martes, 24 de agosto de 2010

SITUACIÓN DEL POETA
Y EL INTELECTUAL
EN LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA

Un diálogo con Alfonso Berardinelli



Mañana llega a la ciudad de Córdoba el gran ensayista ―y entrañable amigo― Alfonso Berardinelli, invitado por el Instituto Italiano de Cultura y la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, para dar un curso sobre el intelectual contemporáneo y una conferencia sobre El Gatopardo de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. A manera de bienvenida, presento aquí la primera entrevista que le hice, cuando su primer viaje a la Argentina, en 1998. Había entrado en contacto con su crítica durante los años en que estudié en Italia la poesía italiana de las últimas décadas, y tuve la suerte de conocerlo personalmente en un congreso organizado por Carlos Giordano, el profesor argentino con quien yo trabajaba en la Universidad de Rende. Tiempo después fui a verlo a su casa en Roma, y así como antes me había admirado su lucidez y su libertad de juicio crítico, en esa visita me lo hizo querible su llaneza amistosa, su simpatía y su apertura humana, que le permitían entablar conmigo, muy inferior intelectual y culturalmente, un diálogo de igual a igual, donde lo importante era la búsqueda conjunta a través de una argumentación siempre abierta a nuevos puntos de vista.

Aquella entrevista a Berardinelli, que introdujo su nombre y su pensamiento crítico en el país, se publicó fragmentariamente en los suplementos literarios de La Voz del Interior de Córdoba, La Gaceta de Tucumán y El Litoral de Santa Fe, y luego, en toda su extensión, en el número 5 de la revista Fénix (Ediciones del Copista, Córdoba, abril de 1999). Precedentemente, en el número 3 de la revista (1998), había aparecido su magnífico ensayo “Cosmopolitismo y provincialismo en la poesía moderna”, traducido por Sylvia Nasif, y en los años siguientes incluimos varios ensayos suyos: sobre la poesía de Emily Dickinson (Nº 6, 1999), “La invención de la crítica” (Nº 13, 2003), “La arcaica modernidad de Schiller” (Nº 18, 2005), “La casa de la poesía estaba llena de huéspedes” (Nº 19, 2006, puede leerse asimismo en este blog), “La traducibilidad de la poesía italiana” (Nº 23, 2008). También, en el número 16-17 (2005), figura una segunda entrevista, “Izquierda y derecha en la literatura y otros temas de poesía, crítica y política”, realizada en ocasión de su segundo viaje a la Argentina, para participar en un ciclo de poesía y crítica italianas organizado por la revista “Fénix”, el Instituto Italiano de Cultura en Córdoba y la cátedra de Literatura Italiana de la Universidad Nacional de Córdoba. En varios números de la revista Hablar de poesía (Alción, Córdoba) han sido publicados diversos ensayos suyos (en el último número, el 21, recién aparecido, figuran dos: “Auden, poeta que habla” y “La herencia latina”, traducidos por Luciana Zollo).

Reproduzco aquí el primer diálogo, tal como apareció en la revista Fénix, apenas con una leve variación en el título. Luego de las obras citadas en la nota introductoria, Berardinelli ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Autoritratto italiano (Donzelli, 1998), Cactus (L’ancora del mediterraneo, 2001), Stili dell’estremismo (Editori Riuniti, 2001), Nel paese dei balocchi. La politica vista da chi non la fa (Donizelli, 2001), La forma del saggio. Definizione e attualità di un genere letterario (Marsilio, 2002), ABC del mondo contemporaneo (Minimum fax, 2004), Che noia la poesia. Pronto soccorso per lettori stressati (Einaudi, 2006), Casi critici. Dal postmoderno alla mutazione (Quodlibet, 2007), Il critico come intruso (Le Lettere, 2007) y Poesia non poesia (Einaudi, 2008). En este último se lee: “Hacia mediados de los años ’70, terminada la época del compromiso y del experimentalismo, en la poesía italiana la conciencia histórica estaba reducida a cero, se recomenzaba a escribir en un presente que ya no reconocía ningún privilegio al pasado moderno” (cualquier semejanza con la rezagada realidad poética argentina no es pura coincidencia).


Situación del poeta y el intelectual

en la sociedad contemporánea

Un diálogo con Alfonso Berardinelli


Alfonso Berardinelli, nacido en Roma en 1943, es actualmente uno de los críticos más respetados y polémicos en Italia. Ha sido profesor en las Universidades de Calabria y Venecia, y como autor se ha ocupado preferentemente de poesía moderna, del género ensayístico y de la situación de la literatura y los intelectuales en la sociedad contemporánea. En 1975 editó con Franco Cordelli la antología Il pubblico della poesia, que reveló una nueva generación de poetas italianos. Ha publicado un libro de poemas, Lezione all’aperto (Mondadori, 1979), y las siguientes colecciones de ensayos: Fortini (La Nuova Italia, 1973), Il critico senza mestiere (Il Saggiatore, 1983), L’esteta e il politico (Einaudi, 1986), Tra il libro e la vita (Bollati Boringhieri, 1990), Cento poeti (Mondadori, 1991), La poesia verso la prosa (Bollati Boringhieri, 1994) y L’eroe che pensa (Einaudi, 1998). Formó parte de la dirección de la importante revista de la izquierda neomarxista italiana Quaderni piacentini, y desde 1985 dirige con Piergiorgio Bellocchio la revista Diario.

Recientemente, en su visita a Córdoba, Edoardo Sanguineti nos decía que a su juicio la poesía hoy vive “un grandísimo triunfo, sin precedentes en la historia”[1]. ¿Cómo ve Ud. la situación de la poesía en esta sociedad?

— Bueno, como primera reacción, no me parece que éste sea un momento de gran triunfo. Si se puede hablar de triunfo, es por cierto un triunfo ambiguo, más aparente que real. Existe una difundida alabanza de la creatividad. En los hechos, a mí me parece que este aparente y difuso interés por la poesía se expresa en cambio en una tangible indiferencia. Si vamos a ver las tiradas y las ventas de los libros de poesía nos quedamos más bien desconsolados. Es muy difícil vender libros de poesía, incluso de los autores más famosos. Cada tanto, alguna iniciativa editorial logra mover el mercado; pero se tiene la impresión de que por debajo de estos momentáneos fenómenos que inducen a un cierto optimismo, en realidad es bastante escaso el grado de interés real, de curiosidad y de cultura específica (porque si la poesía no es accesible a todos, como el mismo Sanguineti dice, hablando de su propia escritura, evidentemente requiere cultura, no pide sólo una genérica declaración del valor de la poesía).Yo creo que el amor por la poesía en general, o la estima o la valorización pública, e incluso teórica y filosófica, de la poesía, a menudo en realidad es un hecho más negativo que positivo. Se trata en cambio, a mi juicio, de amar y de leer y de entender de verdad a los poetas, a cada singular poeta. No existe la poesía, existen los poetas; poetas que hay que leer y entender. Muchas veces, por el contrario, la idea de poesía, incluso en los mismos poetas, crea una especie de buena voluntad, o énfasis, o infatuación retórica, casi mitomaníaca, que no hace bien a la poesía. La poesía, a diferencia de muchas otras actividades culturales, es algo que requiere una gran y particular atención por lo concreto, por lo singular, no por las grandes categorías. Ahogar a los poetas en la categoría de la poesía, amar a todos los poetas en cuanto tales, no distinguir, por ejemplo, a los malos poetas (que se multiplican, por razones culturales) de los verdaderos poetas, es algo profundamente negativo, a mi entender. También la filosofía, en estos últimos tiempos, está particularmente enamorada de la poesía, pero habla de ella en términos tan generales, con los cuales podemos estar todos de acuerdo (continuamos creyendo, como humanistas, que la poesía con mayúscula, la gran Poesía, es un fenómeno humano esencial para la supervivencia misma de la sociedad), que adquiere un tono oficial, abstracto. La verdadera piedra de toque está en la capacidad de leer a los poetas individuales, comprenderlos de verdad, buscar sus textos, ir de las traducciones a los originales, aprenderlos de memoria, ver que los poemas realmente entren en la mente, en la vida concreta de una persona concreta. Entonces, desde este punto de vista, el “triunfo de la poesía” puede ser asimilado a ese genérico triunfo de lo estético, de las bellas formas, que a menudo es lo contrario del respeto, de la comprensión del verdadero arte.

Se han cumplido veinte años del movimiento del ‘68: ¿Ud. podría hacer un balance de la influencia de este movimiento tanto en el plano social y político cuanto en el literario y cultural?

— El ‘68 ha sido muchas cosas. Por lo general se habla del mismo como un fenómeno de cambio en las costumbres sociales, de revuelta juvenil, se lo mezcla con cierta música pop, el rock... No hay que olvidar (como lo hacen muchos periodistas con poca memoria o que no lo vivieron) que el ‘68 ha sido esencialmente el último momento en el cual muchas ideas de la modernidad, en particular la de revolución, del vínculo entre razón y revolución (uso un viejo término de Marcuse), han tenido todavía consecuencias radicales y una influencia de masa en la mayor parte de los países occidentales. Es decir, el ‘68 ha sido no tanto, o no sólo, sobre todo en los primeros meses, un fenómeno de costumbres, de renovación en las costumbres (la revolución sexual, la democratización de las instituciones, una mayor importancia de las mujeres...), cuanto una rebelión contra el sistema cultural, contra el sistema educativo, una crítica de la escuela y de la universidad. Pero justamente porque en los años anteriores una serie de pensadores había usado y abusado a veces de términos como “sistema” y como “estructura” para indicar la globalidad de los fenómenos, el problema de la cultura y de la universidad se convertía en un problema global, de sistema. Por lo tanto, se trataba de criticar o sabotear el sistema educativo, la escuela y la universidad, criticando y saboteando al mismo tiempo todo el sistema social, que era el capitalismo (o, según expresiones frecuentes entonces, tardocapitalismo o neocapitalismo). Se ha pasado así de la crítica de las instituciones culturales a la crítica de todo el sistema social. El sistema social era ya entonces un sistema globalizado. Hoy se habla mucho de globalización; me maravillo un poco de esta especie de excitación en torno al término, porque la globalización es un fenómeno al se hace referencia ya en el Manifiesto del Partido Comunista de Karl Marx, y seguramente el ‘68 puede ser explicado y descripto sobre todo como fenómeno globalizado y globalizante. Los estudiantes que se rebelaban en Berkeley, en California, en las universidades norteamericanas, se parecían extraordinariamente a los estudiantes que se rebelaban en Frankfurt, en Berlín, en París y en otras universidades europeas. Daba la impresión de que una generación entera tuviese todas las ideas en común, fuese animada por pequeñas divergencias, como a menudo sucede en los grupos subversivos o de rebeldes y revolucionarios. Pero lo que contaba era que el gran gigante del imperialismo, los Estados Unidos, estaba combatiendo con el Liliput de los países subdesarrollados, el Vietnam, pero no lograban vencer en esta guerra. Se tenía una visión global de la estructura social y política de todo el planeta, y las acciones de los estudiantes se sentían conectadas inmediatamente con este escenario internacional. Poco después se pasó, y fue el comienzo del final, a una recuperación cada vez más ortodoxa, cada vez más tradicionalista, de las temáticas revolucionarias del marxismo, de la Tercera Internacional; luego, de la relectura de Marx se pasó a la lectura de Lenin, de Mao, volvió el estalinismo, se formaron partidos de tipo bolchevique de diferentes tendencias, pero todos en general neoortodoxos (una neoortodoxia leninista, una neoortodoxia trotskysta, una neoortodoxia maoísta...). Y ésta ha sido efectivamente la última explosión de una idea de revolución como posibilidad, ilusoria (hoy lo vemos claramente), de desarticular la estructura de una sociedad y cambiarla desde sus raíces: hacer tabula rasa y recomenzar desde cero. La ilusión provenía del hecho de que, por lo pronto, este movimiento no había tenido en cuenta suficientemente el fracaso, las aberraciones, que estas tentativas ya habían producido en otros países. En la Unión Soviética esto era evidente, también en China estaba sucediendo algo por el estilo, aunque en Occidente estas cosas todavía no se sabían con claridad. Naturalmente esta globalidad y esta centralidad absoluta de la política, esta crítica de la cultura que se convertía en crítica política militante, por lo cual también el crítico de la cultura debía volverse una especie de activista de partido, de pequeños partidos, terminó por devorar enteramente todos los problemas culturales, y por cierto también los problemas de la literatura. La literatura era vista como algo sin interés alguno, ornamental, burgués, individualista, idealista, y definible con todas las categorías negativas de la tradición revolucionaria. Inmediatamente después, la involución, incluso política, las dificultades de estos partidos neoortodoxos que creían que lograrían hacer estallar una revolución maoísta o bolchevique en el corazón de Europa, ha llevado a estas formaciones organizativas cada vez más hacia el terrorismo, con un empobrecimiento cultural espantoso, y contemporáneamente, por debajo de esta costra, de esta glaciación ideológico-política, comenzaron a verse fenómenos de práctica tenaz de formas literarias, por ejemplo, la poesía. La antología Il pubblico della poesia, que publiqué con Franco Cordelli en el ‘75, parecía el descubrimiento de un continente sumergido. De pronto se comprendió que en aquellos años la poesía italiana existía, o por lo menos trataba de existir, y casi nadie se había dado cuenta de su presencia.

