martes, 4 de julio de 2017


Sobre la traducción de poesía

(Respuestas a un cuestionario
de Eleonora G. Capria)

 
Marc Chagall, El artista y su modelo



1. ¿De dónde surgió tu interés en traducir poesía?

A las primeras traducciones las hice en la adolescencia, y eran de poesía en lengua inglesa (Whitman, Poe, Eliot, Pound, Aiken). Creo que puedo discernir en su origen dos motivos: la admiración por un poeta y una obra, en primer lugar, y luego una especie de ansiedad por convertir esa admiración en acto, en obra, algo parecido a cuando uno tararea o busca reproducir en un instrumento una melodía que le ha gustado mucho y que vuelve y vuelve a la memoria. También, “last but not least”, en algún caso, el deseo de traducir un poema tuvo su origen en algún amor adolescente: como un obsequio u homenaje a la chica que quería (y que jamás se enteró, dicho sea entre paréntesis, de tal obsequio u homenaje), o como una manera de decir, traduciéndolas de otro idioma, las palabras que no hallaba por mí mismo, ya que en ese tiempo, aunque vivía enamorado, no escribí un solo poema de amor, vaya a saber por qué.

2. ¿Qué formación poseés?

Estudié Letras en la Universidad Nacional de Córdoba, fui becario en la Universidad de Florencia, para estudiar la poesía hermética italiana y la poesía italiana contemporánea, y luego docente en la Universidad de Cosenza. Al volver al país, me doctoré en Letras en la misma universidad donde había estudiado y donde enseñé por varios años. En cuanto a idiomas, estudié inglés, italiano y, ahora, ruso, además del latín estudiado en la universidad y ya plenamente olvidado.

3. Pros y contras: ¿cuáles dirías que son las mayores dificultades de traducir poesía y cuáles las mayores recompensas?

Bueno, si recordamos que Robert Frost definía a la poesía, con buenas razones, como “aquello que se pierde en una traducción”, no nos costará reconocer que las dificultades son muchas y de diverso tipo. A ellas les dediqué hace unos años un largo ensayo, “Diario del traductor / Venturas y desventuras de la traducción poética”, que fue en principio una conferencia que dicté en el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires y que originó a su término una fervorosa polémica, que continuó luego en el blog del Club y en otros medios: remito a esas páginas, ahora incluidas en mi libro La poesía en el país de los monólogos paralelos / Ensayos sobre poesía argentina contemporánea (Editorial Brujas, Col. “Fénix”, Córdoba, 2014), para un examen más detenido y exhaustivo que el que ahora intento sumariamente.
La frase de Frost creo que en parte se explica por el hecho de que sonido y sentido, forma y contenido, están inextricablemente unidos en la poesía, y por el hecho de que su gracia, ese encanto verbal por el cual un verso se nos vuelve memorable, brota de esa fusión inescindible, así como del poder de sugerencia no sólo de las denotaciones, sino también de las connotaciones de las palabras. Tal trama conceptual y musical es imposible de ser traducida: o se pierde la sonoridad o se pierde el sentido, se conserva una denotación y se pierden varias connotaciones, etc. ¿Qué se puede hacer entonces? Creo que intentar una recreación, en la cual, con la prosodia de la propia lengua, tal vez se logre un texto con un encanto que sea equivalente al del original, es decir, un poema que se lea como poema, no como traducción de un poema.
Ahora, dividiendo justamente lo indivisible, con fines didácticos, como suele decirse, podríamos distinguir entre dificultades de orden formal y dificultades de orden conceptual. A las primeras pertenecen, fundamentalmente, las que tienen que ver con la sonoridad y las simetrías o asimetrías del poema: las aliteraciones, las homofonías, las anáforas, los hipérbatos, los quiasmos, los juegos de palabras, etc., y, en particular, tratándose de poesía, el ritmo del verso, ya sea métrico o amétrico, así como la rima, en el caso de que la posea el texto original. Con respecto a esta dimensión, creo que es inútil, e incluso desencaminado, pretender reproducir en la traducción exactamente los mismos recursos formales del original, como cuando se ha intentado trasladar los hexámetros de un poema en latín a hexámetros en castellano. Me parece que lo más factible, si lo que se busca es que el poema suene como poema en la propia lengua, es recrearlo con los recursos poéticos de la lengua de llegada, conservando aquéllos del original que se adaptan sin forzamiento de la prosodia castellana.
Con respecto de la dimensión del sentido, las dificultades no son menores, y también son múltiples. La principal, por cierto, es que, así como de hecho no existen sinónimos en la propia lengua ―cada palabra, aunque parezca idéntica en su significado a otra, en realidad involucra diversas connotaciones, distintos usos a lo largo del tiempo, etc.―, así tampoco existen términos que sean idénticos en significado entre una lengua y otra. Luego, hay numerosas problemáticas puntuales: por ejemplo, al traducir a un poeta lejano en el tiempo, ¿se moderniza del todo su léxico o se mantiene esa resonancia a cosa antigua? Y de parecida manera: al traducir a un poeta lejano en el espacio, ¿se acercan a la lengua de llegada las referencias naturales o culturales ―nombres de animales, plantas, fenómenos climáticos, circunstancias estacionales, vestimentas, costumbres, etc.― o se mantiene ese dejo exótico de país distante? Si pensamos que el Cantar del Cid fue “traducido” por Pedro Salinas del castellano del siglo XII al castellano del siglo XX, podemos comprender las dificultades que ofrece la traducción, no sólo en términos sincrónicos, sino también diacrónicos, por las transformaciones de una lengua a lo largo del tiempo. Como en el caso de la dimensión formal, creo que el traductor puede intentar, sin alejarse demasiado del significado del texto original, tomar de éste aquellos sentidos que le permitan recrear en la traducción un efecto poético que sea, si no idéntico, equivalente al que produce el poema original.
En cuanto a las recompensas, me parece que la traducción es una de las tareas creativas ―o recreativas― más felices, ya que está el goce de la artesanía poética sin los sufrimientos que suelen estar en la raíz de la creación original, que ya los ha padecido el poeta de la otra lengua, y en esa felicidad se encuentra, en mi experiencia, la primera y última recompensa. La traducción es una labor tan grata en su realización como ingrata en el eco que pueda tener en los lectores, desde el momento que todo buen lector de poesía suele ser desconfiado de las traducciones (y con razón, por aquello de Frost).

