EL DOLOR DE AQUILES
Podemos hacernos algunas preguntas preliminares: ¿Es difícil la poesía en el sentido en que puede serlo un juego medianamente complicado (el ajedrez, por caso)? ¿Es difícil en el sentido en que puede ser arduo dar en un blanco, en un cuarto a oscuras o con los ojos cerrados? ¿Difícil como entender y traducir un mensaje de una lengua que apenas conocemos? ¿O bien difícil como cultivar una planta tropical en un balcón adonde no llega el sol, o una maceta con violetas en un patio sin sombra? Vale decir: ¿hablamos de las dificultades técnicas de un juego, que, como bien sabemos, es mucho más que un juego (“pues el arte es puro juego, / que es igual a puro fuego, / que es igual a pura vida…”)? ¿Hablamos de la presa poética, de una dimensión de lo real que el poema busca aferrar en palabras, y que quizá no exista ―o quizá sí― fuera de esas mismas palabras? ¿O hablamos de las dificultades ―y/o facilidades― que puede encontrar el frágil tallo de la poesía en el medio en que nace y en que crece? Como puede advertirse, ya desde estas preguntas preliminares, la cuestión presenta distintas facetas. Simplificando, es posible distinguir entre aspectos intrínsecos al arte de la poesía, y aspectos extrínsecos, es decir, aquellos que derivan de las condiciones en que se desarrolla este arte.
En cuanto a los primeros, creo que, en el presente, por paradójico que parezca, la principal dificultad que aqueja al arte de la poesía es su… facilidad. A diferencia de otras disciplinas artísticas, que requieren un cierto dominio imprescindible de técnicas, materiales e instrumentos, un aprendizaje y un esfuerzo compositivo, para la poesía, que es “el arte técnicamente al alcance de todos”, como señalaba Eugenio Montale, “bastan una hoja de papel y un lápiz, e il gioco è fatto!” De esta manera, la escritura poética, que alguna vez fue considerada el desafío más difícil en el arte de la palabra, hoy se muestra como el más banal de todos, el que menos ha resistido el avance arrollador de la masificación.
Ahora bien, ¿qué hay de malo en esta masificación de la poesía, y en qué medida tal facilidad puede convertirse en una dificultad para la escritura? Con respecto a la primera parte de la pregunta, diría que en principio no hay absolutamente nada de malo en que se extienda la afición por la redacción de poemas. En principio. En la práctica, sin embargo, si uno ha tenido la suerte o la desgracia de participar en alguno de los numerosos festivales y lecturas de poesía que congregan a una multitud de autores, la atenta audición de los textos escritos bajo el beneplácito de la facilidad de la poesía puede resultar particularmente desoladora, y desalentadora sobre el sentido de seguir haciendo versos.
Recuerdo a este propósito que en una ocasión semejante una célebre poeta argentina hizo el elogio de esta democratización creativa; yo, que llevaba ya varias horas de esperanzada y decepcionante escucha, cometí la imprudencia de replicarle que estaba bien, pero que un poco de discernimiento crítico tampoco le vendría mal a la república poética, en la medida en que se trata de res publica, no privada. Al final del debate que produjo mi intervención (en el que, por cierto, llevé la peor parte), un poeta uruguayo se me acercó y me dijo: “Hay que dejar que todas las flores florezcan…”. Nada le respondí, pero al día siguiente (las mejores respuestas siempre se me ocurren al día siguiente) pensé: de acuerdo, por supuesto, nadie piensa impedir ningún florecimiento ni llevar a cabo un exterminio floral; ahora bien, queda nuestro derecho ―el derecho del lector, el derecho de la crítica― de distinguir entre las flores de plástico y las naturales. Quiero decir: todos cantamos bajo la ducha, pero a pocos se nos ocurriría, luego de tal improvisado despliegue canoro, sentirnos en condiciones de presentarnos ante el público del Colón o de La Scala de Milán. Los festivales de poesía, en cambio, e incluso las antologías del género, incluyen a muchos cantores de ducha, sin que se escuche un solo abucheo.
Con respecto a la segunda parte de la pregunta, entiendo que los perjuicios que ocasiona tal omnipresente facilismo creativo son múltiples. Para el poeta en formación, es perjudicial en cuanto que lo lleva a adoptar una actitud irresponsable ante ese “oficio o arte arisco” (Dylan Thomas), asumiendo el principio del menor esfuerzo; juzgando innecesario el conocimiento ―no en un sentido informativo, sino vital, crítico, apasionado― de la tradición en la que se inserta; “haciendo antiliteratura antes de haber aprendido a hacer literatura” (Pasolini); desdeñando los problemas técnicos y las respuestas a esos problemas que a lo largo de los siglos los maestros de la poesía han ido encontrando; descubriendo, por lo tanto, una y otra vez, una pólvora que ha perdido ya todo efecto explosivo; y, sobre todo, debilitando su capacidad de autocrítica, ese poder de negación que para Juan Ramón Jiménez define, paradójicamente, al verdadero creador: vale decir, ser capaz de decir que no a la sonoridad falsa de un verso; saber cuándo hay que detenerse, cuándo hay que ofrecer resistencia a lo primero que sale o seguir en cambio su impulso; aprender a ver los propios poemas como si fueran de otro; discernir lo nuevo de lo viejo y trillado en una expresión; no ceder a la complacencia con lo poco o mucho que se haya logrado…
Para el poeta formado, en tanto, es sumamente dañino contemplar cómo ese arte al que le ha dedicado con devoción su vida se ha convertido en un bazar en el que conviven lo mejor y lo peor sin distinción alguna, donde lo peor, incluso, a menudo se impone públicamente sobre lo mejor, desde el momento que, como observaba William Butler Yeats en The Second Coming, los mejores están desalentados, mientras que los peores exultan de entusiasmo. Tal constatación, para quienes poseen una conciencia rigurosa del propio oficio y no se sienten con ánimo ni deseos de luchar por el reconocimiento de su obra o de la poesía valiosa en general, suele inducir a la retracción, al desinterés por la suerte de la literatura, y en ocasiones al silencio y la impotencia creativa.