Un par de años antes de la publicación de su antología, Pier Paolo Pasolini señalaba en un artículo (luego recogido en Descrizioni di descrizioni) el vacío creativo, en el plano literario, de la escritura de los jóvenes en Italia, y lo relacionaba con tres fenómenos concomitantes: la neovanguardia, que enseñaba a hacer programáticamente antiliteratura antes de haber aprendido a escribir literatura; el llamado “rechazo de la literatura” del ‘68, que paralizaba la libre creatividad de los nuevos autores con una concepción instrumental de la literatura; y, por último, la sociedad de masas, que ocasionaba y a la vez se beneficiaba con tales fenómenos y pasaba sobre todo —decía— “como un gran Rodillo compresor”. ¿Cómo vería Ud. la influencia de estos factores en los jóvenes poetas que presentó en Il pubblico della poesia?

— La influencia de la neovanguardia, en efecto, ha sido más bien paralizante. Este grupo ha sido uno de los últimos episodios en la literatura italiana de autopromoción grupal, muy logrado, que consiguió dar forma realmente a un fenómeno de vanguardia. La vanguardia es un intento, a mi juicio, de autodefensa corporativa del escritor en una época en la cual la literatura se encuentra en dificultades en el ambiente social; es así que, en vez de enfrentar a solas el riesgo de la creación, de la escritura en la relación con el público, los vanguardistas se reúnen en grupo, se convierten en categoría, en grupo de presión, y aumentan por lo tanto la propia capacidad de influencia. Se trata, además, de una doctrina: toda vanguardia elabora un manifiesto, una poética, que se presenta de manera explícita o implícita, una teoría según la cual en un determinado momento histórico (los vanguardistas, aunque se declaren a veces anarquistas o antihistoricistas, en realidad son hiperhistoricistas) sólo es posible escribir de un cierto modo.

¿Y la doctrina se vuelve más importante a veces que los resultados creativos?

— La doctrina se vuelve más importante porque, naturalmente, a ese punto no existe la necesidad de juzgar los textos individualmente; es más difícil decir “ese poeta es un verdadero poeta, ha escrito buenos poemas, en cambio aquel otro no tanto; esta poesía es mejor que aquélla, etc.” La vanguardia tiende un poco a ser como una empresa que quiere vender en bloque todos sus productos. Así ocurrió, en efecto, con la neovanguardia: lograron vender en bloque los productos de cinco poetas[2], quienes después de varios años puntualmente aparecieron en bloque, y siempre rigurosamente los cinco en conjunto, en toda antología escolar. Evidentemente, los antólogos, los críticos, estaban tan desconcertados, enmudecidos, quizás aterrorizados ante la posibilidad de decir “elijo a este poeta y no al otro”, que para resolver el problema los introdujeron en las antologías y en las historias literarias a los cinco, sin establecer nunca gradaciones. Entonces, el riesgo que siempre implica toda aventura artística, de esta manera queda anulado. Los jóvenes, ante esta situación, quedaron desconcertados; era claro, además, que no había lugar, porque todo el espacio fue ocupado por estos autores, los cuales sólo podían tener epígonos, y por supuesto no se puede ser la retaguardia epigonal de un grupo de vanguardia.

¿Con respecto al segundo factor, la influencia del ‘68 en los nuevos poetas, que algunos críticos han denominado “postsesentaiochistas”?

— Sí, diría que es una categoría más cronológica que cultural. Se tenía la impresión de comenzar a escribir en una tierra desolada, una tierra de nadie, un lugar donde hubiera habido una grande o pequeña catástrofe cultural, por lo cual se sentía la interrupción de una tradición. Volviendo a meditar sobre esto, he pensado que los poetas de Il pubblico della poesia pueden ser considerados, junto con el Montale de la última época, como los primeros poetas definibles como postmodernos en Italia. Estos nuevos autores, los poetas de mi generación, inmediatamente me dieron la impresión de haber nacido como después de un diluvio, como si con el ‘68 se hubiera producido (es perceptible en todos lo fenómenos culturales) una breve pero fortísima interrupción de continuidad con el mismo siglo XX, como si —como si, no sé si esto es del todo justo— la neovanguardia hubiera sido la última manifestación, un poco arcádica, de una continuidad moderna. El título del libro en el cual agrupamos a los autores de la nueva poesía, Il pubblico della poesia, aludía al hecho de que los poetas se estaban volviendo tan numerosos que el único público de la poesía era un público de poetas, reales o potenciales: ya no existía un público distinto, sólo un público de poetas estaba dispuesto a interesarse por la poesía, y este público se extendía cada vez más. Desde el punto de vista estilístico, se tenía la impresión de que eran autores no muy cultos, sin una gran maestría formal, pero que, contrariamente a lo que había sucedido con la neovanguardia (con la cual parecía que, de acuerdo a su doctrina, sólo era posible escribir siguiendo una cierta dirección), de pronto tenían un sentido de gran libertad. Vale decir: parecía que todo de nuevo era posible. Era posible la poesía autobiográfica, la poesía de confesión, el juego irónico, incluso (¿por qué no?) la poesía de amor, la parodia, toda una serie de posibilidades que precedentemente habían sido consideradas superadas, según una lógica de progresismo poético, de acuerdo con la cual la poesía sería una historia de etapas sucesivas, y está prohibido a todos hacer algo que pertenecía a una etapa anterior. Después del ‘68, y con esta antología del ‘75, se reveló esta novedad, que a mí me pareció una de las más notables. Estos autores no tenían una poética, no eran poetas muy intelectuales, les fallaba el sentido histórico: extrañanamente, la indigestión de ideología, de marxismo y de política en los años precedentes había como anulado la capacidad elaborativa, teórica, de estos autores. Así, estaban desprovistos de una poética propia, de una particular idea de lo que la poesía debía ser. Simplemente, explotaba ya entonces una suerte de genérica creatividad, que era interesante, pero tenía algo de casual: yo tenía la impresión de que muchos poetas y muchos poemas, si salían buenos, era un poco por casualidad, como sucede en ciertas formaciones naturales, en ciertas rocas o en ciertos fenómenos que siguen a los aluviones o a los períodos de gran sequía. Era como si estos poetas no estuvieran en grado de controlar el propio talento y de tener un proyecto literario fuerte. Eran muchísimos y no por azar poco después el fenómeno fundamental fue un fenómeno que saltaba por sobre el libro: las lecturas públicas, los happenings, la teatralización poética. Así, toda esta masa de poetas, que ya no se sabía donde poner (en las antologías ya no cabían), comenzaron a ser invitados a los teatros, a hacerlos recitar, y a ese punto la situación se hacía cada vez más ambigua, porque el mismo público era muy distraído, en cuanto era un público de personas que no iban a escuchar a quien leía, sino que estaban esperando el momento de leer ellos mismos el propio poema.

¿Vamos ahora al tercer factor, la sociedad de consumo, que, decía Pasolini, englobaba todo y convertía a la misma neovanguardia y al mismo movimiento juvenil en instrumentos de su proceso de masificación?

— De hecho, la cultura de masas es un fenómeno muy ambiguo, en cuanto crea una necesidad, masiva, de distinguirse, de ser originales. Los millones de personas que llevan, en cada estación, todas la misma ropa, la llevan no para usar un uniforme, como de hecho pareciera, sino porque creen que de esa manera, siguiendo la moda, la moda de masa, son más ellas mismas, son más originales. En la poesía, a un cierto punto, ha sucedido un poco esto. No se era consciente de que una cosa que tradicionalmente era considerada excepcional, rara, se había vuelto cuantitativamente tan difundida que perdía su valor. La misma figura del poeta comenzó a tener verdaderas mutaciones. Lo dijo también Pasolini en otro artículo de Descrizioni di descrizioni: habló de estos poetas neopequeñoburgueses, que escriben sus poemas no sé sabe muy bien por qué, sólo por el deseo de ser o de sentirse poetas.

Ud. hablaba en el estudio preliminar de Il pubblico della poesia de un fenómeno de “disolución acelerada de la figura sociocultural del poeta” perceptible en las nuevas generaciones, ¿se refería a esto?

