UNA HERÁLDICA DEL UNIVERSO
Aproximación a la poesía
de Rafael Felipe Oteriño
La condición histórica, artística y existencial de la que parte y en la que se inscribe la obra poética de Rafael Felipe Oteriño , presenta características muy peculiares. Pertenece a una franja de autores que comienzan a escribir cuando todavía relumbran los últimos destellos de una concepción de la poesía que despliega su magnífica parábola entre el Modernismo y la Generación del 40 ― resplandores que hacia las décadas del 50 y del 60 ya provienen de su declinación en el horizonte poético argentino. Como muchos poetas surgidos entonces, recuerda Oteriño que en sus primeros años componía sonetos, práctica de la que persistirá sin duda el rigor de su escritura posterior, pero ya no el ideal artístico que la animaba. La obra madura del poeta se inicia, en efecto, cuando el renovado impulso vanguardista ha terminado de hacer añicos tal ideal estético en el curso de las décadas antes mencionadas.
Ahora bien, Oteriño y los poetas más significativos de su generación llegan después también de esa oleada neovanguardista. La situación de estos poetas, pues, como decía, es bastante peculiar, particularmente expuesta en diferentes órdenes. Desde un punto de vista estrictamente artístico, ya no poseen ni la fe en los seculares recursos formales de la tradición poética prevanguardista, ni tampoco el fervor de ruptura vanguardista, aunque algo conserven de ambas herencias. Desde el punto de vista ideológico, ya no comparten la confianza en ninguna ideología política mesiánica, como era más frecuente en la generación precedente, si bien tampoco se sienten especialmente a gusto en la sociedad en la que viven. Ante la tragedia histórica de los años 70, su convicción democrática, o su escepticismo, los mantuvieron por lo general al margen de las alternativas antagónicas, a menudo extremas, a menudo intolerantes, de aquel tiempo del desprecio en la Argentina. En su mayoría, podrían compartir el aserto de Stephen Dedalus: “La historia es una pesadilla de la que quiero despertar”. Tampoco los vemos demasiado proclives al entusiasmo por la ciencia o esperanzados en que el progreso tecnológico pueda llevar a un futuro mejor para la humanidad. Por otra parte, es raro encontrar en estos poetas, salvo contadísimas excepciones, algún tipo de creencia religiosa más o menos firme, aunque no falte en ellos, como puede observarse en la poesía de Oteriño, una acuciante inquietud metafísica. Esta situación no es exclusiva de nuestro país; muestra, por el contrario, notables semejanzas con la experiencia de poetas de otras naciones y lenguas. Tal vez se trate, en efecto, de una condición de época, la de la conciencia artística desamparada.
Es difícil determinar si tal condición fortalece o debilita la creación poética de nuestro tiempo. Lo cierto es que la poesía se convierte en un instrumento de indagación cognoscitiva, tan válido como el de cualquier otro tipo de conocimiento, pero una indagación en la que de alguna manera se juega el destino del mismo poeta ―y quizá incluso el de su comunidad, por indiferente que ésta sea a las revelaciones de la palabra poética. Como en el mito, esta palabra busca aferrar una verdad que elude cualquier otra formulación ―y que tal vez sea inefable por definición―, a través de una lógica imaginativa tan estricta como el álgebra, aunque a veces pueda parecer regida sólo por la arbitrariedad. A diferencia de otros saberes, sin embargo, se diría que el de la poesía no conduce necesariamente hacia la seguridad de la certidumbre, hacia una certeza asequible para todas las conciencias, sino que frecuentemente se resuelve en pura interrogación. Es que se trata, en fin, de dar cuenta de un estado de cosas, de una situación del espíritu en un determinado momento histórico. De allí que, si bien el poeta encuentra la verdad de esa experiencia excavando en su intimidad, no consiste por lo general en un conocimiento de índole personal, subjetivo, sino que trasunta el temple de una época. No debe extrañarnos, pues, que en esta poesía la sustancia autobiográfica se encuentre estilizada hasta el borde de lo irreconocible, transmutada en emblema autónomo, en cifra colectiva. Es raro que el poeta diga “yo” en estos textos: se prefiere un “nosotros” a la vez puntual e indeterminado, del tipo del que hallamos, por poner un ejemplo, en “Los hombres huecos” de T. S. Eliot (“We are the hollow men / We are the stuffed men…”). Podemos conjeturar distintas razones, además de las ya apuntadas, para explicar tal predilección por la impersonalidad expresiva (no debemos confundirla, por cierto, con impersonalidad estilística), que da a estas obras un registro objetivo y hasta cierto punto distanciado: el rechazo del confesionalismo sentimental, de un lirismo centrado en la subjetividad, tal como se lo podía encontrar aún en el neorromanticismo de la Generación del 40; la influencia de la poesía moderna anglosajona, que en cierta medida puede ser leída como una reacción antirromántica, sobre la senda abierta por la ironía simbolista (el caso de Eliot es paradigmático, así como el de otros autores, tales como Wallace Stevens, W. H. Auden o Robert Lowell, presentes en el país a través de las traducciones de
Sur y en especial las de Alberto Girri y Enrique Luis Revol); la desconfianza generalizada en el período, tal vez injustamente, hacia el yo; el magisterio de Borges; etc.
