lunes, 6 de julio de 2015

TRES AMIGOS

 
[Alfredo Veiravé, Alejandro Nicotra y Horacio Castillo,
en la ciudad de Mendoza, 1991.
Fotografía obsequiada por la familia de Horacio Castillo
]



Sucede

                                         a Horacio Castillo


Como en el centro ambiguo
de un sueño o una historia recordados,
aflora, a veces,
la ilusión, el fantasma
de lo real.
                  Sus alrededores
―rostros, lugares, voces―
convergen ―y se anuda
el destino:
                   zona irritable,
si la tocas.
                   Pero,
ahí te habla, estuvo
esperándote, el poema.


Alejandro Nicotra

[De una palabra a otra
Ediciones del Copista, 
Col. “Fénix”, Córdoba, 2008]


*


Ella en Sardes


Ella, a menudo, en Sardes,
tendrá su pensamiento aquí.

Como el caballo rompe el ronzal
y corre libremente por la llanura,
así volará hacia aquí,
con el destino atado todavía al cuello.

Cuando estuvo entre nosotros,
en ti echó raíces, de ti se nutrió,
pues toda alma es parásita
y sólo a expensas de otra alma crece.

Por eso ahora, en Sardes,
afilando el ojo en el esmeril,
ella tendrá su pensamiento aquí,
lejos de sus brazos, en un dominio bárbaro.


Horacio Castillo

[Tuerto reyCarmina, Buenos Aires, 1982]


*


Carta al poeta Alejandro Nicotra
antes de salir de viaje para México


Tu desnuda Musa, en Villa Dolores,
claridad errante que se desviste sobre los poemas no escritos
te “dictó” estos bellos que acabo de recibir; los respondo
   con un soplo de estas operaciones del viaje
   que ahora emprendo / volaré en trance cuando me leas
sobre un piso de Jumbo encima de las cordilleras
andinas de América, bajo el volcán de Cuernavaca
donde se emborrachaba el Cónsul de Lowry, sobre la bella
catedral de Tepozotlán, Clima cerca del mar si miras el mapa /
y preguntarás una vez más ¿por qué la poesía quiere salirse de madre
   cuando es el sol sobre las piedras pintadas y redondas
   de tu pequeño río cordobés, donde nos bañamos una vez, y conversamos
para unas eternas (dóciles) reverberaciones
si son las únicas que valen “cuando se apaga el grito del mundo”?

No lo sé, solamente siento el esqueleto lleno de murmullos
en los espartillos de la República y la cabeza llena de ruidos
   del mundo, aunque siempre son ellos los que me llaman.
Viajar hacia adentro como haces tú, o viajar hacia afuera /
¿los “estables” y los “errantes” del siglo XVII de Paul Hazard?
   corriendo por los aeropuertos son una encrucijada
del universo que nos pide más vida en la muerte del aire novedoso,
   en los océanos terrestres de una Comala
   verde de otra
   Comala muerta con voces que hablan entre los
terrones del duelo y
la locura de Susana San Juan: un huevo de perdiz
que se abre bajo los papalotes de donde sale la madre de cada uno
de nosotros, acompañándonos
con sus navegaciones mortuorias
   queriendo saber al fin quiénes somos de lo que ella engendró alguna vez,
en la hora en que los sueños se vuelven verdaderos
como tus citas de Seferis;
en la hora de despedirnos de los poemas, a la hora de cerrar los libros
   que quedan sobre mi escritorio.

Quedar entre las sombras esperando que salgan los sueños de la casa:
   unos corriendo con la angustia de la velocidad / otros
vestidos con lujosas máscaras ceremoniales
y palabras nunca dichas / algunas, femeninas, hijas de la Realidad
con la boca entreabierta apenas, murmurando, murmurando un adiós
   al abrir la puerta.

Cuando uno viaja ¿quién habla en el poema? ¿El que se va o el que vendrá?
Ulyses atrapado por Circe haciendo el amor debajo de un león
parado en cuatro patas sobre ellos. ¿El recuerdo de Itaca?
Ahora ha vuelto el calor al Chaco lo cual no afecta mi presión
arterial bastante controlada, he dejado casi de fumar
y te escribo urgentemente antes de salir
   de viaje
mientras tú enciendes serenamente
   tu pipa. Y reflexionas
en lo profundo e intocado del verso.


