BORGES Y LA NOSTALGIA
DE LAS ORILLAS
En los acordes hay
antiguas cosas:
El otro patio y la
entrevista parra.
(Detrás de las paredes
recelosas
El Sur guarda un puñal y
una guitarra.)
Jorge Luis Borges
(“El tango”)
Para quienes han visto en Borges a un
escritor “extranjerizante” (esa palabra de moda en otros tiempos, no muy
lejanos, en la Argentina) o, como supo decirse, un escritor inglés en lengua castellana, nunca terminó de cuadrar
del todo en el esquema la evidente atracción que existió en él, desde el
comienzo mismo de su obra, por el mundo de “las orillas”, por las penumbrosas
esquinas suburbanas y la existencia azarosa ―para decirlo borgeanamente― del compadraje. Ese mundo es el que originó,
como se sabe, la osada coreografía del tango y sus letras abundantes en coraje,
ironía y lenguaje matonesco.
Octavio Paz, en su ensayo “El
arquero, la flecha y el blanco”, planteó esta discordancia de la siguiente
manera: “La contradicción que habita en las especulaciones y en las ficciones
de Borges —la disputa entre metafísica y escepticismo—, reaparece con violencia
en el campo de su afectividad. Su admiración por el cuchillo y la espada, por
el guerrero y el pendenciero, era tal vez el reflejo de una inclinación innata.
Fue quizá una réplica instintiva a su escepticismo y la civilizada tolerancia.”
Por su parte, Juan José Hernández, en su ensayo “Borges y la espada
justiciera”, de su libro Escritos irreberentes (2003), contrapone el modo en
que se produce la atracción hacia lo militar, presente tanto en Lugones como en
Borges. Mientras en el primero predomina, dice, “una inclinación innata por la
violencia”, en Borges prevalece lo elegíaco. Esta observación sobre el tono de
tal admiración me parece particularmente certera. Así lo señala el poeta, narrador
y ensayista tucumano: “En la obra de Borges, sin aventurar hipótesis en el
campo de su afectividad, el culto al coraje, personificado en malevos de andar
hamacado, melenas lacias y renegridas y rostros cruzados de cicatrices, es
antes que nada un recurso literario para la recreación poética de aquellos
personajes marginales de fines del siglo pasado y del sórdido suburbio que
habitaban.”
Yo aquí querría aventurar alguna
hipótesis en el campo de la afectividad de Borges.
Pero antes de ello, aun a riesgo de
ser digresivo, me gustaría recordar que el “sórdido suburbio” no fue una invención
literaria de Borges y su generación. Más de quince años antes de que ese mundo
apareciera en sus poemas, ya había hecho su irrupción en la poesía de una
generación hoy prácticamente olvidada, la de los poetas postmodernistas. En
efecto, ya en 1907, en el primer número de la revista Nosotros, se publica una serie de sonetos del jovencísimo Enrique
J. Banchs, en los cuales pueden leerse estrofas como las que siguen:
Chorrean las macetas
recién regadas
la pared envejecida donde
un mocoso
ha escrito un comentario
libidinoso
bajo la indiferencia de
las miradas.
Palidecen las malvas
atormentadas
por un cáncer de flores,
siempre oloroso,
y arañan el oscuro suelo
leproso
las saltarinas peonzas
bien aguzadas.
Cuatro o cinco vecinas en
compañía,
entre un chisme sabroso y
un mate aguado,
comentan las noticias de
policía,
y en el cuarto la enferma
llega a creer
que es la protagonista del
libro amado
que anteayer le prestaron
en el taller.
No sólo en el ritmo dodecasilábico,
sino también en los personajes del soneto (el diagnóstico de la enferma
seguramente fuera “tuberculosis”) y el ambiente conventillero (el poema se
titula “El patio” en la revista, y cuando se publica en libro se precisa como
“Rincón de patio”) habrá podido advertirse la proximidad de esta poesía con los
textos que más o menos por entonces comienza a dar a conocer otro poeta
argentino de esa generación de principios del siglo XX, Evaristo Carriego. El carácter
exótico que por aquellos años tiene la presentación en la sociedad literaria de
esos seres que en realidad habitaban a no demasiados metros del centro de la
ciudad, se advierte en el modo en que son escuchados los poemas de Carriego por
la crítica de la época. Cuando Evaristo Carriego murió, la revista Nosotros publicó una serie de discursos
y artículos en su homenaje. En la “Nota de la Dirección”, indudablemente
escrita por Roberto Giusti, se señalaba que el autor de La canción del barrio, “aunque escribía en castellano, gozaba de la
fama honda y extendida de los poetas dialectales.” Si bien en
esta nota la referencia a la condición “dialectal” de Carriego alude a la
difusión de sus versos, que “habían entrado con Caras y Caretas en todos los hogares”, en otras
páginas anteriores, de su libro Nuestros
poetas jóvenes (1911), Giusti ya había comparado a Carriego con los poetas
dialectales. No había en esto disminución valorativa: el crítico puntualizaba
que “en el día de hoy existen pocos poetas más poetas por antonomasia que los dialectales”, ya que “entre su canto
y la cosa cantada no se interpone la literatura, esa lente que deforma la
realidad, y nos la hace ver y sentir como ya otros la han visto y sentido”. Y
concluía, con intuición brillante, que como toda intuición reveladora tiene un
alcance mayor aún del que tal vez le diera conscientemente el autor: “Sin ser
poeta dialectal, cuando Carriego canta el suburbio, lo parece. Y esa es su originalidad.”