Para el lector, en fin, los daños son mayores aún: si es un lector ingenuo, le harán pasar gato por liebre con gran facilidad, su gusto y su capacidad de distinción se irán estragando paulatina e inexorablemente, y se convertirá en un esnob que se creerá en el deber de admirar todo aquello que los suplementos literarios (cuyos críticos a menudo son esos mismos poetas improvisados que han hecho carrera o gozan de amistades influyentes) le dicen que es admirable; si es un lector interesado, pero desorientado, se desorientará todavía más; si es un lector exigente o que posee una sólida formación en la poesía del pasado, tenderá a desdeñar toda la escritura actual en bloque y a recluirse en la lectura de los viejos maestros, lo cual también es muy perjudicial para la salud de esa “inmensa minoría” que a lo largo del tiempo ha colaborado con la selección y transmisión de las obras literarias de una generación a otra.
En cuanto a los primeros, creo que, en el presente, por paradójico que parezca, la principal dificultad que aqueja al arte de la poesía es su… facilidad. A diferencia de otras disciplinas artísticas, que requieren un cierto dominio imprescindible de técnicas, materiales e instrumentos, un aprendizaje y un esfuerzo compositivo, para la poesía, que es “el arte técnicamente al alcance de todos”, como señalaba Eugenio Montale, “bastan una hoja de papel y un lápiz, e il gioco è fatto!” De esta manera, la escritura poética, que alguna vez fue considerada el desafío más difícil en el arte de la palabra, hoy se muestra como el más banal de todos, el que menos ha resistido el avance arrollador de la masificación.
Ahora bien, ¿qué hay de malo en esta masificación de la poesía, y en qué medida tal facilidad puede convertirse en una dificultad para la escritura? Con respecto a la primera parte de la pregunta, diría que en principio no hay absolutamente nada de malo en que se extienda la afición por la redacción de poemas. En principio. En la práctica, sin embargo, si uno ha tenido la suerte o la desgracia de participar en alguno de los numerosos festivales y lecturas de poesía que congregan a una multitud de autores, la atenta audición de los textos escritos bajo el beneplácito de la facilidad de la poesía puede resultar particularmente desoladora, y desalentadora sobre el sentido de seguir haciendo versos.
Recuerdo a este propósito que en una ocasión semejante una célebre poeta argentina hizo el elogio de esta democratización creativa; yo, que llevaba ya varias horas de esperanzada y decepcionante escucha, cometí la imprudencia de replicarle que estaba bien, pero que un poco de discernimiento crítico tampoco le vendría mal a la república poética, en la medida en que se trata de res publica, no privada. Al final del debate que produjo mi intervención (en el que, por cierto, llevé la peor parte), un poeta uruguayo se me acercó y me dijo: “Hay que dejar que todas las flores florezcan…”. Nada le respondí, pero al día siguiente (las mejores respuestas siempre se me ocurren al día siguiente) pensé: de acuerdo, por supuesto, nadie piensa impedir ningún florecimiento ni llevar a cabo un exterminio floral; ahora bien, queda nuestro derecho ―el derecho del lector, el derecho de la crítica― de distinguir entre las flores de plástico y las naturales. Quiero decir: todos cantamos bajo la ducha, pero a pocos se nos ocurriría, luego de tal improvisado despliegue canoro, sentirnos en condiciones de presentarnos ante el público del Colón o de La Scala de Milán. Los festivales de poesía, en cambio, e incluso las antologías del género, incluyen a muchos cantores de ducha, sin que se escuche un solo abucheo.
Con respecto a la segunda parte de la pregunta, entiendo que los perjuicios que ocasiona tal omnipresente facilismo creativo son múltiples. Para el poeta en formación, es perjudicial en cuanto que lo lleva a adoptar una actitud irresponsable ante ese “oficio o arte arisco” (Dylan Thomas), asumiendo el principio del menor esfuerzo; juzgando innecesario el conocimiento ―no en un sentido informativo, sino vital, crítico, apasionado― de la tradición en la que se inserta; “haciendo antiliteratura antes de haber aprendido a hacer literatura” (Pasolini); desdeñando los problemas técnicos y las respuestas a esos problemas que a lo largo de los siglos los maestros de la poesía han ido encontrando; descubriendo, por lo tanto, una y otra vez, una pólvora que ha perdido ya todo efecto explosivo; y, sobre todo, debilitando su capacidad de autocrítica, ese poder de negación que para Juan Ramón Jiménez define, paradójicamente, al verdadero creador: vale decir, ser capaz de decir que no a la sonoridad falsa de un verso; saber cuándo hay que detenerse, cuándo hay que ofrecer resistencia a lo primero que sale o seguir en cambio su impulso; aprender a ver los propios poemas como si fueran de otro; discernir lo nuevo de lo viejo y trillado en una expresión; no ceder a la complacencia con lo poco o mucho que se haya logrado…
Para el poeta formado, en tanto, es sumamente dañino contemplar cómo ese arte al que le ha dedicado con devoción su vida se ha convertido en un bazar en el que conviven lo mejor y lo peor sin distinción alguna, donde lo peor, incluso, a menudo se impone públicamente sobre lo mejor, desde el momento que, como observaba William Butler Yeats en The Second Coming, los mejores están desalentados, mientras que los peores exultan de entusiasmo. Tal constatación, para quienes poseen una conciencia rigurosa del propio oficio y no se sienten con ánimo ni deseos de luchar por el reconocimiento de su obra o de la poesía valiosa en general, suele inducir a la retracción, al desinterés por la suerte de la literatura, y en ocasiones al silencio y la impotencia creativa.
Para el lector, en fin, los daños son mayores aún: si es un lector ingenuo, le harán pasar gato por liebre con gran facilidad, su gusto y su capacidad de distinción se irán estragando paulatina e inexorablemente, y se convertirá en un esnob que se creerá en el deber de admirar todo aquello que los suplementos literarios (cuyos críticos a menudo son esos mismos poetas improvisados que han hecho carrera o gozan de amistades influyentes) le dicen que es admirable; si es un lector interesado, pero desorientado, se desorientará todavía más; si es un lector exigente o que posee una sólida formación en la poesía del pasado, tenderá a desdeñar toda la escritura actual en bloque y a recluirse en la lectura de los viejos maestros, lo cual también es muy perjudicial para la salud de esa “inmensa minoría” que a lo largo del tiempo ha colaborado con la selección y transmisión de las obras literarias de una generación a otra.