— Sí, es una fórmula un poco complicada, pero es un poco eso. Se han escrito poemas notables, que se podrían antologizar, pero sin embargo yo considero que entre los poetas de estas últimas generaciones, a partir de mi generación, vale decir de la generación que ha comenzado a escribir a partir de los años ‘70 en adelante, casi ninguno tiene una personalidad cultural y literaria tan fuerte que pueda ser parangonada con los poetas de las generaciones precedentes. Si nosotros aproximamos poetas de estas generaciones recientes con poetas de las generaciones precedentes notamos que hay un salto de cualidad embarazoso, por lo cual, a mi juicio, es también difícil, y a veces mistificatorio, hacer antologías que comprendan a Zanzotto y a Zeichen, por ejemplo (me han venido estos nombres por asociación consonántica), porque los nuevos poetas no tienen, digamos, ese estigma de destino, ni esa inteligencia, esa gran inteligencia del mundo y la literatura de los poetas anteriores, que eran a menudo extraordinarios críticos. No es una casualidad que en los poetas más jóvenes no haya ningún crítico; la crítica es practicada un poco de manera oportunista, se hacen algunas reseñas, se intercambian favores, pero no se encuentran personalidades críticas. En cambio, antes, el poeta era a menudo también un crítico de gran valor: Pasolini es uno de los mayores críticos de la segunda mitad del siglo, Zanzotto es un crítico extraordinario, Fortini... Pero también los escritos críticos de poetas como Bertolucci, Caproni... Montale es uno de los mayores críticos imaginables. El mismo Sanguineti es un crítico muy notable. Después, esto ya no existe: la conexión moderna de crítica y poesía, por la cual la poesía nace de una profunda inteligencia. Una idea destructiva, tremenda, que se ha difundido después del ‘68 ha sido que los poetas pudieran no ser muy inteligentes. Esta es una gran trampa. Los poetas pueden parecer no demasiado inteligentes, pero siempre lo son, y mucho. Incluso si no escriben una línea de crítica o de teoría. Entonces, esto un poco ha empobrecido y reducido la cultura poética a una suerte de subcultura, muy frágil. Como decía Oscar Wilde, el poeta es un crítico, los griegos eran grandes críticos, el artista es antes que nada un crítico, no en el sentido de que escribe necesariamente crítica, sino en el sentido de que para producir arte es necesario tener un fortísimo sentido crítico, de autocrítica, se debe entender qué es lo que no se debe hacer, dónde hay que detenerse. Desgraciadamente, esta cultura literaria se ha debilitado muchísimo, y la declinación de la cultura literaria ha propiciado una creatividad poética enorme, y hoy tenemos una cantidad de poetas imposible de organizar críticamente. Desde el punto de vista práctico, sucede que las historias literarias, la opinión pública, los periodistas, los autores, quieren saber cuáles son los poetas más importantes de un período: ¿entonces cómo se hace? La selección no se ha producido a través de los filtros de la crítica, sino a través de las decisiones editoriales, puras y simples decisiones editoriales, muchas veces casuales. Existen cinco o seis poetas que son continuamente nombrados, y son los más conocidos en Italia, pero existen en el país al menos otros cincuenta, mucho menos conocidos, que valen cuanto aquéllos y más. Es un puro azar editorial que no hayan logrado hacerse escuchar y publicar. Se trata de estrategias editoriales, que a veces salen bien y a veces no.

¿Una crisis, entonces, no sólo de la poesía sino también de la crítica?

— Por completo. La crítica ya no ha logrado tener el coraje de decir “sí” y “no”. A estos poetas no les ha gustado ser criticados. Ha decaído incluso ese estilo de la comunicación entre los artistas, que siempre ha sido importantísima, la sal de la comunicación entre jóvenes poetas, el criticarse recíprocamente incluso de un modo muy neto. En cambio, todo se ha transformado en una especie de jardín de infantes, donde a nadie se le debe decir una palabra fea, porque si no el niño se deprime y no crece. La aspiración de los poetas ha sido sobre todo la de ser aceptados como tales. Una vez que han sido aceptados como poetas, la crítica casi se ha vuelto superflua.

¿Podrá tener también alguna relación con la aspiración social igualitaria del ‘68 aplicada al ámbito literario, por la cual ninguno debe ser mejor que otro?

— Sin duda, porque se ha pasado de una crítica terrorista contra cualquier actividad cultural, literaria, a una suerte de general condescendencia, por la cual la misma descripción de los defectos de un autor es considerada como una especie de ofensa. La sola aspiración de estos autores es ser incluidos en el panorama general, en las antologías, en el registro del propio sector cultural, como se puede formar parte de cualquier colegio profesional. Esto sucede cuando las artes tradicionales se quedan sin público, algo que está extendiéndose cada vez más. Porque mientras el público existe, juzga; si un cantante lírico, cantando La Traviata o La Flauta Mágica, demuestra no haber estudiado bien la partitura o desafina, el público silba. En poesía esto no ocurre, porque no existe un público en grado de juzgar si un poeta vale o no vale. Generalmente, se es aceptado, y los más hábiles en hacerse aceptar terminan por pasar como poetas importantes, sin que nadie haya llegado nunca a juzgarlos críticamente.

En su ensayo “Cosmopolitismo y provincialismo en la poesía moderna”[3], Ud. formula la paradoja de que “la poesía moderna es moderna en cuanto que es cosmopolita, pero es poesía en cuanto que es provinciana”, ¿podría explicitarla?

— Bueno, era una manera de decir que la voluntad, el deseo de los poetas modernos de ser modernos, y por lo tanto de serlo programáticamente, ha creado algunas dificultades, una suerte de jerga internacional de la poesía moderna, que de por sí, en cuanto jerga, no puede sino ser un obstáculo para la escritura de verdadera poesía. Los verdaderos poetas no parten de la voluntad de ser poetas modernos, sino de una situación muy particular, de un “dónde” y un “cuándo”, de una particular lengua y un particular paisaje, de una experiencia muy específica. Esto, naturalmente, es algo que no tiene que ver con la modernidad como horizonte global. La poesía moderna se ha vuelto una entidad cultural analizable y sin intención particular de los autores. A un cierto punto, se ha notado que sin un propósito definido, algunos autores que escribían en lugares diferentes, a veces en la más completa soledad, estaban yendo, cada uno a su manera, en una misma dirección, transformando radicalmente el lenguaje tradicional de la poesía. Esto se produce a partir del romanticismo alemán, con Novalis, por ejemplo, luego en Inglaterra, con Coleridge, más adelante, en la segunda mitad del siglo XIX, con Mallarmé, Hopkins, etc. (es un proceso conocido). A un cierto punto, como ocurre con muchos fenómenos culturales, se llega, luego de las vanguardias, a una especie de cristalización histórica, escolástica, del lenguaje de las vanguardias, de la modernidad. A esa altura, está claro que si los poetas quieren hacer algo que valga la pena, tienen que sustraerse a esta especie de programa, a la voluntad de ser absolutamente modernos, de ser absolutamente semejantes a autores que ya han escrito y que han escrito todo lo que había que escribir a ese respecto. Imaginemos a poetas que imitan The Waste Land de Eliot, o que imitan a Mallarmé, se crean escuelas, y esto ha sucedido, pero nosotros sabemos que lo mejor de la poesía moderna en realidad está hecha de episodios aislados, de descubrimientos individuales... Porque la modernidad no es una sola cosa, ni en poesía ni en muchas otras formas culturales, sino diferentes experiencias, absolutamente individuales. Esto quizá sea lo que hay de común en la poesía moderna, en el arte moderno. Lo que hay de común, también paradójicamente, es justamente lo que es menos comunicable, la voluntad de muchos artistas de ir hasta el fondo de sí mismos, de arriesgarse a escribir en una lengua absolutamente adherente a su experiencia, a costa de no ser entendidos, a costa de limitar la propia capacidad comunicativa. Esto ha sido así en el caso de muchos poetas modernos, Rimbaud, Gottfried Benn, tantos poetas rusos, Montale, Guillén, e incluso la arrolladora comunicatividad de un poeta como García Lorca es una comunicatividad que deja zonas oscuras. Se comprende que el problema fundamental es poner en contacto absoluto, y sin reparos ni mediaciones, el lenguaje y la experiencia. El riesgo, entonces, es el de no ser entendidos, y por lo tanto, el de no tener grupo. Como decía antes, las vanguardias han tratado de salvar este riesgo formando grupos, diciendo que en ese momento el arte moderno era tal y que debía ser aceptado o rechazado, pero que no había otra elección. El artista, en cambio, que trabaja individualmente, a menudo se encuentra en una situación de soledad, de fracaso, o bien se dirige a un público sumamente limitado, para ser fiel a sí mismo. Ocurre, pues, que la modernidad ha resultado ser muchas veces una idea fabricada sobre todo en las universidades, más una idea de profesores que de escritores.

¿Puede verse en ese mismo ensayo una suerte de inversión de la valoración habitual de los términos “cosmopolitismo” (generalmente asociado a un sentido positivo, de avance, riqueza y centralidad cultural) y “provincialismo” (generalmente asociado a un sentido negativo, de atraso, pobreza y marginalidad)?

— El ensayo es polémico, pero más en el título que en su desarrollo. En el desarrollo yo me limito a decir que autores como César Vallejo, Ungaretti, Machado, Gottfried Benn, William Carlos Williams, que están indudablemente entre los mayores poetas modernos (y con respecto a los cuales a nadie se le ocurriría decir que son atrasados), han actuado, no obstante, como poetas —digámoslo entre comillas—“provinciales”. A menudo fidelísimos a un cierto lugar, con una lengua, un sistema metafórico y lexical que se presenta como un fruto de una experiencia radicada en un lugar específico. Desde este punto de vista, podrían ser considerados poetas provinciales, porque no son poetas que van a aprender la poesía moderna a París y que tratan de escribir “en moderno”; son en cambio, por lo general, poetas que han inventado formas particulares de mediación entre un patrimonio incluso folclórico, popular, tradicionalísimo, y el lenguaje de la poesía moderna. Esto lo vemos en Lorca, como también en otras artes: la música de Bela Bártok, por ejemplo, ligada a cantos populares y tradiciones húngaras. El sentido de los vínculos con el cuerpo viviente de la cultura de la cual se proviene ha producido una poesía moderna mucho más corpórea, potente, que la de los poetas que han buscado en forma absoluta el lenguaje de la modernidad. En el ensayo critico, naturalmente, el lenguaje programáticamente vanguardista de los surrealistas franceses, y el esteticismo enciclopédico de Ezra Pound, quien pensaba que la mejor poesía debía ser obtenida con la mezcolanza de la mejor poesía producida en todos los países del mundo, una especie de enciclopedia de bolsillo de lo mejor, que termina sin embargo por producir lo peor.

Recientemente, Ud. ha renunciado a su puesto en la universidad, hecho que produjo una polémica en los principales periódicos italianos sobre la situación actual de la universidad: ¿podría resumir los términos de esa polémica?

— Más que resumir los términos de la polémica, podría decir que se trató de un caso privado que se transformó en un caso público, sin que yo lo quisiera ni lo esperara. He dejado la universidad luego de haber enseñado veinte años, simplemente por aburrimiento y por voluntad de cambiar trabajo; de algún modo, como un pequeño desafío, para mostrar que era posible salir de una cierta jaula institucional, muy segura, y ver si como autor lograba vivir profesionalmente de mi trabajo. El aburrimiento creo que es un sentimiento bastante natural. Yo comenzaba a experimentar aburrimiento de la enseñanza. Pienso que ningún docente tendría que seguir enseñando si se da cuenta de que siente aburrimiento, porque lo primero que transmitirá será eso, más allá de todo contenido cultural. La polémica ha estallado porque en Italia nadie deja nunca la universidad, y nadie piensa que aburrirse enseñando es un problema.

¿Ve una crisis de la universidad, en Italia y quizá fuera de Italia?