Ya en una entrevista temprana, que le realizara Antonio Requeni para las páginas del suplemento literario de
La Prensa, Rafael Felipe Oteriño señalaba que “como fin último la poesía es conocimiento” . Hay, en efecto, a lo largo de toda su obra, una evidente voluntad sapiencial, que se manifiesta a menudo en frases axiomáticas, juicios definitorios de lo que es o no es el mundo, la existencia, la poesía misma. Tal predisposición reflexiva pudo inducir a ver en su escritura una gravitación excesiva de la abstracción intelectual, en detrimento de la musicalidad del verso . Creo que son dos cuestiones diversas. Es sabido que incluso una obra filosófica (
De rerum natura de Lucrecio, por ejemplo) o didáctica (por caso, las
Geórgicas de Virgilio) puede ser escrita en formas perfectamente musicales. Entiendo que la crítica apunta más bien hacia un tono poético que elude el lirismo, las formas tradicionales del verso y la expresión inmediata de la subjetividad. La obra de Oteriño, ya desde su primer libro,
Altas lluvias (1966), se encauza en versos libres, como ocurre con la mayoría de los poetas argentinos de su generación. El verso libre de Oteriño, sin embargo, no se desentiende de la preocupación por el ritmo, y contrarresta la ausencia de la rima y de las recurrencias silábicas y acentuales de las formas medidas con diversos recursos de la simetría, tales como los paralelismos, las anáforas y otros tropos iterativos. Es evidente, me parece, la atención por la forma en su escritura. En cuanto al lirismo, ya hemos visto que su poesía busca un registro impersonal, distanciado de la circunstancia individual , tal como podemos encontrar también en otros poetas de los últimos cincuenta años (pienso, entre otros, en Horacio Castillo, Rodolfo Godino, Jorge Andrés Paita…). En mi opinión, la presencia de frases que tienen el carácter de apotegmas filosóficos (del tipo de “el espíritu, por oposición, / a medida que crece se adelgaza, / tiende a desaparecer de lo visible” ), puede ser vista desde dos perspectivas, al menos. Por un lado, en ese recorrido gnoseológico con el que se identifica la poesía, es posible leer tales sentencias como inscripciones que van jalonando esa peregrinación en busca de un sentido, a la manera de leyendas que dicen: “Aquí llegué hasta ahora, esto entendí hasta aquí”. Por otro lado, tienen una valencia formal, como esas letras o frases que algunos pintores incluyen en sus cuadros. Es la misma intención estilística de parecidos adagios que podemos encontrar en la poesía de Wallace Stevens. La conjunción, así, de estas cifras aforísticas con otras de orden imaginativo y con estructuras de sucesión narrativa o lógica, produce efectos poéticos muy interesantes, muy modernos me atrevería a decir, si la palabra no sugiere algo anacrónico (por contraposición con posmoderno), que proyectan la experiencia cognoscitiva propia en un orden general, como si el poema dejara de ser una expresión del sentir subjetivo para adoptar el alcance universal de una fórmula, de un teorema.
Si pensamos en la poesía argentina de la primera mitad del siglo XX, en poetas fundamentales como Leopoldo Lugones, Enrique Banchs, Baldomero Fernández Moreno, Rafael Alberto Arrieta, Alfonsina Storni, Jorge Luis Borges, Carlos Mastronardi, Ricardo Molinari, Raúl González Tuñón, etc., nos damos cuenta de que raramente aparece en sus obras ―a excepción de Borges― la poesía que indaga sobre la poesía misma. Esto comienza a cambiar en los autores de mediados del siglo, aunque tampoco de una manera determinante (el caso de Alberto Girri se encuentra más bien aislado en su generación). Si luego nos detenemos en las obras de poetas significativos de la segunda mitad del siglo y de las últimas décadas, tales como Alejandra Pizarnik, Raúl Gustavo Aguirre, los ya citados Castillo y Godino, Alejandro Nicotra, Mario Trejo, Ricardo H. Herrera, etc., advertimos cómo la preocupación metapoética adquiere una importancia a menudo central en su escritura. Así ocurre asimismo en la obra de Rafael Felipe Oteriño, quien ha recopilado incluso los textos dedicados a indagar en distintos aspectos de la creación poética en un libro titulado
Cármenes (2003).
La dirección de este proceso podría definirse con bastante precisión a través de unos versos del italiano Valerio Magrelli: “En un tiempo, se llevaba a la página / el día transcurrido; ahora, en cambio, / se habla solamente del hablar. / Como si en el trayecto / del sentido al papel / se hubiera abierto un remolino. / Así, pasando / desde una a otra orilla / todas las mercancías se hunden / y el viajero, / olvidado ya el viaje, / sólo sabe contar del peligro sorteado.”
La razón de este desplazamiento parece clara. Tomando la metáfora de Magrelli, diría que, por una parte, el remolino se produce porque la grieta entre la experiencia y el lenguaje se ha vuelto demasiado evidente como para permitir un trasiego sosegado; por otra parte, tampoco el viaje de la poesía en sí mismo parece una travesía con una ruta y un destino medianamente previstos y ciertos ―el derrotero del alegórico
Barco ebrio rimbaudiano es suficientemente aleccionador al respecto―; y, en fin, tanto el transporte como la mercancía poética carecen hoy de todo valor para la sociedad a la cual en un tiempo se destinaban los fletes, y es muy posible que, aun cuando el barco llegue al improbable puerto, nave y carga queden arrumbadas en un muelle desmantelado, pudriéndose lentamente en el vaivén de las olas, de los años, del olvido.