II
Vistas, entonces, las consecuencias del facilismo poético imperante, podemos preguntarnos ahora cuáles son los factores que han propiciado tal estado silvestre de la escritura poética actual. Para responder a esta cuestión, será necesario tener en cuenta tanto aquellos aspectos intrínsecos como extrínsecos al arte de la poesía que mencionábamos al inicio del apartado anterior. Desde el punto de vista histórico-social, su origen lejano se encuentra en el triunfo del capitalismo, proceso que en Hispanoamérica, según ha señalado Ángel Rama en Las máscaras democráticas del modernismo, se remonta a las últimas décadas del siglo XIX. En palabras de José Martí, agudo observador contemporáneo, es ese “el tiempo de las vallas rotas”, cuando “la belleza”, de ser el patrimonio de una élite ilustrada, ha pasado a ser “dominio de todos”. Tal democratización de la cultura, por cierto, ofrece numerosas consecuencias positivas, desde la escolarización extendida a todos los sectores populares hasta la formación de un nuevo público para las obras literarias.
El devenir de ese proceso, característico de las economías modernas, ha dado lugar, ya en el siglo XX, a la sociedad de masas. Efectos muy evidentes de la masificación son la homogeneización cultural, que fuera denunciada por Pier Paolo Pasolini, en base a los valores y las prácticas de la burguesía triunfante, y la disolución de las distinciones entre alta cultura y cultura de consumo. Si hasta mediados del siglo pasado el de la poesía fue uno de los gremios que mayor resistencia le opuso al “Rodillo Compresor” (Pasolini) de la era consumista, la segunda mitad del siglo manifiesta claramente la progresiva permeabilidad de la producción poética a los parámetros vigentes en la sociedad de la época. La dialéctica propia de la lírica moderna, que implicaba una aguda percepción del propio tiempo histórico, y a la vez una disposición crítica extraordinariamente alerta (“quien no sea capaz de tomarse el pulso a sí mismo ―anotaba Ramón López Velarde― no pasará de borrajear prosas de pamplina”), va transformándose, con la posmodernidad, en una actitud cada vez más receptiva, más aquiescente, hacia los condicionamientos de la sociedad actual, aunque se siga enarbolando una retórica de la rebeldía y la intransigencia.
¿Qué significa esto, en los hechos? En principio, lo que un crítico como Alfonso Berardinelli constataba ya en 1975, en el prólogo a una antología de la poesía italiana posterior a la neovanguardia: la “disolución acelerada de la figura sociocultural del poeta”, la indistinción entre los autores y el público de la poesía. Si nos detenemos a ver, en un plano bien concreto, cuáles son los gustos, las costumbres, la formación cultural y literaria de los nuevos cultores de la poesía, observamos que no difieren demasiado, por lo general, de los de una persona medianamente culta ―y, no pocas veces, en el mejor de los casos. ¿Hace falta una gran cultura para ser poeta? No necesariamente. Pero sí diría que es imprescindible un conocimiento muy preciso, muy interiorizado, muy especializado, de la tradición poética en la que se inscribe su obra y a la cual intenta aportar su grano de arena, y de las problemáticas técnicas vinculadas con su arte. No me refiero a un conocimiento teórico, a que el poeta deba ser por fuerza un erudito en grado de exponer ante un público universitario la evolución de los diversos tipos de endecasílabo desde los poetas toscanos y sicilianos hasta el presente, sino a un conocimiento práctico, a una atención entrañable hacia las minucias esenciales que involucra la escritura poética. Esas minucias son las que desvelaban a los poetas modernos de la primera mitad del siglo XX, y en torno de las cuales a menudo giraban sus conversaciones en las mesas de café. Hoy ese saber artesanal está casi perdido, y no, por cierto, porque haya sido sustituido por otro más acorde con la época.
El devenir de ese proceso, característico de las economías modernas, ha dado lugar, ya en el siglo XX, a la sociedad de masas. Efectos muy evidentes de la masificación son la homogeneización cultural, que fuera denunciada por Pier Paolo Pasolini, en base a los valores y las prácticas de la burguesía triunfante, y la disolución de las distinciones entre alta cultura y cultura de consumo. Si hasta mediados del siglo pasado el de la poesía fue uno de los gremios que mayor resistencia le opuso al “Rodillo Compresor” (Pasolini) de la era consumista, la segunda mitad del siglo manifiesta claramente la progresiva permeabilidad de la producción poética a los parámetros vigentes en la sociedad de la época. La dialéctica propia de la lírica moderna, que implicaba una aguda percepción del propio tiempo histórico, y a la vez una disposición crítica extraordinariamente alerta (“quien no sea capaz de tomarse el pulso a sí mismo ―anotaba Ramón López Velarde― no pasará de borrajear prosas de pamplina”), va transformándose, con la posmodernidad, en una actitud cada vez más receptiva, más aquiescente, hacia los condicionamientos de la sociedad actual, aunque se siga enarbolando una retórica de la rebeldía y la intransigencia.
¿Qué significa esto, en los hechos? En principio, lo que un crítico como Alfonso Berardinelli constataba ya en 1975, en el prólogo a una antología de la poesía italiana posterior a la neovanguardia: la “disolución acelerada de la figura sociocultural del poeta”, la indistinción entre los autores y el público de la poesía. Si nos detenemos a ver, en un plano bien concreto, cuáles son los gustos, las costumbres, la formación cultural y literaria de los nuevos cultores de la poesía, observamos que no difieren demasiado, por lo general, de los de una persona medianamente culta ―y, no pocas veces, en el mejor de los casos. ¿Hace falta una gran cultura para ser poeta? No necesariamente. Pero sí diría que es imprescindible un conocimiento muy preciso, muy interiorizado, muy especializado, de la tradición poética en la que se inscribe su obra y a la cual intenta aportar su grano de arena, y de las problemáticas técnicas vinculadas con su arte. No me refiero a un conocimiento teórico, a que el poeta deba ser por fuerza un erudito en grado de exponer ante un público universitario la evolución de los diversos tipos de endecasílabo desde los poetas toscanos y sicilianos hasta el presente, sino a un conocimiento práctico, a una atención entrañable hacia las minucias esenciales que involucra la escritura poética. Esas minucias son las que desvelaban a los poetas modernos de la primera mitad del siglo XX, y en torno de las cuales a menudo giraban sus conversaciones en las mesas de café. Hoy ese saber artesanal está casi perdido, y no, por cierto, porque haya sido sustituido por otro más acorde con la época.
