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martes, 2 de mayo de 2017


Alfonso Berardinelli

El escándalo de la lectura

―Traducción de Pablo Anadón―





La literatura, en la enseñanza, se presenta desde el inicio como algo alienado y alienante, de lo cual se obtendrán resultados fatalmente deprimentes y reductivos, tanto desde el punto de vista de lo que la literatura es, como desde el punto de vista de lo que la enseñanza debería ser.
La primera cosa errada que, sin darnos siquiera cuenta, aprendemos en la escuela e incluso en la universidad, es que las obras literarias han sido escritas por sus autores y están ahí ante nosotros para ser enseñadas y estudiadas. Y que en un cierto sentido la literatura (pero lo mismo vale para todo lo que se convierte en “materia escolar”) existe, antes que todo, y tal vez solamente, dentro de la escuela, bajo forma de instrumento, contenido, relleno o pretexto para la praxis didáctica. La Praxis Didáctica lo domina todo. Es una condición trascendental y apriorística, ¡es la forma teórico-práctica que da forma teórico-práctica a todo lo que toca! (Lo que se podría tratar de obtener de los propios hijos es que no crean que si de un día para el otro la escuela desaparece, desaparecerían con ella todas las cosas de las que les hablan en la escuela: las catedrales góticas y la revolución francesa, la sintaxis del período y los poemas de Cavalcanti).
La primera cosa que hay que hacer, pues, es ésta: evitar por todos los medios que la enseñanza vuelva irreales a los propios objetos, transformándolos precisamente en nada más que materias de enseñanza (interrogación en clase, estudio en la casa, lecciones, exámenes, etc.). Los programas ministeriales, y sobre todo la organización cotidiana de la vida escolar, son máquinas apisonadoras, que parecen hechas a propósito para triturar la más adamantina voluntad de independencia. De hecho, la libertad de enseñanza se reduce a muy poco. Para hacer algo diferente de “lo que todos hacen”, es casi siempre indispensable la solidaridad de algún otro profesor. O es necesario estar absolutamente convencidos de que un docente animado de real curiosidad, sinceridad y coraje no podrá nunca ser desmentido por “resultados negativos”: porque tendrá siempre de su parte los sagrados principios de todo el pensamiento pedagógico clásico y moderno, y los estudiantes, si no inmediatamente, tarde o temprano entenderán que están en compañía de una persona viviente y pensante, y no de una copia fiel realizada en conformidad con las más recientes y remotas directivas “superiores”.
Tengo la impresión de que quien enseña y quien estudia literatura (y no sólo quien la estudia como estudiante, sino incluso quien la estudia como estudioso) tiende a olvidar que las obras literarias no han sido escritas por sus autores para ser enseñadas y estudiadas, sino para ser leídas y releídas. Quien lee a un clásico debería ser tan ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro ha sido escrito justamente para él, para que se decidiera a leerlo.
Aunque los lectores hayan aumentado en número, la calidad de la lectura probablemente ha empeorado. El gran desarrollo y la proliferación de los métodos para analizar un texto se deben también a esto: en efecto, cuanto peor es la calidad de los alimentos, tanto más se multiplican los manuales de cocina refinada y las revistas para paladares finos.
En la enseñanza se deberían simplificar las cosas lo más posible. ¿Qué mejor cosa puede hacer un profesor si no es elegir bien los libros a leer y permitir a los estudiantes la mejor lectura posible, creando o estimulando las condiciones para que esto suceda? Por más brillantes que puedan ser las clases del docente, el curso será un fracaso (o peor, un engaño) si los libros prescritos son de escasa calidad o tediosos.
En cuanto a los así llamados métodos de lectura, no logro ver otros que la lentitud y la repetición. Se puede elegir, por ejemplo, más o menos al azar, un poema o una página en prosa, pidiendo a los estudiantes en el aula que los lean en voz alta. Si son veinte alumnos o menos, cada uno hará su lectura. Si el número es más alto, entonces se podrá limitar a diez o veinte lecturas. El experimento puede hacerse tanto con un texto de un autor conocido como con un texto de quien ninguno deba saber nada. Ese poema y ese fragmento de prosa comienza así a tomar forma, es de nuevo presente, asume la voz que cada lector le presta. No todos harán las mismas pausas. La entonación de ciertos pasajes podrá cambiar. Alguien se equivocará o saltará alguna palabra. Algunos tratarán de imitar a los actores de la radio o de la televisión. Otros leerán de manera expeditiva, o harán una caricatura burlona de ciertos detalles. Cada uno, esperando su turno de lectura, dará más atención al modo de leer de quien lo precede y se preparará, más o menos intencionalmente, a leer ese verso o esa frase o el texto entero con algún mejoramiento o cambio de tono. Como sea, la presencia más comprometida y real en el aula será ese texto que cada uno y muchos deberán leer, al cual cada lector dará algo propio. Los errores y las incertidumbres en la lectura son tan útiles como las pronunciaciones más hábiles y logradas: a veces incluso más, porque sugieren una corrección, señalan vacíos de atención y riesgos de malentendidos. Las capacidades para la “recitación” no tienen nada que ver. Será bueno aconsejar que se lea de tal modo que, mientras se lea, quien lo esté haciendo entienda lo mejor posible el significado de las frases, se abandone a su juego y sienta su ritmo.
El alto número de las lecturas y la concentración que se crea tienden a favorecer una especial tensión y espera interpretativa, que permite pasar al momento siguiente: el de la observación, el comentario, la discusión y selección de las impresiones de lectura. (Pero también se podría postergar todo esto para otro día, o dejar en torno de lo que se ha leído una vasta zona de silencio). ¿Qué ha golpeado? ¿Qué sentido tiene tal elección lexical? ¿Qué sugieren ese enjambement y esa cesura? ¿De qué se habla? ¿Qué venimos a saber leyendo esa página? ¿Qué más se debería o se querría saber para entenderla mejor? Esto, naturalmente, es sólo un punto de partida. Se puede decidir si seguir adelante comentando esas pocas líneas por todo un mes, por todo un año, leyendo el libro de principio a fin, o en cambio pasar rápidamente a otro, a textos de la misma época pero muy diferentes, a textos muy semejantes de épocas lejanas, según los propios programas o siguiendo la concatenación de problemas y de curiosidades que nazcan en el curso de la discusión. El mejor resultado de un curso de literatura será siempre esto: que los estudiantes sigan hablando de esas páginas y de esos libros también fuera de las horas de clase y después de haber superado su examen.
¿Pero hay todavía alguien que esté verdaderamente interesado en saber qué está escrito en los libros, de qué hablan las obras literarias, qué querían decir los escritores escribiendo lo que han escrito? ¿Y es posible que nos preguntemos esto en la enseñanza? Lo dudo. Porque si así fuese, ¿cómo sería posible prescribir en las escuelas y en la universidad (digo, ¡en las escuelas, en la universidad!) el estudio de Leopardi y de Dante, hacer “sobre” ello millares de interrogaciones, lecciones, exámenes, ejercitaciones escritas, sin ser tocados ni siquiera un instante por la aspiración al paraíso, por la angustia del infierno, por el problema del suicidio y por la insensatez del “progreso” humano?
No logro ver ninguna función y utilidad de la lectura de las obras literarias que ésta: escándalo, conocimiento, evasión, ensimismamiento.
Qué es lo que estas experiencias procurarán a los alumnos, nunca estaremos en grado de decirlo con anticipación. Cada generación, cada público, cada individuo debe experimentar de nuevo en sí mismo el efecto de los clásicos. Aunque sea de un solo verso y de una sola frase.


