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viernes, 3 de diciembre de 2021

 

Alfonso Berardinelli

 

Sobre "El infinito" 

de Giacomo Leopardi

 





El infinito

 

Siempre me fue querida esta colina

Solitaria, y querida esta espesura

Que oculta a la mirada una gran parte

Del último horizonte… Pero aquí,

Sentado, contemplando, ilimitados

Espacios a lo lejos, sobrehumanos

Silencios, profundísima quietud

Finjo en mi pensamiento, donde falta

Poco para aterrar al corazón.

Y como el viento escucho susurrar

Entre el follaje, yo comparo aquel

Infinito silencio y esta voz:

Y llega a mí el oleaje de lo eterno,

Las estaciones muertas, la presente

Y viva, y su rumor. Así, entre esta

Inmensidad se anega el pensamiento

Y naufragar me es dulce en este mar.

 

Giacomo Leopardi

 

[Versión de P. A.,

Villa Dolores, 06-XI-16]

 

*

 

L’ infinito

 

Sempre caro mi fu quest’ermo colle

E questa siepe, che da tanta parte

Dell’ultimo orizzonte il guardo esclude.

Ma sedendo e mirando, interminati

Spazi di là da quella, e sovrumani

Silenzi, e profondissima quiete

Io nel pensier mi fingo; ove per poco

Il cor non si spaura. E come il vento

Odo stormir tra queste piante, io quello

Infinito silenzio a questa voce

Vo comparando: e mi sovvien l’eterno,

E le morte stagioni, e la presente

E viva, e il suon di lei. Così tra questa

Inmensità s’annega il pensier mio:

E il naufragar m’è dolce in questo mare.

 

Giacomo Leopardi

 

(Recanati, 29 de junio de 1798

– Nápoles, 14 de junio de 1837)

 

 

Si no el más famoso, "El infinito" es sin duda el poema más sorprendente y magnético de la literatura italiana, es el "agujero negro", es el principio del nirvana en nuestra tradición poética. Como el soneto de las "correspondencias" de Baudelaire es considerado la fuente del Simbolismo, así "El infinito" puede ser considerado el vórtice en el cual el clasicismo se disuelve y se pone una nueva unidad de medida de la poesía.

 

Cuando escribió estos quince versos, en 1819, en Recanati, Giacomo Leopardi tenía poco más de veinte años. La experiencia del poder aniquilador e ilusionista de la imaginación se le volvía cada vez más familiar. "El alma imagina lo que no ve, lo que ese árbol, esa espesura, esa torre le esconden, y va vagando en un espacio imaginario, y se figura cosas que no podría, si su vista se extendiera ubicua, porque lo real excluiría lo imaginario" ("Zibaldone", 171, 12-13 de julio, 1820). La experiencia del infinito se desprende, pues, de la experiencia del límite. Es la familiaridad con la percepción del límite (esta colina, esta espesura) lo que abre el acceso a lo que no tiene límite, a lo que está más allá del límite.

 

Pero además de ser el poema más típico y puramente lírico de toda la tradición italiana (vale decir, el poema en el cual adviene el monólogo más autorreflexivo, más solitario y menos comunicable), "El infinito" es también un concentrado extremo de la situación en la que vivió Leopardi. Es la imagen de una vida que se vacía de sí misma, se aleja de sí misma y se adentra en alta mar (hasta el naufragio) tomando distancia de preocupaciones, deseos, esperanzas, amarguras. Analizada y sopesada palabra por palabra, sílaba por sílaba, verso a verso, esta breve composición termina por aparecer como un pozo sin fondo. Breve como debe ser la verdadera poesía, según Leopardi: un chorro inesperado y semiautomático de palabras que se imponen a la mente liberándola por un breve lapso de tiempo de la parálisis de la esterilidad. Una medida impecable, el endecasílabo, el verso más clásico y más natural de la poesía italiana, que ordena palabras y sílabas sin forzarlas, conduciéndolas desde una frase a la otra más allá de esa misma medida que sin embargo las gobierna.

Sobre "El infinito" han sido escritos numerosos estudios (Fubini, Lotman, Di Girolamo, Blasucci), que ponen en evidencia la absoluta originalidad del tejido métrico. El verso se tiende plácidamente sobre sí mismo o se encorva fragmentándose en medidas mínimas para luego reencontrar en el flujo sintáctico unidades más amplias. Los adjetivos indican un límite extremo y su superación ("último... Ilimitados... sobrehumanos... profundísima...").

 

El vocablo que da título al poema aparece en el décimo verso, como adjetivo que califica al silencio ("infinito silencio"). Y nos topamos con él después de una suspensión ("aquel..."), a la cual sigue el choque, el cimbronazo de aquel adjetivo, que en una lectura ralentada también podríamos, por un instante, tomarlo por un sustantivo. Pero luego la noción de infinito se prolonga en aquella de un silencio audible, como el susurro del viento. Ausencia, vacío y silencio están preñados de todas las presencias que en ellos se niegan. Este infinito es temporal (un siempre, un ahora que no pasa), es espacial (el confín de la colina y la espesura), es sensorial (sonidos que entran en el silencio), es mental (memoria que cae en el olvido, imaginación que es vencida y espantada por el exceso). Los endecasílabos son quince, uno más que en un soneto. La medida tradicional, clásica y áurea de la poesía italiana está, pues, presente: pero lo está, se diría, a la manera de la intrusión y de la atenuación (nada de rimas, un verso de más, que es por otra parte la cláusula de la extinción, de lo que cesa). El pronombre personal resuena con su carga afectiva y casi corpórea en el primer verso y en el último ("me fue", "me es dulce"). El naufragio del yo, en fin, es señalado por una sensación de placer que de nuevo hace aparecer el "me es", el "yo soy", en el instante mismo en que se disipan.

 

De: Alfonso Berardinelli,

Cento poeti. Itinerari di poesia,

Mondadori, Milano, 1991, págs. 179-181.

 

[Traducción de P. A.