— Yo veo una profunda crisis de todo el sistema educativo, al menos en los países occidentales, desde la escuela primaria hasta la universidad. No se sabe muy bien qué enseñar ni cómo hacerlo. Toda la enseñanza debería ser puesta sobre nuevas bases. Por otra parte, yo mismo, prevalentemente como escritor, siento también la profunda inadecuación de la transmisión del saber en las instituciones universitarias. Porque la transmisión del saber a menudo se produce por vías mucho más informales, contactos individuales, formación de pequeños grupos, de pequeñas revistas, que pueden durar mucho o poco, no importa, un contacto directo entre quien escribe, quien danza, quien pinta, quien compone música, y los nuevos aprendices. Todo esto en las universidades no sucede, no hay una relación suficientemente directa, espontánea, natural. Hay también mucha hipocresía en la enseñanza universitaria. A menudo los docentes fingen saber cosas que en realidad no saben, o no saben suficientemente bien, y por lo tanto el saber que se transmite es un saber genérico, pálido, anémico, que no sirve mucho que digamos. Y luego, en el mundo actual, se tiene la impresión de que la única relación que se puede tener con la literatura es una relación de estudio. Con el pasar de los años, yo siento cada vez más la necesidad de no tener una relación de estudio con la literatura, sino una relación más libre, de lectura. También la crítica está convirtiéndose cada vez más en estudio de la literatura. La gran crítica no era estudio de la literatura, era también la historia de un encuentro entre un lector o una generación de lectores y un conjunto de obras. Se tenía necesidad, entonces, de instrumentos mucho más dúctiles, que son los instrumentos de la ensayística crítica. El estudio literario es, como decía Mario Praz, un cortar el pollo en veinte partes sin llegar a saber nunca si el pollo es comestible o no. Se enseña a seccionar la literatura, a viviseccionarla en mil maneras, pero no se enseña a tener un vínculo vivo con la literatura, porque los mismos docentes a menudo son indiferentes al valor literario y la literatura en sus mismas vidas no significa mucho.

¿Cuál puede ser la causa de esta situación en la crítica y la enseñanza de la literatura?

— El predominio del metodologismo, en parte, ha llevado a eso. El método, la idea del método es muy tranquilizadora, porque se sabe siempre qué hacer con cualquier obra de arte: se la comienza a cortar de izquierda a derecha, de arriba a abajo, se la convierte en cuadraditos, en triangulitos, en circulitos, al fin el trabajo está hecho, uno se ha merecido el dinero de la investigación, se ha contado cuántas veces aparece tal o cual palabra en un cierto texto, cuántas veces aparece una forma sintáctica, y hecho esto se ha evitado además entender si de verdad era posible tener una relación con ese texto o no. El problema así está resuelto, saltándolo.

Otra figura que parece en crisis en este final de siglo es el intelectual. Usted ha publicado recientemente un libro que lleva el sugestivo título de El héroe que piensa: ¿quién sería este héroe?

— El héroe que piensa es justamente el intelectual. El título es una forma un poco insólita, entre irónica y enfática, de definir al intelectual. El término “intelectual” usualmente da una idea algo tediosa, que no expresa el pathos del mismo. A un cierto punto, digamos, me he dado cuenta de que la mayor parte de los llamados intelectuales en verdad no lo son. Me vino a la mente una definición, que podría ser ésta: “Dícese intelectual a aquel a quien, cuando ha comprendido algo nuevo, algo nuevo realmente sucede en su vida”. Por la cabeza de los intelectuales habitualmente pasan las más diversas ideas, pero en sus vidas no pasa nada diferente de lo que sucedía antes. Significa, pues, que las ideas no tienen ningún valor para los intelectuales mismos. Pueden decir, escribir, manipular, enseñar, transmitir millones de ideas, pero no cambia nada en sus vidas. No digo que su vida tenga que cambiar en el sentido, digamos, de elecciones radicales; pero al menos, no sé, que cambie su digestión, que se pongan melancólicos... ¡algo debe ocurrir! Entonces, para mí, el intelectual es aquél para el cual el pensamiento, el pensar algo, el comprender algo, es un evento a veces incluso traumático en la vida, y requiere imperiosamente alguna transformación, alguna decisión, algún cambio, al menos mental, de perspectiva. La administración de las ideas, en cambio, a menudo no requiere intelectuales, sino más bien funcionarios de la cultura.

¿Podemos ver este fenómeno en relación con la siguiente imagen que Ud. da de la sociedad posmoderna en L’eroe che pensa: “parecería una superficie de mar cubierta de restos de naufragio, pero en realidad no es más que una tibia piscina donde flotan algunas botellas de plástico”?

— Sí, la imagen es la de una intelectualidad de tipo universitario, totalmente garantizada, en fin, que no corre ningún riesgo, que tiene con las ideas una relación, digamos, muy aséptica, que se reúne periódicamente en confortables hoteles a discutir de la muerte de Dios o del Apocalipsis o de la Revolución, pero todo esto no pone nunca en discusión su modo de ser, la categoría misma de intelectuales en su relación con la sociedad. Por eso, tengo la idea de una progresiva pérdida de potencialidades pragmáticas, diría, además de activas, morales y políticas de la cultura. Me parece que la cultura se está convirtiendo cada vez más en una zona administrada de la sociedad tal como es, una suerte de ghetto, de zoológico, donde son mantenidas algunas especies particulares, culturales, pero nada de esto ejerce una influencia, un contagio en el resto de la sociedad. La cultura hoy tiende a no juzgar más a la sociedad; la mayor parte de los intelectuales no juzgan, por ejemplo, la forma de las instituciones dentro de las cuales viven su vida cultural (se lamentan de ellas, esto es normal, pero no las juzgan), y por lo tanto la cultura misma tiende a no pronunciar juicios de conjunto sobre la sociedad. Esto es un peligro, porque nuestras sociedades están viajando a velocidades extraordinarias hacia un futuro que no conocemos, esta velocidad crece progresivamente, por el desarrollo tecnológico y las aplastantes necesidades económicas de las sociedades modernas. La economía se ha convertido en la divinidad; la Economía y la Tecnología, como las dos caras de un mismo Moloch, se han transformado en las dos divinidades a cuyos designios es imposible sustraerse. Las sociedades en efecto se adecuan totalmente a esto, y entonces la cultura no logra, no digamos detener o frenar un poco estos procesos, que a menudo son degenerativos, sino ni siquiera tener el coraje de juzgarlos.

¿Cuál sería, entonces, a su juicio, la resistencia posible de los intelectuales, de la poesía?

— El libro, L’eroe che pensa, se cierra, no casualmente, con un ensayo, muy extraño, que tiene una forma estilística bastante insólita, una especie de representación comentada, una teatralización, de tres arquetipos del intelectual moderno: Hamlet de Shakespeare, Alcestes, el Misántropo de Molière, y el príncipe Andrei Volkonski de La guerra y la paz de Tolstoi. Esto para recordar a los intelectuales de hoy, que se han convertido a menudo en verdaderos funcionarios, como decíamos, que existe un modelo, una tradición, que los intelectuales tienen una tradición, y que el peligro surge cuando los intelectuales olvidan la tradición a la cual pertenecen y obedecen solamente a las reglas de la comunidad y la corporación en la que están insertos. Esta tradición, como se puede ver en estos tres personajes (se podrían buscar otros ejemplos, pero difícilmente existan otros ejemplos de intelectuales modernos como Hamlet y Alcestes), es una tradición de solitarios. Se comprende con ellos que el ejercicio de la inteligencia es inconciliable con el ejercicio del poder. Esto podría parecer absurdo, porque entonces querría decir que la cultura no puede ejercer ningún poder. No, creo que el poder de la cultura consiste en no buscar nunca componendas con el poder, en tener el poder de las ideas. No hay que creer que las ideas son impotentes; las ideas son ideas, y su poder de influencia no debe pasar por la conversión del intelectual en político, o del intelectual en manager, o en organizador, como ha sucedido, por otra parte, en grandes teorías modernas: en sus famosas Tesis sobre Feuerbach, por ejemplo, Marx decía que hasta ese momento la filosofía había intentado entender el mundo, y ahora se trataba de transformarlo. En realidad, la mente, la teoría, no puede sino tratar de entender el mundo. El mundo, en un cierto sentido, se transforma por sí mismo, y se ha transformado con mayor velocidad de lo que Marx imaginaba, por su propia fuerza. El pensamiento, en realidad, como vemos en estos arquetipos del intelectual moderno, no quiere ejercer el poder, rechaza profundamente el ejercicio del poder. Hamlet no quiere reinar, debe vengarse, tiene que intentar cumplir su deber, poner las cosas en su lugar, vengar el delito que ha sido cometido. Entonces, el llamado del libro es a la crítica desprejuiciada de lo que sucede, sin prudencias. En la historia política del siglo XX, las mayores verdades, por ejemplo, sobre lo que había sido el comunismo, fueron dichas por autores aislados, por autores que luego han sido difamados. George Orwell, por ejemplo, o Ignazio Silone. Y muy a menudo, los grandes teóricos o filósofos, como Lukács o como Heidegger, en cambio, han sido incapaces de entender el nazismo o el estalinismo, o al menos no lograron evaluar todo su potencial destructivo. Por eso, los intelectuales no tienen que temer la soledad, en absoluto. Entiendo por soledad no una soledad estéril, sino una soledad productiva de ideas. No tienen que intentar volver exitosas sus ideas, porque en el mismo momento en que tratan de transformar las ideas en algo potente, ya las ideas dejan de ser las mismas. Las ideas que se vuelven potentes ya no son las mismas que habían sido pensadas, y por lo tanto deben ser simplificadas, deben ser transformadas en ideología, en doctrina, en cultura socialmente influyente, deben pasar a través de una cantidad de filtros y de medios, que son aquellos de los cuales nos servimos. Naturalmente, no podemos no servirnos de los diarios o de la televisión o de la radio, pero cuidado con adherir completamente con el modelo, cuidado con no sentir que entre cultura e instrumentos de comunicación hay una brecha y una desmesura radicales... Y siempre hay que estar muy atentos, porque todos obramos en el confín entre la alta cultura y la cultura de masas. Sentir la diferencia entre ambas es fundamental, a mi juicio, para un intelectual. Lo que está sucediendo hoy es que la mayor parte de los intelectuales, incluso universitarios, que deberían ser los guardianes de la alta cultura, en realidad aman la cultura de masas, y ellos mismos desprecian en un cierto sentido la alta cultura, que ya no tiene en sus mismas vidas significado alguno. Uno podría preguntarse, para comprender lo que estoy diciendo: el estudioso de Dante, o de Quevedo, o de Cervantes, ¿lee a Dante, a Quevedo, a Cervantes, en las horas libres de trabajo, o lo lee solamente como objeto de trabajo, para producir su ponencia, la investigación que suma puntos para su curriculum? Bueno, si este estudioso no lee a Dante, o a Quevedo, o a Cervantes, antes de irse a dormir, sin ninguna finalidad ulterior, entonces ya sabemos con qué tipo de intelectual estamos tratando. Entonces, yo creo que la distinción entre intelectual y político, entre funcionario de la cultura e intelectual, es una distinción polémica, quizás desagradable, pero no debe ser considerada terrorista. La crítica no debe ser considerada terrorista. Una sociedad que quiere ser democrática tiene que habituarse al ejercicio de la crítica, porque, como una vez dijo Leopardi, elogiando la sociedad griega (si de sociedad griega se puede hablar, porque en realidad era una serie de sociedades, de polis distintas entre sí), los griegos tenían una capacidad de tolerar en el interior de la propia comunidad una gran cantidad de estilos de vida, muy diversos, y de tales extravagancias que nosotros no seríamos capaces ya de tolerar. Nuestras sociedades son infinitamente más uniformes, más uniformadas, y esto es un gran peligro para la democracia.

