Alfonso Berardinelli
Sobre "El infinito"
de Giacomo Leopardi
El infinito
Siempre
me fue querida esta colina
Solitaria,
y querida esta espesura
Que
oculta a la mirada una gran parte
Del
último horizonte… Pero aquí,
Sentado,
contemplando, ilimitados
Espacios
a lo lejos, sobrehumanos
Silencios,
profundísima quietud
Finjo en
mi pensamiento, donde falta
Poco para
aterrar al corazón.
Y como el
viento escucho susurrar
Entre el
follaje, yo comparo aquel
Infinito
silencio y esta voz:
Y llega a
mí el oleaje de lo eterno,
Las
estaciones muertas, la presente
Y viva, y
su rumor. Así, entre esta
Inmensidad
se anega el pensamiento
Y
naufragar me es dulce en este mar.
Giacomo Leopardi
[Versión
de P. A.,
Villa
Dolores, 06-XI-16]
*
L’ infinito
Sempre caro mi fu quest’ermo colle
E questa siepe, che da tanta parte
Dell’ultimo orizzonte il guardo esclude.
Ma sedendo e mirando, interminati
Spazi di là da quella, e sovrumani
Silenzi, e profondissima quiete
Io nel pensier mi fingo; ove per poco
Il cor non si spaura. E come il vento
Odo stormir tra queste piante, io quello
Infinito silenzio a questa voce
Vo comparando: e mi sovvien l’eterno,
E le morte stagioni, e la presente
E viva, e il suon di lei. Così tra questa
Inmensità s’annega il pensier mio:
E il naufragar m’è dolce in questo mare.
Giacomo Leopardi
(Recanati,
29 de junio de 1798
– Nápoles,
14 de junio de 1837)
Si
no el más famoso, "El infinito" es sin duda el poema más sorprendente
y magnético de la literatura italiana, es el "agujero negro", es el
principio del nirvana en nuestra tradición poética. Como el soneto de las
"correspondencias" de Baudelaire es considerado la fuente del
Simbolismo, así "El infinito" puede ser considerado el vórtice en el
cual el clasicismo se disuelve y se pone una nueva unidad de medida de la
poesía.
Cuando
escribió estos quince versos, en 1819, en Recanati, Giacomo Leopardi tenía poco
más de veinte años. La experiencia del poder aniquilador e ilusionista de la
imaginación se le volvía cada vez más familiar. "El alma imagina lo que no
ve, lo que ese árbol, esa espesura, esa torre le esconden, y va vagando en un
espacio imaginario, y se figura cosas que no podría, si su vista se extendiera
ubicua, porque lo real excluiría lo imaginario" ("Zibaldone",
171, 12-13 de julio, 1820). La experiencia del infinito se desprende, pues, de
la experiencia del límite. Es la familiaridad con la percepción del límite
(esta colina, esta espesura) lo que abre el acceso a lo que no tiene límite, a
lo que está más allá del límite.
Pero
además de ser el poema más típico y puramente lírico de toda la tradición
italiana (vale decir, el poema en el cual adviene el monólogo más autorreflexivo,
más solitario y menos comunicable), "El infinito" es también un
concentrado extremo de la situación en la que vivió Leopardi. Es la imagen de
una vida que se vacía de sí misma, se aleja de sí misma y se adentra en alta
mar (hasta el naufragio) tomando distancia de preocupaciones, deseos,
esperanzas, amarguras. Analizada y sopesada palabra por palabra, sílaba por
sílaba, verso a verso, esta breve composición termina por aparecer como un pozo
sin fondo. Breve como debe ser la verdadera poesía, según Leopardi: un chorro
inesperado y semiautomático de palabras que se imponen a la mente liberándola
por un breve lapso de tiempo de la parálisis de la esterilidad. Una medida
impecable, el endecasílabo, el verso más clásico y más natural de la poesía
italiana, que ordena palabras y sílabas sin forzarlas, conduciéndolas desde una
frase a la otra más allá de esa misma medida que sin embargo las gobierna.
Sobre
"El infinito" han sido escritos numerosos estudios (Fubini, Lotman,
Di Girolamo, Blasucci), que ponen en evidencia la absoluta originalidad del
tejido métrico. El verso se tiende plácidamente sobre sí mismo o se encorva
fragmentándose en medidas mínimas para luego reencontrar en el flujo sintáctico
unidades más amplias. Los adjetivos indican un límite extremo y su superación
("último... Ilimitados... sobrehumanos... profundísima...").
El
vocablo que da título al poema aparece en el décimo verso, como adjetivo que
califica al silencio ("infinito silencio"). Y nos topamos von él
después de una suspensión ("aquel..."), a la cual sigue el choque, el
cimbronazo de aquel adjetivo, que en una lectura ralentada también podríamos,
por un instante, tomarlo por un sustantivo. Pero luego la noción de infinito se
prolonga en aquella de un silencio audible, como el susurro del viento.
Ausencia, vacío y silencio están preñados de todas las presencias que en ellos
se niegan. Este infinito es temporal (un siempre, un ahora que no pasa), es
espacial (el confín de la colina y la espesura), es sensorial (sonidos que
entran en el silencio), es mental (memoria que cae en el olvido, imaginación
que es vencida y espantada por el exceso). Los endecasílabos son quince, uno
más que en un soneto. La medida tradicional, clásica y áurea de la poesía
italiana está, pues, presente: pero lo está, se diría, a la manera de la
intrusión y de la atenuación (nada de rimas, un verso de más, que es por otra
parte la cláusula de la extinción, de lo que cesa). El pronombre personal
resuena con su carga afectiva y casi corpórea en el primer verso y en el último
("me fue", "me es dulce"). El naufragio del yo, en fin, es
señalado por una sensación de placer que de nuevo hace aparecer el "me
es", el "yo soy", en el instante mismo en que se disipan.
De: Alfonso Berardinelli,
Cento poeti.
Itinerari di poesia,
Mondadori, Milano, 1991, págs. 179-181.
[Traducción
de P. A.
Córdoba,
20-XI-21]
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