Córdoba, 20-XI-21]

viernes, 10 de septiembre de 2021

 

Alfonso Berardinelli

 

Sobre la escuela

 

Traducción de Pablo Anadón




Sólo en la universidad he estudiado bien. En la escuela, en cambio, ponía poco empeño. Mi principal ocupación era evadir. ¿Qué otra cosa se puede hacer, si nos sentimos en una prisión? Por meses y por años siempre la misma aula, los mismos compañeros, en las mismas horas. Y siempre constreñidos a escuchar, recibir y restituir las mismas nociones, iguales para todos. Todos juntos, al mismo tiempo y en el mismo lugar. En estas condiciones aprender no sólo es tedioso. ¡Es imposible! Estudiar quiere decir apasionarse (en latín, studium es una dedicación llena de ardor, es algo intensamente personal y subjetivo). Y la pasión requiere una cierta libertad, que la escuela no prevé.

Dado que no me atrevía a enfrentarme abiertamente a los docentes (para mí eran como los guardianes de la Ley en Kafka), y temía ser excluido y perseguido, me quedaba en el molde, haciendo como todos los demás. En las instituciones totales o semitotales, como la escuela, es mejor no hacerse notar demasiado por los superiores, para evitar deberes suplementarios, sanciones humillantes o relaciones más personales con los profesores, raza humana totalmente diferente, que me parecía misteriosa y remota.

Lo que me volvía al mismo tiempo dócil y retraído, eran sobre todo mis ambiciones secretas. Estaba ahí a la espera de volverme, finalmente, adulto y libre. No estaba ahí para estudiar lo que era prescripto día a día con un ensañamiento que me parecía sádico (toda pedagogía que quiere transmitir e inculcar nociones prefabricadas es fatalmente un poco sádica). Para mí la escuela era una espera. Aceptaba en parte la ficción cultural, pero ficción al fin era. Al verdadero estudio lo afrontarla más tarde, libremente, y a mi modo. Por el momento me evadía leyendo novelas rusas y norteamericanas, lo más antiescolar que (entonces) se podía imaginar.

Tenía además la siniestra impresión de que todas las cosas interesantes que nos daban a estudiar estaban estropeadas por una especie de maldición: caían casi siempre intempestivas, inoportunas, en el momento equivocado. Por supuesto que Catulo me gustaba. Pero, oh casualidad, precisamente en los días en que debía estudiarlo, prefería Virgilio. Era hermoso leer a Leopardi. Pero sobre todo si para el día siguiente tenía que estudiar a Ariosto. Y Nietzsche era un descubrimiento excitante si en ese momento el programa prescribía a Kant.

En todos mis años escolares siempre hubo algo que no andaba. Me bastaba con dar a entender que era apto para los estudios y que, queriendo, podía hacer más. Me sentía un clandestino, un rehén. Afuera, en tanto, estaba "la vida". Detrás de las paredes de la cárcel las mañanas transcurrían felices, o sea, normales y naturales, del todo ignaras a lo que sucedía en ese extraño lugar, entre la hora de química y la hora de historia.

Todavía hoy algunas veces tengo pesadillas. ¿Soy el único que aún debe dar lección de matemática? ¿Qué ha ocurrido? ¿Se han olvidado de mí? ¿O bien, dentro de algunos días tendré el examen de “maturità”, el examen final del secundario? ¿Pero cómo? ¿Ya no lo había aprobado? ¿Por qué estoy todavía ahí? Anoche soñé con una compañera del bachillerato. ¿Sigo enamorado de ella?

Ahora que nos auguramos una escuela mejor, me pregunto en qué medida, en qué condiciones es posible. No está dicho que el propósito político de mejorar dé buenos frutos. Muchos se ensañan aún hoy contra los “efectos nefastos" del '68, como si Don Milani hubiera alentado la ignorancia y si los males de la escuela no fueran, ya desde fines de los años setenta, males mucho más tradicionales, eternos: rutina, pereza general, burocracia.

De las reformas siempre esperamos demasiado. La espera de las intervenciones gubernamentales siempre ha servido de pretexto para postergar mejoras que podrían ser realizadas de inmediato y por cualquiera, sin especial autorización y ni siquiera el empleo de ulteriores inversiones.

Como ha observado Giulio Ferroni en un libro reciente (La scuola sospesa, Einaudi), durante años ocuparse de la escuela ha significado sobre todo: “Discutir sobre la reforma, sostener la necesidad de la reforma, proyectar reformas.” Y entonces “la escuela se ha concebido casi a priori como un lugar que debe ser reformado” (pág. 79). Es así que cada vez el problema-escuela se traduce en nuevos formalismos buro-tecnocráticos, en utopía reformista, en terminologías psicopedagógicas grotescas (el capítulo que Ferroni dedica a este tema a veces es hilarante), en discursos a la vez demasiado técnicos y demasiado generales sobre la Reforma a cumplir. La cual, cuando llegue, resolverá las actuales carencias: y cuando ya haya llegado, será a su vez, obviamente, aún carenciada, y deberá ser reformada.

Hay quienes piensan, en cambio, que el punto doliente se encuentra en otro lado. En la idea de sociedad y de cultura que tenemos o no tenemos. Y sobre todo en la mala preparación de los docentes (¿pero quién les enseñará a los enseñantes?) y en su insuficiente compromiso con un trabajo excepcionalmente complejo y difícil, que requiere cualidades específicas y destacadas: imaginación, coraje, pasión cultural y capacidad comunicativa, curiosidad por los otros.

En realidad, el gran tabú de la escuela es justamente la así llamada “praxis didáctica”, el sentido y los efectos de lo que día tras día sucede entre docentes y estudiantes. Es el qué y el cómo de la enseñanza, el qué cosa quiere decir enseñar y (sobre todo) aprender en un momento de la vida. La discusión sobre los fines y los medios del aprendizaje nunca debería considerarse superada. También un científico y un artista siguen teniendo durante toda la vida el problema de aprender cosas nuevas y de modificar los propios hábitos mentales. El camino para llegar al conocimiento es una cuestión siempre a la orden del día. Por eso lo que cuenta es “una auténtica autorreforma: transformar las escuelas en centros de investigación didáctica antes que de transmisión del saber” y “poner a los docentes en grado de actuar como seres pensantes, capaces de construir y manejar por sí mismos los modelos y las estrategias del propio trabajo” (G. Armellini, Stregoni e clown. La formazione dell'insegnante, "Linea d'ombra”, 120, diciembre 1996).