De la lectura de sus libros, particularmente los tres últimos, Tra il libro e la vita, La poesia verso la prosa y L’eroe che pensa, pareciera desprenderse, junto con la constatación del declinar de dos de los mayores géneros literarios de la modernidad, la poesía y la novela, la indicación del género ensayístico como el más adecuado para dar cuenta del actual momento histórico: ¿es así?¿Podría explicarnos su visión?

— Este es un discurso que para mí está vinculado con Europa. Mi valoración de la ensayística tiene que ver con Europa. Siento que Europa ha agotado sus capacidades mitopoyéticas, su capacidad de invención tanto poética cuanto narrativa. Esto no significa que no puedan nacer óptimos poetas o narradores, pero en general la cultura europea, con el fin de la modernidad, me parece que ha agotado su poder de inventar grandes mitos. En cambio, me parece que es una cultura a menudo insuperable desde el punto de vista intelectual. El aspecto intelectual, ya sea el antiguo, de la tradición griega, ya sea el moderno, porque no tenemos que olvidar que nosotros hemos tenido esa gran fractura cultural que se produce hacia la mitad del siglo XVIII con la Enciclopedia de D’Alembert y Diderot. La Enciclopedia de Diderot y D’Alembert es la Biblia del mundo moderno. Es una enciclopedia ensayística, una organización del saber en forma ensayística. Luego, el Diccionario filosófico de Voltaire. Esa gran ensayística todavía no ha sido estudiada suficientemente como literatura. Si se piensa también en la ensayística de muchos poetas: la de Baudelaire, por ejemplo, es grandísima; la de Coleridge; la de Leopardi, su prosa, las Operette morali. Los ensayistas son considerados importantes sólo si entran en la historia de la filosofía institucional; de no ser así, no. Todas las cosas que se han escrito sobre Nietzsche, que sería en rigor un ensayista, justamente porque son colocadas en el ámbito de la filosofía adquieren una dimensión enorme. Si en cambio fuera ubicado en una historia de la ensayística, se encontraría junto a muchos otros autores, sin demasiada maravilla. Naturalmente, Marx, Burckhardt, Ruskin, Francesco de Sanctis en Italia, el gran historiador de la literatura... Y la misma narrativa y poesía del siglo XX está intensamente nutrida, sostenida, impregnada, circundada de ensayística. Proust, la Recherche, es una obra ensayístico-narrativa. Las obras de Kafka son ensayística en forma de anécdota, de parábola, de acuerdo a otra tradición que es la hebrea. Poetas muy importantes como Eliot son importantes no sólo por la originalidad de sus composiciones poéticas sino también por su ensayística, y quizá no serían voces tan autorizadas sin ésta última. Los poetas que no han escrito ensayos para justificar sus sistemas poéticos, han tenido menos éxito, una menor capacidad de hacerse escuchar. La ensayística es el tejido conectivo de la cultura, además de ser un género que a menudo emerge por sí mismo, como en algunos máximos ensayistas del siglo XX. Kierkegaard es uno de los mayores ensayistas en absoluto; Montaigne y Kierkegaard pueden ser vistos como los dos fundadores de la ensayística moderna. Pero en el siglo XX tenemos a ensayistas grandísimos, como Karl Kraus, como Simone Weil, como Ortega y Gasset... En Italia, hay algunos muy valiosos: Gramsci, por ejemplo, es un notable ensayista, aunque la suya es una cualidad estilística que casi esconde la originalidad, busca la creación de una prosa media italiana que no existía antes, sobria, muy racional, muy límpida. Hay una gran cantidad de otros autores, algunos de los cuales para mí han sido fundamentales: por ejemplo, la convergencia de un poeta como Auden y de un filósofo como Adorno. Adorno es un filósofo que viene de la tradición existencialista, de Kierkegaard, su forma fundamental es tendencialmente aforística, no logra por lo general construir ensayos extensos. Minima moralia y los poemas de Auden creo que son los modelos estilísticos que me han influido en mayor medida.

En uno de sus ensayos Ud. habla del libro Satura, de Eugenio Montale, publicado en 1971, como una frontera entre la poesía moderna y la poesía de la posmodernidad: ¿en qué sentido lo afirma?

— Montale, en efecto, es un caso muy instructivo, que logra aclarar este pasaje de la modernidad a la posmodernidad. Los primeros libros de Montale, Gli ossi di sepia, Le ocassioni y La bufera, son libros tremendamente arduos, en los que parece que la comunicación está prácticamente prohibida; la condensación de las metáforas, de las alusiones, incluso personales, inextricables, es densísima. A un cierto punto, Montale entra en una crisis, para darle un nombre, o por lo menos un período de desnudo silencio, del cual ha salido con una forma literaria completamente nueva. Yo pienso que esta distancia imprevista que un autor ha sentido con respecto a su propia obra precedente, registra la conciencia de un cambio epocal. En ese momento, Montale ha comenzado a rehacerse a sí mismo, a usar de nuevo su propia temática poética, explicándola, diluyéndola, transformándola casi en una forma de periodismo poético, periodismo en versos, mucho más afable, mucho más expandida; ya no está el pathos del silencio, de la reticencia, del decir poco, de la desconfianza hacia la posibilidad de comunicar los propios contenidos de conciencia a los demás. Ahora, a partir de Satura, ocurre todo lo contrario: reconquista una extraña confianza. Es como si la modernidad ya hubiera terminado, se hubiera convertido en clásica (Montale ya era un autor clásico), y entonces continuara hablando más allá de ese clasicismo. Este “post”, esta desdramatización de la situación moderna, esta inserción de buen aire, un poco chismosa, esta ironía sobre los dramas y las oscuridades y las verticalizaciones del estilo moderno, dan la señal de un pasaje de época, que puede ser definido directamente como posmoderno.

Una última pregunta, que dudo si entrará en esta entrevista: tengo el recuerdo, no sé si a partir de una lejana conversación nuestra o de un fragmento de alguno de sus ensayos, de la figura de su padre leyendo el periódico, una imagen vinculada de algún modo a su vocación literaria. ¿Podría hablarnos de este episodio autobiográfico?

— Eh, sí, esta es más complicada, es difícil de responder. Sería necesario hablar de la relación que tenía mi padre con el periódico. Esta es una cuestión que... se haría demasiado largo. Diría que era la ansiedad de un... Mi padre con este periódico se aislaba de la familia y tenía la idea de que del mundo no podían llegar más que amenazas. Y nosotros a esto lo sentíamos. Eran amenazas... la vida no prometía nada bueno. Pero no era sólo esto. Era un hombre que lee en la mesa, mientras se come; se arruina la digestión, por seguir lo que sucede. Mi padre era un hombre con poca imaginación, y en este sentido era muy distinto de mí. En cambio, el lado materno era más artístico. También mi tío, el hermano de mi padre, tenía un aspecto artístico muy fuerte. Pero mi padre estaba obsesionado por los periódicos. Esto quizá puede explicar mi odio por los diarios, porque son el instrumento a través del cual la actualidad así como es, determinada por los poderes, llega adentro de las casas y obsesiona la vida de todos. Es la forma cultural a través de la cual el presente invade, domina y coloniza la imaginación y la vida cultural de las personas. Luego, mi padre era un lector de diarios de una generación que había pasado por el fascismo y la guerra, por lo cual tenía una actitud dramática ante la lectura del periódico. Había leído los diarios de los años 20 y 40, y leerlos en esos años significaba tener entre manos algo que quema. En un cierto sentido, con los ensayos yo he intentado imaginar un instrumento literario que guarda relación con el periodismo, pero que es al mismo tiempo un enemigo del periodismo.


Córdoba, 20 de agosto, 1998



NOTAS

[1] Distintos tramos de esta conversación con el poeta italiano Edoardo Sanguineti han aparecido en los suplementos literarios de La Voz del Interior (Córdoba, 13 de agosto de 1998), El Litoral (Santa Fe, 22 de agosto de 1998) y La Gaceta (San Miguel de Tucumán, 13 de setiembre de 1998). [Con posterioridad a esta entrevista, el diálogo con Sanguineti fue reproducido completo en el número 7 de la revista Fénix (Ediciones del Copista, Córdoba, abril de 2000. Se puede leer también en una entrada de este blog, en ocasión de la muerte de Sanguineti.]
[2] Berardinelli alude a los poetas Elio Pagliarani, Alfredo Giuliani, Edoardo Sanguineti, Nanni Balestrini y Antonio Porta.
[3] Véase la primera traducción al castellano de las partes principales de ese meduloso ensayo de Berardinelli en Fénix Nº 3 (Abril, 1998).

viernes, 20 de agosto de 2010


SEÑALES DE LA NUEVA
POESÍA ARGENTINA


Hace algunos años, la revista española Reloj de Arena me solicitó una brevísima selección de la poesía argentina reciente para uno de sus números monográficos. Como la selección y el estudio introductorio que les envié resultó menos breve de lo esperado, sus directores decidieron publicar la antología en un libro, que apareció con el sello editorial de Llibros del Pexe (Gijón), en el 2004. Aquí presento el ensayo preliminar, tal como se lee en aquella publicación hispánica.

Los poetas incluidos en la selección, necesariamente restringida, eran los siguientes: Alejandro Bekes (Santa Fe, 1959), Elisa Molina (Córdoba, 1961), Roberto Malatesta (Santa Fe, 1961), Gabriela Saccone (Rosario, 1961), Esteban Nicotra (Villa Dolores, 1962), Beatriz Vignoli (Rosario, 1965), Laura Wittner (Buenos Aires, 1967), Sergio Raimondi (Bahía Blanca, 1968), Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) y Javier Foguet (San Miguel de Tucumán, 1977). Posteriormente, cuando se publicó en la revista Smerilliana de Italia (N° 7-8, 2007) una traducción de la antología, realizada por Amanda Salvioni, agregué asimismo textos de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970).





Vengo a veces a tomar café, leer y fumar al bar de una estación de servicio que está en las afueras de la ciudad donde vivo, en un cruce de rutas provinciales. No es el lugar que uno elegiría por puro gusto (de hecho, recalo aquí cuando traigo el auto a cargar gas), pero reconozco que le encuentro un extraño encanto. “Encanto”, por cierto, tampoco es la palabra justa; la dejo, no obstante, por el momento, en la libreta donde apunto las primeras notas para presentar esta breve muestra de la poesía argentina reciente. Digo que encanto no es el término adecuado, porque este parece ser el lugar del desencanto por excelencia. Tal vez por eso mismo, pienso ahora, ejerce a pesar de todo su paradójico hechizo sobre mí. En especial, siento que este es el sitio apropiado para reflexionar sobre aquello en que se ha convertido la poesía de nuestro país en los últimos años.