Vale decir: el estatuto y el sentido de la poesía se han vuelto problemáticos en el tiempo de la conciencia artística desamparada. Tal condición problemática está clara en muchos textos de Oteriño. En un poema titulado “La poesía”, y justamente dedicado a Valerio Magrelli, se cuestiona y se afirma: “Pues, salvo la Musa, / ¿quién puede decir / que esto / es un poema? // Cuando, en verdad, / no hay reglas; / cuando cada poema / crea sus propias / reglas. // Y cada poema / destruye / esas reglas. / Cada poema / es un sacrificio.” El giro ambiguo que introduce en el texto la palabra “sacrificio”, que sugiere la idea del ritual, y, etimológicamente, de la instauración de lo sagrado, como conclusión de la evidencia de que justamente no hay rito alguno (en la medida en que todo rito supone la existencia de una serie de fórmulas compartidas y transmitidas a lo largo de las generaciones por una comunidad, fórmulas y pasos rituales cuyo carácter inalterable instituye una circularidad al margen del tiempo, un orden que evoca lo eterno), me parece característico de una ambigüedad más amplia presente en la obra de este poeta y, en general, de esta hora del arte en nuestra época. Los dos términos de esta ambigüedad son, en síntesis, por un lado, la sensación o la sospecha de la inutilidad de una palabra que ya no cuenta con interlocutores ni cumple con lo que se esperaba de ella (“Arras: lo que dimos” ); por el otro, la fe, probablemente absurda, en que más allá de su destino actual, y del destino de quienes viven para crearla, vale la pena el sacrificio: “Cantábamos sin la lengua adecuada […] / ¿A quién cantábamos?, ¿con qué imágenes / y artes desconocidas cantábamos […]? // Cantábamos / con labios acostumbrados sólo a cantar; / cada vez más lejos de nuestras casas, / por calles que ni los propios padres / reconocerían. Cantábamos, ¿lo recuerdas?, / y las cabezas rodaban de los cuerpos, / aún cantando.”
Mientras en muchos de los autores contemporáneos de Oteriño, y en la abrumadora mayoría de los que le siguen, pareciera predominar la constatación desencantada del sinsentido del canto, que deviene en consecuencia, en el mejor de los casos, como se lee en “Arras: lo que dimos”, pura o mera “conciencia, examen de nuestras posibilidades / y ábaco cruel de nuestros sueños”, en este poeta la tensión se resuelve más bien en apuesta por lo que la poesía tiene de dádiva de y ofrenda a lo desconocido. Y volvemos a la cuestión del yo poético, bajo un nuevo ángulo.
El poeta lo ha dicho de distintas maneras en diversos poemas. Por ejemplo: “Ése que ríe en medio de la noche / y bebe a sorbos la leche helada del amanecer, / ése que arroja escaleras abajo el dado de su conciencia / y ensaya un paso de baile sin remordimiento […]: / ése no eres tú / aunque lo escuches parlotear en tu boca, / es la belleza del mundo cayendo sobre ti, / rozándote con dedos de araña.” O bien: “Que se abra el cielo / y del cielo caiga una letra, / que se abra la tierra / y de la tierra brote un presentimiento. / Para decir algo cierto / de este mundo incierto…” . O, en fin (las citas podrían multiplicarse): “No de la rama ni del rocío, / de la pregunta ¿flor? nace la flor, / del hambre de saberla intacta, / idea pura y, en la mano, artesanía. / Allí la encuentro, allí / su corazón late, allí escucho / su voz: lo que buscaba. / La pregunta y la flor naciendo juntas, / la palabra Yo como Universo.”
La intuición está clara, y el autor la ha razonado con nitidez meridiana en su breve ensayo “Poesía y experiencia”, que vale la pena ser citado por extenso: “De donde, a la pregunta ¿de dónde nace un verso?, podemos responderla contestando que nace de todo lo visto, vivido, intuido y recordado, pero recién a partir de una visión que ilumina bruscamente el espíritu […] y que de inmediato busca expresión mediante palabras (de lo contrario hablaríamos de experiencia mística y no de escritura poética). A esa visión el poeta la expande, le busca sentidos, intenta explayarla, saber qué hay dentro de ella […]. En definitiva: a la experiencia hay que darle forma. De la experiencia de los sentidos habremos llegado a la experiencia interior y de ésta a la experiencia de la poesía. De la peripecia del yo-biográfico a la expresión del yo-literario. De una historia singular, ignota pero verificable, a otra compartible con el lector. En el proceso, el sujeto real se habrá visto desdibujado, pero ha pasado a ser otro: una voz, la voz poética, que ya no es la voz del autor, sino el fundido de muchas otras voces, entre las que está la voz de los poetas que escribieron antes y que también ensancharon el ámbito de la experiencia de quien ha escrito la poesía.”