Quince
años más tarde, en otras lúcidas y entrañables páginas de “recuerdos y divagaciones”,
donde Roberto Giusti hacía un repaso memorioso de “Veinte años de vida
literaria” —tal era el título del trabajo— con motivo del vigésimo aniversario
de la aparición de Nosotros, el
crítico recordaba las noches de verano en que vagaban con Carriego por la
ciudad y se sentaban en algún banco de plaza a escuchar al poeta decir sus
versos y contar anécdotas del suburbio... Pero mejor escuchemos de su propia
voz las palabras con que el ensayista evoca la figura luctuosa de Carriego y el
efecto que producían en ellos —admiradores poco más que adolescentes— sus
historias de arrabal:
Salíamos del
café de los Inmortales, barato refugio de bohemios y desocupados, dejábamos
detrás de nosotros la calle Corrientes, ya rumorosa, y lentamente, por
Suipacha, subíamos hasta la plaza San Martín. Éramos tres, éramos cuatro, pocas
veces más. En el grupo iba Carriego, movedizo y parlanchín. Acomodados en un
banco, el poeta se sentaba en medio y nos decía sus versos que murmuraban en mi
corazón dulcemente. Él todavía no había publicado Misas herejes. Jóvenes, ingenuos, sentíamos cierta
turbación ante aquel magro poeta de ojillos hurgadores, siempre trajeado de
negro, que vivía en el arrabal, al que nunca pisábamos, y conocía su alma.
Evocaba Carriego las obreritas tísicas, las novias burladas, las dolientes
Margaritas, los niños sin madre, los patios de vecindad, los quejumbrosos
organillos, los bailes, los velorios, los guapos, los lugares de perdición, su
carne de presidio y de hospital. Hombres del centro, le escuchábamos encantados, como si nos contase fábulas de un lejano
y extraño país, mientras debajo de nosotros, sobre Santa Fe, los coches rodaban
con sordo y monótono rumor y sus luces se perseguían en dirección a Palermo.
En
esta nostálgica evocación (los apuntes tomados de la experiencia vivida
deberían ser inseparables de la crítica, al menos aquélla sobre autores
contemporáneos) se vuelve patente lo que el jovencísimo ensayista y director de
Nosotros había intuido vagamente tres
lustros atrás, cuando había definido a Carriego como un poeta dialectal del
suburbio.
Según
nos dejan adivinar parecidos recuerdos de quienes conocieron personalmente a
Carriego (Vicente Martínez Cuitiño, Álvaro Melián Lafinur, Juan Mas y Pi, Marcelino
del Mazo, Jorge Luis Borges, etc.), el poeta tenía plena conciencia de su valor
y del carácter singular de su recreación poética del suburbio. En efecto, como
observaba Daniel Freidemberg en clave borgesiana, después de haber cultivado un
modernismo de imitación, el autor de La
canción del barrio había descubierto quién era al descubrir cuál era la
entonación más propia de su voz y el mundo que esa voz había de animar en sus
versos. Así como el poeta rigurosamente vestido de negro debía percibir nítidamente
la impresión que sus relatos arrabaleros producían en aquellos jóvenes
literatos que jamás habían salido del “centro” ciudadano, así también debía ser
consciente del efecto que sus poemas proyectaban en un contexto literario que
aún levantaba sus escenografías un poco decadentes en torno del centro
modernista. No podía ignorar, por cierto, que sus historias suburbanas también
eran leídas como “fábulas de un lejano y extraño país” —fábulas, sin embargo,
nacidas de la más concreta experiencia de vida, lo cual intensificaba su
eficacia persuasiva— y de algún modo excavaba en el exotismo de las orillas como
quien ha encontrado un tesoro en el patio de atrás de su casa. De allí que
Carriego pudiera ser comparado en la época con un poeta dialectal, aunque
escribiera en el mismo idioma: su exotismo de las cercanías ignoradas es
esencialmente diverso, pero equivalente, al del exotismo modernista de las
lejanías.