Veamos qué hay alrededor. El bar tiene las mismas características de todos los bares de estación de servicio: una gran caja de vidrio, con mesas y sillas de plástico atornilladas al piso, estanterías de metal con productos para el automóvil y para tentar a quien está de viaje (galletitas, golosinas, gaseosas, sandwiches envasados) o se ha olvidado el regalo para llevar a casa (ositos de peluche, cajas de bombones, juguetes). Todo aquí es impersonal y descartable, hasta los ceniceros. Por la vidriera se ve el playón de cemento de los surtidores y más allá el paisaje un tanto desolado del crucero de caminos: las banquinas polvorientas, donde el viento levanta por el aire alguna bolsa de plástico, y el asfalto de las rutas que van de sur a norte y de este a oeste de la provincia (estamos en una ciudad del centro de la Argentina, en Córdoba). Hacia el fondo de la avenida de entrada a la ciudad, al oeste, se adivina la silueta azulada de las sierras. Del otro lado, la llanura. Aquí estacionan especialmente camiones, de los que bajan hombres lentos y cansados, con el tedio de la cinta asfáltica metido en la mirada, pero igualmente llegan coches de distintas marcas y condiciones, camionetas que transportan mercadería o trabajadores del campo, moticicletas rugientes o carraspeantes... Llega asimismo, a pie, una mujer con un bidón para el querosén (todavía quedan algunos días invernales) y un viejito anda de ventanilla en ventanilla ofreciendo su ristra de salamines caseros. Bajo el sol de agosto, lucen alegres las pocas notas de color de unas flores plantadas por la Intendencia en la rotonda del crucero. Me acuerdo de una línea de Angelus Silesius, citada por un poeta joven, tan extraña en este medio como en el contexto de la nueva poesía argentina: “florece porque florece”. También asombra en este ámbito, entre hombres con pantalones grasosos y botas de goma hasta la rodilla, la belleza de una chica que atiende los surtidores, casi una aparición angélica en uniforme de YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales, hoy propiedad de Repsol).



Miro las caras y los cuerpos que vienen y van, llegan y pasan, y me pregunto si alguno de estos seres por casualidad llevará en la memoria al menos un verso de un poema, o si la poesía habrá significado algo alguna vez en el transcurso de sus vidas. Tal vez sí, tal vez no: prefiero ahora dejar la pregunta sin respuesta. Y la pregunta ha venido a mi mente porque ambientes como el de esta estación no son extraños a los que aparecen a menudo en la escritura que ha predominado en las dos últimas décadas. Con pequeños retoques, se me ocurre, esta escena podría figurar asimismo en cualquier película del realismo sucio norteamericano, y tal realismo ha sido una influencia importante en nuestras letras recientes. Me pregunto también qué pensarían estos hombres y mujeres (la señora del bidón de querosén, por ejemplo, o ese camionero que acaba de bajar pesadamente de su cabina, o la hermosa chica que pasa ocho horas diarias llenando tanques de nafta) de alguno de los poemas que perfectamente podrían tenerlos como protagonistas. Por ejemplo, estos versos de uno de los más nombrados poetas “neobjetivistas” argentinos: “La Shell falsificó mi firma / me dejó en la calle al lado de uno / recién llegado de Chernobil / que vende rezago radiactivo / en una mochila de tela de avión.”[1] Es difícil imaginar lo que pudieran pensar o sentir frente a estas líneas, pero me gustaría saberlo.

Desencanto, decía. Tal parece ser el temple común de las principales tendencias poéticas surgidas en las dos últimas décadas, particularmente en los autores de mi generación, los que ahora rondamos los cuarenta años, pero también en los más jóvenes. Más allá de los casos individuales (decisivos, sin embargo, cuando hablamos de poesía), creo que es posible detectar fácilmente algunos factores históricos que pueden haber favorecido esa extendida sensación de algo fallido, dentro y fuera de uno. Por un lado, condiciones epocales, que superan los límites nacionales, y que en su repercusión interna, en estos extramuros del mundo, de alguna manera nos convirtieron en una generación que creció en pleno arduo tránsito de nuestro país a la posmodernidad, la globalización y el imperio del nuevo capitalismo. La así llamada “crisis o muerte de las utopías”, si no me equivoco, por primera vez tuvo o tiene aún su lugar de agonía —también en el sentido etimológico del término—, como experiencia común, en nuestra generación (pensemos, sin más, que la que nos precede fue la que integró los cuadros jóvenes de la guerrilla de los años ’70). En el plano artístico, me parece que fuimos asimismo los primeros que sintieron con mayor nitidez la sonoridad falsa, anacrónica, que comenzaba a tener la palabra “vanguardia”, por lo menos en el sentido pleno que había tenido en las vanguardias históricas, y que todavía se escuchaba en los debates de la promoción anterior como medida del valor de una poética o una obra concreta. Todo esto ya había ocurrido, con varios años de anticipación, en otras literaturas.

Otros factores, esta vez propios de la vida del país, me parecen decisivos en la experiencia de nuestra generación: transcurrimos la adolescencia y los primeros años de juventud en el período de la dictadura militar (1976-1983); varias clases de nuestra franja generacional fueron las que se movilizaron cuando se estuvo a punto de ir a la guerra con Chile por el Canal de Beagle y luego cuando se declaró la guerra de las Malvinas; posteriormente, se vivió lo que todos en la Argentina recordamos bien: la esperanza democrática, los sucesivos fracasos, las oleadas emigratorias de los jóvenes (ya no por razones políticas, sino económicas), el lustre aparente y la creciente miseria promovidos por el régimen menemista, la ubicua corrupción, el presentimiento de pertenecer a un país irredimible, la fugaz ilusión de la Alianza de centroizquierda y el desmoronamiento de diciembre del 2001... Esto es historia sabida. Me parece que la línea divisoria, que crea una distinción importante entre los dos grupos generacionales que se han manifestado poéticamente en las últimas décadas, es la vivencia de los años de la dictadura, en un caso, y en el otro el crecimiento durante la vigencia de la democracia.

A la incidencia de los años del Proceso militar en nuestra generación me he referido ya en distintas ocasiones[2], y no querría insistir ahora en eso: baste con decir que más de diez años de violencia política, siete años de dictadura, una guerra absurda y el saldo que todos conocemos, no puede sino producir una huella apreciable en quienes han crecido y se han formado en esa atmósfera civil. Así lo señalaba en uno de los ensayos mencionados en nota, observando que “la atmósfera de violencia y luego de represión en que nuestra generación transcurrió los años de la adolescencia y primera juventud nos dejó una atención particularmente sensible (como quien lleva una herida en ese lado que no acaba de cerrar) hacia lo histórico, hacia las distintas formas de experiencia colectiva, que en nuestro país, por cierto, están más cerca del sufrimiento que de la felicidad. Creo intuir que en esta sensibilidad hacia lo histórico hay un luto colectivo que no ha terminado de cumplirse.”[3] En otras páginas sobre la misma cuestión, aclaraba, para evitar malentendidos, que “lo histórico no es el único motivo de esta poesía; ni siquiera afirmaríamos que es el central, a pesar de que incluso en poemas cuyo tema principal es otro suele advertirse la presencia de la historia como una especie de horizonte espectral, silencioso y sombrío.”[4]


*

Ahora bien, las reacciones ante una misma circunstancia, como es obvio, pueden ser muy distintas. Si una nota común me parece, en general, el desencanto histórico, las elaboraciones de ese desencanto tienen múltiples variantes. La que ha predominado en estos años, cuantitativamente al menos, es la mimética, la que ha hecho del poema mismo un artefacto de registro neutro de la exterioridad imperante. El título citado del libro in progress de uno de los propulsores de esta tendencia, “Tomas para un documental”, creo que es una perfecta definición de tal poética: la mirada recorta un fragmento de realidad, lo describe con aparente impasibilidad, lo integra en una serie, virtualmente indefinida, de encuadres semejantes.

Es característico de este tipo de poesía el lenguaje prietamente cotidiano, con la incorporación de vocablos vinculados con la contemporaneidad (marcas comerciales, tecnicismos, préstamos del inglés, etc.) y la exclusión de todo término que pudiera tener algún relumbre de la tradición literaria. También lo caracteriza la reducción drástica de los recursos poéticos: a la máxima transparencia referencial se corresponde la máxima opacidad formal, con la supresión casi absoluta de la metáfora, la metonimia, el hipérbaton, la hipálage, etc. En el plano métrico, el solo tipo de verso utilizado es el verso libre. La cadencia silábica y acentual busca ser reemplazada, si así se puede decir, por la estructura sintáctica y la disposición gráfica en la página, aunque tampoco haya demasiado juego ideográfico en estos textos. No es una poesía que pretenda quedar grabada en la memoria, que intente dejarnos unos versos que nos acompañen en la soledad, sino que está destinada a la lectura en el papel (o sobre la pantalla), tal vez al estudio en las universidades, y de la cual nos resta una atmósfera, una anécdota, el perfil de un personaje, una posible interpretación alegórica del conjunto... Es decir, el lector espontáneamente tiende a leer estos poemas más como prosa que como poesía. Su carácter “prosaico”, tanto en los materiales cuanto en la elaboración de los mismos, ha sido destacado por la mayoría de los críticos que se han ocupado de esta tendencia. Edgardo Dobry señalaba en “Flaneurs desasosegados. Un panorama de la poesía argentina de los noventa”, publicado en la revista española la página: “poesía prosaica, en el límite inferior del versolibrismo, escrita en una lengua que incorpora lo coloquial y los clichés hasta sus grados más bajos”. También reconocía Dobry que la reducción al mínimo de la metáfora se debía a que ésta manifestaría “el dominio de una subjetividad activa”, y es justamente la subjetividad la que se halla bajo sospecha para estos autores. Emiliano Bustos, en “Generación poética del ’90, una aproximación”, caracteriza de la siguiente manera a la escritura de estos años: “realismo, por sobre todas las cosas, inmediatez, prosa, leyes que inventó la televisión y el rock [...], apatía y cinismo [...], humor, literatura y antiliteratura, irrefutable tercer mundo, chatarra, basura, márgenes de todo tipo, y lo secundario en general”[6].



Bustos distingue de este tipo poético un segundo “gesto”, que habría surgido hacia la mitad de la década, esbozado por poetas más jóvenes, en su mayoría, y en su mayoría mujeres: “Este segundo ‘gesto’ comparte con el primero su proximidad a lo real en general, y en muchos sentidos el paisaje es el mismo”, pero buscaría salir de la clausura realista por medio de lo lúdicro, denominado por el crítico, con justeza, “jueguito”. Ana Porrúa señala que en esta línea de poesía deliberadamente ingenua —pero de una ingenuidad algo perversa, notemos, como de niñas con trenzas que trajeran bajo las falditas medias de red y ligas— “la poesía habla desde un lugar de infancia y se hace cargo solamente de la miniatura, de lo pequeño”. Y Bustos: “Esta ‘infancia’ a la que adhieren varios poetas, sin ser el único rasgo de la última parte de los ’90, me parece el más importante, y es, además, lo obvio, lo tonto, el refrán rebautizado”. Creo que no está errado este joven poeta y crítico cuando observa la proximidad de tal escritura “blanda” con la de los realistas “duros” y cuando puntualiza que “en muchos sentidos el paisaje es el mismo”: en efecto, en ambas se verifica la irrupción de la cultura de masas en el ámbito que mayor resistencia le había ofrecido durante toda la modernidad — precisamente el de la poesía".