Todo esto es tabú. Si hay algo sobre lo cual en la escuela (y en la universidad) no se puede discutir es la sustancia y la forma de la enseñanza. Entre colegas (fea palabra) hablar de eso parece prohibido, y quien intenta hacerlo es considerado indiscreto e inoportuno. Pero lo que vuelve áridos, aburridos y de falsa camaradería a las relaciones entre colegas es precisamente este silencio. Lo que debería ser el tema más natural de conversación da miedo. Los docentes por lo general tienen un sagrado terror de que su así llamado o presunto “método” de enseñanza pueda ser discutido e incluso, de vez en vez, adecuado, modificado con o sin Reforma y orden del Ministerio.

El otro gran pretexto es el Programa a desarrollar. Este espectro se cierne sobre toda la vida escolar. A la luz de los programas a desarrollar (¿han dado el programa? ¿en qué punto están con el programa?), ese control recíproco que podría ser útil se convierte en un control neurótico, poco menos que policial. Fuente de continuas extorsiones (especialmente en las escuelas primarias) contra cualquiera que quiera recorrer sendas diferentes. Las diversas vías al saber y al aprendizaje no deben ser consideradas una imprudente excepción, sino más bien la regla. La misma cosa no es nunca la misma cuando la enseñan y la aprenden personas diferentes en lugares y tiempos diferentes: ni puede ser idéntico el modo de apropiarse de ciertas nociones.

Quien sólo piensa en las nociones a transmitir y no en las personas a las cuales les serán transmitidas, antes o después se verá obligado a descubrir la psicología: porque los alumnos terminarán por tener exactamente esos “problemas psicológicos” de los cuales hablan los periódicos y la televisión.

Son pocos los adultos que conservan un buen recuerdo de la escuela. Casi todas las cosas que de verdad sabemos, tenemos la impresión de haberlas aprendido después, fuera de la escuela, por curiosidad personal o por necesidad práctica (las dos verdaderas razones por las cuales se aprende). ¿Cuándo ocurre que en la escuela se aprende algo realmente porque se lo necesita o movidos por una verdadera curiosidad? Por lo general en la escuela rige el saber en estado hipotético, virtual o nominal. Se nos pone al corriente de las ideas, de las terminologías, de las obras, de los problemas, de los eventos. ¿Pero en cuántos casos, en los años escolares, justamente en el momento en que los programas lo requieren, logramos aprender realmente algo importante, apasionante, memorable? Se nos dijo cuáles eran las reglas de la sintaxis, la taxonomía de las plantas y los cuadros de Rafael. ¿Pero lo entendimos, lo aprendimos de verdad en ese momento, en ese trimestre, para aprobar la lección?

Un desfasaje análogo sucede con los libros. Los diccionarios, las gramáticas, los manuales, se valoran después, de grandes, no en la escuela. Si hay un tipo de libros que en la escuela no deberían ser usados, son los libros escolares. En la escuela el libro escolar crea irrealidad cultural, inspira intimidación, antipatía, náusea, desprecio. Basta ver cómo son tratados por los estudiantes los libros de texto. Más que leídos, son arrasados por los subrayados. Y después, inmediatamente tirados a la basura o vendidos. Pareciera que ningún estudiante quisiera tener en su casa libros que no obstante deberían ser considerados útiles: y, en cambio, son vistos como caricaturas o sustitutos de los verdaderos libros, aquellos que cada uno elige comprar o poseer.

A los libros escolares sólo deberían usarlos los docentes. A los estudiantes sólo se les deberían dar en préstamo por un cierto y limitado período, si los piden, y como objetos preciosos. Los estudiantes deberían leer libros rigurosamente no escolares, libros para todos.

Los clásicos griegos y latinos, por ejemplo, han sido traducidos y comentados innumerables veces y se encuentran disponibles en óptimas ediciones económicas no escolares. ¿Por qué en los bachilleratos se sigue haciendo de cuenta de que estos libros no existen y que un texto de Cicerón o de Tucídides puede ser traducido así, sabiendo apenas un poco de gramática, con la sola ayuda del diccionario y en un par de horas? Los profesores de lenguas clásicas en los bachilleratos siguen fingiendo estar en grado de resolver en cualquier momento un texto de cualquier autor antiguo sin el auxilio de instrumentos especiales y sin haber estudiado en particular a aquel autor y aquella obra. Es así que la enseñanza del latín y del griego (al igual que de la literatura italiana antigua) se convierte en una estafa. ¿Cómo se hace para creer que adolescentes que no saben casi nada de cultura griega y latina, que sólo han leído alguna novela contemporánea y a duras penas hojean los periódicos, poseen un dominio tal del italiano como para traducir un parágrafo de Tácito o de Demóstenes? ¿Para qué hacerles traducir de mala manera diez renglones fuera de contexto, en vez de hacerles leer obras enteras traducidas?

¿Es posible comprender toda la historia humana, desde los orígenes hasta nuestros días, tratando de memorizarla con nuestros manuales, tan a menudo, ay, escritos bastante mal, incluso cuando los autores son competentes y bien intencionados? En realidad, la historia es inaferrable sin experiencia y uso de documentos históricos y sin lectura de hechos particulares bien relatados. En nuestras escuelas falta tanto una cosa como la otra. Entonces, mejor entrevistar a los abuelos (en Italia el porcentaje va en aumento), observar viejos mobiliarios y viejas fotografías, visitar edificios abandonados, analizar los diarios del mes o del año anterior, antes que fingir un apasionamiento en frío por Lutero o Cavour.

Como introducción a las ciencias naturales bastaría estudiar metódicamente lo que está sucediendo en los parques públicos cerca de casa. O hacer un examen analítico de nuestra dieta y de nuestro tacho de basura, considerar el origen y las consecuencias biológicas, químicas, ambientales de nuestros consumos cotidianos.