III
Indagar apropiadamente en el proceso que ha llevado a este adelgazamiento del espesor cultural, intelectual y artístico de aquella “figura sociocultural del poeta”, sería motivo para una tesis doctoral más que para un breve ensayo como éste. Me limito aquí a apuntar alguna hipótesis de explicación del fenómeno. Si hasta los años 50-60 el poeta era consciente de formar parte de una minoría en situación desventajosa con respecto de la sociedad de masas y, en general, de los valores económicos, sociales, políticos e incluso culturales que orientaban a esa sociedad, la conciencia de su marginalidad podía llevarlo a veces a la “vergüenza de ser un poeta”, como decía Guido Gozzano a principios del siglo XX, pero era más a menudo una marginalidad orgullosa de sí. El poeta, por así decirlo, se sabía un loser, pero era un loser que reivindicaba su condición de exiliado interno, porque tal exilio le permitía ejercer su oficio con plena libertad crítica y creativa, y porque consideraba extraordinariamente valiosa la función de la poesía en la sociedad, aunque la sociedad no la reconociera, según la célebre frase de Shelley.
Ahora bien, en la medida en que los poetas actuales prácticamente no evidencian solución de continuidad alguna con la sociedad presente, podemos preguntarnos qué factores de la vida de todos contribuyen a las dificultades de la poesía. El repaso tendrá que ser necesariamente incompleto y sucinto. Octavio Paz, en un ensayo sobre la situación de la poesía a fines del siglo pasado, luego de citar unas cifras que informaban sobre el notable ensanchamiento tanto de la escritura como de la lectura, se preguntaba y contestaba: “Es indudable que hoy se lee más que antes. ¿Se lee mejor? Lo dudo. La distracción es nuestro estado habitual. No la distracción del que se aleja del mundo para internarse en el secreto y movedizo país de su fantasía, sino la de aquel que está siempre fuera de sí, perdido en la mediocre e insensata agitación cotidiana.” Tal estado de distracción pareciera haberse acelerado en los últimos años, con el avance de la informática y la técnica de la comunicación. Se trata de una verdadera dispersión de la conciencia por la multiplicidad de estímulos que proveen los medios de comunicación masiva.
En efecto, además de la continuidad del vasto ―y basto― imperio de la pantalla televisiva, hoy asistimos a un fenómeno desconocido hace un par de décadas, cuando Paz escribía lo anterior: me refiero a la expansión de la cultura de los blogs y de las redes sociales. Como sabemos todos los que usamos ambos recursos de la informática, y hemos practicado asimismo el deporte del zapping televisivo, resulta muy difícil pasar de la velocidad y el fragmentarismo intelectual del zapping por los canales de televisión, o por las redes sociales (Facebook, Twitter, etc.), o por los pasadizos de los blogs, a la lentitud y la concentración que exige la lectura de un libro de poemas a la luz de una lámpara. Mi incursión por esos medios me ha permitido constatar que hay poetas que transcurren más horas frente a la pantalla de la computadora, saltando de una página virtual a otra, que delante de un libro. Creo no equivocarme si afirmo que ya hay una nueva generación de poetas que se ha formado casi exclusivamente en esta cultura de la pantalla.
Así como cada vez se vuelve más extraño el intercambio por correo “humano” de libros de papel y tinta entre los autores en general, intercambio sustituido por las “visitas” a los blogs de amigos virtuales (las características beneficiosas y perniciosas de tal práctica merecería un buen análisis), en particular se muestra como una novedad que se haya vuelto todavía más raro el vínculo personal entre poetas de distintas franjas generacionales. El nexo entre maestro y discípulo en el arte de la poesía prácticamente ha desaparecido: cada nueva generación pareciera desinteresarse de lo que han hecho o deshecho las anteriores, estableciendo más bien relaciones con sus pares, a la manera de las distintas tribus juveniles urbanas. En todo caso, el vínculo maestro-discípulo es sustituido por el de coordinador de taller literario y tallerista, con los evidentes peligros que tal sustitución conlleva: como se sabe, los coordinadores de taller se ven obligados, a riesgo de quedarse sin su fuente de ingreso, al entusiasmo constante y la palmada en el hombro. Es casi imposible, por otra parte, que los talleres literarios que hoy se estilan incluyan actividades tales como las que W. H. Auden soñaba para su Universidad de Poetas: por ejemplo, aprender de memoria miles de versos de poemas en distintos idiomas o realizar estudios pormenorizados de “métrica, retórica y filología comparada”, además de “criar un animal doméstico y cultivar un jardín o una huerta” .
Próximo al fenómeno de la mediatización de la cultura, se encuentra la saturación visual y auditiva que domina en la sociedad presente. Ya casi no se encuentra un lugar donde no se escuche una radio, no resuene a todo volumen la música (raramente Bach, Mahler o Britten…) o no se vea una televisión encendida: en los bares, en los restaurantes, en los ómnibus, en la casa de uno y en la casa del lado, en la obra en construcción y en el taller mecánico, en las salas de espera y en los bancos... Si caminamos por la calle, quien no lleva los auriculares, va hablando por el celular. En principio, nuevamente, no hay nada de malo en todo esto, y en buena medida se diría que es una condición ineludible de la vida actual. Con todo, de la misma manera que los que no fuman tienen su derecho a que los que fumamos no los impregnemos con nuestro humo dichoso, me parece que quienes amamos el silencio tenemos también derecho a que no se nos obligue a compartir la dicha de la música o el programa televisivo ajeno. Por otro lado, si somos dados a componer versos, pareciera que la poesía necesita en algún raro instante de la oscuridad de los ojos cerrados o de la mirada perdida en algún punto cualquiera del espacio para manifestarse, así como necesita de un silencio exterior e interior para que se insinúe la más sutil melodía que componen las palabras. Derek Walcott señalaba: “…Me imagino que todos los artistas y todos los escritores, en el momento anterior a empezar su día o su noche de trabajo tienen esa zona entre el principio y la preparación que, por breve que sea, tiene algo de votivo y de humilde, y en cierto sentido, de ritual. […] Si uno piensa que está por emerger un poema […], hay una retirada, una retracción en alguna clase de silencio que borra todo lo que hay alrededor.”