[Traducido de: Alfonso Berardinelli, Cactus / Meditazioni, satire, scherzi, L’ancora del mediterrano, Napoli, 2001, pp. 73-76.]

martes, 26 de abril de 2016


Teoría y práctica de la traducción
de poesía en Borges (*)[1]




a Irene


Tanto se ha escrito sobre Borges, tanto se ha escrito sobre la traducción en Borges, que el propósito de estas páginas roza la temeridad. Afortunadamente, es probable que nadie, salvo algún estudioso de las universidades de Tokio, Berlín o Copenhague, haya leído esas series casi infinitas de escritos, de modo que si no está aquí presente dicho estudioso, puedo incurrir en algunos descubrimientos de la pólvora sin que estalle una polémica. Afortunadamente, también, nuestro autor es Borges, autor de “Pierre Menard, autor del Quijote” (valga la redundancia de la palabra “autor” para sugerir el principio de vértigo que me asalta al acometer esta tarea).
En realidad, si hacemos abstracción de las mencionadas series infinitas de bibliografía crítica, mi propósito es bastante modesto: repasar algunos momentos importantes de la reflexión borgesiana sobre la traducción de poesía y confrontar esas reflexiones con su ejercicio de la traducción poética.
Ahora bien, el origen secreto ―que de entrada hago aquí público― de mi interés por realizar esta indagación, está en la notable divergencia, si no contradicción, entre los principales postulados de su teoría y los habituales resultados de su práctica concreta de la traducción. Espero que al final de la pesquisa se pueda aclarar este misterio, o por lo menos sea posible, si no esclarecerlo definitivamente, ver con nitidez los términos del mismo y alguna hipótesis verosímil de resolución.
En primer lugar, me gustaría dejar sentado que aquí se tratará de la traducción en un sentido estricto, como traducción de una lengua a otra, pero que la cuestión en Borges tiene un horizonte amplio, cuya formulación más exacta y sugerente la podemos encontrar en el último párrafo de su cuento “El fin”, que estará en la memoria de todos: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música…”[2] Observemos la semejanza del comienzo de la frase con la célebre definición del hecho estético como “la inminencia de una revelación que no se produce”[3].
Si bien en la que probablemente sea la primera referencia a la traducción en su obra ensayística, que es una cita de Paul Groussac, se lee que el primer precepto para la traducción en verso es no intentarla[4], lo cierto es que Borges no sólo ha juzgado factible la traslación de poesía de una lengua a otra, sino que ha considerado en pie de igualdad estética los textos originales y sus traducciones.[5]
Este pequeño, pero revolucionario, desplazamiento en la perspectiva valorativa de la relación entre la obra original y la obra traducida, fue formulado en el primer ensayo de importancia que dedica al problema de la traducción, “Las versiones homéricas”, publicado en su libro Discusión, de 1932. Recordemos su célebre inicio: “Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción. Un olvido animado por la vanidad, el temor de confesar procesos mentales que adivinamos peligrosamente comunes, el conato de mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra, velan las tales escrituras directas. La traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discusión estética. El modelo propuesto a su imitación es un texto visible, no un laberinto inestimable de proyectos pretéritos o la acatada tentación momentánea de una facilidad.”[6]
Aunque estas palabras han sido repetidas, comentadas y glosadas muchas veces, no sé si se ha reparado ―se me permita el giro borgesiano― en la notable dosis de ironía que contienen. Borges, como muchos, quizá como todos los mayores ensayistas, pensaba a menudo antagónicamente, polémicamente. Las gotas de ironía, aquí, diría que se suministran para contrarrestar las hinchazones mistéricas de la inspiración romántica. Si la traducción “parece destinada a ilustrar la discusión estética” es porque la justificación de la obra no recae en la esfera de su invisible gestación, sino en los visibles y audibles resultados verbales.
Al final del primer párrafo de este ensayo pertenece el giro revolucionario en la teoría de la traducción borgesiana: “Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H ―ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio.”[7]
Como vemos, al quitarle a la obra original su aura de perfección casi sagrada (el traductor de textos clásicos entenderá a lo que me refiero), al devolverle su carácter de creación humana, demasiado humana, se acentúa lo que hay de provisorio en todo logro artístico y se equiparan texto original y texto traducido, insertos ambos en una serie virtualmente infinita de intentos por alcanzar la poesía. ¿Quiere decir esto que la poesía no es alcanzada nunca? No, por cierto. Significa, en cambio, que cada obra es una ocasión para que la poesía se manifieste, y esto puede ocurrir tanto en una creación original como en una traducción. “Pensamos ―dice Borges en la primera de sus conferencias en Harvard― […] que, si estudiamos a Homero, la Divina Comedia, Fray Luis de León o Macbeth, estudiamos la poesía. Pero los libros son sólo ocasiones para la poesía.”[8] (Arte poética, p. 17)
La primera formulación de estos postulados la encontramos en un ensayo de 1926, “Las dos maneras de traducir”, publicado originariamente en el diario “La Prensa” y hoy recogido entre sus Textos recobrados (Textos recobrados 1919-1929, p. 377). Si bien el estilo de su prosa todavía muestra esas poses de compadrito arrabalero que con el tiempo Borges irá civilizando (quizá por eso el trabajo no fue recogido en libro por el autor), ya puede leerse allí lo esencial de la teoría borgesiana de la traducción. Como es habitual en su ensayística, de entrada se plantea la cuestión o la hipótesis a tratar o demostrar: “Suele presuponerse que cualquier texto original es incorregible de puro bueno, y que los traductores son unos chapuceros irreparables, padres del frangollo y de la mentira. Se les infiere la sentencia italiana de traduttore traditore y ese chiste basta para condenarlos. Yo sospecho que la observación directa no es asesora en ese juicio condenatorio […]. En cuanto a mí ―prosigue más adelante el autor―, creo en las buenas traducciones de obras literarias (de las didácticas o especulativas, ni hablemos) y opino que hasta los versos son traducibles.” (p. 377).