Este recorrido de la experiencia a la poesía, que T. S. Eliot comparaba con la mutación química conocida como catálisis en su ensayo “Tradition and the individual talent”, nos trae a la memoria también la fórmula que Rimbaud concentró en tres vocablos: “Yo es Otro”. Formas diversas de decir lo mismo: que la poesía es una radical transfiguración de la materia de vida (también es existencia lo soñado, lo imaginado, lo leído, lo nunca vivido pero sí esperado o intuido) y que la mano del poeta, cuando escribe, cede la iniciativa a una necesidad expresiva que no es estrictamente la de su yo individual. “Lengua madre” ha llamado Oteriño, heideggerianamente, a esa necesidad verbal que modula las palabras en los labios del poeta (éste, sin embargo, debe velar, con toda la atención de su conciencia crítica, porque el “barquillo de papel” llegue “a un puerto seguro” ), y le dirige una plegaria, sencilla y conmovedora, que puede ser rezada por todo poeta en trance de esterilidad creativa o descreimiento de la poesía (un escepticismo al que nos vemos tentados muchos en el estado actual de la escritura poética): “Lengua madre, ven. Desciende / de la mano de quien más gustes: / de Rimbaud, el ladrón; de Pasternak, / el traidor; de San Juan de la Cruz. / Ellos son mis amigos, me ayudan a ver; / en la oscuridad, me guían. / Me dan señas claras de que existes, / y que un día vendrás ―también a mí― / a tomarme de la mano.” Los términos con que define a Rimbaud y Pasternak, modernos virgilios, son “señas claras” de que para Oteriño el favor materno de la poesía está por encima de las eventuales miserias humanas de los elegidos, del bien o el mal que haya en sus vidas, y así la asistencia de un ladrón o un traidor, si va de la mano de Ella, puede ser tan iluminadora en la oscuridad de la época, tan salvadora, como la de un santo.
La ambigüedad que señalaba, páginas atrás, en relación con la confianza o desconfianza frente a la poesía, podemos reconocerla también en un orden más amplio. Hay, en efecto, una oscilación que recorre toda la obra de Oteriño entre dos polos, cuyo vaivén podemos ver representado en la figura de una joven en la hamaca: “El balanceo de esa joven en la hamaca / me habla de la vida: / su cuerpo pendiente de una rama; / sus manos aferradas al imperio / de un invisible azul; / los pies deslizándose en el aire / como en la tierra. // Parece el invierno con su vara de hielo; / parece el verano, tan antiguo. / Visible, invisible / ―de pie, hasta la flor más alta―, / abriendo y cerrando los ojos, / queriendo llegar. // Ese ir y venir sobre azucenas, / sobre hueso y dolor, sobre murallas, / mientras en la sombra / cabecean los ancianos, / y en la copa del árbol / habita un susurro. // […] // Todo, desde la altura, se ve, / todo, desde la altura, se aleja. / […] El balanceo de esa joven en la hamaca: / la vida y, también, la muerte, / en este rincón del parque.”
En un extremo de ese movimiento oscilatorio tenemos, emblemáticamente, “El gorrión”: “Entra sin llamar, / no camina, salta; / más que volar, se arroja. / ¿Adónde? No entiendo / sus razones. Breves / saltos que no revelan / una verdad, sino la afirmación / de ser una verdad / en sí mismo. // […] // Así lo vi yo. / Dando saltos / como quien dice “gracias”, / acuerdo con el mundo, / conciliación. / No canta, / no se exilia, / no vuela de noche. / Vuela para llegar.” Se trata, claro está, de la mitad añorada: el acuerdo con el mundo, lo que el poeta no es (el gorrión no canta, no se exilia, no vuela hacia lo imposible…), pero desearía llegar a ser: la sabiduría de aceptar lo que la vida da, por mínimo que esto sea: “Tardamos años en comprender lo mínimo: / el golpe de la piedra en el agua, / la espuma desvaneciéndose en la orilla, / la hoja que se revela al trasluz / y contagia su danza. Su abstracto jardín. / También en ellos está la mano de Dios: / más íntima, menos dolorosa, libre / de su lección moral. Dios sabe por qué.”
Lo que enseña, invisible, la mano de Dios, “libre de su lección moral” (que carga al hombre con el peso de la elección, del bien y del mal, de lo cierto y lo incierto), es lo que en otro poema Oteriño llama la “ética del agua”: “Si de la lluvia, correosa gota / en el cristal, lo ilimitado descubre… / En todo caso, sabe a quién oír. // […] En todo caso, calma otra sed. // […] En todo caso, sabe dónde ir.”
Es el Paraíso: “El Paraíso estaba aquí: en la palma de la mano. // […] // Nuevo, pequeño, temprano: / un vaso lleno de sol en labios de príncipe / (un vaso que debíamos llenar y cuidar y volver a llenar). / Estaba aquí temprano.”
Es asimismo la poesía esencial, la que se desearía que fuera, más allá o más acá de las palabras (“Libre de la carbonilla y del papel, / libre de la dicción, / libre de los veintiocho signos convencionales…” ), la que aguarda tal vez como un espacio finalmente verdadero, finalmente inocente: “Si, por fin, libre de todo, pudiera verla, / entrar a su casa como a un jardín… / […] Convencido de que lo que veo / no es un engaño, no es un error: / ni la red que fabrican los pescadores / ni el espectro de una manivela al girar.”
