Alfonso Berardinelli
El escándalo de la lectura
―Traducción
de Pablo Anadón―
La literatura, en la enseñanza, se
presenta desde el inicio como algo alienado y alienante, de lo cual se
obtendrán resultados fatalmente deprimentes y reductivos, tanto desde el punto
de vista de lo que la literatura es, como desde el punto de vista de lo que la
enseñanza debería ser.
La primera cosa errada que, sin darnos
siquiera cuenta, aprendemos en la escuela e incluso en la universidad, es que
las obras literarias han sido escritas por sus autores y están ahí ante
nosotros para ser enseñadas y estudiadas. Y que en un cierto sentido la
literatura (pero lo mismo vale para todo lo que se convierte en “materia
escolar”) existe, antes que todo, y tal vez solamente, dentro de la escuela,
bajo forma de instrumento, contenido, relleno o pretexto para la praxis
didáctica. La Praxis Didáctica lo domina todo. Es una condición trascendental y
apriorística, ¡es la forma teórico-práctica que da forma teórico-práctica a
todo lo que toca! (Lo que se podría tratar de obtener de los propios hijos es
que no crean que si de un día para el otro la escuela desaparece,
desaparecerían con ella todas las cosas de las que les hablan en la escuela:
las catedrales góticas y la revolución francesa, la sintaxis del período y los
poemas de Cavalcanti).
La primera cosa que hay que hacer, pues,
es ésta: evitar por todos los medios que la enseñanza vuelva irreales a los propios objetos,
transformándolos precisamente en nada más que materias de enseñanza (interrogación
en clase, estudio en la casa, lecciones, exámenes, etc.). Los programas
ministeriales, y sobre todo la organización cotidiana de la vida escolar, son
máquinas apisonadoras, que parecen hechas a propósito para triturar la más
adamantina voluntad de independencia. De hecho, la libertad de enseñanza se
reduce a muy poco. Para hacer algo diferente de “lo que todos hacen”, es casi
siempre indispensable la solidaridad de algún otro profesor. O es necesario
estar absolutamente convencidos de que un docente animado de real curiosidad,
sinceridad y coraje no podrá nunca ser desmentido por “resultados negativos”:
porque tendrá siempre de su parte los sagrados principios de todo el
pensamiento pedagógico clásico y moderno, y los estudiantes, si no inmediatamente,
tarde o temprano entenderán que están en compañía de una persona viviente y
pensante, y no de una copia fiel realizada en conformidad con las más recientes
y remotas directivas “superiores”.
Tengo la impresión de que quien enseña y
quien estudia literatura (y no sólo quien la estudia como estudiante, sino
incluso quien la estudia como estudioso) tiende a olvidar que las obras
literarias no han sido escritas por sus autores para ser enseñadas y
estudiadas, sino para ser leídas y releídas. Quien lee a un clásico debería ser
tan ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro ha sido escrito
justamente para él, para que se decidiera a leerlo.
Aunque los lectores hayan aumentado en
número, la calidad de la lectura probablemente ha empeorado. El gran desarrollo
y la proliferación de los métodos para analizar un texto se deben también a
esto: en efecto, cuanto peor es la calidad de los alimentos, tanto más se
multiplican los manuales de cocina refinada y las revistas para paladares
finos.
En la enseñanza se deberían simplificar
las cosas lo más posible. ¿Qué mejor cosa puede hacer un profesor si no es
elegir bien los libros a leer y permitir a los estudiantes la mejor lectura
posible, creando o estimulando las condiciones para que esto suceda? Por más brillantes
que puedan ser las clases del docente, el curso será un fracaso (o peor, un
engaño) si los libros prescritos son de escasa calidad o tediosos.