Continúa el ensayo examinando diversas objeciones que se podrían plantear a esa fe recién declarada (es muy propio de Borges, y lo será cada vez más, la discusión también consigo mismo, el intento de ver una problemática desde distintos ángulos, incluso contradictorios). En primer lugar, considera la incidencia del contexto de lectura de la obra original y de la traducción: cita el caso de una “traducción ejemplar”, la de “El cuervo” de Poe por Pérez Bonalde, y señala que nunca la versión tendrá para nosotros la significación que el original tiene para los norteamericanos. Admite que es una objeción “difícil de levantar”, pero arguye que algo parecido ocurre entre lectores de la misma lengua que desconozcan la resonancia de ciertas palabras en el medio lingüístico al que pertenece una obra, o el referente mismo al que esas palabras aluden: “también los versos de Evaristo Carriego parecerán más pobres al ser escuchados por un chileno que al ser escuchados por mí, que les maliciaré las tardecitas orilleras, los tipos y hasta pormenores de paisaje no registrados en ellos, pero latentes […]. Es decir ―concluye―, a un forastero no le parecerán más pobres; serán más pobres. Su caudal representativo será menor.” (p. 378).
Luego pondera otra dificultad de la traducción, ya no de orden espacial sino histórico: la rapidez con que el tiempo desgasta ciertos términos de moda en sucesivas épocas literarias. Distingue aquí entre el sentido denotativo y connotativo, observa que el primero es más corriente en la prosa, por lo cual es más fácil de ser traducido, mientras que el segundo suele predominar en la poesía, “mayormente durante las épocas llamadas de decadencia o sea de haraganería literaria” (p. 378). Como podrá advertirse, en este caso la polémica es contra el modernismo, en el medio hispanoamericano, y, con un alcance mayor, contra la tradición simbolista en general. Dice el joven Borges: “Allí el sentido de una palabra no es lo que vale, sino su ambiente, su connotación, su ademán. Las palabras se hacen incantaciones y la poesía quiere ser magia. Tiene sus redondeles mágicos y sus conjuros, no siempre de curso legal fuera del país.” Así, por ejemplo, constata que “los epítetos ‘gentil’, ‘azulino’, ‘regio’, ‘lilial’, eran de eficacia poética hace veinte años, y ahora ya no funcionan y sólo sobreviven algunos en los poetas de San José de Flores o Bánfield.” (p. 379) Más allá de la observación sobre la caducidad del prestigio poético de ciertos vocablos, y de la broma anexa (puede sospecharse que en la volteada cae también el postmodernismo, o al menos el sencillismo de Fernández Moreno, por entonces vecino del barrio San José de Flores), reconoce Borges que hay asimismo poemas de fácil lectura, y admirados por él, como es el caso del Martín Fierro, pero de difícil traducción.
Hacia la mitad del artículo se plantea la clasificación que le da título. Distingue entre la traducción literal y la que recrea a la obra original, y atribuye ésta última a la mentalidad clásica y la primera a la mentalidad romántica. Tales atribuciones, que a una ojeada superficial pueden parecer antojadizas, tienen sin embargo su razón profunda, que el autor explicita con magistral argumentación. En efecto, mientras a la mentalidad clásica lo que le importa es la perfección de la obra en sí misma, una perfección que busca la universalidad y la impersonalidad, una “verdad poética” indiferente a “los localismos, las rarezas, las contingencias”, a la mentalidad romántica le importa más el hombre que la obra, “y el hombre (ya se sabe) no es intemporal ni arquetípico”: “Esa reverencia del yo, de la irremplazable diferenciación humana que es cualquier yo, justifica la literalidad en las traducciones.” (p. 381)
Llama la atención cuán tempranamente se muestra en Borges la matriz clásica de su pensamiento poético. El ejemplo a través del cual ilustra la diferencia entre una mentalidad y otra es el diverso uso que hacen de una figura que siempre interesó especialmente a nuestro autor, en la cual, siguiendo a Lugones, identificó el núcleo esencial de la poesía: la metáfora. Se pregunta: “¿No ha de ser la poesía una hermosura semejante a la luna: eterna, desapasionada, imparcial?” (p. 380). Y a manera de respuesta: “La metáfora, por ejemplo, no es considerada por el clasicismo ni como énfasis ni como una visión personal, sino como una obtención de verdad poética, que, una vez agenciada, puede (y debe) ser aprovechada por todos. Cada literatura ―prosigue― posee un repertorio de esas verdades, y el traductor sabrá aprovecharlo y verter su original no sólo a las palabras, sino a la sintaxis y a las usuales metáforas de su idioma.” (p. 380)
Como se ve, ya está presente también aquí la idea de la tradición como las variaciones de entonación, a lo largo del tiempo, de unas pocas metáforas fundamentales, verdades poéticas que de alguna manera están más allá de los hallazgos ocasionales del yo personal, de los cambios epocales, de las modas artísticas, concepción que resuena en aquella estrofa de su “Arte poética” en que el mítico Ulises puede verse como una figuración del mismo Borges de regreso del “error” ultraísta, de su juvenil encantamiento con “los conventículos y sectas / que las crédulas univesidades veneran”:

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
Lloró de amor al divisar su Itaca
Verde y humilde. El arte es esa Itaca
De verde eternidad, no de prodigios.

Si bien en un par de ocasiones más Borges se ocupó de las problemáticas de la traducción (quizá se exagera un poco en torno de su interés por reflexionar sobre esta problemática), esos textos ensayísticos no agregan demasiado a lo expuesto en “Las dos maneras de traducir” y “Las versiones homéricas”. En orden cronológico, la primera de esas ocasiones es su prólogo a la edición de El cementerio marino de Paul Valéry en traducción de Néstor Ibarra[9]. Todo el comienzo del prefacio reitera o anticipa (dejo a los eruditos determinar cuál trabajo se redactó primero, ya que ambos textos fueron publicados el mismo año), el inicio de “Las versiones homéricas”. Cuando se refiere específicamente a la traducción de Ibarra y no al poema en sí mismo (sabemos por las conversaciones con Bioy que Borges no admiraba demasiado los versos de Valéry), cita un endecasílabo de la versión (“La pérdida en rumor de la ribera”) e invita al “mero lector sudamericano” a considerar por un momento que se trata de la lección original, y que la imitación de Valéry (“Les changement des rives en rumeur”) “no acierta a devolver íntegramente todo el sabor latino.”
Destaca que la de Ibarra es la única traducción hispánica que “ha cumplido con los rigores métricos del original” y que, “sin otra repetida libertad que la del hipérbaton ―no rehusada tampoco por Valéry― sabe equivaler con felicidad a su arquetipo ilustre.”[10]
Cuatro años después de la publicación de “Las versiones homéricas” y el prefacio para la traducción argentina de El cementerio marino, Borges incluyó en Historia de la eternidad (1936) uno de sus ensayos más deliciosos y unas de las piezas más logradas de toda la ensayística en lengua castellana: “Los traductores de las 1001 noches”. Se ha observado que, como es notorio, nuestro autor realiza su examen de las célebres versiones de Jean Antoine Galland, Eduard Lane, Richard Francis Burton, J. C. Mardrus y Enno Littman, entre otras, en pleno desconocimiento del original árabe de la obra. Esto es muy significativo de la relación de Borges con la literatura, una relación de goce y sutil comprensión del valor estético y la materia espiritual de las obras, ajena sin embargo a los pruritos de la pedantería académica. Es muy probable que, de rendir hoy un concurso universitario o postularse a una beca de investigación, nuestro ensayista hubiera sido descalificado (de hecho, he leído recientemente a un doctor en letras de la Universidad de Buenos Aires, investigador del CONICET, que cuestionaba seriamente la autoridad de Borges para dictar la cátedra de Literatura Inglesa en su alta casa de estudios). Y es significativo también del modo en que Borges considera la traducción literaria, cuya eficacia depende menos para él de la mayor o menor fidelidad a un original inalcanzable para el lector, que de las cualidades estéticas autónomas de la obra recreada por el traductor, cuyo talento literario será decisivo para el logro o el fracaso de la empresa. Así lo deja entender el autor de Historia de la eternidad cuando refiere, como cada vez que se ocupa del arte de la traducción, la polémica entre John Henry Newman, “un especialista en griego prácticamente olvidado”, y Mathew Arnold a propósito de la traducción “literal” y la “perifrástica”: “La hermosa discusión Newman-Arnold (1861-62), más memorable que sus dos interlocutores, ha razonado extensamente las dos maneras generales de traducir. Newman vindicó en ella el modo literal, la retención de todas las singularidades verbales; Arnold, la severa eliminación de los detalles que distraen o detienen. Esta conducta puede suministrar los agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla, de los continuos y pequeños asombros. Ambas son menos importantes que el traductor y que sus hábitos literarios.”[11] Tal importancia acordada a la maestría verbal y literaria del traductor tiene un eco remoto y extremo en unas de las noches en que Borges cena en la casa de Bioy Casares, cuando los interlocutores razonan que puede concebirse perfectamente el caso de una excelente traducción sin que el responsable de la misma conozca la lengua original de la obra, si ésta cuenta con un cierto número de versiones suficientemente confiables a otros idiomas.
Paso por alto o por bajo las innumerables observaciones minuciosas y sagaces de Borges sobre las diversas traducciones del libro de las 1001 noches porque han sido bastante atendidas por la crítica y porque contienen escasas puntualizaciones sobre el arte específico de la traducción de poesía, no sin verme obligado a desoír el deseo de compartir con ustedes múltiples muestras de la gracia estilística y el humor de nuestro ensayista. Me limitaré a señalar solamente un párrafo dedicado a la versión de Sir Richard Francis Burton, párrafo en el que podemos constatar al menos dos aspectos de la reflexión borgesiana: en primer lugar, su perspicacia y su sentido común para integrar en la consideración del hecho estético los inconfesables móviles personales (por contagio, me ha salido un giro de corte policial), la inserción del texto en el medio literario (el factor competitivo, tan acostumbrado en la labor de los traductores, por no decir los escritores en general) y otra dimensión que por la época tampoco era tenida demasiado en cuenta, y que con posterioridad en cambio parece haber sido tenida en cuenta en exceso: la recepción lectora, el modo en que el horizonte del público modifica la composición misma de la obra; en segundo lugar, la preferencia de Borges por una traducción de versos en buena, fluida prosa, antes que en mala, forzada poesía, problemática que retomaremos más adelante. Leamos el párrafo en cuestión:

Los problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente ficción puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de arabista; diferir ostensiblemente de Lane; interesar a caballeros británicos del siglo diecinueve con la versión escrita de cuentos musulmanes y orales del siglo trece. El primero de esos propósitos era tal vez incompatible con el tercero; el segundo lo indujo a una grave falta, que paso a declarar. Centenares de dísticos y canciones figuran en las Noches; Lane (incapaz de mentir salvo en lo referente a la carne) los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda. Burton era poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát de FitzGerald… La solución “prosaica” del rival no dejó de indignarlo, y optó por un traslado en versos ingleses ―procedimiento de antemano infeliz, ya que contravenía a su propia norma de total literalidad. El oído, por lo demás, quedó casi tan agraviado como la lógica.[12]