Por último, dado que estamos en el país de las bellas artes y del melodrama, ¿por qué no fundar la cultura humanista más sobre la música y las artes visuales que sobre la literatura? ¿Por qué no comenzar desde el inicio a prescribir la audición de Pergolesi y de Rossini, el estudio de una decena de cuadros y de palacios renacentistas y barrocos del vecindario? No se trata de moverse en grupo, en gira escolar, como un rebaño de alienados o de presos. Estas cosas se hacen a solas o de a dos. Queridos docentes y directores de colegio: no es tiempo perdido. Ni se descuidan, así, los programas. Por el contrario, se puede dar una verdadera contribución, no pasiva, no ejecutiva, a la Reforma de la escuela. No hay cultura sin placer mental, no hay estudio sin pasión. De lo contrario, en la escuela nos enfermamos.

 

 

[Alfonso Berardinelli, “Sulla scuola”,

en: cactus. meditazioni, satire, scherzi,

l’ancora del mediterraneo, 2001, págs. 109-114]

 


lunes, 2 de noviembre de 2020

 

Prólogo al libro

De Varíkino a Peredélkino

de Rossana Zaera

(Malabaria, 2020)






Estoy solo. Es de noche, una noche de principios de febrero, después de la tormenta de verano (aquí, en el sur del hemisferio sur, como se sabe, febrero es mes de las postrimerías del verano, lluvioso y más fresco que en los meses estivales anteriores, ya casi otoñal). Acabo de asomarme al patio de la casa de mi infancia: por el cielo, hacia el norte, va la luna, en su deriva al oeste, entre nubes que se cierran y se abren, y que al abrirse crean una aureola azulada alrededor del astro. Fumo, bebo un vaso de vodka y escucho viejas canciones rusas, del tiempo de la Segunda Guerra, la Gran Guerra Patria, como se la recuerda en Rusia, lo mismo que hago casi todas las noches en los últimos años. Esta noche, tan parecida a otras, sin embargo, es diferente, única: acabo de leer los textos y de contemplar las imágenes del libro De Varíkino a Peredélkino, de Rossana Zaera.

La vida es muy extraña, y la poesía y el arte no son menos extraños, como lo son estas afinidades entre personas que jamás se han visto ni han hablado, entre las cuales hay un océano de por medio, y no obstante están unidas por un vínculo tan misterioso y entrañable como seres de distintos siglos que soñaran un mismo sueño.

Hace un lustro (se me perdone la digresión personal, pero tiene que ver con el origen de estas páginas), pasaba mis noches “de claro en claro” y mis días “de turbio en turbio”, en el período más amargo que me tocó vivir, traduciendo, noche tras noche, los poemas del último libro de Pasternak, y los poemas de los últimos años de Esenin, acompañado en mi tarea por estas mismas canciones rusas, en especial aquellas de Bulat Okudyava, hermosas y melancólicas, por la pipa y por alguna botella de vodka o de gin. Me iba a dormir cuando aparecía la luz en las ventanas. Estaba atravesando una grave “depresión”, según la terminología clínica al uso, o más bien en el fondo de ella, pero entonces lo ignoraba. Los sorbos de la bebida blanca, la música, el tabaco y, sobre todo, esa artesanía minuciosa, esforzada y algo escéptica de la traducción —escéptica, digo, porque, como sentenció con justicia Robert Frost, “poesía es lo que se pierde en una traducción”— eran todo mi consuelo en la desdicha. Entre esas versiones, realizadas por puro gusto y pura desesperación, traduje también el poema “Noche de invierno”, de la colección poética de Yuri Zhivago, aunque no formaba parte de Cuando aclara (Когда разгулятся), el libro de Pasternak que me había propuesto traducir íntegramente. Salvando todo tipo de distancias, creo que sentía alguna equivalencia entre esa noche invernal pasternakeana y la que estaba viviendo: la soledad poblada de ausencias, la tormenta de la historia que azotaba en los postigos y, especialmente, esa humilde y temblorosa vela que ardía en la oscuridad, que para mí, a falta del amor, era la de la poesía. Estoy seguro, ahora, de que la traducción de estos poetas rusos durante aquellas largas noches de sorda angustia —pero era feliz traduciendo—, fue para mí literalmente salvadora.

Tiempo después, ya convaleciente, publiqué un puñado de esas traducciones en la revista española “Clarín” y en la revista argentina “Hablar de poesía”, y recibí la propuesta de la editorial valenciana Pre-Textos de publicar la traducción del libro de Pasternak. Fue por entonces también que, a propósito de una de aquellas publicaciones, me llegó la primera carta de Rossana Zaera, comentándome de su emoción al leer la versión de “Noche de invierno”, y luego la correspondencia prosiguió sobre la estela luminosa de aquella vela nocturna, en torno de la compartida devoción por la obra de Pasternak.

Hace un par de meses, cuando me encontraba en la tarea de revisión de aquellas traducciones y de preparación del estudio preliminar de su edición, recibí otra carta suya: me invitaba a redactar el prólogo para la exposición de su obra gráfica “De Varikino a Peredélkino”. Dudé, temeroso de no estar a la altura de su invitación, ya que lo ignoro todo sobre la técnica de la composición artística gráfica y fotográfica, sobre la cual no podría decir nada útil ni esclarecedor, pero finalmente acepté. Esta noche, luego de leer sus textos sobre los antecedentes de la obra y su viaje a Peredélkino, y de ver sus imágenes, me alegro y me felicito de haber aceptado, y me repito las palabras del maestro: “Algo, que ciertamente no se nombra / con la palabra azar, rige estas cosas”.

