmica, del poema “Instrucciones”.
Creo que la metáfora se comprende aún más si vemos “la mirada limpia de los asesinos” como la que podría brotar de las pupilas del “ladrón de ojos escarlata”, esa poderosa proyección mitopoiética de una especie de principio erótico universal, una voluntad dionisíaca que rige el mundo “más allá del bien y el mal”. Leemos en el prólogo a la traducción de María Nefeli: “A cada época su Helena [...]. Es la gran fuerza renovadora del mundo, la pasión revolucionaria del Universo, la implacable destructora y —paradójicamente— la gran salvadora: la ‘gran madre’ de la prehistoria cretense y de otras culturas primitivas”[2]. Si tenemos en cuenta que el “Ladrón de ojos escarlata” se define esencialmente como devorador de luz (“boca arriba, contra las gargantas del cielo, / devoro los huevos de la luz”), podemos señalar una coincidencia fundamental entre esta visión y la “metafísica solar” elytisiana, cuya zona de contacto creo que está en la búsqueda de “ese punto del espíritu —que fue meta del surrealismo— en el cual la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, cesan de ser percibidos contradictoriamente.”[3]
*
En el umbral de esta obra el lector encuentra un “Arte poética”. “Soltar la lengua, de manera que no trabe el producto / que viene desde adentro, impulsado / por una fuerza superior / y el hábil juego de riñón y diafragma...”. La creación poética es descripta allí como una especie de vómito. Sólo que el vómito se revela al fin como un dar a luz, o más exactamente: dar la luz. El carácter prescriptivo que tiene el poema recuerda al de “Un caballo canta sobre la tierra” (también al de “Instrucciones”, en Tuerto rey) y acentúa la impersonalidad del acto, luego del cual el poeta queda convertido en “odre para colgar de cualquier árbol, / extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz”. A esta función de mero mediador que tiene el poeta con respecto a la poesía y a los otros hombres (y que reaparece en textos como “El dios está en mí”, “Tuerto rey” y “Para ser recitado en la barca de Caronte”), la poesía lo tiene con respecto a los hombres y el mundo —también entre los hombres y los mundos posibles. Así está claramente expuesto en el poema “Tuerto rey”: habla un pueblo que ha quedado ciego por la peste, y que a través del relato del “tuerto coronado de oro” puede descubrir “grandes señales en el cielo”, la “sangre de su ojo que sueña por la tribu” (¿hace falta subrayar ese magnífico verso susurrante de aliteraciones?). Podríamos preguntarnos si esa sangre que traza señales en el cielo y sueña por los demás es la sangre del ojo que ve o del ojo cegado del tuerto. Yo creo que el ojo que no ve es el ojo herido que sueña, así como el ojo que más pesa en la balanza (la balanza de la poesía) no es el “ojo experto del día” sino “el ojo núbil de la noche” (“Balanza”). Relacionando esto con lo tratado anteriormente, podríamos decir que la cualidad de “núbil” (lo puro, lo virgen) vincula este ojo nictálope con el “tallo que nadie hubo tocado” que nace del llanto y con la “mirada pura de los asesinos” que nace de la siembra del “ojo cegado por la finitud”. Se diría que el ojo herido del tuerto rey es el que logra mirar más allá aún del “más alto grado de individuación del ser doliente” (que sigue siendo identidad, por lo tanto, todavía desgarrada de la totalidad), para asomarse por medio de su sueño, de su sangre, a la mirada de aquel “ladrón de ojos escarlata”, quien proclama: “beso cada noche los párpados de los ciegos / saqueo el sueño de los niños, / y como un tábano sobre el lomo del universo / mantengo libre el mal, joven al mundo”.