Más grave quizás que la negación del silencio, es la negación del ocio, vale decir, la vida organizada y orientada en torno del negocio, tan característica de nuestra contemporaneidad. En una sociedad del éxito, la productividad y el rédito, una actividad que no responde a tales parámetros, como la poesía, se encontrará necesariamente en una situación de marginalidad. No es extraño, sin embargo, que los mecanismos sociales y psicológicos predominantes en un medio se introduzcan subrepticiamente incluso en aquellos sectores que parecieran más ajenos a los mismos. Así, en el ámbito de la poesía, la creciente vulnerabilidad a los condicionamientos de la sociedad de masas, que hemos observado, se manifestará a menudo en una introyección de los imperativos, ya que no del enriquecimiento a través del arte, sí del éxito ―o su versión menguada: la visibilidad―, de una productividad entendida menos en un sentido cualitativo que cuantitativo, y de una actividad constante en el plano de las relaciones públicas digna de la más ascendente clase empresarial. El hecho de que los resultados creativos muestren las fallas esenciales de tal alienación laboral, pierde su importancia, desde el momento que, como también hemos visto, la crítica se encuentra actualmente en crisis y ha renunciado a ejercer su función valorativa (todos tendrán en la memoria la polémica que hace algunos años produjo una declaración del poeta, narrador y publicista Rodolfo Fogwill acerca de la facilidad con que es posible imponer a la atención de los lectores una obra literaria con sólo hacer unas pocas llamadas a directores y críticos a cargo de los principales suplementos culturales del país).
Otro factor que aleja de la poesía está vinculado con la educación. Tanto en el primario como en el secundario, la formación escolar insiste año tras año en lo comunicacional, en los formatos textuales, en el famoso triángulo emisor-mensaje-receptor, y raramente pone en contacto directo a los niños y a los adolescentes con las grandes obras de la literatura. Por otro lado, la enseñanza universitaria, que es el semillero de los críticos y los estudiosos de la literatura, por lo general deja de lado la poesía, da mayor importancia a los recursos metodológicos que a la lectura de las obras y privilegia una aproximación ‘desconfiada’ hacia las mismas. En efecto, para muchos catedráticos pareciera ser más importante desactivar los procedimientos de “legitimación” que los autores supuestamente han llevado a cabo en sus creaciones, que aproximarse a lo que pueda haber de extraordinario y único en ellas. A menudo se tiene la impresión de que para ellos la obra es un pretexto, un puente hacia lo que de verdad cuenta, que puede ser el “campo literario” o la situación social o política de la época, o la problemática de los géneros en un determinado período, etc., y tal actitud inquisitiva desplaza toda disposición admirativa o cordial hacia los textos (recuerdo haber escuchado a Borges decir que lo que buscaba al enseñar literatura inglesa era transmitir el amor por esa literatura, que los estudiantes encontraran nuevos amigos en los autores que les proponía). Paradójicamente, a pesar (¿o a causa?) de esa actitud de aparente suspicacia que señalamos, la universidad, cuando a alguna cátedra le asalta el justo prurito de actualizarse, suele ser el ámbito más susceptible a ser persuadido por la prensa y la propaganda editorial a comulgar con los mitos de la poesía de última generación.
Ahora bien, en la medida en que los poetas actuales prácticamente no evidencian solución de continuidad alguna con la sociedad presente, podemos preguntarnos qué factores de la vida de todos contribuyen a las dificultades de la poesía. El repaso tendrá que ser necesariamente incompleto y sucinto. Octavio Paz, en un ensayo sobre la situación de la poesía a fines del siglo pasado, luego de citar unas cifras que informaban sobre el notable ensanchamiento tanto de la escritura como de la lectura, se preguntaba y contestaba: “Es indudable que hoy se lee más que antes. ¿Se lee mejor? Lo dudo. La distracción es nuestro estado habitual. No la distracción del que se aleja del mundo para internarse en el secreto y movedizo país de su fantasía, sino la de aquel que está siempre fuera de sí, perdido en la mediocre e insensata agitación cotidiana.” Tal estado de distracción pareciera haberse acelerado en los últimos años, con el avance de la informática y la técnica de la comunicación. Se trata de una verdadera dispersión de la conciencia por la multiplicidad de estímulos que proveen los medios de comunicación masiva.
En efecto, además de la continuidad del vasto ―y basto― imperio de la pantalla televisiva, hoy asistimos a un fenómeno desconocido hace un par de décadas, cuando Paz escribía lo anterior: me refiero a la expansión de la cultura de los blogs y de las redes sociales. Como sabemos todos los que usamos ambos recursos de la informática, y hemos practicado asimismo el deporte del zapping televisivo, resulta muy difícil pasar de la velocidad y el fragmentarismo intelectual del zapping por los canales de televisión, o por las redes sociales (Facebook, Twitter, etc.), o por los pasadizos de los blogs, a la lentitud y la concentración que exige la lectura de un libro de poemas a la luz de una lámpara. Mi incursión por esos medios me ha permitido constatar que hay poetas que transcurren más horas frente a la pantalla de la computadora, saltando de una página virtual a otra, que delante de un libro. Creo no equivocarme si afirmo que ya hay una nueva generación de poetas que se ha formado casi exclusivamente en esta cultura de la pantalla.
Así como cada vez se vuelve más extraño el intercambio por correo “humano” de libros de papel y tinta entre los autores en general, intercambio sustituido por las “visitas” a los blogs de amigos virtuales (las características beneficiosas y perniciosas de tal práctica merecería un buen análisis), en particular se muestra como una novedad que se haya vuelto todavía más raro el vínculo personal entre poetas de distintas franjas generacionales. El nexo entre maestro y discípulo en el arte de la poesía prácticamente ha desaparecido: cada nueva generación pareciera desinteresarse de lo que han hecho o deshecho las anteriores, estableciendo más bien relaciones con sus pares, a la manera de las distintas tribus juveniles urbanas. En todo caso, el vínculo maestro-discípulo es sustituido por el de coordinador de taller literario y tallerista, con los evidentes peligros que tal sustitución conlleva: como se sabe, los coordinadores de taller se ven obligados, a riesgo de quedarse sin su fuente de ingreso, al entusiasmo constante y la palmada en el hombro. Es casi imposible, por otra parte, que los talleres literarios que hoy se estilan incluyan actividades tales como las que W. H. Auden soñaba para su Universidad de Poetas: por ejemplo, aprender de memoria miles de versos de poemas en distintos idiomas o realizar estudios pormenorizados de “métrica, retórica y filología comparada”, además de “criar un animal doméstico y cultivar un jardín o una huerta” .