Extrañamente, tal vez equivocadamente, encuentro una similitud entre ese añorado ámbito incontaminado, ese jardín edénico, y un espacio que parece su exacto contrario, un lugar real, que puede visitarse en la ciudad de Venecia: “Hay, en Venecia, un sitio: Fondamenta degli Incurabili, / al que eran llevados los enfermos de peste para morir: / última estación de los que no tenían cura en Palacio. / Apartados del mundo, los incurables esperaban el mundo / en el que no habría querellas de tiempo ni lugar. // No había ninguna forma de belleza en todo eso. / Pero hoy, acunado por sus vocales abiertas, / Fondamenta degli Incurabili suena tan dulce / como decir: Casa de Descanso.”
La conclusión de este último poema nos introduce de lleno en el otro polo de la oscilación a la que aludía precedentemente: “Hoy, incurables somos nosotros: / prisioneros de una peste que nos separa del mundo, / bajo la excusa de permitirnos ver más claro y más lejos…” . Pero antes de adentrarnos en este otro borde de la herida en que se desgarra la poesía de Oteriño, querría hacer algunas observaciones de tipo formal, que, por cierto, no están desligadas de las problemáticas de orden semántico (la forma ―sabemos― es el supremo contenido).
El procedimiento que encontramos en “Fondamenta degli Incurabili” podemos hallarlo asimismo en muchos otros textos del autor, ya desde sus primeros libros: se presenta una situación dada, descripta o narrada con técnica realista o imaginativa, y a un cierto punto se introduce un giro, frecuentemente precedido por una adversativa o alguna otra cláusula de contraposición, que nos hace ver lo anterior desde otra perspectiva, a menudo la del desengaño. Un modelo claro de tal estructura compositiva se encuentra en un poema de su tercer libro,
Rara materia (1980), “El nadador”:
El ágil golpe de piernas, la zambullida, los brazos
girando acompasados mientras la orilla queda atrás,
demostrarían, a primera vista, felicidad,
triunfo sobre lo natural estable;
sólo que el cuerpo ignora
setenta metros de oscuras aguas debajo
y peces que ríen del esfuerzo torpe, sin dirección,
y barcos que se bambolean repitiendo: “todo vuelve a sus legítimos dueños”,
y líquenes ganados por una pereza fantasmal,
y la estrella, por fin, en el lecho que tanto buscó;
mientras en la superficie el nadador nada, nada.
Como puede observarse, los cuatro primeros versos refieren la situación aparentemente objetiva, lo que los sentidos nos inclinan a creer; luego, la fórmula adversativa “sólo que” nos lleva a considerar aquello que habitualmente desconocemos o no queremos ver, la dimensión oculta y profunda de lo real, presentada a través de procedimientos enumerativos, paralelísticos, anafóricos y polisindéticos (todos recursos muy frecuentes en la técnica poética de Oteriño, a través de los cuales el diseño intelectual se puebla de objetos, seres, sensaciones, carnalidad existencial), que se despliega entre los versos cinco y diez; en el último verso, la mirada vuelve a la superficie, y observamos nuevamente, ya con una suerte de ironía trágica (aquella por la cual, en las tragedias antiguas, el espectador sabía lo que ignoraba el personaje, quien por lo general se encaminaba a ciegas a un destino funesto), al nadador empeñado en su lucha contra “lo natural estable”, en su triunfo, vano, pareciera decirnos, como todos los triunfos humanos; el cierre del poema, por cierto, logra magistralmente una sugerente ambigüedad por medio del doble sentido de la palabra “nada”.
Está claro que el episodio del nadador, a partir de la situación concreta, se proyecta hacia una dimensión alegórica. ¿Alegoría, en este caso, de qué? Entiendo que de la ilusión del mundo de la apariencia, aquel en el que se mueven nuestros “esfuerzos torpes, sin dirección”, debajo del cual está lo verdaderamente real, aunque no podamos percibirlo. Una semejante proyección alegórica la encontramos en un poema dedicado al cisne, ese animal ya casi fantástico, que ha fascinado a los poetas con su silueta heráldica (advirtamos, no obstante, cómo el tono distanciado, voluntariamente prosaico, le imprime al motivo una renovada validez artística): “¿Qué busca el cisne / en la profundidad del lago? / Lo mismo que los hombres / en la profundidad de la mente. / Evidencias, vestigios, / de que el mundo no termina allí.” La tendencia a la alegoría es habitual en el estilo de Oteriño, como en toda poesía de preocupaciones filosóficas. George Santayana afirmaba que los poetas pueden ser adscriptos a la estirpe platónica o a la aristotélica. No hay dudas de que nuestro poeta pertenece a la primera. De hecho, me parece que el mito fundamental en su gnoseología poética es el mito platónico de la caverna, que aparece de distintas maneras en su obra y con el cual se cierra la presente antología.
Teniendo en cuenta lo anterior, resulta muy significativa la conclusión del ensayo “Poesía y experiencia”: “Se piensa y se escribe desde imágenes proporcionadas por la vida, pero no para quedarnos en ellas sino para trascenderlas: para decir otra cosa. Esto muestra algo que está en la raíz de la creación: la sensación de insuficiencia, de precariedad de lo real, de donde nace la pulsión de ir, a través de las cosas, como por un puente, hacia zonas de lo desconocido.” Desde un punto de vista estilístico, estas palabras nos permiten reconocer dos territorios en la poesía de Oteriño: los textos en los que predomina la exploración de tal “precariedad de lo real”, con un estilo más inmediato y circunstanciado, más ―justamente― realista; y los poemas donde la voz se interna en esas “zonas de lo desconocido”, con un estilo a menudo visionario, con una entonación hierática e imágenes de cuño a veces surrealista, si cabe tal denominación en un arte que nunca cede del todo la vigilancia intelectual y estética. Y están, por cierto, las composiciones que concilian ambos extremos, cumpliendo estrictamente ese adentrarse en lo ignoto, pero a través del puente de las cosas.