Lo diré sin vueltas, y sin pudor: terminé de leer el relato autobiográfico que precede a la obra, así como la crónica de su visita a la casa y a la tumba de Pasternak, y de contemplar con “delectación morosa” sus estampas, literalmente conmovido, con un nudo en la garganta y los ojos empañados de lágrimas. Esta obra de Rossana Zaera me reveló algo que siempre he sabido, pero que recién ahora se me presentó a la conciencia con tal claridad: el arte se justifica a sí mismo, en tanto arte, por sí mismo, por su resultado, pero lo que conduce a él, lo que hace que el artista bregue días y noches por su logro, es otra cosa, una cosa tal vez inasible por definición, algo que ha quedado sin respuesta en su vida, algo que no puede hallar respuesta en una fe religiosa, ni en una doctrina filosófica, ni en una teoría científica: es esa cosa sin respuesta la que lo lleva a la búsqueda, una búsqueda menos regida por la fuerza de la voluntad que por el imperio de la necesidad. Otro maestro, Antonio Machado, de algún modo, a su modo, lo dijo: “—¿Mas el arte?... / —Es puro juego, / que es igual a pura vida, / que es igual a puro fuego. / Veréis el ascua encendida.” También Boris Pasternak lo dice, en su poema “Noche” (“Ночь”), el primero que traduje de su libro (una vez más: “Algo, que ciertamente no se nombra…”):

 

Y allá, en un resplandor de lejanías,

Hay quien no puede conciliar el sueño

En la antigua buhardilla

Recubierta de tejas.

 

Él contempla el planeta

Como si el firmamento

Fuese el único objeto

Del afán de sus noches.

 

No te adormezcas, no duermas, trabaja,

No hagas un alto en tu tarea,

No duermas, lucha contra el sueño,

Lo mismo que el piloto, o que la estrella.

 

No duermas, artista, no duermas,

No te entregues al sueño.

Que de lo eterno tú eres el rehén

En la prisión del tiempo.

 

El viaje de Rossana Zaera “de Varikino a Peredélkino” es, evidentemente, un viaje de naturaleza religiosa, aunque no se presente como tal, una auténtica peregrinación. En primer lugar, con la misma evidencia, un viaje en busca del padre, a quien ella quiso salvar, como nos refiere en su hermosa y conmovedora rememoración de infancia, y no pudo, y a quien buscó durante años en los cajones de su escritorio, en las anotaciones de sus cuadernos, en las letras y en las palabras manuscritas en alfabeto cirílico, como quien rastrea indicios, signos jeroglíficos, de su presencia en los restos que quedaron de su vida. Y lo siguió buscando en sueños, en esa otra dimensión secreta de la propia existencia, donde vida y muerte diluyen sus fronteras, e incluso lo siguió buscando en la teoría cuántica del universo, que le ofreció la clave para esta búsqueda ulterior, la de su arte.

Esta travesía espiritual y artística tiene tres etapas. La primera, existencial, es la que la artista refiere en el texto “En un universo paralelo”. La segunda, su inmersión en la atmósfera del poema “Noche de invierno” (“Зимняя ночь”), entre otras páginas de Pasternak, un íntimo ensimismamiento, que transfigura las imágenes de aquella estancia nocturna del Doctor Zhivago, del poema “Cae la nieve” (“Снег идет”), etc., en trazos a la vez muy concretos y corpóreos, casi tangibles, y a la vez muy sutiles, fluidos y esfumados, justamente como esas nítidas visiones oníricas que se velan al despertar, sin perder su poder de sugestión. Viendo las tintas del capítulo “Varikino”, volvieron a mi memoria, vagamente, las tonalidades difuminadas de algunas películas de Andrei Tarkovski, en especial Nostalgia y El Sacrificio, con cuyo espíritu, plasticidad y tempo —tal vez me equivoque— creo que esta obra guarda una entrañable familiaridad.

La tercera etapa es el viaje, finalmente cumplido, a Peredélkino, donde Pasternak vivió y escribió en sus últimos años, donde murió y donde está enterrado. El registro de esa experiencia se encuentra en las fotografías incluidas en los capítulos “Peredélkino” y “Entrelazamientos”. Si Rusia se muestra como una suerte de patria alternativa del padre de la artista (ésta en sus sueños de la niñez localizaba en Rusia una familia paralela a la suya), el viaje a Peredélkino adquiere la significación de un reencuentro con el padre, quien ha encarnado en el alter ego del poeta ruso, Zhivago. Si el artista, como escribió Pasternak en el fragmento antes citado, es un rehén de la eternidad aprisionado en la temporalidad, lo que explora esta obra de Zaera es el rescate de sí misma de esa reclusión, para acceder al dominio en el que, como en los sueños, tanto las distancias espaciales como el curso lineal e inexorable del tiempo forman un meandro “donde todas las aguas se encuentran”, donde vivos y muertos coexisten (recuerdo ahora unos versos de mi propio padre, Alejandro Nicotra, una elegía: “La poesía, como el ángel / de Rilke, no distingue / entre vivos y muertos”). Para internarse en ese territorio prohibido a la existencia lleva un hilo dorado, un hilo de Ariadna, la cámara fotográfica de su padre, con la que capta imágenes de ese trayecto. Al regreso de su viaje, cuando revela las fotografías tomadas con la vieja cámara analógica, encuentra que las imágenes han quedado superpuestas. Rossana no lo dice, pero cabe pensar que lo que se ha superpuesto no son sólo estampas del espacio, sino del tiempo: allí está la mirada de la artista, que las ha captado, y de su mano, que presionó el disparador, pero están también la mirada y la mano de Francisco Zaera, su padre.

 “Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere”, escribió Machado en una carta a Miguel de Unamuno, luego de perder a su adorada Leonor: también Rossana Zaera quiso morir cuando perdió a su padre. Como el legendario pastor tracio citarista, ella ha cumplido ahora este viaje, luego de años, para rescatarlo de la muerte, como intentó hacerlo de niña, para reunirse con él, a través de su arte. Hay un poema del México antiguo, en lengua náhuatl, “Principio de los cantos”, en el que se relata la travesía de un poeta en busca de las flores (“flores” y “poemas”, en la literatura azteca, eran lo mismo), a la región “de donde todos vienen” y a donde todos van, donde el rocío no se esfuma de la hierba cuando lo roza el sol: es decir, un viaje iniciático hacia el lugar eterno en que la poesía se origina y florece. Cuando regresa de su excursión, el poeta se lamenta de que no todos puedan ir allá, no todos puedan adentrarse en la Tierra Florida, porque es allí donde se encuentra “la verdadera vida”. Rossana Zaera nos dice que, entre los papeles de su padre, halló un pequeño recuadro de revista, recortado por él, con un proverbio árabe: “Siempre queda algo de perfume en la mano que da rosas”. En estas flores recogidas por ella en su viaje de Varikino a Peredélkino he sentido ese perfume, y lo sentirán también, sin duda, quienes se acerquen a este bello ramillete reunido en su obra. Allí están, en ese aroma transformado en sugerentes, inolvidables imágenes, el espíritu de su padre, el de Pasternak y el de la artista.