A las observaciones anteriores, se me permita sumar el subrayado de cinco perlas negras del arte de injuriar borgesiano, que en este caso afortunadamente tienen como víctima a un autor lejano en el tiempo y en el espacio, ya inmune pues, salvo anacronismo, al ingenio del escritor sudamericano: los dos puntos que siguen a la afirmación “Burton era poeta”, que ponen sobre aviso de la necesidad de justificar el título; la inmediata precisión de la fecha y de la circunstancia de que el poeta “había hecho imprimir” sus Casidas; el adjetivo que define a esta rapsodia burtoniana (¡“evolucionista”!) y el hecho de que la admiradora autorizada de la obra fuera su propia mujer; el giro “no dejó de indignarlo”, que sugiere menos una razón estética para su indignación que la imperiosa necesidad de batir la plana al traductor precedente; y, por último, el “casi tan agraviado” del oído, que, aparentando disminuir la infamia poética, la expande y profundiza.
Varias décadas después, en respuesta a una encuesta realizada en 1975 por Fernando Sánchez Sorondo para el suplemento cultural de “La Opinión”, y reproducida al año siguiente en el número monográfico de “Sur” sobre “Los problemas de la traducción”, Borges vuelve a ocuparse del tema y vuelve a presentar algunos argumentos ya desarrollados en textos anteriores. Me parece importante destacar, en lo que atañe a la traducción de poesía, la declaración de que su traducción de Whitman “no es un modelo afortunado”, porque Whitman es “un caso excepcional”, tratándose de “uno de los padres del verso libre”, y que “traducir verso libre es mucho más fácil que traducir verso rimado.”[13] También parece interesante que a continuación resalte, en tácita contraposición con la facilidad de las traslaciones del verso libre (que no difiere demasiado de traducir la prosa y en prosa, como ha observado en otra ocasión, que luego veremos), que “la traducción de poesía, en el caso de Fitzgerald o en el de Omar Khayyam, por ejemplo, es posible porque se puede recrear la obra, tomar el texto como pretexto”, y que juzgue que otra forma de traducción es imposible, “sobre todo si se piensa que dentro de un mismo idioma la traducción es imposible.”[14] Para demostrar este aserto propone que imaginemos una traducción literal del conocido verso de Darío “La princesa está pálida en su silla de oro”, y ofrece la siguiente línea: “En su silla de oro está pálida la princesa”. Y concluye: “En el primer caso el verso es muy lindo ¿no?, por lo menos para los fines musicales que él busca. Su traducción literal, en cambio, no es nada, no existe.”[15] Lo que este sencillo ejemplo demuestra es que, si el propósito del traductor es estético y no sólo informativo, vale decir, si lo que intenta es hacer poesía en la propia lengua a partir de la poesía en otra lengua y producir en el lector un efecto de belleza poética, no le quedará más remedio que recrear en cierta medida el texto para que suene tan bien en su idioma como suena en el idioma original, dado que es raro que se obtenga ese encantamiento musical si se traslada literalmente, palabra por palabra, un verso de un sistema lingüístico y métrico al otro.
He dejado para el final, aunque cronológicamente sea anterior a la encuesta mencionada, la conferencia que Borges dedica a “La música de las palabras y la traducción”, dictada en 1967, como parte de sus lecciones en la cátedra Norton de la Universidad de Harvard. Es el texto capital, a mi juicio, sobre el pensamiento de Borges acerca de la traducción de poesía. Por una “conveniente ficción” reduciré sus variadas, pormenorizadas y matizadas reflexiones a un par de cuestiones principales.
La primera cuestión examinada es el sentimiento habitual ―subrayo la palabra sentimiento, porque el autor observa que es peor que lo sintamos a que lo pensemos así― de la inferioridad de la traducción con respecto del original, una inferioridad que no depende del mayor o menor logro de la traducción como hecho estético en sí, sino de una manera de leer, un preconcepto del lector, quien no puede juzgar imparcialmente ambos textos, sino que da por sentado que la traducción es menos auténtica que el original, como si no tuviera plena realidad verbal, como si padeciera, por así decir, una suerte de falla ontológica, que la vuelve inevitablemente inferior a la obra originaria.
Borges ilustra esta problemática con tres ejemplos: la “Oda de Brunanbuhr”, del siglo X, compuesta para celebrar la victoria de los sajones de Wessex sobre los vikingos de Dublín, los escoceses y los galeses, que fue traducida por Lord Alfred Tennyson según las características del verso inglés antiguo, pero empleando el léxico inglés moderno; en segundo lugar, la “Noche oscura del alma”, de San Juan de la Cruz, traducida magistralmente al inglés por el poeta sudafricano-escocés Roy Campbell; y, por último, el adagio latino “Ars longa, vita brevis”, transpuesto por Geoffrey Chaucer en el verso “The life so short, the craft so long to learn”.
En este último ejemplo, Borges juzga superior, por intensidad emotiva, la versión inglesa a la opinión latina (“aquí ―señala el conferencista, en el verso de Chaucer― no sólo encontramos la afirmación, sino también la verdadera música de la melancolía”[16]), y en los dos casos anteriores destaca en las traducciones logros parciales que superan a la lección original. Sin embargo, seguimos considerando a las traducciones como meras traducciones, porque a los originales los percibimos como emanaciones directas de las circunstancias de su creación: en el primer ejemplo, al leer la “Oda de Brunanbuhr”, no sólo pensamos en el poema, sino que pensamos también “en la alegría que los sajones occidentales sentirían cuando, después de un largo día de lucha […], derrotaron a Olaf, rey de los vikingos de Dublín, y a los odiados escoceses y galeses. Pensamos en lo que sentirían. En el hombre que escribió la oda.”, y el pensamiento de que estamos escuchando directamente la voz de esa salvaje alegría le da al poema una resonancia vívida que fatalmente ha de faltar en la lectura de su traducción, por magnífica que ésta sea en términos poéticos. En el segundo ejemplo, sabemos que el poema “Noche oscura del alma” nace de la experiencia más alta que puede vivir un hombre, la unión mística con la divinidad, y por lo tanto, cuando leemos esas liras, nos parece “que estamos oyendo ―estamos oyendo por casualidad, podríamos decir, como en el caso del sajón― las palabras exactas que pronunció San Juan de la Cruz.”[17] En cambio, sigue observando Borges, si leemos la traducción de Roy Campbell, “nos parece buena, pero quizá nos inclinemos a pensar: ‘Sí, está bien el trabajo del escocés, después de todo’. Lo cual es, evidentemente, distinto.”[18]
En síntesis, con las palabras mismas de Borges (para que no se piense ahora “No está tan mal, quizás, al fin de cuentas, el resumen de este Anadón”): “la diferencia entre una traducción y el original no es una diferencia entre los textos mismos. Supongo que si no supiéramos cuál es el original y cuál la traducción, los podríamos juzgar con imparcialidad. Pero, desgraciadamente, no puede ser así. Y, en consecuencia, el trabajo del traductor siempre lo suponemos inferior ―o, lo que es peor, lo sentimos inferior― aunque, verbalmente, la traducción pueda ser tan buena como el texto.”[19]
La segunda cuestión analizada por Borges en “La música de las palabras y la traducción” es la de las traducciones literales. Como era de esperar, refiere los términos de la polémica Newman-Arnold, considerando pros y contras de la literalidad. Entre los últimos, destaca la creación de lo que llama “falsos énfasis” (como si se tradujera, por ejemplo, por amor a la letra, el saludo “Good morning” como “Buena mañana”), y entre los primeros el asombro que nos produce lo extraño, un asombro que esperamos, por ejemplo, al leer la traducción de un texto exótico, que nos defrauda en cambio si ese sabor a especia de una tierra lejana falta en su traslación a nuestra lengua. Por el sendero de lo exótico, Borges se interna en la consideración de uno de sus amores literarios, heredado por vía paterna: las Rubaiyat del poeta persa Omar Hayyam en la recreación británica de Edward FitzGerald. Recuerda la circunstancia del descubrimiento de esta traducción en una librería, cuando el volumen cayó en las manos de Swinburne y Rossetti, quienes quedaron maravillados por su belleza, y se pregunta Borges si estos amigos hubieran juzgado de la misma manera la belleza del texto en el caso de que la obra no hubiera sido presentada como una traducción, sino como una creación original del oscuro hombre de letras Edward FitzGerald.
Al término de sus consideraciones sobre esta problemática, el conferencista, luego de declarar que en el presente todos somos partidarios de las traducciones literales y que muchos sólo aceptamos tales traducciones, “porque queremos dar a cada uno lo suyo”, hace sin embargo un giro en su reflexión, un giro de boomerang, por así decir ―ya que estamos hablando del sabor de lo exótico―, que se lanza en una vuelta hacia el pasado y en su retorno traza una suerte de utópico horizonte futuro. En efecto, señala que esta predilección por la literalidad “les hubiera parecido un crimen a los traductores del pasado, que pensaban en algo de muchísimo más mérito”: “Querían demostrar que la lengua vernácula estaba tan capacitada para un gran poema como la original.”[20] De esta constatación sobre el modo en que los traductores de otros tiempos concebían su trabajo de recreación, vuelve al presente y plantea por contraposición lo que creo que podemos definir como el ideal de traducción poética de Borges y de la actitud de lectura hacia las traducciones, un ideal que necesariamente se proyecta hacia el futuro. Transcribo con cierta extensión sus palabras, que me parecen memorables:

He hablado del presente. Digo que nos pesa, que nos abruma nuestro sentido histórico. No podemos estudiar un texto antiguo como lo hicieron los hombres de la Edad Media, el Renacimiento o incluso el siglo XVIII. Hoy nos preocupan las circunstancias; queremos saber exactamente lo que Homero pretendía decir cuando escribió aquello del “mar color de vino” […]. Pero, si nuestra mentalidad es histórica, creo que quizá podamos imaginar que llegará un día en el que los hombres ya no tengan tan presente la historia como nosotros. Llegará un día en el que a los hombres les importen poco los accidentes y las circunstancias de la belleza; les importará la belleza misma. Puede que ni siquiera les interesen los nombres ni las biografías de los poetas.[21]