En síntesis: los ojos que encontrábamos en “Gnosis” son los que miran el mundo como “el ojo experto del día”, lo contemplan individuado, finito, escindido en contrarios, fijo en su identidad; el ojo herido del tuerto rey, en cambio, mira como el “ojo núbil de la noche”, con la mirada del sueño, con la mirada escarlata, lo que está más allá del principio de no contradicción, y así puede llamar “a la piedra, río, al árbol estrella” (“La ciudad del sol”). Este salto imaginativo, en fin, da la posibilidad de salir de sí mismo y comerciar con “todas las materias del sueño” (“Estrabón, Libro XV”), permite “Ascender a una atmósfera donde el aire quema los pulmones” y “descender vertiginosamente al otro extremo, a la profundidad, al horror” (“Mandrágora”), o bien exaltar la cualidad “camaleóntica” de las metamorfosis, con la que Keats definía la naturaleza del poeta: “Soy el águila que planea sobre su cuerpo resplandeciente, / el lagarto que resbala de uno a otro declive, / [...] soy la hiena que estira su hocico hacia la noche / y se acuesta jadeante junto a la celeste carroña” (“Metamorfosis”).
“La celeste carroña”: aquí nos acercamos nuevamente a la problemática frente a la cual la lírica de Horacio Castillo alcanza su mayor intensidad, desde los poemas de Descripción —la muerte. Y en este punto tengo que disentir calurosamente tanto con mi amiga Cristina Piña, quien ve en la obra de Castillo “la crítica devastadora de cualquier ilusión respecto del poder transformador de la palabra poética”[4], como con mi amigo Ricardo Herrera, quien, a partir de su interpretación de la misma como una poesía que no logra superar una visión maniquea del mundo, comenta en relación con los dos últimos versos de “Metamorfosis”: “es el temor [al proceso orgánico de la descomposición] el que le dicta al poeta su anhelo de metamorfosearse en animal para no ser consciente de él.”
Creo, por un lado, que justamente aquí podemos ver hasta qué punto llega la fe en el poder transformador de la poesía por parte del autor, y por el otro, considero que la descomposición no es lo temido en este y otros poemas, sino algo peor. Podemos ver claramente qué es eso que provoca espanto, si vemos el notable paralelismo que hay entre esta imagen de la hiena tendida “junto a la celeste carroña” y la visión de los cuervos del poema “Amanecer junto al árbol de la carroña”: “Toda la noche velamos, toda la noche, / inmóviles junto al árbol de la carroña, / como blancos cuervos espantando la nada, / soplando la trompeta de la descomposición”.
La nada es aquello que aterroriza, que paraliza la voz o en cambio la hace cantar en el vacío, cantar incluso a la descomposición, para que la muerte total no tenga dominio. No es casual, creo, que en el título esté presente el amanecer, que reaparece en la blancura de los cuervos. A esa hora, la hora de las agonías y los partos, la hora en que renace el día, “todo un pueblo silencioso que respira de noche junto a nosotros” —leíamos en Descripción— “abre también jadeante al alba sus estomas para no morir”. Tampoco es indiferente que en el último verso resuene esa trompeta. ¿Qué anuncia? El simbolismo bíblico de la trompeta, que reaparecerá en “Pablo entre los gentiles”, ya nos sugiere una respuesta, pero puede completarla asomarnos al significado que la carroña (y los animales carroñeros, como la hiena, los buitres, etc.) tiene en ritos iniciáticos de distintos pueblos: en la carroña del cadáver putrefacto se ve “el crisol, la matriz placentaria donde se regenera la vida”, y de un ave carroñera como el buitre se dice que “por alimentarse de carroñas e inmundicias puede igualmente considerarse como agente regenerador de las fuerzas vitales, que están contenidas en la descomposición orgánica, [...] como purificador o mago que asegura el ciclo de la renovación transmutando la muerte en nueva vida.” A estos significados debemos sumar el que suele asumir el árbol (recordemos que las aves han estado velando “junto al árbol de la carroña”): “El árbol es el símbolo de la regeneración perpetua, y por tanto de la vida en su sentido dinámico”. Mircea Eliade señala que el árbol “está cargado de fuerzas sagradas, en cuanto que es vertical, brota, pierde las hojas y las recupera, y por consiguiente se regenera; muere y renace innumerables veces.”[5]
Creo que no queda duda alguna: la “trompeta de la descomposición”, soplada por los cuervos blancos, espanta la nada anunciando la regeneración, la resurrección de la vida. La descomposición, lo orgánico en sí mismo, no es lo que produce rechazo. De allí que la hiena del poema “Metamorfosis”, “que estira su hocico hacia la noche”, pueda recostarse “jadeante junto a la celeste carroña”. La palabra “celeste” vincula lo más material con lo más ingrávido y le da a esa visión una dimensión cósmica —también la inmensidad celeste de astros es al fin carroña, y junto a ellos se recuesta la hiena, anhelante de perpetuación.