Las palabras citadas, si las consideramos desde el punto de vista semántico, nos devuelven a la problemática que quedó pendiente, que ahora me parece que podemos indagar enriquecidos con nuevas perspectivas. Observábamos, en efecto, que uno de los polos magnéticos de esta poesía era la búsqueda o la añoranza de un acuerdo con el mundo, la ardua sabiduría de lo mínimo esencial. Ahora bien, quien experimenta tal nostalgia es, por supuesto, alguien que siente con punzante agudeza precisamente lo contrario, vale decir, la sensación de extrañeza, de exclusión, de no pertenencia. Cuando se roza esa cuerda anímica, suelen surgir las notas más conmovedoras de la poesía de Oteriño. Los motivos que ocasionan tal laceración del vínculo con lo real, que hacen percibir dolorosamente su insuficiencia o su precariedad (uso las palabras del poeta), pueden ser variadas, pero hay algunos recurrentes.
Por ejemplo, la herida del tiempo, la fugacidad y la pérdida irremediable de lo vivido. Es, en el poema “Escrito en agua”, la infancia que se busca preservar como un amuleto contra el tiempo, pero cuyo ensalmo fracasa: la ley escrita en agua (todo se pierde, todo desaparece, como la estela en la superficie) se ejecuta sin remedio ; es lo que la mirada descubre cuando contempla el mundo: “Miras el mundo y la sentencia se cumple: / el otoño llega primero a los fresnos, / los pájaros mueren en las tormentas, / las hojas caídas alimentan la tierra, / su acumulación genera calor, / el calor apura la podredumbre.”
También, muy próximo al tema anterior, está el motivo de la extinción del amor, y con él de tanta existencia pasada y posible que encontraba en ese amor su sentido, como en el poema “La fotografía” . Y la muerte, claramente, que aparece como la prueba inapelable de que no hay otro horizonte para la existencia que la disolución. La elegía a la madre, “Ante una tumba con nombre”, es uno de los poemas más sencillos y serenos de esta obra, con la sencillez y la serenidad de las emociones que llegan desde lejos, trabajadas por el tiempo como un canto rodado, con ese doloroso pulido de lo inexorable: “Esta piedra escrita con tu nombre, / lo dice todo muy claro: la vida concluye / sin profundidad y sin extensión. / Las tibias manos terminan aquí; / las mañanas e incluso el mar / aquí se adelgazan hasta convertirse / en una breve línea de polvo y sombra. // Ahora soy yo quien no tiene consuelo: / todavía apegado a la tierra, / observo las pequeñas flores amarillas / que se inclinan hacia donde aún queda sol. / Entiendo tu miedo: sujetabas mi libertad / para que no viera estas imágenes fijas, / para que yo no empezara a morir.”
La conciencia de la fugacidad, de la pérdida, de la muerte, de la nada (“la cuota de nada que te pertenece” parece ser la sola propiedad más íntima que puede atesorar el ser expoliado de todo ), hace brotar a veces una vena lírica de purísima religiosidad escéptica, si se me permite el oxímoron: se trata de plegarias que se abren hacia la espera de lo desconocido, como en “Tomas el breve tallo” y en “Eolo” (“¡Sopla, amigo, / entre las camisas recién lavadas, sopla / hasta que llegue / el único que espero!” ), o que ruegan por que se mantenga la ilusión, la que nos distrae de la visión paralizante de la caducidad y nos impulsa a seguir viviendo, como en el admirable poema “Líneas de la mano”:
Líneas de la mano, líneas de la vida,
puntos cardinales extraviados en la piel,
les ruego que no digan toda la verdad:
si la vida será corta en extremo
afirmen que la mirada miente
y que una lectura más atenta
podría revelar
cuánto recorrerán los pies,
cuánto rogarán los labios todavía.
El anverso de la plegaria, que más bien parece una exhalación que da momentáneo consuelo, diría que es la piedad, una piedad universal, metafísica, por la naturaleza insuficiente de todo lo que es, lo que ha dejado de ser, lo que no puede ser como quisiera. Aquí se muestra desnuda, en toda su crudeza y desamparo, la conciencia moderna de la alienación del hombre ante la naturaleza y la historia, ante los otros hombres e incluso frente a su propio ser. No obstante siglos de interrogación del mundo, de exploración y experimentación, el mundo mantiene su hermetismo: vivimos entre cosas cuyo sentido desconocemos, las cosas mismas están solas y aparecen como vestigios de un secreto extraviado, como se lee en “Las cosas” . Cito completa la sección IV de “El desierto necesario”, ya que no está incluida en esta selección: “Ciencias del alma que el alma no curan, / ojos ciegos de tanto escarbar en la tiniebla, / ojos que lavan el ojo del hombre / para que dure un día más, ojos que lo visten / para que no muera de pena: piedad / por los que lloran un cielo siempre lejano, / piedad por los que lavan su pena / en un agua sin consuelo: / hay, en sus mesas, un tibio sol dormido, / hay una copa que no termina de embriagar.”