 

Pablo Anadón

 

Villa Dolores (Córdoba, Argentina)

9 de febrero, 2020

 

 


 


miércoles, 5 de junio de 2019



“A las gatas del hospicio de Sant’Anna”
de Torquato Tasso
comentado por 
Alfonso Berardinelli


Alfonso Berardinelli
en Alta Gracia (Córdoba, Argentina)
[Fotografía de P. A.]


A los treinta y cinco años, en 1579, cuando ya había llevado a término cuatro años antes la Jerusalén liberada, Torquato Tasso fue recluido en la cárcel-hospicio de Sant’Anna, en Ferrara, luego de un violento episodio protagonizado por el poeta frente al duque Alfonso II d’Este. Tasso acababa de regresar a la corte de los Estenses, donde había transcurrido los años más felices y productivos de su vida, y en medio de los festejos por las bodas del duque con Margherita Gonzaga no se sentía bien recibido. El mundo de la corte, amado por Tasso como un mundo ideal, era también la fuente de sus tormentos. Se sentía aceptado y rechazado por ese mundo, en una alternancia de éxtasis idílicos y de sospechas.
Con los siete años pasados en Sant’Anna el drama de esta relación se precipita. Son siete años de trabajo intenso (escribe la mayor parte de sus Diálogos y la Apología de la Jerusalén). Pero son sobre todo años en los cuales la soledad lanza a la mente trastornada del poeta a un estado visionario obsesivo, en una oscuridad tormentosa y desasosegada donde toda certeza está perdida. Es la situación de este soneto.
Como en el océano (aquí, en italiano, debe leerse métricamente Oceàn) durante una terrible tempestad (la “infesta procella”, la “infecta borrasca”) el cansado timonel por la noche levanta la mirada a las estrellas del polo para orientar la navegación, así, dice Tasso, en mi desventura yo me vuelvo a tus ojos inocentes, oh bella gata, como a dos estrellas que indican el Norte (“tramontana”) en la tempestad de la vida. Los ojos de las dos gatas, la gata y la gatita, como si fuesen la Osa Mayor y la Osa Menor en el cielo, son “luces santas”, ojos angélicos que alumbran la noche.
Las dos primeras estrofas del soneto, nada menos que ocho versos de catorce, están íntegramente ocupados por las dos partes de la comparación, en una impecable simetría sintáctica y métrica (la primera estrofa se abre con el “como” y la segunda estrofa se abre con el “así”). Dos perfectas arcadas que enlazan el cielo a la tierra, el espacio inmenso del océano al espacio no menos tempestuoso y amenazante del estudio en el cual Tasso piensa y escribe con el terror de perderse. Es como si aquel cuartito fluctuase sobre olas turbulentas y aullantes que pueden sumergirla, frágil embarcación, de un momento al otro. Pero el soneto, más que por la clásica simetría distributiva del símil inicial, es sostenido en su cohesión por esos vocativos de una dulzura desgarradora: “o bella gatta… o gatte… o gatte amate” (“oh bella gata”… “oh gatas”… “oh gatas amadas”). Vocativos que irrumpen en las tinieblas carcelarias como centelleantes y salvíficos filos de luz ultraterrena. Tajos de emotividad pura, sin freno, invocaciones desesperadamente afectuosas. La incontenible emotividad, el exceso de dulzura, la necesidad de familiaridad confidente, y esta imprevista falta de contención estilística, arrastran al poema hacia un “lirismo realista” muy diverso de aquel de los madrigales y muy poco petrarquista (se habla de maltrato con “bastonazos”, de “carne” y de “leche”: esas dos criaturas mediadoras entre cielo y tierra no son sólo suaves custodias angélicas, son precisamente gatas, físicamente presentes allí, en el hospicio de Sant’Anna).
Como ha sido observado (también por Walter Siti, en un ensayo sobre el inconsciente en la literatura italiana), en la poesía de Tasso aparecen inconexiones “neuróticas” entre construcción racional y accesos emotivos. En la misma Jerusalén, como en una grandiosa y tempestuosa sinfonía de Mahler, la solemnidad del tema heroico se hace añicos, poniendo al descubierto las exaltaciones y los abatimientos de una emotividad en estado puro, alucinada e irrefrenable.

Alfonso Berardinelli

[De Alfonso Berardinelli, Cento poeti,
Mondadori, Milano, 1997, pp. 329-331,
Traducción de P. A.]




A LAS GATAS DEL HOSPICIO DE S. ANNA


Como en el mar si oscura y si demente
Borrasca lo hace turbio y resonante,
A la estrella en que el polo arde llameante
Exhausto timonel alza la frente,

Así me vuelvo, oh bella gata, en esta
Fortuna adversa hacia tus santas lumbres
Y son estrellas para mí, vislumbres
De paz que al viento sobre el mar recuesta.

Otra gatita viene y veo en su encanto
La Osa Mayor con la Menor: oh gatas,
Candiles de mi estudio, amadas gatas,

Si el cielo las protege del maltrato,
Si pone carne y leche en cada plato,
Dénme la luz para escribir mis cantos.


TORQUATO TASSO
(Sorrento, 1544 – Roma, 1595)

[Versión de P. A.
Córdoba, 10-VI-12]

*

ALLE GATTE DE LO SPEDALE DI S. ANNA


Come ne l’ocean s’oscura e ‘nfesta
procella il rende torbido e sonante,
a le stelle onde il polo è fiammeggiante
stanco nocchier di notte alza la testa,

 così io mi volgo, o bella gatta, in questa
fortuna avversa a le tue luci sante,
e mi sembra due stelle aver davante
che tramontana sia ne la tempesta.