Es posible afirmar, a este punto, que la función última de la poesía para este poeta se parece a la de estos cuervos posados junto al árbol de la carroña: espantar la nada, soplar la trompeta de la resurrección. Más aún, llevar a cabo, imaginativamente, la más extrema transformación, la de la muerte en vida. La intensidad poética que alcanza la palabra a la que se le asigna tal desmesurada función, deriva directamente de que no se trata aquí de un diseño intelectual, de una especulación sobre la muerte y la inmortalidad sin raíz en la experiencia, sino de una conciencia erizada ante la perspectiva cierta de la extinción de la vida y de la ausencia de una fe de cualquier tipo que ampare.
Esta conciencia involucra también la clara percepción de los límites de la palabra humana. Por una parte, la evidencia de su fragilidad material misma, manifiesta en las grandes obras de la humanidad que son ceniza como sus autores y en la mortalidad incluso de las lenguas: “Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas” (es decir, ya imposibles de ser descifradas, como la lengua de los etruscos) dicen los destinados al sacrificio en “Tren de ganado” al internarse en la muerte, y los expulsados de “La ciudad del sol” se lamentan: “Ahora, como una horda, vamos de un lado al otro balbuceando nuestra lengua, hablando el dialecto de una ciudad perdida / que ya nadie comprende”. Por otra parte, hallamos también la conciencia de una raíz incomunicable en la experiencia y en el sentido mismo que las palabras tienen para cada hombre, que en “Homenaje a la palabra alcanfor” lleva a la conclusión de que “un idioma estará también bajo la tierra, / descarnándose como nuestros huesos, / antes y después sin interlocutor posible”.
De allí que la empresa de forjar a fuerza de voz un sentido de absoluto y de eternidad para la existencia, que será el principal cometido de la segunda etapa de la obra de Castillo, adquiera una vibración tan intensa en un poema que ya anuncia esa aventura de la imaginación, “Croar del alma”: “Cuando mi alma, como una rana, salte a la nada, / la oirán croar, croar toda la noche, / croar arriba y abajo, al este y al oeste, / hasta que el ojo monótono de la luna llore en los pantanos, / hasta que cese el espanto y empiece la eternidad”[6].
NOTAS
[1] Es conocida la simbología del huevo asociada a la génesis del mundo, presente en los celtas, los griegos, los egipcios, los fenicios, los hindúes, los chinos, etc. En la India, se dice que la oca Hamsa (el Espíritu, el Aliento divino) habría incubado en la superficie de las aguas primordiales el huevo cósmico, que al dividirse en dos mitades da origen al cielo y a la tierra. Mircea Eliade vincula la simbología del huevo más con la resurrección, con el renacimiento, que con el nacimiento originario.
[2] CASTILLO, Horacio y ANGHELIDIS-SPINEDI, Nina: “Introducción”, en ELYTIS, Odysseas: María la Nube, Losada, Buenos Aires, 1985, pág. 11. Esa figura primitiva de madre universal la encontraremos en “El pecho blanco, el pecho negro” de Los gatos de la Acrópolis.
[3] Ibidem, pág. 16.
[4] PIÑA, Cristina: “Estudio preliminar” a Poesía argentina de fin de siglo, Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, pág. 37, y “La precisión desaforada”, en Fénix, Nº 5, Abril de 1999.
[5] CHEVALIER, J. y GHEERBRANT, A.: Diccionario de símbolos, Herder, Barcelona, 1995, págs. 119, 205, 554.