4. ¿Qué consejo le darías a alguien que recién empieza o quiere traducir poesía?

Que lo haga, ya que es el mejor taller, a mi juicio, no sólo para el conocimiento de la obra de un poeta admirado, sino también para la propia escritura. Y también le aconsejaría, y no sólo para la tarea de traducción, que, si es poeta, aprenda las nociones fundamentales de la métrica, en primer lugar de la tradición poética de la propia lengua, y luego de la lengua del poeta traducido, a menos que se limite a traducir poesía escrita en verso libre (e incluso en ese caso, ya que los buenos poetas en verso libre también conocían y conocen muy bien la métrica de su tradición, aunque sea para romper con ella), ya que la métrica es a la poesía lo que las nociones de armonía para el compositor, necesarias también para el autor de música electrónica, concreta, informal o lo que fuere.

5. ¿Traducís otros géneros literarios o textos de otros ámbitos?

Sí, pero, salvo ensayos que me interese presentar a los lectores de la propia lengua, siempre lo hago por encargo, no por iniciativa personal, como en el caso de la poesía, en el que sigo haciéndolo por amor y admiración a la obra de un autor.

6. ¿Es la traducción de poesía tu actividad principal?

No, diría que mi actividad principal es la escritura, pero como la poesía original es una dama más bien esquiva, digamos que, mientras espero que me otorgue algún favor, me entretengo con la poesía traducida… Como fuere, y fuera de bromas, creo que le he dedicado casi más horas en mi vida a la traducción que a la escritura de poesía propia, aunque sea un cálculo bastante difícil de hacer, ya que sabemos que no sólo se escribe cuando se garabatean palabras en un papel.

7. ¿Cómo llegás o llegaste a los editores?

En algunos casos yo he llegado a ellos, proponiéndoles algún libro que ya había traducido (el caso de “El Dolor” de Giuseppe Ungaretti, que habíamos traducido a cuatro manos con mi hermano, Esteban Nicotra, o de “El astro disperso”, una antología de la poesía italiana de los últimos años, que preparé durante los años de estadía en Italia), y en otros han sido ellos que llegaron a mí, proponiéndome traducir tal o cual libro. También está el caso intermedio, como el de la editorial valenciana Pre-textos, uno de cuyos editores había leído mis traducciones de la poesía última de Boris Pasternak, publicadas en una revista española, y me propuso que tradujera el libro completo, que de hecho ya tenía a medio traducir.

8. ¿Con qué frecuencia traducís poesía (con fines de publicación)? ¿Te proponés traducir una X cantidad de palabras por días, como se suele hacer con otros géneros?

La frecuencia es intermitente, y depende antes que nada del entusiasmo, a menos que se trate de traducciones por encargo, que suelen ser de prosa. Tratándose de poesía, por lo general traduzco de una sentada, por así decir, un poema por vez, borrador que luego reviso, claro, y siempre y cuando no me presente algún problema que me impida terminar la traducción en el mismo día o la misma noche, caso raro, porque soy obstinado, noctámbulo y, por lo general, no me voy a dormir hasta que no puedo tomarme un último vaso de gin y fumar una última pipa en paz, para celebrar la tarea cumplida.

[Villa Dolores, 24-VI-17]