Veggio un’altra gattina, e veder parmi
Orsa maggior con la minore:o gatte,
lucerne del mio studio, o gatte amate,

se Dio vi guardi dalle bastonate,
se ‘l ciel voi pasca di carne e di latte,
fatemi luce a scriver questi carmi.


TORQUATO TASSO
(Sorrento, 1544 – Roma, 1595)

martes, 27 de noviembre de 2018



Poesía hecha de palabras,
la acción de la poesía

(A propósito de un “Arte poética”
de Roque Dalton)





Leo en la tapa de la revista cordobesa “Palabras de poeta” la siguiente “Arte poética 1974” de Roque Dalton:

Poesía
Perdóname por haberte ayudado a comprender
que no estás hecha sólo de palabras

Está bien. Se entiende: la poesía no son sólo signos tipográficos sobre un papel. Y, sin embargo, hay un problema aquí, o más de un problema. El primero, es que una cosa es la poesía y otra cosa es lo poético, lo poético existencial, de lo cual se nutre la poesía, pero que es otra cosa, es poesía-antes-o-después-de-ser-poesía, podría decirse. La poesía, en cambio, está hecha sólo de palabras, y el problema, además de la confusión antes señalada, consiste en el adverbio “sólo” del endecasílabo: porque pareciera que, para el autor, hubiera un defecto, una insuficiencia, en esa composición exclusivamente verbal.
Y sí, las palabras pueden ser insuficientes para expresar lo que se quiere expresar ―lo demuestra la poesía mística, por ejemplo, y casi toda poesía, en realidad―, pero la poesía, aun en su insuficiencia, es lo que es sólo y exclusivamente por las palabras, y asimismo por los silencios, los espacios en blanco que las rodean, que forman parte también del halo significativo de esas palabras, porque los blancos en sí mismos, si sólo estuvieran ellos, no significarían nada, o podrían significar todo, pero eso ya no depende de la poesía, sino de quien escucha en esos silencios lo que quiere oír.
Lo que dicen las palabras de un poema, sin embargo, no puede ser dicho de otro modo que no sea a través de palabras, a menos que éstas sean innecesarias, que puede ser, pero en cuyo caso el defecto no es de la poesía en sí misma, sino del texto. El supuesto de la sentencia de Dalton, que me parece que es por lo que ha sido elegida como epígrafe del número de la revista (lo digo por lo que se lee en el editorial), es que la poesía no está hecha sólo de palabras, sino también de acciones.
Y ahí reside otro problema, porque la poesía es ella misma una acción, pero la acción de la poesía es pura y exclusivamente una acción verbal, y cuando digo “pura y exclusivamente” no la disminuyo, sino que por el contrario entiendo esa acción como una de las más altas del espíritu y del cuerpo humano, una acción que no puede ser reemplazada por ninguna otra, y en el caso de que pudiera serlo, la poesía se volvería prescindible, justamente porque las palabras de un poema, un poema necesario, dicen lo que no puede ser dicho ni hecho de otra manera.
Me acuerdo, a propósito de esta importancia insustituible de la palabra poética, de lo que dijo un profesor español franquista que dio una conferencia en la Universidad de Córdoba en los años 50 (mi padre estaba presente): “Si nosotros [vale decir, los franquistas] hubiéramos cogido a Antonio Machado, lo fusilábamos en el acto, porque un soneto es más peligroso que mil cañones”.
Por último, un problema, un problema grave, diría, del “Arte poética” de Roque Dalton es la presunción de que el poeta puede ayudar a comprender a la poesía su propia esencia: hay allí una arrogancia, que la juventud y la fe militante del autor pueden volver comprensible y disculpable, una arrogancia que sólo se explica por la convicción de que la conciencia del poeta es superior a la poesía misma, lo que le permitiría aconsejarla y enseñarle lo que ella esencialmente es. El poeta, no obstante, sabe muy bien, cuando crea, que no todo en lo que escribe depende de su voluntad ni de su conciencia, sino que hay algo que lo excede, que le viene dado, aunque se origine en la hondura de su mente, algo precioso ―estaría tentado de definirlo asimismo “sagrado”―, que se le presenta a él mismo como una revelación insospechada hasta el momento de apuntarla en palabras, palabras tan humildes, valiosas, verdaderas e insustituibles como cualquier acción auténtica en la vida.


Villa Dolores, 25-XI-18


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lunes, 1 de enero de 2018


Escolio al poema “Filosofía”
de Rubén Darío





 Filosofía

Saluda al sol, araña, no seas rencorosa.
Da tus gracias a Dios, ¡oh, sapo!, pues que eres.
El peludo cangrejo tiene espinas de rosa
y los moluscos reminiscencias de mujeres.
Sabed ser lo que sois, enigmas siendo formas;
dejad la responsabilidad a las Normas,
que a su vez la enviarán al Todopoderoso…
(Toca, grillo, a la luz de la luna, y dance el oso.)

Rubén Darío

[De “Cantos de vida y esperanza”, 1905]