[6] Queda para otro estudio la indagación de este vínculo simbólico con el mundo animal. Estilísticamente, ya podemos advertir que el hecho de que este canto de eternidad del alma esté proyectado en el croar de una rana ayuda, con ironía sutil que no entorpece la potencia trágica de la visión, a restarle solemnidad al enunciado, a la vez que acentúa su modernidad y su originalidad imaginativa. En cuanto a la red de relaciones de significado, podemos advertir que esta rana, contrariando a la zoología, es de la misma especie de los blancos cuervos de “Amanecer junto al árbol...”, de la hiena tendida junto a la “celeste carroña”, del caballo que canta sobre la tierra, del “mono llorando sobre una tumba” de Alaska, del “hombre nuevo” con su “canto de pájaro o Sirena” que incuba en el cielo “el frío huevo de la noche”, de todos aquellos animales “a cuantos dimos poder sobre la tiniebla, / privilegio de incubar la eternidad”, así como participa de esa “fuerza nueva” que, en “Instrucciones”, vence al “miedo” y a la “degradación” y ayuda al alma a dejar “sus pisadas en el fuego, en las tumbas, / en el corazón inmune de los amantes”.
P. A.
Alta Gracia, 1999
sábado, 4 de septiembre de 2010
[Alberto Burri, Combustione]
Carta
Ricardo E. Molinari
Hermano, en esta misma habitación
Donde ahora te escribo junto al fuego,
Hablábamos, y el tiempo era ese fuego
Que latía como otro corazón
Solitario y fraterno. La pasión
Inútil que nos une, ¿no es un fuego
También, que nos consume, un raro fuego
Que afantasma la vida en su ficción?
Qué hermoso, sin embargo, ese derroche
De sombra y resplandor, humo y sonido
De días que crepitan en el hueco
Oscuro del hogar, cuando el reseco
Espíritu transforma lo perdido
En un diálogo de almas en la noche.
miércoles, 1 de septiembre de 2010
[Wystan Hugh Auden]
En el blog “Otra iglesia es imposible”, bajo el título general, un tanto tremebundo, de “¿Fraude o traducción?”, y el título particular, tampoco muy feliz, de “La defensa de la rima”, Jorge Aulicino responde escuetamente a mi ensayo “Nuevas aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina / (Contribuciones a una cuestión polémica)”, publicado en el número 24 de la revista Fénix (también puede leerse fragmentariamente en el blog de la revista, http://www.fenixpoesiaycritica.blogspot.com/). Dice allí lo siguiente:
“En la revista Fénix, correspondiente al mes de abril del año próximo pasado, Pablo Anadón continúa la polémica iniciada en este blog, a raíz de otro artículo suyo, también aparecido en Fénix, cuya sustancia consistía en señalar que las traducciones de la poesía en inglés, francés e italiano que se hicieron en la Argentina el siglo pasado nos habían confundido, puesto que en general se tradujo en verso libre lo que en el original era verso rimado o con atención marcada al metro y la rima.
Esa polémica continuó luego en otras intervenciones mías y en una charla que en setiembre próximo pasado Anadón dio en el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, para desembocar en el libro El verso libre, que acaba -por así decirlo- de publicar Ediciones del Dock. Sólo quisiera aclarar dos puntos de este segundo artículo de Anadón:
1) ó a) Anadón presume que la métrica y la rima no han sido mera artificiosidad para los poetas que se valieron de ellas. A mí vez presumo que sí lo fueron, no para ellos, sino para sus obras, donde siempre ha sido más importante el trabajo semántico que los logros de las rimas en versos de extensión regular. Añade Anadón, más adelante, que no alcanzo a mojarle la oreja al problema estético al que me enfrento. Y dice que la rima ha sido "un dique generador de imprevistas potencialidades semánticas" (sic). He visto por ejemplo potencialidades semánticas como que don Francisco Quevedo rimara "ardía" con "fría" en el magnífico cuarteto en el que dice "mas no desotra parte en la ribera/ dexará la memoria en donde ardía:/ nadar sabe mi llama la agua fría", donde a todas luces me parece que la belleza reside en la imagen de la llama sobre el agua helada del Cocito.
2) ó b) En su afán propedéutico, me señala Anadón el presunto error de que haya dicho en alguna parte "verso blanco" en lugar del verso libre. Refiere a cierto párrafo en el que hablaba yo de la opción por el verso blanco que hizo Alberto Girri en sus traducciones. Bien: Girri tradujo tanto en lo que Anadón entiende como verso blanco cuanto en verso libre. Pero además ambas expresiones son casi idénticas, si concurrimos a la que se considera máxima autoridad de la lengua, el diccionario de la Real Academia: éste dice que verso blanco o suelto es "El que no forma con otro rima perfecta ni imperfecta", en tanto el verso libre (y también "suelto") es "El que no está sujeto a rima ni a metro fijo y determinado". De donde Anadón infiere -con todo lo falible que es una inferencia- que el verso blanco sí está sujeto a metro, ya que no a rima, supongo.”