A esa “belleza en sí misma” la llama también “el enigma del universo”, que no es diverso del enigma mismo de la poesía y que es, como el tiempo para San Agustín, de fácil intuición pero de imposible traducción en palabras. Como se advertirá, hemos regresado a aquella visión que recordábamos al comienzo, la de esa hora de la tarde en que la llanura está por decir algo…
Quiero cerrar estos apuntes sobre la teoría de la traducción de poesía en Borges con unas palabras que yo mismo le escuché decir, allá en mis lejanos diecinueve años, en una ocasión en que el poeta dio una conferencia y dialogó con el público en el Teatro San Martín de la ciudad de Córdoba. Lo dicho esa noche fue grabado, transcripto y publicado al día siguiente, el 12 de setiembre de 1982, en el diario “La Voz del Interior”; yo guardé la página en una carpeta donde conservaba recortes de los suplementos literarios, carpeta que luego pasó a una de mis hijas adolescentes, y fue ella quien días atrás me alcanzó ese viejo diario, ya medio amarillento, cuando le conté que estaba preparando un trabajo sobre Borges y la traducción, y me señaló el párrafo que a continuación les leeré, que tiene un subrayado con birome de hace treinta años:
“Vuelvo a insistir sobre lo misterioso de la poesía. Lo musical es lo esencial. Después, está la connotación de las palabras, el ambiente de las palabras, el hecho de que ciertas palabras estén santificadas, canonizadas por el uso de otros poetas, y eso naturalmente cambia en cada idioma. Por eso creo que la traducción literal de un poema tiene que ser forzosamente la más infiel de todas, ya que, si pierde la cadencia, las metáforas quedan reducidas a ecuaciones.”[22]

*

Luego de recorrer a lo largo de los años la reflexión de Borges sobre la traducción de poesía, no puede sino resultar hasta cierto punto sorprendente la confrontación de su poética de la traducción y su práctica concreta de la misma. Como hemos visto, si bien el autor de El otro, el mismo reconoce algunas virtudes de las traducciones literales, tales como el darnos el sabor de lo extraño y el asombro de lo inesperado o lo desconocido, como puede también ocurrir en la lectura de un texto en prosa, lo cierto es que, tratándose de un texto poético, su preferencia en general se dirige hacia las versiones que recrean la obra original, que intentan hacer poesía traduciendo poesía. Sus declaraciones de 1982 son muy claras al respecto: “La música es lo esencial. [,,,] Por eso creo que la traducción literal de un poema tiene que ser forzosamente la más infiel de todas, ya que, si pierde la cadencia, las metáforas quedan reducidas a ecuaciones.” Que las metáforas, sin la cadencia, queden reducidas a ecuaciones, implica que el conocimiento que ofrece la poesía no es un conocimiento de orden especulativo, abstracto, que podría formularse sin excesiva pérdida alterando el orden de los factores; por el contrario, en el caso de la poesía el orden de los factores es fundamental, ya que es ese orden preciso el que genera la música verbal, una suerte de danza ritual de las palabras en la cual la metáfora deja de ser una ecuación para convertirse en una visión, como aquella “Peregrina paloma imaginaria” de Ricardo Jaimes-Freyre que a Borges le gustaba citar.
Vista, pues, esta importancia acordada a la recreación y a la musicalidad en las traducciones de poesía, llama la atención que en sus propias versiones Borges haya practicado preferentemente un criterio literal de traducción. En efecto, si repasamos sus traducciones del inglés, del alemán y del francés, comprobamos que es raro el caso en que se ha intentado recrear el texto original y que en cambio predomina la traslación palabra por palabra, verso por verso, sin una mayor atención al metro o a la rima. Cuando se trata de poemas en verso libre, como en su selección de las Hojas de hierba o en la traducción de autores como Carl Sandburg, e. e. cummings, Edgar Lee Masters, etc., o cuando se trata de prosa poética, como en su traslación de textos de Francis Ponge, la elección del criterio literal parece hasta cierto punto justificado por el original. Lo mismo cabe decir de sus versiones de la lírica expresionista alemana. Cuando, en cambio, nos encontramos con poemas que en su lengua original ostentan una resonante métrica o una insistente rima, como es el caso del poema “Lepanto” de Chesterton o el texto anónimo medieval “La Sepultura” o los poemas de la autora francesa Edith Boissonnas, nos preguntamos dónde ha ido a parar la búsqueda de la musicalidad en la poesía traducida. Es cierto que el poeta mismo reconoce esta carencia, por ejemplo cuando en la nota introductoria a su traducción de “La Sepultura” advierte que la misma ha sido realizada en prosa. Luego, sin embargo, cuando concluimos su nota y nos disponemos a leer la anunciada traducción en prosa, nos encontramos con versos, versos libres… (Cuántas confusiones, nos decimos, se evitarían si tantos traductores actuales tuvieran la misma franqueza de Borges con su aclaración; pero en una segunda reflexión comprendemos que es un deseo ilusorio, porque anterior a esa franqueza está la percepción misma de una distinción entre poesía en verso y verso en prosa).
Después de examinar con detenimiento el conjunto de las traducciones realizadas por Borges, los períodos en que tales traducciones fueron publicadas y los diarios o revistas que las editaron, creo que es posible plantear las siguientes hipótesis acerca de la disparidad entre su teoría y su práctica de la traducción.
En primer término, observamos que la mayoría de sus traducciones aparecieron en los años juveniles, en la etapa de mayor fervor vanguardista de Borges, y que tenían por lo general tanto un valor informativo (mostrar lo que se estaba haciendo en otras lenguas y en otros países) como un valor propositivo (como quien dice para poner en hora, según el meridiano vanguardista, el reloj de la poesía en lengua española). Buena parte de esas versiones se publicaron en revistas de vanguardia, o en otras que, sin ser de vanguardia, daban no obstante acogida generosa a las contribuciones de los jóvenes, como la revista “Nosotros”. La prédica de Borges a favor del verso libre, por un lado, y por el otro la finalidad informativa y los medios donde aparecieron los textos traducidos, me parece que explican suficientemente el predominio del criterio literal y del uso del verso libre en buena parte de las traducciones del primer período.
Progresivamente, salvo el caso aislado de su antología de Whitman, el interés de Borges por realizar traducciones de poesía disminuye, y la mayoría de las pocas versiones que publica aparecen en la revista “Sur”, probablemente por encargo de su directora. Pues bien, uno de los misterios que para mí tenían las diferentes muestras de poesía inglesa, norteamericana, francesa, alemana e italiana presentadas en números monográficos de esa revista, consistía justamente en el hecho de que, a pesar de que muchos de los autores contemporáneos incluidos en esas selecciones trabajaban con métrica y rima, las traducciones por lo general optaban por el verso libre y por la literalidad, incluso en versiones realizadas por poetas que en sus obras y en otras traducciones solían recurrir a las formas métricas. Hace unos días, revisando las conversaciones entre Borges y Bioy Casares, se me develó el misterio, que tiene una explicación bastante previsible y pedestre, hay que decir, y que creo haber sugerido años atrás, no sé si como hipótesis o como sospecha, en un ensayo sobre la evolución de la traducción de poesía en la Argentina: ¡a Victoria Ocampo le gustaban las traducciones literales y no le hacía gracia que las traducciones que encargaba cambiaran demasiado la letra de los autores traducidos! Así lo refiere Borges a Bioy, quejándose de que la directora de “Sur” había protestado por una traducción en la que él había aligerado un poco cierta prosa de Gide, obligándolo a realizar una traducción literal[23].
Una tercera y última hipótesis que aventuro es la siguiente: para el creador, si no vive de eso, el trabajo de la traducción suele ser un pasatiempo de los meses de sequía, un sentarse a tocar la flauta a la espera de la visita del dios o de la diosa, a menos que la obra de otros le sirva especialmente para temperar el propio instrumento o para proponer, sirviéndose de textos ajenos, una poética que le es afín en un medio literario adverso. En el caso de Borges, una vez que la traducción cumplió con esta última finalidad, creo que no tuvo para él demasiado atractivo como proyecto literario. Por diversión, en cambio, de noche en noche durante algunos meses, con su amigo Bioy se dedicaron a traducir en endecasílabos varias escenas de Macbeth de Shakespeare. Lamentablemente, no se ha publicado aún esa traducción fragmentaria. A pesar de que paulatinamente le iban agarrando la mano y el gusto a la endecasilábica traducción shakespeareana, el comentario más frecuente de Bioy es que se mueren de sueño mientras traducen.