El poema clave de esta desolada experiencia, es “Robinson” . Es uno de los grandes poemas de fines del siglo XX en la Argentina, como se verá un día, cuando finalmente se disipen las humaredas críticas que oscurecen y desdibujan los perfiles del paisaje poético de las últimas décadas en nuestro país. El texto tiene un raro encanto, el encanto de la poesía distanciada (objetiva, iba a decir, pero el término se presta para confusiones penosas en el medio literario local), más común en la tradición de lengua inglesa que en la hispánica. No es el caso de la máscara poética, ya que el poeta no proyecta su voz a través de los labios del personaje de Defoe, sino que le habla a Robinson, a la manera del poema de Robert Browning “A Toccata of Galuppi’s”; pero mientras en éste la actitud del yo lírico es una mezcla de admiración, piedad e ironía hacia el destino del músico veneciano, en el texto de Oteriño lo que domina es la compasión por el náufrago en su isla. La discursividad del poema juega hábilmente con la reiteración anafórica (“Me apena verte, Robinson, / me apena ver tu silla de entretejido cordel…”; “Me apena verte ordenar la ración del día…”; “Me apena tu sombrilla, / tu casco de piel cruda…”, “adonde eres rey solo en reino solo, / adonde dices la ley y la haces cumplir”, etc.), los paralelismos (“Me apena tu entereza para durar: / más que fuerza es obstinación, / más que fatalidad, soberbia.”), los cambios de tono (“La mañana es bella, es cierto, / las hojas son anchas / como para albergar el recuerdo…”; “Cada día no es nuevo para ti, confiésalo”). La estructura es sencilla y eficaz: la afirmación del juicio compasivo, la descripción de esa vida que provoca la piedad del que habla (la mención de unos pocos objetos y costumbres sugiere mucho más de lo que explicita) y la razón por la que siente pena. Es muy lograda la alternancia de las imágenes descriptivas, concretas, y las explicaciones que proyectan la circunstancia puntual a un plano de mayor abstracción y universalidad.
No es casual, sin duda, ni indiferente, que el personaje elegido pertenezca a una novela del siglo XVIII en Inglaterra, el siglo y el país donde se manifiestan tempranamente los signos de la conciencia y de la sociedad que todavía hoy nos definen (la posmodernidad es un avatar de la época, una crisis y quizá una transición, pero no inaugura algo nuevo): Robinson, en el poema, encarna al hombre moderno, racionalista, individualista, dividido del mundo, abandonado a sí mismo. Está claro, pues, que la piedad que el poeta expresa por el personaje es también piedad de sí y de nosotros y de nuestros contemporáneos (la compasión sólo es posible con quien se nos parece): en ese “espejo partido” que el náufrago rescata de la orilla se refleja nuestro propio rostro.
El juicio es a la vez piadoso e implacable, y conmueve tanto por su parco dolor como por su severa veracidad:
Cada día no es nuevo para ti, confiésalo.
Porque no es ésta tu prisión: tu prisión eres tú mismo,
tu imposibilidad de partir el pan con otro,
de dar gracias a otro señor.
Me apena ver tu desvelo detrás de una tabla
rescatada del mar, de un espejo partido,
de la ceniza de un cabo de vela.
Porque son señales de un mundo que se deshace,
y eso no es cierto: las manos construirán otro y otro,
con fuerza irresistible y la misma unción.
[…]
Me apena verte en la isla desierta,
porque es tan extraña y sola como extraño y solo
es el mundo entero para ti,
y eso no tiene remedio
en ninguna comarca de la tierra.
En las palabras anteriores es posible ver una lograda cifra de ese segundo polo en la oscilación que señalaba entre la conformidad con el mundo y el extrañamiento del mismo. Ahora bien, en esa dialéctica que recorre la obra me parece que se manifiesta también, y va tomando una creciente importancia en los últimos libros, una síntesis en cierta medida superadora. (Digo “en cierta medida” porque no estamos hablando de un discurso filosófico, sino de poesía, y sabemos que en ella las tensiones nunca se resuelven del todo en el diseño intelectual: bastan una muerte o la caída de una hoja en la vereda, un amor o el destello del sol por la ventana, para que nazca un verso que renueva el acuerdo o desacuerdo con la vida). Se trata de una síntesis que revela plenamente la índole platónica profunda de la concepción poética de Oteriño.
Este tercer estadio en su poesía (pero tampoco hay aquí sucesión cronológica) podría llevar como epígrafe la célebre sentencia de Heráclito: “La armonía oculta es superior a la armonía manifiesta”. Presentir tal superioridad implica, por un lado, haber padecido una insatisfacción que no es tan común, que no necesariamente es vivida por todos, frente al orden habitual de la experiencia. Es lo que el poeta llama “la insuficiencia, la precariedad de lo real”, cuyas múltiples manifestaciones hemos considerado al explorar el segundo polo de tensión en esta poesía. Hay quienes tal vez nunca perciben tal insuficiencia ; hay quienes la advierten pero aceptan de modo natural esos límites, sin esperar nada que los trascienda; y hay quienes la sufren de manera tan punzante, que la misma punta aguda que los hiere se convierte en instrumento de indagación de una esfera a salvo de tal precariedad e insuficiencia. La nostalgia, así, de un acuerdo con la inocencia del mundo, que veíamos en el primer polo de atracción, cuando esa concordancia se frustra, puede transformarse en búsqueda de una inocencia ulterior, de una realidad más real.