Así parece confirmarlo el “Ars poetica” de uno de los autores más característicos de la tendencia objetivista, tal como se lee en la última antología de la joven poesía argentina, Monstruos. Dice Alejandro Rubio (Buenos Aires, 1967):

La lírica está muerta. ¿Quién tiene tiempo, habiendo televisión por cable y FM, de escuchar el laúd de un joven herido de amor? Los que extrañan celebran ritos de conmemoración tan aburridos como un 25 de mayo [fecha en que se celebra en la Argentina la Revolución de Mayo de 1810], donde lo que antaño fue presencia se convierte en un fantasma desleído, que mendiga de los vivos un poco de atención póstuma. Se podría decir que estamos en tiempos de barbarie y que es deber de los poetas mantener encendida la llama para un futuro mejor. Habría que responder que la lírica no fue un espíritu, sino una manifestación social, y que valdría más la pena apostar a una nueva posición ante el lenguaje en la que entren en cuestión los rasgos de la contemporaneidad. Esa es, al menos, mi apuesta y la de otros poetas que publican o no, y que esperan una lectura que destaque en ellos lo nuevo, aunque lo ‘nuevo’ sea a veces sólo una mirada perversa hacia la tradición. El cadáver de la lírica, en efecto, puede abonar una tierra baldía.[11] 

Tal programa ferozmente liricida puede verificarse en las composiciones de estos autores, a quienes se les puede haber achacado muchas cosas, quizás injustamente (culto del tedio, banalidad versificada, esnobismo de la novedad, literatura para literatos, etc.), pero nunca incoherencia entre su teoría y su práctica. La renuncia a la esfera íntima y cordial, a los “universales del sentimiento”, que han sido la dimensión dilecta de la lírica, y la renuncia a todo aquello que pudiera favorecer la admiración estética, da a sus textos la impasibilidad flemática de una suerte de parnasianismo invertido, cuya aséptica objetividad ya no rindiera homenaje a la belleza, sino a su ausencia. He citado al comienzo un poema de Daniel García Helder (Buenos Aires, 1961); para completar la presentación de esta tendencia en la poesía argentina última, luego de los asertos críticos de Rubio, transcribiré un fragmento —necesariamente breve— de un largo poema de otro objetivista de los ’90, Martín Prieto (Rosario, 1961):

El bibliotecario —moreno, enjuto, amable / hasta la exasperación— anota con letra desprolija / un número de código, una fecha, “¿va a trabajar?” / TRABAJO // 3 Cosa producida por el entendimiento. / //5 Esfuerzo humano aplicado a la producción de riqueza. / Se usa en contraposición de capital. / Sí, voy a producir una cosa por el entendimiento. / Voy a leer, voy a comparar, voy a escribir, voy a trabajar. / La madera de la mesa en un declive / de menos de 45 grados, / simétrico al que cae sobre el abdomen de mi vecino, / dieciocho años, / el reflejo de mi cara en el vidrio centelleante / de sus anteojos y abajo, sobre la madera, / fulminado bajo el foco / que conforman sus ojos derecho e izquierdo, / un volumen de Ferrater Mora, páginas 90 y 91, / los números al revés, un lápiz Staedtler igual al mío, / intercambiable salvo porque / un pájaro negro, como si fuese un gorrión, / pero negro, o como si fuese un mirlo / con la forma de un gorrión, / un pájaro, en fin, tan sorprendente / se posa sobre el alféizar de la ventana / que ilumina cada una de las mesas de la biblioteca: / las conozco a todas. / Quince años sentado a estas mismas mesas, / leyendo, estudiando, trabajando. / Hay veces que la vista se distrae de su objeto natural / y se pasea, vacante, por las inmediaciones. / En la de adelante, a la izquierda... Etc.[12]


*




Aunque nunca antes, probablemente, como ahora, se haya dado un predominio tan homogéneo y compacto de una concepción poética en los principales medios de difusión de la literatura en la Argentina (desde los suplementos literarios de los principales diarios hasta los recitales de poesía, pasando por las revistas y los sitios de Internet), afortunadamente la realidad es más compleja y rica en voces discordantes de lo que podríamos suponer en una mirada superficial. En efecto, no toda la poesía argentina es reductible a realismo, impersonalidad objetivista, prosaísmo, versolibrismo, parodia, “rock-fútbol-y-política”, infantilismo lúdicro, “sermo plebeius” y “defensa de la incorrección literaria”.

Si la tendencia antilírica ha sido la más difundida en las dos últimas décadas, hay otros poetas del período que no han derivado del desencanto necesariamente una negación del canto. Para ellos, la célebre frase de Sergio Solmi tiene una notable validez: “Una ilusión de canto que milagrosamente se sostiene después de la destrucción de todas las ilusiones”.

Visto el conjunto en perspectiva, llama la atención la distancia que separa a una de otra tendencia. Mientras los objetivistas extraen de la existencia de la TV por cable y la FM una excelente razón para la extinción de la lírica, sus contemporáneos líricos ven en ello un buen motivo para hacer de la poesía una experiencia menos ficticia, más honda y firme que la que transmiten los medios masivos de comunicación: el hombre —afirmarían estos últimos— sigue gozando y sufriendo del amor, sigue temiendo o deseando o lamentando la muerte, sigue alegrándose o doliéndose de su suerte o de la de los demás hombres, motivos existenciales que pueden derivar en un poema tan actual y por lo menos tan interesante para la “atención póstuma” del lector cuanto las acepciones de la palabra “trabajo” en un diccionario o lo que registra la mirada en una biblioteca.

Si los objetivistas niegan el yo, lo eluden sistemáticamente, los líricos actuales hacen de él un espacio donde todavía es posible la confidencia, el diálogo con los otros que están dentro y fuera de nosotros mismos. Mientras los primeros recurren únicamente al verso libre, los segundos —con variaciones, por cierto, de acuerdo con la destreza técnica y el oído musical de cada cual— no desdeñan los recursos métricos, aun cuando puedan practicar también el verso libre o el verso fluctuante teorizado por Pedro Henríquez Ureña (son raros, sin embargo, casos como el de Alejandro Bekes, que escribe casi exclusivamente en formas métricas tradicionales y cultiva incluso el soneto, una estructura prácticamente ausente desde hace medio siglo en la poesía argentina). Si los antilíricos se ejercitan preferentemente en la parodia y la ironía[13], los líricos indagan más bien por medio de la piedad y la simpatía —en su sentido etimológico— en la multiplicidad de ocasiones trágicas y tragicómicas que ofrece la experiencia del hombre contemporáneo, empleando la ironía limitadamente, como correctivo, sólo como un medio para evitar lo patético y la (auto)conmiseración. Mientras los objetivistas hacen una programática “defensa de la incorrección literaria”[14], 'incorrección' que puede extenderse desde lo cultural hasta lo ortográfico y es planteada en términos de displicente distancia con respecto a una tradición literaria y lingüística rechazada, los líricos por lo general tratan de escribir bien, vale decir, ser dignos de la lengua que utilizan y extraer la mayor intensidad expresiva posible del idioma en que escribieron los poetas que aman y admiran, persiguiendo lo nuevo no en cuanto negación de lo anterior, sino como continuidad, actualización, renovación o incremento del pasado en el presente. Si la poesía de los antilíricos, como la crítica ha señalado repetidas veces, “parece acercarnos con zoom lo trivial de las hablas; trae el sermo plebeius y lo instala tranquilamente en el poema" [15], los poetas líricos en su mayoría escriben sus textos como personas que hablan con su vecino, pero también como personas que leen y releen con pasión a sus poetas preferidos: vale decir, predomina en ellos el lenguaje medio y actual[16] con que un hombre que ha hecho la escuela secundaria y tal vez la universidad, que lee los periódicos y que pasa buena parte de sus días con un libro en las manos, puede hablarse a sí mismo o dirigirse a un amigo.

Tantas y tales divergencias remiten asimismo, por cierto, a importantes diferencias en las lecturas predilectas, no sólo de la tradición poética argentina, sino también castellana y universal en general. No es difícil percibir en los objetivistas la continuidad con el realismo coloquialista de los años ’60 —desactivada ya, sin embargo, la proyección inmediatamente política, militante, de la escritura sesentista—, con la vena paródica de Leónidas Lamborghini o la llaneza reflexiva y escéptica de Joaquín Giannuzzi, así como el ascendiente de autores más próximos, como Néstor Perlongher, Ricardo Zelarayán, Arturo Carrera, Diana Bellessi, etc. Se diría plenamente ausente la lección de la poesía española y de la hispanoamericana previa al surgimiento de las vanguardias (hay una cierta fobia en ellos hacia toda la poesía con métrica y rima, lo cual los aleja incluso de antecedentes importantes en la indagación realista, tales como Baldomero Fernández Moreno en la Argentina, Luis Carlos López en Colombia o Ramón López Velarde en México)[17]. Es fundamental en cambio la influencia del objetivismo norteamericano y anglosajón en general: Carver, en primer lugar, pero quizá también otros poetas anteriores de mayor envergadura, como Ezra Pound, T. S. Eliot o William Carlos Williams.

Para los líricos es más arduo trazar líneas comunes de ascendencia, por cuanto no han configurado una tendencia tan compacta como la de sus contemporáneos objetivistas. Puede encontrarse desde la presencia de la lírica meditativa de Jorge Luis Borges, Antonio Machado o Luis Cernuda en Alejandro Bekes, hasta la reminiscencia dantesca, bíblica o eliotiana en Diego Muzzio; desde el Ungaretti de L’Allegria o la tragicidad del último Pavese en Esteban Nicotra, hasta el pulido imaginativo y epigramático de Wallace Stevens en Elisa Molina... Se advierte en general en estos autores una mayor atención hacia la poesía española, particularmente el Siglo de Oro, Bécquer, Antonio Machado y los poetas del ’27, así como en la lírica hispanoamericana a Darío, Martí, el Neruda de los Veinte poemas y Residencia en la tierra, César Vallejo, Xavier Villaurrutia, etc. En la tradición poética argentina, creo que Borges es una admiración compartida; también, en algunos, Banchs, Mastronardi, Wilcock, y poetas más recientes, tales como Horacio Castillo, Alejandro Nicotra, Rodolfo Godino, Juan Manuel Inchauspe... En cuanto a la generación precedente, la de los años ’70, creo que varios destacarían el valor de la crítica ‘revisionista’ de Ricardo H. Herrera, en su época más polémica e intempestiva.