Esta mañana desperté recordando los versos del poema “Filosofía” de Rubén Darío, un poema que llevo en la memoria desde la adolescencia, y que a menudo me he repetido, casi como una plegaria, un talismán sonoro. Más que una “filosofía”, en efecto, esos versos ―modernísimos― de Darío cifran algo semejante a una enigmática plegaria religiosa.
Aunque no están divididos en estrofas, forman dos cuartetos de alejandrinos, el primero con rima consonante alternada y el segundo con dísticos, también con rima consonante. Los alejandrinos, lejos de la monotonía de los hemistiquios tradicionales de ese tipo de verso de origen francés, tienen una modulación rítmica flexible y variable, por los finales del primer hemistiquio en palabra aguda e incluso, en dos versos, con la cesura que cae a la mitad de una palabra (“remi/niscencias”, “responsa/bilidad”), con esa naturalidad y ese virtuosismo musical tan propios del poeta.
Pero no fue por el prodigio estilístico que los versos volvieron a mí al despertar, aunque ese prodigio no sea ajeno al encanto con que cada vez llegan a mi memoria y a mis labios. Hay en ellos una sabiduría y una fuerza de vida, espiritual y sensual, a la vez poderosas y sencillas, desde el suave imperativo del primer verso: “Saluda al sol, araña, no seas rencorosa…” Los seres mencionados en el cuarteto inicial ―la araña, el sapo, el cangrejo, los moluscos― parecen un epítome de lo feo y lo desagradable para el hombre; y, sin embargo, a la araña nocturna, siempre oculta en escondrijos, le dice que salude al sol; al sapo, para muchos un animal repulsivo ―a mí, en cambio, me produce una entrañable ternura―, que agradezca el hecho de existir; en el “peludo cangrejo”, con metáfora pura y ascendente, descubre la bondad masculina de sus “espinas de rosa”; en los moluscos, la íntima belleza del sexo femenino.
El verso clave del poema se encuentra en su centro: “Sabed ser lo que sois, enigmas siendo formas”. Para entenderlo plenamente quizás ayude recordar otros versos de Darío, escritos varios años antes en un café de Buenos Aires, que forman parte del “Coloquio de los centauros”, publicado en “Prosas profanas” (1896). Dice allí Quirón, el centauro sabio: “Ni es la torcaz benigna, ni es el cuervo protervo: / son formas del Enigma la paloma y el cuervo”; a lo que responde Astilo: “El Enigma es el soplo que hace cantar la lira”; y agrega Neso, el centauro que intentó raptar a la hermosa Deyanira (en griego antiguo, “la que vence a los héroes”), hija de Dionisos y tercera esposa de Heracles, intento que le trajo la muerte, con una flecha envenenada que le arrojó Heracles: “¡El Enigma es el rostro fatal de Deyanira!  / Mi espalda aún guarda el dulce perfume de la bella;  / aún mis pupilas llaman su claridad de estrella. / ¡Oh aroma de su sexo! ¡Oh rosas y alabastros! / ¡Oh envidia de las flores y celos de los astros!”
El enigma, pues, para Darío (otra forma que asume es “el cuello del gran cisne blanco que me interroga”), podría pensarse, es un poder, una voluntad universal que está más allá del bien y del mal ―parecieran resonar aquí las intuiciones de Schopenhauer y de Nietzsche―, un misterio que está en el origen de la poesía (ese “soplo” que hace vibrar las cuerdas vocales de la lira) y que se manifiesta, por ejemplo, en la belleza que atrae, como el rostro y el cuerpo de Deyanira, de una manera fatal, con la fuerza de un magnetismo ancestral, primigenio.
Como trasfondo de la afirmación de Darío ―“Sabed ser lo que sois: enigmas, siendo formas”―, quizás pueda advertirse asimismo esa antigua concepción del universo como un texto infinito, en el que las cosas y los seres son los signos, que reaparece a mediados del siglo XIX en un soneto paradigmático de Baudelaire, “Correspondencias”, que puede verse como la anticipada definición del arte poética simbolista: “La Nature est un temple où de vivants piliers / Laissent parfois sortir de confuses paroles; / L'homme y passe à travers des forêts de symboles / Qui l'observent avec des regards familiers. // Comme de longs échos qui de loin se confondent / Dans une ténébreuse et profonde unité, / Vaste comme la nuit et comme la clarté, / Les parfums, les couleurs et les sons se répondent. // II est des parfums frais comme des chairs d'enfants, / Doux comme les hautbois, verts comme les prairies, / ― Et d'autres, corrompus, riches et triomphants, // Ayant l'expansion des choses infinies, / Comme l'ambre, le musc, le benjoin et l'encens, / Qui chantent les transports de l'esprit et des sens.” (En versión de Raúl Gustavo Aguirre: “La Creación es un templo donde vivos pilares / Dejan surgir a veces unas voces oscuras; / Allí los hombres pasan a través de espesuras / De símbolos que observan con ojos familiares. // Como confusos ecos que a lo lejos se ahogan / En una tenebrosa y profunda unidad, / Vasta como la noche, como la claridad, / Perfumes y colores y sonidos dialogan. // Y así hay perfumes frescos como recién nacidos, / Verdes como los prados, dulces como el oboe, / Y hay otros triunfadores, densos y corrompidos, // Todos de una expansión infinita movidos, / Como el almizcle, el ámbar, el incienso, el aloe, / Que cantan los transportes del alma y los sentidos.”).
La visión es semejante: la Naturaleza como un bosque de símbolos, un bosque sagrado ―un “templo”― a través del cual el hombre vaga como un extraño, un extraño que, sin embargo, ha pertenecido a ella ―de allí que sus creaturas lo observen “con miradas familiares”―; desde su fondo “tenebroso y profundo”, que recuerda al “tó ápeiron” de Anaximandro, un fondo en el que los contrarios se funden ―y aquí retorna la percepción de Heráclito―, surgen las sensaciones, entre las cuales se establecen extrañas relaciones de correspondencia, relaciones que son aquéllas que capta el poeta por medio de la metáfora, de la analogía.
La interpretación de esos signos (Mallarmé había dicho que el deber del poeta es “la interpretación órfica de la Tierra”), pareciera sugerir Darío, es más importante para la existencia, para la comprensión del universo, que la red “humana, demasiado humana” de responsabilidades, es decir, la duda moral, que para un espíritu moderno, hamletiano, puede ser un martirio que ahogue el entusiasmo y la alegría de ser en el mundo, y recomienda delegar tal responsabilidad a las Normas, sean entendidas éstas como las antiguas Moiras griegas (o las Nornas escandinavas), diosas del destino, o como la trama de preceptos éticos que la sociedad ha tejido para su supervivencia, o bien ―tal es la interpretación que me sugiere mi padre― como las leyes naturales que rigen el universo, las cuales, sean cuales fueren, a su vez remitirán a la voluntad divina.  
La conclusión del poema, entre paréntesis ―“(Toca, grillo, a la luz de la luna, y dance el oso)”―, tiene ese tono, tan inesperado como genial, de la inspiración dariana, con algo de fábula poética y algo de circo goliárdico, en el que la vida pareciera celebrarse a sí misma, cada cual según lo que le ha tocado en suerte, el grillo lírico haciendo lo que sabe hacer, música, y el oso también lo suyo, bailando como puede bailar un oso.



[Villa Dolores, 01-I-18]