Próximo al fenómeno de la mediatización de la cultura, se encuentra la saturación visual y auditiva que domina en la sociedad presente. Ya casi no se encuentra un lugar donde no se escuche una radio, no resuene a todo volumen la música (raramente Bach, Mahler o Britten…) o no se vea una televisión encendida: en los bares, en los restaurantes, en los ómnibus, en la casa de uno y en la casa del lado, en la obra en construcción y en el taller mecánico, en las salas de espera y en los bancos... Si caminamos por la calle, quien no lleva los auriculares, va hablando por el celular. En principio, nuevamente, no hay nada de malo en todo esto, y en buena medida se diría que es una condición ineludible de la vida actual. Con todo, de la misma manera que los que no fuman tienen su derecho a que los que fumamos no los impregnemos con nuestro humo dichoso, me parece que quienes amamos el silencio tenemos también derecho a que no se nos obligue a compartir la dicha de la música o el programa televisivo ajeno. Por otro lado, si somos dados a componer versos, pareciera que la poesía necesita en algún raro instante de la oscuridad de los ojos cerrados o de la mirada perdida en algún punto cualquiera del espacio para manifestarse, así como necesita de un silencio exterior e interior para que se insinúe la más sutil melodía que componen las palabras. Derek Walcott señalaba: “…Me imagino que todos los artistas y todos los escritores, en el momento anterior a empezar su día o su noche de trabajo tienen esa zona entre el principio y la preparación que, por breve que sea, tiene algo de votivo y de humilde, y en cierto sentido, de ritual. […] Si uno piensa que está por emerger un poema […], hay una retirada, una retracción en alguna clase de silencio que borra todo lo que hay alrededor.”
Más grave quizás que la negación del silencio, es la negación del ocio, vale decir, la vida organizada y orientada en torno del negocio, tan característica de nuestra contemporaneidad. En una sociedad del éxito, la productividad y el rédito, una actividad que no responde a tales parámetros, como la poesía, se encontrará necesariamente en una situación de marginalidad. No es extraño, sin embargo, que los mecanismos sociales y psicológicos predominantes en un medio se introduzcan subrepticiamente incluso en aquellos sectores que parecieran más ajenos a los mismos. Así, en el ámbito de la poesía, la creciente vulnerabilidad a los condicionamientos de la sociedad de masas, que hemos observado, se manifestará a menudo en una introyección de los imperativos, ya que no del enriquecimiento a través del arte, sí del éxito ―o su versión menguada: la visibilidad―, de una productividad entendida menos en un sentido cualitativo que cuantitativo, y de una actividad constante en el plano de las relaciones públicas digna de la más ascendente clase empresarial. El hecho de que los resultados creativos muestren las fallas esenciales de tal alienación laboral, pierde su importancia, desde el momento que, como también hemos visto, la crítica se encuentra actualmente en crisis y ha renunciado a ejercer su función valorativa (todos tendrán en la memoria la polémica que hace algunos años produjo una declaración del poeta, narrador y publicista Rodolfo Fogwill acerca de la facilidad con que es posible imponer a la atención de los lectores una obra literaria con sólo hacer unas pocas llamadas a directores y críticos a cargo de los principales suplementos culturales del país).
Otro factor que aleja de la poesía está vinculado con la educación. Tanto en el primario como en el secundario, la formación escolar insiste año tras año en lo comunicacional, en los formatos textuales, en el famoso triángulo emisor-mensaje-receptor, y raramente pone en contacto directo a los niños y a los adolescentes con las grandes obras de la literatura. Por otro lado, la enseñanza universitaria, que es el semillero de los críticos y los estudiosos de la literatura, por lo general deja de lado la poesía, da mayor importancia a los recursos metodológicos que a la lectura de las obras y privilegia una aproximación ‘desconfiada’ hacia las mismas. En efecto, para muchos catedráticos pareciera ser más importante desactivar los procedimientos de “legitimación” que los autores supuestamente han llevado a cabo en sus creaciones, que aproximarse a lo que pueda haber de extraordinario y único en ellas. A menudo se tiene la impresión de que para ellos la obra es un pretexto, un puente hacia lo que de verdad cuenta, que puede ser el “campo literario” o la situación social o política de la época, o la problemática de los géneros en un determinado período, etc., y tal actitud inquisitiva desplaza toda disposición admirativa o cordial hacia los textos (recuerdo haber escuchado a Borges decir que lo que buscaba al enseñar literatura inglesa era transmitir el amor por esa literatura, que los estudiantes encontraran nuevos amigos en los autores que les proponía). Paradójicamente, a pesar (¿o a causa?) de esa actitud de aparente suspicacia que señalamos, la universidad, cuando a alguna cátedra le asalta el justo prurito de actualizarse, suele ser el ámbito más susceptible a ser persuadido por la prensa y la propaganda editorial a comulgar con los mitos de la poesía de última generación.
IV
Ahora bien, hay un problema más grave y más hondo que los que venimos viendo, un problema del que no conozco enunciación más sintética que la de estos versos de Ricardo H. Herrera: “…la poesía / se ha vuelto tan difícil como ser.” Si ser se ha hecho difícil, ¿cómo no habrá de serlo también la poesía, en la medida en que la poesía define ―instaura, de creerle a Heidegger― lo que somos? Notemos que el poeta dice: “se ha vuelto”, con lo cual sugiere que se trata de una condición propia de nuestro tiempo, de una situación epocal. Podemos preguntarnos, pues, en qué sentido se ha vuelto difícil esto de ser, y en qué sentido esta dificultad influye en la poesía.