Ahora
bien, la “operación” fundamental que cumple Baldomero Fernández Moreno pocos
años más tarde, ya en su libro Las
iniciales del misal (1915), tanto en lo que atañe a la poesía del barrio
como a la del campo y la provincia, es quitarle a la expresión del tema su halo
exótico. El autor de Ciudad (1917),
quien ya levanta su obra sobre las ruinas del modernismo (apenas si queda algún
vestigio en el título de su primer libro, como bien detectaba Borges, y en
algunos materiales de construcción a los que se les da un nuevo uso), puede
cantarle a los cines del suburbio, a los tranvías que llevan del centro a las
afueras, a “los almacenes y las fiambrerías”, a algún “zaguán al óleo”, a un
“cafetín oscuro”, a una “goteante canilla”, con la misma normalidad con que le
canta al Café Tortoni, al Parque Lezama, a las vidrieras de la calle Florida, a
la laguna de Chascomús, a las “doradas acacias / de agosto y de setiembre”, a
los burritos de Mina Clavero o al Club Social Cosmopolita de un pueblo perdido
en la provincia bonaerense.
Mientras
Carriego es detallista en la caracterización del ambiente suburbano, justamente
como quien trae crónicas y descripciones de “un lejano y extraño país” para
satisfacer la curiosidad de quienes no lo han visto, Fernández Moreno va
apuntando en breves notas —“Fachadas de ladrillos, / cercos de cinacina...”—lo
que ven sus ojos a su paso por el barrio, casi con displicencia, como si apenas
se propusiera recordar los trazos esenciales de un paisaje que resulta ya muy
conocido tanto para él como para sus hipotéticos lectores.
La familiaridad con que el poeta
nos habla de las cosas del barrio no implica, sin embargo, una mirada que por
lo acostumbrado del paisaje haya perdido su capacidad de asombro. Con tanta
naturalidad como se registra la cotidianidad más prosaica (“cuatro paquetes de
cigarros / y un par de números de lotería”
), se canta la belleza y lo
maravilloso que puede brotar, en imprevista epifanía, como unas chispas mágicas
al roce de los hierros más negros, de la visión habitual de los tranvías
alejándose en las calles: “Es hermoso, de noche, / ver huir, calle abajo, los
tranvías, / con un polvo de estrellas en las ruedas / y en la punta del trole
una estrellita.”
Pues bien, esto para subrayar el
hecho de que, tiempo antes de que Borges y sus compinches vanguardistas
hicieran sus célebres incursiones por los barrios porteños, ya otros poetas los
habían “madrugado” —para usar un término que al Borges veinteañero le gustaba
emplear— en la incorporación del mundo suburbano a la poesía argentina.
Con respecto a tales incursiones
de los jóvenes literatos de los años veinte, no debe haber una recreación más
divertida de aquellos episodios —además de las memorias de Carlos Mastronardi
y Conrado Nalé Roxlo
— que las páginas alusivas
de Leopoldo Marechal en
Adán Buenosayres.
Por mi parte, debo decir que el tono zumbón que emplea Marechal para referirse
a las aficiones criollistas y arrabaleras del Borges juvenil, me zumba también
en los oídos cuando escucho el lenguaje afectadamente compadrito que adoptaba
el autor de
Fervor de Buenos Aires por
aquellos tiempos, esos apócopes y síncopas y endulzamiento de la “x” en “s”
(verbigracia, “incredulidá”, “trascrita” o “estendido”, en vez de
“incredulidad”, “transcripta” y “extendido”), o esas “crenchas” de mujer que no
dejan de sonar algo espesas y engrasadas incluso cuando las acaricia en frases
galantes. Que se trataba de una afectación, semejante a los giros barrocos
también abundantes en esa etapa de su obra, queda demostrado por el hecho de
que desaparecerán de modo rápido e incruento, sin que esta pérdida mutilara en
nada la integridad de su estilo, y la comprobación de que los textos corregidos
de tales cortes y quebradas ganarán incluso en eficacia estética.
Este período de criolledá, sin embargo, me parece que
fue un aprendizaje necesario para nuestro poeta. Y aquí llegamos a la hipótesis
prometida sobre la razón afectiva que pudo mover al escritor políglota, erudito
y cosmopolita a sentir esa fascinación por el mundo del arrabal y del tango
porteño.