Seré breve también, dejando una argumentación más desarrollada sobre la cuestión para el ensayo que estoy escribiendo para el próximo libro de la colección “Época”, de Ediciones del Dock, referido a las “Dificultades de la poesía”.
En primer término, he dicho que el título “¿Fraude o traducción?” me suena exagerado, porque en ningún momento he afirmado, ni en los trabajos que Aulicino menciona ni en otra parte, que los autores que han preferido traducir en verso libre poemas que en el original tenían métrica y rima sean unos estafadores, unos traductores fraudulentos, ni nada que se le parezca. Por otro lado, reducir la problemática tratada en esos ensayos a una mera “defensa de la rima”, no hace justicia ni al asunto discutido ni a aquellos trabajos. Lo que se trata en ellos es la cuestión, mucho más amplia y compleja, de la música verbal en la poesía y en la traducción de poesía.
Con respecto a los dos puntos destacados por Jorge:
1) A él le parece extraña, o errónea, hasta el punto de adicionarle un “sic”, mi frase sobre la función de la rima como “un dique generador de imprevistas potencialidades semánticas”. Yo creo que el sentido, en el contexto, es bien claro: la rima, como cualquier otro principio de simetría estética, funciona a menudo como un límite autoimpuesto (como escribir en versos, por ejemplo, en vez de en prosa), un límite cuya resistencia potencia la imaginación y genera asociaciones verbales que pueden enriquecer la trama significativa del poema.
Si tampoco basta esta aclaración, traduzco aquí un párrafo de Hans Magnus Enzensberger, del libro Che noia la poesia / Pronto soccorso per lettori stressati (Einaudi, Turín, 2006), escrito conjuntamente con Alfonso Berardinelli, con la esperanza de que resulte suficientemente esclarecedor:
“Un tercer motivo por el cual los poetas han sido durante siglos fieles a la rima creo que consiste en el hecho de que es un medio útil para sugerirnos soluciones en las cuales de otro modo no hubiéramos pensado. La rima, en efecto, es también una fragua de ideas. Logra establecer las conexiones más inverosímiles e inspira aciertos extraordinarios.” (pág. 21)
(Confío en que el haber escrito estas líneas no convierta a Enzensberger, uno de los poetas más reconocidos de la vanguardia alemana de la segunda mitad del siglo XX, en un “anacrónico”, un “retrógrado”, un “academicista” o ―como ha dicho también Jorge Fondebrider― alguien que, por pensar de manera diferente, busca “atraer la atención del prójimo hacia sí”.[1])
[Hans Magnus Enzensberger]
Semejante al sentido de la rima señalado por Enzensberger es la siguiente afirmación de Wystan Hugh Auden, otro autor a quien no resultaría fácil negarle su condición de valioso poeta moderno: “no puedo entender ―desde un punto de vista estrictamente hedonista― cómo se puede disfrutar del acto de escribir si no existe ninguna forma. Si uno juega un juego, necesita reglas: de otra forma no sería divertido. (…) Además de las obvias ventajas correctivas, el verso formal nos libera de las cadenas del propio ego. Aquí me gustaría citar a Valéry, quien dijo que una persona es poeta si su imaginación es estimulada por las dificultades inherentes a su arte, y no si su imaginación se siente agobiada ante ellas. Creo que muy pocas personas pueden manejar bien el verso libre… Se necesita un oído infalible, como el de D. H. Lawrence, para determinar dónde deben terminar los versos.”[2]
Con respecto al ejemplo de Quevedo, no veo la necesidad de separar musicalidad e imagen en la estrofa mencionada. El soneto “Amor constante más allá de la muerte” es magistral por una y por otra, y por más razones aún. Con todo, hay que decir que si los versos no sonaran bien, si fuera posible imaginar a un Quevedo que pergeña endecasílabos defectuosos, el soneto no tendría el mismo valor que tiene, ni habría perdurado como una de las cimas de la lírica castellana.