Si bien me parece que nunca ha resultado fácil para el hombre ser y saber qué y quién es, tal vez nunca haya sido tan arduo como ahora. Creo que la cuestión tiene un alcance de orden temporal más amplio, y otro más próximo. En el primero, entiendo que la dificultad de ser se ha agudizado desde que entrara en crisis la fe en algún tipo de fundamento absoluto para el hombre, es decir, ese proceso ―también en la acepción jurídica del término― al mundo metafísico que va desde la crítica racionalista de la modernidad a la constatación de Nietzsche: “Dios ha muerto”, con todas las consecuencias que de allí derivan. Aquélla que extrae, como es sabido, uno de los hermanos Karamazov (“Si Dios no existe, todo está permitido”), a la vez que otorga al hombre una libertad total, una libertad equivalente a la de ese Dios extinguido, lo pone también frente a la evidencia de su soledad en el mundo y de la precariedad de cualquier acto intelectual, moral o práctico que dé un paso más allá de esa disponibilidad absoluta, en la elección de una opción entre todas. En la lírica hispanoamericana, la primera manifestación de esta nueva conciencia del desamparo del hombre contemporáneo la encontramos en el Modernismo, y su expresión más cabal quizá pueda hallarse en los versos de Rubén Darío: “Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, / y el temor de haber sido y un futuro terror, / y el espanto seguro de estar mañana muerto / y sufrir por la vida y por la sombra y por // lo que no conocemos y apenas sospechamos…”.
En términos críticos, ya en 1896, en el prólogo a las Poesías completas de Manuel Gutiérrez Nájera, el crítico Justo Sierra trazaba una suerte de síntesis de los motivos del desasosiego espiritual en que se encontraban los jóvenes poetas de la época, quienes ya no participaban del optimismo filosófico de sus mayores, ni de la fe positivista en la ciencia y el progreso técnico de sus padres, ni de la fe religiosa de sus abuelos, ni de la fe en el racionalismo liberal característico de la modernidad (la “conciencia libre”): “«¡El pesimismo de los jóvenes poetas es una actitud, no es un sentimiento!» dicen los flamantes espirituales discípulos de Pangloss. ¡Así, pues, la pérdida del rumbo en pleno océano (porque la ciencia solo sirve, y admirablemente, eso sí, para la navegación costanera por los litorales de lo conocido), la intuición invencible de la inmensidad de lo desconocido, la ocultación de la antiquísima estrella polar que se llamaba la Religión, el enloquecimiento de la aguja de marear que se llamaba la conciencia libre, no son motivo de suprema angustia, no son capaces de trascender a toda nuestra sensibilidad y de enlutar la lira, como asombran el alma con la más densa de las sombras! (…) ¡Ah!, si todo eso es una actitud, es la actitud en que nos ha colocado la civilización, la actitud de Laocoonte entre los anillos de las serpientes apolíneas.” Advirtamos que, a más de un siglo de que el intelectual mejicano apuntara esas clarividentes palabras, la actitud en que se encuentra el poeta del siglo XXI, en términos existenciales, no difiere demasiado: Laocoonte sigue preso entre los anillos de las serpientes de la civilización presente.
En el segundo plano, más inmediato, a que aludía antes, la dificultad de ser se vincula con otra muerte, menor en trascendencia quizá a la de la extinción u ocultación del mundo metafísico, pero que ha dejado una profunda huella en la conciencia histórica y en la escritura poética de las últimas décadas. Me refiero a la así llamada “muerte de las Utopías”. Las Utopías, desde su origen, han estado vinculadas al racionalismo de la modernidad, a la crítica política y social, y al progresismo histórico, si bien en ocasiones, como en los movimientos de protesta de la “beat generation”, también a la reivindicación de dimensiones del ser negadas por la sociedad moderna, cuya raíz puede identificarse en postulados del irracionalismo romántico. Tanto unas como otras, por diversas razones, entraron en crisis en el último cuarto del siglo pasado, y su manifestación más nítida se verifica en el resquebrajamiento del ideal de revolución, impugnado en ocasiones por quienes precedentemente lo habían defendido, desacreditado en otras por la evolución misma de las sociedades que habían resultado de su puesta en práctica (el caso de los países donde se instaurara el “socialismo real”, cuya implosión produjo un efecto en cadena a partir de la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética), o arrollado en fin por el avance en las conciencias de los valores del capitalismo triunfante.
La ruina de la utopía revolucionaria, que ejerciera un poderoso magnetismo durante todo el siglo XX, de las Utopías modernas en general, explica en cierta medida, junto con los motivos espirituales antes indicados, el paisaje desencantado que predomina en la lírica occidental de los últimos años. En el caso de la poesía argentina, a las apuntadas se suman razones históricas de orden nacional, que están en el recuerdo de todos. La descripción del panorama que ofrece la escritura argentina de la llamada “generación de los 90” en la siguiente enumeración caótica de Emiliano Bustos, puede dar una idea aproximada de tal desencanto: “realismo, por sobre todas las cosas, inmediatez, prosa, leyes que inventó la televisión y el rock (sus escuelas no son tan distintas) aprehendidas desde muy temprano como para no evitarlas en los gestos esenciales, apatía y cinismo (logramos una aplicada industria), humor, literatura y antiliteratura, irrefutable tercer mundo, chatarra, basura, márgenes de todo tipo, y lo secundario en general… […] En estos poetas se concentra el aire general y realista de los ’90 poéticos: prosa, antilírica, inmediatez y polaroid, amor posible, política posible; lo posible, lo que hay.”