Se ha señalado el retorno a su
ciudad natal como una causa biográfica, así como la herencia familiar de la
amistad de Carriego. Yo creo que hay también un origen algo más hondo y lejano,
que explicaría tanto la atracción por esos ambientes cuanto el tono elegíaco
que advertía Hernández en las páginas mencionadas al comienzo.
Para introducir esta hipótesis,
querría que hiciéramos memoria de aquel ensayito de Borges sobre la flor de
Coleridge. Como el lector recordará, Borges cita la siguiente frase de
Coleridge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una
flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa
flor en su mano... ¿entonces, qué?” Casi sin darle importancia a su acotación,
con esa sutil percepción de la entraña existencial que palpita en toda
literatura, Borges comenta: “Detrás de la invención de Coleridge está la
general y antigua invención de las generaciones de amantes que pidieron como
prenda una flor”
.
La interpretación de esta mágica
flor puede ser doble, por lo menos. La primera acepción se la debo a mi padre,
quien recientemente, en una charla sobre estas cuestiones, me hizo notar que
esa flor que sobrevive luego del paso por el Paraíso podría vincularse con el
despertar de una experiencia amorosa: una vez que se ha salido del ensueño en
que se vive mientras se está enamorado, quedan los vestigios del encantamiento
del amor (una carta manuscrita, un anillo, un pañuelo, una flor entre las
páginas de un libro...), pero el aroma que les daba sentido se ha perdido. Son
el signo, sin embargo, de que el Paraíso existió.
La segunda interpretación es más
general. Creo que es posible relacionar esa experiencia con la condición misma
de la vida, sometida al tiempo. En efecto, el tiempo transforma lo vivido en
algo parecido a un sueño, nos hace tomar conciencia de que, como apuntó para
siempre Shakespeare, estamos tejidos de la misma sustancia de los sueños. Quien
haya vuelto alguna vez a la casa de su niñez, y vea allí las paredes entre las
cuales transcurrió su infancia, los objetos que lo rodeaban en sus juegos y sus
llantos y su soledad, comprenderá esto que digo. Están los ladrillos y hasta
puede persistir el color de las paredes, están algunos muebles y la parra sobre
el patio del medio, pero todo eso ya no es sino un vestigio, a punto de
esfumarse, de ese mundo irremediablemente extinguido, como esas inscripciones
borrosas que el visitante vislumbra sobre los muros de Pompeya.
Pensemos ahora en el niño que fue
Borges, quien vivió su infancia, como él mismo confiesa, entre las verjas de un
jardín de Palermo, entre los libros de la biblioteca paterna. Detrás de esas
verjas, lejos del ámbito protegido de esa biblioteca, estaba la zona penumbrosa
y peligrosa del barrio. Recién cuando el niño ese tuvo que ir a la escuela
pública, entró en contacto con seres que venían de tal región oscura, con otros
chicos que hablaban un lenguaje que no entendía —ese modo de hablar arrabalero
que luego iba a imitar— y que le propinaban golpes que él no podía devolver.
Tal vez comenzaba entonces a formarse en ese niño introvertido y vacilante el
temor de la cobardía y la fascinación por los confines, próximos sin embargo,
de los que procedían aquellos otros chicos mal hablados y pendencieros, que
hacían un culto del coraje y la violencia física.
Años más tarde, cuando Borges,
recién salido de una adolescencia europea también retraída, vuelva a Buenos
Aires, la búsqueda de internarse en aquella zona del riesgo y las pasiones
oscuras tendrá el carácter de un verdadero aprendizaje, de un viaje de formación
a esas comarcas a la vez próximas y lejanas a su propio mundo. Intentará entonces,
como quien dice, saltar las verjas de la casa de su infancia, para acceder al
espacio de la madurez, de la hombría. Por eso le atraerán las milongas de los
primeros años del siglo, aquellas “donde está la valerosa / chusma que pisó esta
tierra, / la que doblar no pudieron / perra vida y muerte perra, / los que en
el duro arrabal / vivieron como en la guerra”
, y no en cambio los
tangos “quejosos, lacrimosos”, que Borges identifica con la decadencia del
tango: “Una cosa es el tango actual —deslindaba el poeta—, hecho a fuerza de
pintoresquismo y de trabajosa jerga lunfarda, y otra fueron los tangos viejos,
hechos de puro descaro, de pura desvergüencería, de pura felicidad del valor”
.