Córdoba-Mendoza, 23-29 de marzo, 2012





[1] (*) Leído en el Encuentro Internacional “¿Traducción, translación, transformación del texto poético? Una mirada en el taller del traductor de poesía”, Universidad Nacional de Cuyo – Universidad Johannes Gutenberg de Mainz, Mendoza, 28-31 de marzo de 2012, y publicado en Irene M. Weiss (Editora), Dichtung Übersetzen / Traducir poesía, Königshausen & Neumann, Würzburg (Alemania), 2014, así como en Clarín. Revista de nueva literatura, Ediciones Nobel, Oviedo (España), Año XIX, N° 112, Julio-Agosto de 2014.
[2] BORGES, Jorge Luis: “El fin”, Ficciones, en Obras completas, Emecé, Barcelona, 1989, tomo I, pág. 521.
[3] BORGES, Jorge Luis: “La muralla y los libros”, Otras inquisiciones, en Obras completas ibídem, tomo II, pág. 12.
[4] Como en algún cuento de Borges, en el momento de escribir estas páginas recordaba con precisión haber leído esa cita de Groussac en un texto juvenil de nuestro autor, pero ahora que apunto estas notas y referencias bibliográficas no logro encontrar el texto en cuestión. Lamentablemente, carezco de la memoria de Funes, y si bien he repasado una y otra vez los libros, las recopilaciones de colaboraciones en diarios y revistas, etc., no hay caso, la cita ha desaparecido. He llegado a preguntarme si no será un caso semejante al del volumen XXVI de The Anglo-American Cyclopedia mencionada en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”… Si algún lector de este trabajo logra dar con ese texto, le ruego que me haga llegar la referencia buscada inútilmente por mí. Gracias.
[5] No me resigno a dejar de referir aquí una típica broma borgesiana sobre tal intercambiabilidad de creación y traducción, en este caso con una ironía anexa acerca de la impugnación de su obra, impugnación en un tiempo bastante difundida, que la definía como la obra de un escritor inglés en castellano. Observó Borges en una entrevista: “Otra pregunta repetida es si todo lo que escribo lo hago primero en inglés y luego lo traduzco al español. Yo les digo que sí, que, por ejemplo, los versos: «Siempre el coraje es mejor, / la esperanza nunca es vana, / vaya pues esta milonga / para Jacinto Chiclana», se ve enseguida que han sido pensados en inglés; se notan, inclusive, las vacilaciones del traductor.”
[6] BORGES, Jorge Luis: “Las versiones homéricas”, Discusión (1932), en Obras completas ibídem, tomo I, pág. 239-243.
[7] Ibidem.
[8] BORGES, Jorge Luis:“La música de las palabras y la traducción” (1967-1968), en Arte poética. Seis conferencias, Traducción de Justo Navarro, Barcelona: Ediciones Crítica, 2001, pág. 75-95.
[9] Paul Valéry, El cementerio marino. Prefacio de J. L. B., Buenos Aires, Les Éditions Schilinger, 1932. El texto de Borges está recogido en: Prólogos con un prólogo de prólogos, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, Tomo IV, págs. 151-154.
[10] Ibidem, pág. 152.
[11] Jorge Luis Borges, “Los traductores de las 1001 noches”, en Historia de la eternidad, Obras completas, Buenos Aires, Emecé, 1989l, tomo I, pág. 400.
[12] Ibidem, págs. 403-404.
[13] Jorge Luis Borges, “Problemas de la traducción. El oficio de traducir. De Jorge Luis Borges”, en: Borges en Sur (1931-1980), Obras completas, Buenos Aires, Sudamericana, tomo 20, pág. 392.
[14] Ibidem, págs.. 392-393.
[15] Ibidem, pág. 393.
[16] Jorge Luis Borges, “La música de las palabras y la traducción”, en Arte poética. Seis conferencias, Ediciones Crítica, Barcelona, 2001, pág. 80.
[17] Ibidem, pág. 83.
[18] Ibidem.
[19] Ibidem.
[20] Ibidem, pág. 90.
[21] Ibidem, pág. 94.
[22]  “Borges en Córdoba”, La Voz del Interior, domingo 12 de setiembre de 1982, Tercera Sección, pág. 3. (Se trata de la transcripción de la conferencia y el diálogo posterior con el público que ofreció Borges en la ciudad de Córdoba el sábado 11 de setiembre de 1982).
[23] Apunta Bioy Casares el sábado 12 de abril de 1958: “Sobre Victoria, como traductora, me dice Borges: ‘Cree que lo importante es trasladar palabra por palabra el original. No ha descubierto que el lector quiere recibir alguna emoción, que al lector no le importa el original, porque no lo conoce…” (Adolfo Bioy Casares, Borges, Ediciones Destino, Barcelona, 2006, pág. 423). Años después, en 1963, vuelve a criticar el criterio literal de Victoria Ocampo: “Cuando traduje para Victoria unos versitos muy sentimentales, de Gide, suprimí algunas repeticiones completamente idiotas. Victoria dijo: ‘No, no se debe hacer eso, el espíritu de Gide se pierde’. Lo que pasa es que una vez que algo aparece en letras de molde, en un libro, ¡ah!, ya es sagrado, no se puede tocar, solamente puede ser como es… Como si lo que escribimos no fuera resultado de vacilaciones, resueltas a veces de cualquier modo.” (Ibidem, pág. 888)