Claramente, el mito de la caverna de Platón, en el orden gnoseológico, y en el orden metafísico su concepción de un lugar celeste donde moran las ideas, que para él son la verdadera realidad (por ello se ha hablado del realismo platónico) incontaminada de cambio, de corrupción, de muerte, tienen su origen en esa experiencia. El desgarramiento que ella produce, y su vínculo con la creación artística, podemos reconocerlo en un buen número de poemas de Oteriño. Por ejemplo, en “Los grandes maestros”: “Lo que no vieron los discípulos / es lo que los Maestros habían visto en la tela: / su propia carne desgranándose de a poco, / como los frutos de caza que también solían pintar, / mientras el pincel introducía bellotas, granadas de pulpa roja / y porcelana celeste. // Sabían, mejor que nadie, / por eso eran grandes y eran Maestros, / que Papas, Anunciaciones y Madonnas / eran estaciones, no arribos. // Un derrumbe de espejos: eso pintaban. / Rostros que, en el trajín de los cuerpos, serían sombras; / sombras / que escaparían de los cuerpos / para sobrevivir.” También, con una filiación aún más evidente en el pensamiento platónico, aparece en “La lección del maestro” el proceso de acendramiento espiritual como un progresivo desasimiento de lo temporal y finito, de lo relativo y corporal, como una liberación “de toda esclavitud, de toda carga / humana”: “A diferencia de la rosa, / que, de nacer plegada, vuelta / sobre sí misma, en unido capullo, / con los días va estirándose, / ensanchándose, / el espíritu, por oposición, / a medida que crece se adelgaza, / tiende a desaparecer de lo visible. // […] // Pero es sólo el primer paso / de una sucesión en cuyo término / está la desnudez; / cuando, perdida la rosa, / se recupera la Rosa.”
Si bien en “El orden clásico” el poeta no deja de advertir que la concepción de un orden armónico, la reducción del bosque de lo contingente y relativo a la geométrica columnata universal y eterna, “fue un episodio fugaz, / que hoy leemos en los libros de arte”, y que tampoco entonces “era confortable la tierra / ni calmo el cielo” , en otros textos, como los anteriormente citados, pareciera mantenerse aún esa ilusión fascinante, o esa fe, en el poder del arte de transfigurar la armonía manifiesta en una armonía oculta y perdurable. Así, leemos en “Mosaico bizantino”, un poema en el que resuena a lo lejos la lírica última de W. B. Yeats, la de su canto “Sailing to Byzantium”, con su esperanza de una creación que salve de la vejez y la caducidad: “La hoja de un árbol es inconmensurable, / la sombra es inconmensurable; / quien las tiene en sus manos no las posee: / mudan, se deslizan, copian al viento / y no dejan señal alguna. / Sólo en la lejanía es posible alcanzarlas: / en la refracción de los espejos, / en la corteza del jardín quemado, / en el paesaggio que se cuela por la ventana. // En el mosaico bizantino, por ejemplo, / ya no disputan su primacía entre verdes. / Perdidos peso y espesor, / perdida la consistencia; / sin rastros de corrección óptica / ni de fidelidad orgánica / ―únicamente añil y tiza sobre el plano―, / elevan desde su fondo de oro: / “ven, árbol, redúcete a escala: vive eternamente”.”
Hay un poema reciente de Oteriño, “Un cisne”, aquí publicado por primera vez, cuyo dramatismo me parece particularmente ilustrativo de estas tensiones que recorren su obra. Lo que en otros textos y autores argentinos contemporáneos puede mostrarse como una disquisición más o menos especulativa sobre la experiencia del mundo y de la vida y su transposición artística, en los que puede advertirse un sabio aprovechamiento de la lección girriana, en “Un cisne” adquiere un pathos existencial por lo general ausente en el autor de
El motivo es el poema y sus herederos. El poeta recuerda un episodio vivido hace tres lustros o más: caminando a la orilla del mar (la presencia del mar es un leitmotiv de su obra y permitiría una interesante indagación temática), encontró junto a las rocas de un acantilado los restos de un cisne que había sido varado allí por la tormenta, y que, a la espera de retomar el vuelo, fue atacado y despedazado por unos perros hambrientos. De regreso en esa playa, recuerda aún la atroz hermosura de un ala, y su memoria, dice, a la vuelta de los años, resulta más nítida y poderosa que la disolución y la arrolladora brutalidad de los elementos, y aún “guarda, del cisne, su violentada espera”. En la blanca disección de esa ala abandonada, “tan perfecta, que hubiera sido justo / que levantara vuelo, aun sin rumbo”, Oteriño ve cifrada “una heráldica del universo”, un emblema de su ferocidad y su belleza. Creo que nosotros podemos ver en ella también una cifra de la conmovedora fragilidad y perdurabilidad del arte, así como en la “violentada espera” del ave una imagen del destino del poeta en nuestro tiempo.
P. A.
Alta Gracia, 15 de junio de 2008
[Texto publicado como estudio preliminar
de la antología de Rafael Felipe Oteriño
En la mesa desnuda. Poemas escogidos 1966-2008
Ediciones al Margen, La Plata, 2008]