La añoranza de esa “pura
felicidad del valor”, “el recuerdo imposible de haber muerto / peleando, en una
esquina del suburbio”
, esa felicidad negada
para el hombre Borges, es por cierto la que lo lleva a admirar a aquellos
compadres o compadritos del barrio ―que en verdad deben haber sido personajes
bastante lamentables, más dignos de lástima o desdén que de admiración. Si ya
ese destino imposible puede justificar el tono nostálgico, me parece que más
aún motiva el acento elegíaco la evidencia de que ese mundo que Borges busca
rescatar a través de la imaginación y el merodeo poético de los suburbios
pertenece a un territorio inexplorado allá en su pasado. Memoria y aventura,
ternura del ayer y expectativa del mañana parecen decir los versos de ese “Soneto
para un tango en la nochecita”, probablemente escrito por Borges hacia 1926:
¿Quién se lo dijo todo al
tango querenciero
cuya dulzura larga con
amor se detuvo
frente a unos balconcitos
de destino modesto
de ese barrio con árboles
que ni siquiera es tuyo?
Lo cierto es que en su
pena vi un corralón austero
que vislumbré hace meses
en un vago suburbio
y entre cuyos tapiales
hubo todo el poniente.
Lo cierto es que, al
oírte, te quise más que nunca.
Arrimado a la música me
quedé en la vereda
frente a la sola luna,
corazón de la calle
y entre el viento
larguero que pasó arreando noche.
El infinito tango me
llevaba hacia todo.
A las estrellas nuevas.
Al azar de ser hombre.
Y a ese claro recuerdo
que buscan bien mis ojos.
Quien lee este poema no puede
olvidar la similitud de la experiencia allí expresada con la experiencia que
Borges rememora como ilustración de su “personal teoría de la eternidad”, al
final de Historia de la eternidad.
Releamos esos párrafos:
La tarde que precedió a
esa noche, estuve en Barracas; localidad no visitada por mi costumbre, y cuya
distancia de las que después recorrí, ya dio un extraño sabor a ese día Su
noche no tenía destino alguno; como era serena, salí a caminar y recordar,
después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata; procuré una
máxima latitud de probabilidades para no cansar la expectativa con la
obligatoria antevisión de una sola de ellas. Realicé en la mala medida de lo
posible, eso que llaman caminar al azar; acepté, sin otro consciente prejuicio
que el de soslayar las avenidas o calles anchas, las más oscuras invitaciones
de la casualidad. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia
unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a
mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la
infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído
entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. El
revés de lo conocido, su espalda, son para mí esas calles penúltimas, casi tan
efectivamente ignoradas como el soterrado cimiento de nuestra casao nuestro
invisible esqueleto. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto
serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía
simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad.
En esa esquina, que el poeta
luego describe pormenorizadamente y que no difiere demasiado de la escena que
presenta en el soneto alejandrino, Borges siente la evidencia de que a ese
instante ya lo ha vivido treinta años atrás, es decir, antes de la fecha de su
nacimiento, constatación que le trae a los labios la palabra “eternidad”. Creo
que el modo en que se refiere a las inmediaciones de su barrio, como “el revés
de lo conocido”, como “un confín poseído entero en palabras y poco en realidad,
vecino y mitológico a un tiempo”, confirman bastante de la hipótesis que he
querido señalar en estas páginas.
Una epifanía semejante, una
semejante suspensión de “la ficción del tiempo”, es la que el poeta ha
convertido en palabras —palabras, creo yo, imperecederas— en otro soneto de
varios años después, un poema quizá menos ambicioso en voluntad expresiva que
el anterior, pero seguramente más hondo y conmovedor por la sustancia trágica
que lo nutre, por el desesperado y desolado deseo de recuperar lo
irrecuperable. La lluvia, aquí, es esa flor de Coleridge (Lugones dijo de ella,
de la lluvia sobre el mar: “La lluvia lánguida trasciende / su olor de flor
helada y desabrida...”) que nos deja en la mano el aroma del Paraíso, y que,
como todo paraíso, siempre es un paraíso perdido:
Bruscamente la tarde se
ha aclarado
Porque ya cae la lluvia
minuciosa.
Cae y cayó. La lluvia es
una cosa
Que sin duda sucede en el
pasado.
Quien la oye caer ha
recobrado
El tiempo en que la
suerte venturosa
Le reveló una flor
llamada rosa
Y el curioso color del
colorado.
Esta lluvia que ciega los
cristales
Alegrará en perdidos
arrabales
Las negras uvas de una
parra en cierto
Patio que ya no existe.
La mojada
Tarde me trae la voz, la
voz deseada
De mi padre que vuelve y
que no ha muerto.
Pablo Anadón
Alta Gracia, 2005
[Publicado en Clarín: Revista de nueva literatura, Ediciones Nobel, Oviedo (España), Año XI, Nº 64, 2006, y en Piedra y canto / Cuadernos del Centro de Estudios de Literatura de Mendoza, Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 2006, Nº 11-12.]