martes, 22 de septiembre de 2015

De la impudicia de las emociones




Un amigo me transcribe unas palabras que la Salomé de la novela Seis noches en la Acrópolis de Yorgos Seferis le dice a Estratis, el “alter ego” del poeta. Dice Salomé, memorablemente: “me parece más impúdico desnudar mis emociones que mi cuerpo.” No sé qué le habrá respondido en la novela Estratis, pero me he quedado pensando en qué le respondería yo. No es casual, me parece, que quien diga esa frase sea Salomé: en mi experiencia, quien no duda de la belleza de su cuerpo, y por lo tanto lo puede mostrar sin pudor, incluso con orgullo, no siempre tiene la misma seguridad sobre sus emociones.
Ahora bien, el problema que plantea Salomé es de ardua resolución, y una problemática importante y preocupante para quien dedica su vida a cultivar y expresar sus emociones. Un aspecto de esta cuestión es: ¿a quién le importan nuestras emociones? Sólo a nosotros mismos, cabe responder, ya que cada cual tiene las suyas. ¿Para qué expresarlas, entonces? Bueno, evidentemente, porque al expresarlas, al convertirlas en palabras, las conocemos; más aún, pareciera que sólo así toman realidad, una realidad más compleja a veces y más honda de lo que creíamos, ya que el poder asociativo del lenguaje revela dimensiones que ignorábamos, o que no sabíamos saber. Gracias a esto, en la medida en que esa realidad exceda el caso puramente personal, privado, pueden tomar importancia también para otros, en la eventualidad de que reconozcan, con suerte, sus propias emociones en ellas.
Otra dimensión del problema es el siguiente: ¿Hay un límite para esa expresión? ¿Podemos, debemos expresarlo todo? Por ejemplo: si al expresar una emoción sé que produciré dolor en alguien cercano y querido, ¿está bien de todos modos hacerlo? Algunos ejemplos. Alguien está en pareja y se enamora de otra mujer; le escribe poemas; luego, el enamoramiento pasa, y quedan los poemas, que son quizás los mejores que ha escrito, y perdura el amor a la primera mujer: ¿no es una canallada publicarlos, si sabe que le dolerán a su pareja? O bien: alguien piensa en su muerte, y piensa incluso en las bondades de procurársela por mano propia; escribe un poema sobre esas meditaciones fúnebres: ¿hará bien en publicarlas, si no cumple su propósito, o hará bien en no quemarlas antes de cumplirlo, sabiendo que de un modo o del otro traerá dolor a sus hijos, a sus padres, a sus amigos? Por último: si un narrador escribe una novela en que representa a sus seres queridos, no siempre bajo una luz favorable: ¿tiene derecho de publicarla, si sus seres queridos se reconocerán fácilmente en tales personajes ficticios, y no lo harán con gusto?
Hay algo impúdico, en efecto, en desnudar las emociones. Pero si no se desnudan las emociones, ¿de qué habla la poesía, la literatura en general? ¿Qué clase de confidencia es la que ofrece la poesía? Es cierto que arte y confesión no son lo mismo, y si la confesión no logra transfigurarse en un objeto estético, dotado por lo tanto de una cierta impersonalidad, no valdrá demasiado como pieza artística, y tal vez tampoco como confidencia, porque una confidencia artística fallida pareciera mostrar asimismo una falla “metafísica”, por así decir, en el secreto que confía. Pero un arte sin confesión, especialmente en la lírica, me parece, no nos conmueve al fin: podemos admirarlo, pero no sentimos la conmoción que nos produce comulgar con esa especie de hostia ―hay algo sagrado en toda intimidad profunda― que es el alma y el cuerpo verbal del poeta.
Ungaretti, luego de la muerte de su hijito Antonietto, escribe una serie de estrofas en las que recoge la tragedia de esa muerte, publicada en Il Dolore. No incluye, sin embargo, un poema, “Monologhetto”, en el que la emoción le parece excesivamente en carne viva. Lo hace, sin embargo, en un libro posterior, con una nota donde dice, aproximadamente (cito de memoria, porque no encuentro el libro): “Era aún egoísmo [el no publicarlas]. No se puede reservar nada de la experiencia humana, sin presunción.” Me he preguntado muchas veces qué quería decir Ungaretti con ese “sin presunción”. La única respuesta que he encontrado es aquella antigua frase de Terencio: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto.” La presunción, me parece, podría consistir en considerarse al margen de esa humilde materia humana común.


P. S.: Escritas las divagaciones anteriores, mi amigo me ha hecho llegar el resto del diálogo entre Salomé y Estratis: “«El arte [de la poesía] es difícil ―dijo impasible Estratis― y muchos fracasan. Sin embargo, no encuentro otro modo de expresar mis emociones». El desprecio había reducido la boca de la dama a la mínima expresión: «¿Y a quién le preocupan sus insignificantes emociones? Poesía auténtica sólo puede hacerla el profeta que da al mundo una nueva fe». «Tengo la impresión de que es otra cosa ―respondió Estratis―. No obstante, creo que si alguien consigue expresar verdaderamente las emociones que le causa el mundo, ayuda a los demás a no perder la fe que seguramente llevan dentro». «Pero, ¿qué clase de emoción? ¿Cualquiera?» «Me parece que sí, que cualquiera».” 


martes, 15 de septiembre de 2015

Libros para llevarse a la cama





Una pregunta que se podría hacer un crítico en trance de escribir la reseña de un libro de literatura es la siguiente: ¿tendría a esta obra en la mesa de luz junto a mi cama? Vale decir: ¿la leería a esa hora en que sólo se lee por el gusto de leer? Parece trivial, pero creo que es una cuestión fundamental, un criterio básico de discernimiento. No es de dificultad o facilidad de lectura: he tenido durante largo tiempo los Four Quartets de T. S. Eliot junto a mi cabecera, que no es un texto justamente fácil, pero jamás pondría ahí, digamos, el Rincón de haikus de Mario Benedetti, que se lee y se olvida de corrido. No es de temática: nunca tendría en mi mesa de luz El Gualeguay de Juan L. Ortiz, a menos que me esté costando conciliar el sueño, pero he disfrutado durante varias noches, estrofa a estrofa, Luz de provincia de su comprovinciano. Tampoco es una cuestión de peso, al menos contando con buenas almohadas y buenas rodillas: durante más de un año he leído todas las noches, solo o acompañado, alternándonos en la lectura en voz alta, sin prisa ni pausa, el tomazo del Borges de Bioy Casares, como quien saborea algo dulce antes de dormirse. Ya de sólo pensar en que nos espera en el dormitorio un libro dilecto, la noche se ilumina. O sea: a menos que uno sea un mártir de la voluntad y el sacrificio en aras de la información cultural, o que el esnobismo ya se haya convertido en una segunda naturaleza en nosotros, a la cama nos llevamos esas criaturas literarias en las que podemos encontrar un genuino placer estético, intimidad con aquello que nos apasiona de verdad. Para un crítico, pues, no me parece desdeñable plantearse esta cuestión: ¿leería esta obra por el puro gusto de hacerlo o sólo lo haría por deber profesional? O bien, como decía, más sencillamente: ¿me la llevaría a la cama?