En cuanto a los así llamados métodos de
lectura, no logro ver otros que la
lentitud y la repetición. Se
puede elegir, por ejemplo, más o menos al azar, un poema o una página en prosa,
pidiendo a los estudiantes en el aula que los lean en voz alta. Si son veinte
alumnos o menos, cada uno hará su lectura. Si el número es más alto, entonces
se podrá limitar a diez o veinte lecturas. El experimento puede hacerse tanto
con un texto de un autor conocido como con un texto de quien ninguno deba saber
nada. Ese poema y ese fragmento de prosa comienza así a tomar forma, es de
nuevo presente, asume la voz que cada lector le presta. No todos harán las
mismas pausas. La entonación de ciertos pasajes podrá cambiar. Alguien se
equivocará o saltará alguna palabra. Algunos tratarán de imitar a los actores
de la radio o de la televisión. Otros leerán de manera expeditiva, o harán una
caricatura burlona de ciertos detalles. Cada uno, esperando su turno de
lectura, dará más atención al modo de leer de quien lo precede y se preparará,
más o menos intencionalmente, a leer ese verso o esa frase o el texto entero
con algún mejoramiento o cambio de tono. Como sea, la presencia más
comprometida y real en el aula será ese texto que cada uno y muchos deberán
leer, al cual cada lector dará algo propio. Los errores y las incertidumbres en
la lectura son tan útiles como las pronunciaciones más hábiles y logradas: a
veces incluso más, porque sugieren una corrección, señalan vacíos de atención y
riesgos de malentendidos. Las capacidades para la “recitación” no tienen nada que
ver. Será bueno aconsejar que se lea de tal modo que, mientras se lea, quien lo
esté haciendo entienda lo mejor posible el significado de las frases, se
abandone a su juego y sienta su ritmo.
El alto número de las lecturas y la
concentración que se crea tienden a favorecer una especial tensión y espera
interpretativa, que permite pasar al momento siguiente: el de la observación,
el comentario, la discusión y selección de las impresiones de lectura. (Pero
también se podría postergar todo esto para otro día, o dejar en torno de lo que
se ha leído una vasta zona de silencio). ¿Qué ha golpeado? ¿Qué sentido tiene
tal elección lexical? ¿Qué sugieren ese enjambement
y esa cesura? ¿De qué se habla? ¿Qué venimos a saber leyendo esa página? ¿Qué
más se debería o se querría saber para entenderla mejor? Esto, naturalmente, es
sólo un punto de partida. Se puede decidir si seguir adelante comentando esas
pocas líneas por todo un mes, por todo un año, leyendo el libro de principio a
fin, o en cambio pasar rápidamente a otro, a textos de la misma época pero muy
diferentes, a textos muy semejantes de épocas lejanas, según los propios
programas o siguiendo la concatenación de problemas y de curiosidades que
nazcan en el curso de la discusión. El mejor resultado de un curso de
literatura será siempre esto: que los estudiantes sigan hablando de esas páginas
y de esos libros también fuera de las horas de clase y después de haber
superado su examen.
¿Pero hay todavía alguien que esté
verdaderamente interesado en saber qué
está escrito en los libros, de qué hablan las obras literarias, qué querían decir los escritores
escribiendo lo que han escrito? ¿Y es posible que nos preguntemos esto en la
enseñanza? Lo dudo. Porque si así fuese, ¿cómo sería posible prescribir en las
escuelas y en la universidad (digo, ¡en las escuelas, en la universidad!) el
estudio de Leopardi y de Dante, hacer “sobre” ello millares de interrogaciones,
lecciones, exámenes, ejercitaciones escritas, sin ser tocados ni siquiera un
instante por la aspiración al paraíso, por la angustia del infierno, por el
problema del suicidio y por la insensatez del “progreso” humano?
No logro ver ninguna función y utilidad
de la lectura de las obras literarias que ésta: escándalo, conocimiento,
evasión, ensimismamiento.
Qué es lo que estas experiencias
procurarán a los alumnos, nunca estaremos en grado de decirlo con anticipación.
Cada generación, cada público, cada individuo debe experimentar de nuevo en sí
mismo el efecto de los clásicos. Aunque sea de un solo verso y de una sola
frase.
[Traducido
de: Alfonso Berardinelli, Cactus /
Meditazioni, satire, scherzi, L’ancora del mediterrano, Napoli, 2001, pp.
73-76.]