Alfredo Veiravé

[Laboratorio central
Sudamericana, Buenos Aires, 1991]


viernes, 3 de julio de 2015

KONSTANTINO KAVAFIS

Termópilas





Me acuerdo que, allá lejos y hace tiempo, cuando tenía veinte años y estudiaba en la universidad, el querido profesor Oscar Caeiro me invitó a participar en una mesa sobre la traducción de poesía en el Instituto Goethe. Escribí entonces las primeras palabras sobre este oficio tan grato e ingrato a la vez, el de la traducción. Grato, digo, porque uno disfruta de las delicias de la artesanía poética, sin las angustias que a veces conlleva la creación original. E ingrato, porque la insatisfacción con los resultados suele ser mayor aún que con la creación original, y porque siempre son logros precarios: por una parte, es raro que una traducción sea perdurable, ya que la afecta rápidamente el paso del tiempo, el cambio de poéticas, de modas, de lenguaje, y cada generación propone sus propias versiones; y por la otra, el buen lector de poesía por lo general desconfía de una traducción, la lee, digamos, con ojos más precavidos e incrédulos que a un texto original. Bueno, no conservo las páginas que escribí para aquella mesa de traductores, pero recuerdo una metáfora que usé para ilustrar lo que me llevaba a intentar una traducción. Dije que lo que me impulsaba a traducir poesía se parecía a lo que lleva a alguien a reproducir en el piano ―o tararear al menos― una melodía que lo ha encantado y que no puede sacarse de la cabeza, o a un enamorado a bosquejar los rasgos de la amada, e incluso ―esa práctica adorable de la adolescencia― a escribir una y otra vez el nombre querido, que es para su oído una especie de talismán sonoro. Es decir, la traducción como una manera de hacer propio, con los medios que uno tiene, un objeto de admiración, cuando no de devoción. Me acordaba de esta metáfora de mi juventud anoche, cuando la relectura de poemas de Konstantino Kavafis, en una edición que tiene en la portada, con mi letra de entonces, debajo de mi vacilante firma, la fecha 1981, me hizo tratar de decir con mis palabras, en base a la traducción de ese libro (“Poesías completas” de Kavafis, Hiperión, Madrid, 1976, traducción de José María Álvarez), uno de los poemas del poeta alejandrino que llevo en la memoria desde aquel tiempo, “Termópilas”. Aquí esa versión personal, para uso personal, de alguien que ignora todo del idioma en que está escrito el texto original, el griego moderno.

Termópilas

Honor a aquéllos que en su vida
Han decidido defender Termópilas:
Sin apartarse nunca del deber,
Siempre justos y rectos en sus actos;
Piadosos, compasivos; generosos
Si son pudientes, y también si son
Pobres, modestamente generosos,
Cada uno de acuerdo con sus medios;
Siempre veraces, pero sin guardar
Rencor a quien no puede no mentir.

Y más honor a aquéllos que prevén 
(Y muchos son los que prevén)
Que al fin Efialtes aparecerá
Y finalmente pasarán los persas.

Konstantino Kavafis


[Versión de P. A.,
para uso personal,
Córdoba, 03-VII-15]

miércoles, 1 de julio de 2015

KONSTANTINO KAVAFIS

EN EL ATARDECER





Siempre pensé, viendo los originales de los poemas de Kavafis, que las traducciones habituales en verso libre no les hacían plena justicia desde el punto de vista rítmico. Hace unos años le pedí a una estudiante chipriota, Noelia Onisifora, que leyera en clase el poema “La ciudad”, uno de sus preferidos, en griego, y comprobé al escucharla mi presunción: era de una marcada musicalidad, con acentuada métrica y rima. Ignoro plenamente el griego antiguo y el griego moderno, pero aquí he intentado una versión en verso blanco de uno de los poemas que más quiero del poeta de Alejandría, “En el atardecer”, una de cuyas líneas, “Un eco de los días de placer”, citada en el soneto “Releyendo a Kavafis”, sirvió de título a una selección de mis poemas recientes que la revista “Hablar de poesía” tuvo la generosidad de publicar el año pasado. La presente versión, o recreación para uso personal, fue realizada en base a la traducción de José María Álvarez (“Poesía completa” de Konstantino Kavafis, Hiperión, Madrid, 1976). La dedico, claro, a Noelia, así como a mi maestro Horacio Castillo, quien también me había hablado, allá lejos y hace tiempo, en mi adolescencia, de la estructura formal de la poesía de Kavafis.


En el atardecer


Todo aquello, por cierto, no podía durar.
Los años de experiencia así lo enseñan.
Pero qué abruptamente cambió todo.
Qué fugaz que fue aquella hermosa vida.

Sin embargo, qué intensos los perfumes,
En qué espléndidos lechos nos tendimos,
A qué placeres dimos nuestros cuerpos.
Un eco de los días de placer,

Un eco volvió a mí de aquellos días,
Las cenizas del fuego juvenil:
Tomé en mis manos otra vez tus cartas,
Las leí y releí hasta que se extinguió la luz.

Y salí melancólico al balcón,
Salí para cambiar de pensamientos
Mirando un poco la ciudad amada,
Un poco el movimiento de sus calles y tiendas.



Konstantino Kavafis


[Versión, para uso personal, 
de P. A., Córdoba, 30-VI-15]