Ahora bien, ¿de qué cualidad es el lirismo de los nuevos poetas? Lirismo atenuado, lo llamaría yo. En varios sentidos. Por una parte, es un lirismo apagado, en sordina, que busca eludir toda retórica del énfasis. La suya, por lo general, es música de cámara, no operística. Si el empeño lírico los acerca a la tendencia neorromántica setentista, los aleja decididamente de ella el rechazo de la altisonancia, de la imaginería escenográfica de origen literario y del culto del Poeta como un ser excepcional, órfico y dionisíaco, pero más bien distraído de su tiempo y de las preocupaciones de los comunes mortales. Necesidad de la poesía y horror de la literatura se diría que van juntos en los líricos de los últimos años: necesidad de una palabra que brote de la existencia y donde la vida a la vez abreve su significado más hondo y verdadero.

Lirismo atenuado, entonces, también en el sentido de mediado por el contraste con la experiencia: ni la imaginación sin límites ni la mera mímesis, la chispa de lo lírico aquí surgiría de la dialéctica entre ambos extremos. En la selección que presentamos se encontrarán múltiples ejemplos de esta dialéctica.

Dado que tal lirismo se manifiesta a menudo como un plus de la vivencia concreta, como una luz que inesperadamente tornasola de nuevos sentidos lo que ya se creía conocido, la poesía de estos autores suele asumir el carácter de una indagación metafórica y meditativa sobre los materiales de la cotidianidad, que se muestra tanto en las imágenes cuanto en el tono epigramático de muchos de sus textos. En general, se advierte en el conjunto que la poesía es para ellos una manera de interrogación de su presente y su pasado, mientras el futuro parece una línea desdibujada, que ya no enciende demasiadas ilusiones.

Alineación al centro

*

La selección que he realizado para Reloj de Arena tiene todos los límites de una antología personal y de una muestra extraída de un paisaje en continuo movimiento. Al lector de las páginas precedentes no se le ocultará mi preferencia por la poesía que ha logrado salvar el peso gravitatorio del desencanto a través de un medido lirismo, pero alego a mi favor que al elegir a los autores sólo me he basado en la eficacia poética de sus textos, más allá de su adscripción a una u otra concepción estética.

Así, se encontrarán poetas que desde su aparición han estado vinculados con el objetivismo y sus publicaciones (revistas como Diario de poesía y Vox, editoriales como Libros de Tierra Firme, Siesta o la misma Vox), y otros que por el contrario han manifestado búsquedas más próximas al lirismo (y que han publicado en revistas como Fénix o Hablar de poesía, y en editoriales y colecciones como El Imaginero, Grupo Editor Latinoamericano y la misma Fénix). En la línea objetivista, me parece advertir una mayor intensidad poética en la escritura de las mujeres, quizá por razones semejantes a las que Pedro Henríquez Ureña argumentaba al destacar la lírica femenina en el período postmodernista en Hispanoamérica, como ya lo había hecho antes Federico de Onís en su Antología de la poesía española e hispanoamericana de 1934 (hay notables puntos de contacto entre el postmodernismo argentino e hispanoamericano y el momento presente de nuestra poesía).

En fin, no quiero abundar en justificaciones: sólo agregaré que son poetas cuyos libros yo elegiría tomar de la biblioteca una noche cualquiera, para leerlos a la luz de la lámpara, por el puro placer de la lectura. Esta es, al fin de cuentas, la piedra de toque de nuestra valoración real de una obra: no tanto su importancia como ilustración de una interesante teoría, ni como delantera en una hipotética evolución de la literatura, sino más bien su poder de estremecernos y encantarnos con palabras, una y otra vez como la legendaria Schahrazada, palabras que sigan haciendo resonar su enigma luego de la lectura, extraños sortilegios para acompañarnos en la hora de la soledad y extraer luces y sombras de nuestro destino.


*

Como en un ritual propiciatorio, vuelvo para concluir estas anotaciones al bar de la estación de servicio donde tomé los primeros apuntes y tracé un esquema ideal de la antología. Ya la primavera está avanzada, y hay colores más profusos y vivos —rojos, violetas, azules, amarillos— en la rotonda del crucero de las rutas. Pienso que en España comienzan a llegar los días fríos, y por el hilo de este pensamiento de las estaciones antípodas me pregunto cómo se leerán allá estos poemas de la poesía argentina de los últimos años. Tal vez nunca como en las décadas pasadas se haya dado una brecha tan amplia y honda —principalmente de desconocimiento— entre la poesía argentina y la poesía española, que en otros tiempos estuvieron tan unidas. De allí que iniciativas como la de Reloj de Arena me parezcan tan valiosas, y se agradece su generosidad. Algo semejante venimos propiciando por nuestra parte en la Argentina, con la creencia de que no hay peor empobrecimiento para una literatura que el enclaustramiento dentro de las propias fronteras.

Levanto la cabeza de la libreta donde garabateo estas líneas finales, y miro otra vez las gentes que continuamente van y vienen, llegan y pasan: mayor que toda distancia es el abismo que se ha abierto entre la poesía y la vida del hombre y la mujer de nuestro tiempo. Me respondo a la pregunta que dejé pendiente al comienzo de estas páginas: no hay duda alguna de que nadie aquí reconocería siquiera un nombre o un verso de los que integran esta muestra poética. Y sin embargo, más allá de todo desencanto, también para ellos y tal vez por ellos, como una ofrenda necesaria o absurda —como esos brotes irisados que florecen porque florecen—, seguramente han sido escritos estos poemas.

                                                           
                                                                                                                                                                  Pablo Anadón

Alta Gracia, entre agosto y octubre de 2003




NOTAS


[1] GARCÍA HELDER, Daniel: De “Tomas para un documental”, en: Monstruos. Antología de la joven poesía argentina, Selección y prólogo de Arturo Carrera, Buenos Aires, FCE / ICI, 2001, pág. 73.
[2] He intentado aproximarme a esta difícil problemática en los siguientes ensayos: “La herida de la historia y el tono de la poesía / Tres poetas argentinos de los últimos años”, en: Quaderni del Dipartimento di Linguistica, Facoltà di Lettere e Filosofia, Università degli Studi della Calabria, Rende (Italia), Nº 9, Serie Letteratura 5, 1993, págs. 95-108 (luego, en versión corregida, en: Poesía, Revista del Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo, Venezuela, 1995, Año XXIV, Nº 108, págs. 27-39); “Poesía e historia / Algunas consideraciones sobre la poesía argentina de las últimas décadas”, en: VV.AA., Actas / Primeras Jornadas Internacionales de Literatura Argentina / Comparatística, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1995, págs. 245-251 (luego, en versión corregida, en Fénix Nº 1, Córdoba, Ediciones del Copista, Abril de 1997, págs. 9-22), y en “Más sobre poesía e historia”, en Fénix Nº 5, Abril de 1999, págs. 137-166.
[3] “Más sobre poesía e historia” cit., pág. 164.
[4] “Poesía e historia / Algunas consideraciones sobre la poesía argentina de las últimas décadas” cit., en Fénix Nº 1, pág. 21.
[5] El “panorama”, en realidad, se ceñía a unos pocos autores, principalmente de la tendencia objetivista que venimos reseñando, todos de la ciudad de Rosario: Daniel García Helder, Martín Prieto, Beatriz Vignoli, etc. A pesar de estos límites, el crítico hace lúcidas observaciones sobre el conjunto, que pueden tener una proyección sobre el neobjetivismo en general.
[6] BUSTOS Emiliano: “Generación poética del ’90, una aproximación”, en: Hablar de poesía, Nº 3, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, junio de 2000, pág. 98.
[7] Ibidem, pág. 101.
[8] PORRÚA, Ana: “Notas sobre la poesía argentina reciente y sus antologías”, en Punto de Vista, Nº 72, Buenos Aires, abril de 2002, pág. 24.
[9] Bustos cit., pág. 102.
[10] “Los poetas de nuestro tiempo tienen miedo de decir yo —afirma Eugenio de la Torre—, con lo cual obedecen a la ideología dominante. Ésta nos propone (nos impone) un mundo impersonal, un mundo gobernado por anónimos grupos empresarios y computadoras sin cara. Que nadie se confunda: el ingenuo objetivismo de hoy, heredero disminuido o inválido del nouveau roman, nada tiene que ver con la triple negación budista. No hay en él la sabiduría de oriente sino la simplificación del mercado.” (Cit. por TEPTIUCH, Emilio: “Fuga y retorno”, en Fénix, Nº 6, Ediciones del Copista, Córdoba, Octubre 1999, pág. 114).
[11] RUBIO, Alejandro: “Ars poetica”, en Monstruos cit., pág. 160.
[12] PRIETO, Martín: “En la biblioteca, trabajando”, en Monstruos cit., pág. 143.
[13] Arturo Carrera, en el prólogo a Monstruos, absolutiza esta práctica, citando a uno de los autores de mayor influencia en los antilíricos, Leónidas Lamborghini: “un rasgo distintivo común a todos los poetas de los años ochenta y noventa: el quiasma o cruce constante de teorías de las percepciones cotidianas donde el humor, lo grotesco, el lirismo ironizado, el absurdo entre el horror y la risa asimilan toda distorsión y la devuelven multiplicada” (Monstruos cit., pág. 11). Por lo que venimos exponiendo, tal absolutización resulta claramente reductiva.
[14] La observación es de Ana Porrúa: “La figura del monstruo recorre, bajo distintos ropajes, la mayor parte de la poesía de los ’90 y se recorta contra algo anterior. Desde el lugar de la enunciación casi programática, aparece la defensa de la incorrección literaria: «Nunca leí el Quijote. / En todo caso sueño con Alien / escupiendo los huesos de Don Q. en el basural»” (Porrúa cit., pág. 24). Los versos pertenecen a Martín Gambarotta, uno de los más celebrados autores del objetivismo actual.
[15] CARRERA cit., pág. 11. Ana Porrúa retoma la observación de Carrera: “Otra de las instancias para pensar un recorte de la nueva poesía está caracterizada por Carrera como «lo trivial de las hablas», «el sermo plebeius», es decir la conversación (o la murmuración e incluso las habladurías) propias del pueblo, de la plebe y opuestas a los patricios.” (PORRÚA cit., pág. 25). No deja de llamar la atención esta contraposición tan neta entre lo plebeyo y lo patricio, más propia de una sociología del siglo XIX que de los actuales estudios sociales y culturales.
[16] (Ninguno, que yo sepa, ha emulado los logrados alardes imitativos de Banchs en El cascabel del halcón).
[17] Entre otras señales, que se pueden detectar en numerosos textos críticos del objetivismo más ortodoxo, es sintomática de esta fobia el artículo “Realismo, verismo, sinceridad” de Martín Prieto, incluido en un tomo reciente de la Historia crítica de la literatura argentina dirigida por Noé Jitrik (El imperio realista, Emecé, Buenos Aires, 2002, págs. 321-344). En un estudio sobre el realismo en la poesía argentina, a Prieto le basta con señalar la presencia de la “musicalidad” como un elemento decisivo en los poetas postmodernistas para desestimar el aporte que pudieron hacer al realismo estos poetas, ciñéndose en su análisis a tres poetas vanguardistas de los años ‘20. Lo notable del caso es que el poeta y crítico pareciera no advertir que en casi todas las citas que hace de estos últimos autores campea la rima, al mejor estilo lugoniano, e incluso, en la mayoría de los fragmentos transcriptos, la métrica, la detestada “musicalidad”.