2) La distinción entre verso blanco y verso libre no es el fruto de ninguna presunción ni peregrina inferencia personal: es algo ya largamente establecido por los estudios de la métrica (aunque también queda clara en la escueta definición de la Real Academia Española). Verso blanco (o blank verse, según la denominación inglesa) es aquel que posee métrica pero no rima, y verso libre el que no tiene ni una ni otra. Existen otras tipologías, incluso dentro del verso libre, pero se haría prolijo detallarlas (pueden consultarse, entre otros estudios, en El verso libre hispánico. Orígenes y corrientes, de Isabel Paraíso, Gredos, Madrid, 1984). Releo las traducciones de Girri, y salvo casuales versos métricos (una golondrina, ya sabemos, no hace verano), no encuentro esas versiones en verso blanco que ha leído Aulicino.
De acuerdo con esta definición de verso blanco es que Pedro Henríquez Ureña (defensor, dicho sea entre paréntesis, del verso libre en la poesía moderna) escribía en su tratado Estudios de versificación española (Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1961):
“El siglo XIX, en Europa, está lleno de quejas contra la rima. ¿Por qué la rima resiste todavía el ataque? Cuando se la expulsa, se va con ella el cuento de sílabas: de otro modo, habríamos creado especies nuevas de verso blanco en medidas exactas. Y el verso blanco está lejos de la “prosa monótona”: órgano de sonoridades rotundas o diáfanas bajo las manos de Shakespeare y de Milton, de Keats y de Shelley, de Goethe y de Leopardi, aún hoy en inglés busca apoderarse de “los tonos de la voz hablada” en los poemas de Robert Frost…” (p. 268).
Entre otros muchos ejemplos posibles de poemas en verso blanco (baste recordar “L’infinito” de Leopardi), transcribo un texto que me es muy querido, que me he dicho y me digo muchas veces de memoria. En él, los “tonos de la voz hablada”, en una suerte de soliloquio o meditación sobre la muerte, el verso blanco, la sintaxis encabalgada que flexibiliza la rotundidad de los endecasílabos, las sutiles aliteraciones, la belleza y el poder de sugerencia de las imágenes y las metáforas, se unen en magnífica simbiosis, configurando uno de los poemas más intensos de la poesía hispanoamericana. Se trata de “Dos patrias”, de José Martí, escrito poco antes de su muerte en la batalla de Dos Ríos:
[José Martí]
Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O son una las dos? No bien retira
su majestad el sol, con largos velos
y un clavel en la mano, silenciosa
Cuba cual viuda triste me aparece.
¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento
que en la mano le tiembla! Está vacío
mi pecho, destrozado está y vacío
en donde estaba el corazón. Ya es hora
de empezar a morir. La noche es buena
para decir adiós. La luz estorba
y la palabra humana. El universo
habla mejor que el hombre.
de la vela flamea. Las ventanas
abro, ya estrecho en mí. Muda, rompiendo
las hojas del clavel, como una nube
que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa…
Notas
[1] Dice literalmente Fondebrider en la conclusión de sus páginas “El tipo de verso depende del temperamento de quien escribe”, incluido en el libro El verso libre, luego de exponer su propio punto de vista sobre el anacronismo o el "academicismo" de escribir o de traducir teniendo en cuenta la métrica y la rima: “Es probable que ver las cosas de otra manera sea una pérdida de tiempo o, con más picardía, una forma bastante precaria de atraer la atención del prójimo hacia sí. Por unos minutos, claro.” (VV.AA., El verso libre, Ediciones del Dock, Buenos Aires, 2010, pág. 50). Cuesta encontrar una actitud más excluyente, menos abierta hacia las razones de los otros, que la de esta conclusión. Tan enclaustrado está en lo que considera una verdad indiscutible, que no puede concebir la posibilidad de que quienes no concuerdan con su opinión tengan motivos que no sean espurios para disentir, y como desde un púlpito juzga que quien no ve las cosas como él las ve, es un impostor.
[2] Confesiones de Escritores. Los reportajes de The Paris Review. Poetas, El Ateneo, Buenos Aires, 1997, pág. 43.