Si bien me parece que nunca ha resultado fácil para el hombre ser y saber qué y quién es, tal vez nunca haya sido tan arduo como ahora. Creo que la cuestión tiene un alcance de orden temporal más amplio, y otro más próximo. En el primero, entiendo que la dificultad de ser se ha agudizado desde que entrara en crisis la fe en algún tipo de fundamento absoluto para el hombre, es decir, ese proceso ―también en la acepción jurídica del término― al mundo metafísico que va desde la crítica racionalista de la modernidad a la constatación de Nietzsche: “Dios ha muerto”, con todas las consecuencias que de allí derivan. Aquélla que extrae, como es sabido, uno de los hermanos Karamazov (“Si Dios no existe, todo está permitido”), a la vez que otorga al hombre una libertad total, una libertad equivalente a la de ese Dios extinguido, lo pone también frente a la evidencia de su soledad en el mundo y de la precariedad de cualquier acto intelectual, moral o práctico que dé un paso más allá de esa disponibilidad absoluta, en la elección de una opción entre todas. En la lírica hispanoamericana, la primera manifestación de esta nueva conciencia del desamparo del hombre contemporáneo la encontramos en el Modernismo, y su expresión más cabal quizá pueda hallarse en los versos de Rubén Darío: “Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, / y el temor de haber sido y un futuro terror, / y el espanto seguro de estar mañana muerto / y sufrir por la vida y por la sombra y por // lo que no conocemos y apenas sospechamos…”.
En términos críticos, ya en 1896, en el prólogo a las Poesías completas de Manuel Gutiérrez Nájera, el crítico Justo Sierra trazaba una suerte de síntesis de los motivos del desasosiego espiritual en que se encontraban los jóvenes poetas de la época, quienes ya no participaban del optimismo filosófico de sus mayores, ni de la fe positivista en la ciencia y el progreso técnico de sus padres, ni de la fe religiosa de sus abuelos, ni de la fe en el racionalismo liberal característico de la modernidad (la “conciencia libre”): “«¡El pesimismo de los jóvenes poetas es una actitud, no es un sentimiento!» dicen los flamantes espirituales discípulos de Pangloss. ¡Así, pues, la pérdida del rumbo en pleno océano (porque la ciencia solo sirve, y admirablemente, eso sí, para la navegación costanera por los litorales de lo conocido), la intuición invencible de la inmensidad de lo desconocido, la ocultación de la antiquísima estrella polar que se llamaba la Religión, el enloquecimiento de la aguja de marear que se llamaba la conciencia libre, no son motivo de suprema angustia, no son capaces de trascender a toda nuestra sensibilidad y de enlutar la lira, como asombran el alma con la más densa de las sombras! (…) ¡Ah!, si todo eso es una actitud, es la actitud en que nos ha colocado la civilización, la actitud de Laocoonte entre los anillos de las serpientes apolíneas.” Advirtamos que, a más de un siglo de que el intelectual mejicano apuntara esas clarividentes palabras, la actitud en que se encuentra el poeta del siglo XXI, en términos existenciales, no difiere demasiado: Laocoonte sigue preso entre los anillos de las serpientes de la civilización presente.
En el segundo plano, más inmediato, a que aludía antes, la dificultad de ser se vincula con otra muerte, menor en trascendencia quizá a la de la extinción u ocultación del mundo metafísico, pero que ha dejado una profunda huella en la conciencia histórica y en la escritura poética de las últimas décadas. Me refiero a la así llamada “muerte de las Utopías”. Las Utopías, desde su origen, han estado vinculadas al racionalismo de la modernidad, a la crítica política y social, y al progresismo histórico, si bien en ocasiones, como en los movimientos de protesta de la “beat generation”, también a la reivindicación de dimensiones del ser negadas por la sociedad moderna, cuya raíz puede identificarse en postulados del irracionalismo romántico. Tanto unas como otras, por diversas razones, entraron en crisis en el último cuarto del siglo pasado, y su manifestación más nítida se verifica en el resquebrajamiento del ideal de revolución, impugnado en ocasiones por quienes precedentemente lo habían defendido, desacreditado en otras por la evolución misma de las sociedades que habían resultado de su puesta en práctica (el caso de los países donde se instaurara el “socialismo real”, cuya implosión produjo un efecto en cadena a partir de la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética), o arrollado en fin por el avance en las conciencias de los valores del capitalismo triunfante.
La ruina de la utopía revolucionaria, que ejerciera un poderoso magnetismo durante todo el siglo XX, de las Utopías modernas en general, explica en cierta medida, junto con los motivos espirituales antes indicados, el paisaje desencantado que predomina en la lírica occidental de los últimos años. En el caso de la poesía argentina, a las apuntadas se suman razones históricas de orden nacional, que están en el recuerdo de todos. La descripción del panorama que ofrece la escritura argentina de la llamada “generación de los 90” en la siguiente enumeración caótica de Emiliano Bustos, puede dar una idea aproximada de tal desencanto: “realismo, por sobre todas las cosas, inmediatez, prosa, leyes que inventó la televisión y el rock (sus escuelas no son tan distintas) aprehendidas desde muy temprano como para no evitarlas en los gestos esenciales, apatía y cinismo (logramos una aplicada industria), humor, literatura y antiliteratura, irrefutable tercer mundo, chatarra, basura, márgenes de todo tipo, y lo secundario en general… […] En estos poetas se concentra el aire general y realista de los ’90 poéticos: prosa, antilírica, inmediatez y polaroid, amor posible, política posible; lo posible, lo que hay.”
V
Algo más, por último, con respecto del vínculo entre la poesía y la época, y las dificultades para la primera (la segunda suele desinteresarse del asunto) que derivan de esta problemática relación. Si ha habido un período en la historia de la literatura en el que la poesía ha nacido sintiendo a su propia época como a una suerte de madre desnaturalizada de la cual reniega o con la cual tiene una relación conflictiva (tal vez porque esta madre arrojaría a su hija, sin gran remordimiento, en el desván de los objetos inútiles), es aquél en que surge y se desarrolla la lírica moderna. Ni hace falta recordar los nombres y las apreciaciones sobre el tiempo que les tocó vivir de Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Yeats, Eliot, Auden, Pasternak, Gozzano, Montale, Celan, Seferis, Borges, Lowell, Brodsky… Sin embargo, no es uniforme el modo en que cada uno ha plasmado su experiencia histórica, y en ninguno es posible constatar que la esperanza o la desesperanza los haya llevado hacia la desidia con respecto del rigor formal de sus obras. Más bien, diría lo contrario: a mayor opacidad de la materia existencial, a mayor prosaísmo lexical, mayor lustre se observa en la composición de sus versos. La época no es una disculpa para la pereza. Sería imposible suponer en cualquiera de los grandes maestros de la poesía moderna el desentendimiento con respecto de las herramientas tradicionales de la artesanía poética. Es que, por más técnica de collage que se practique, por más caligramas, enumeraciones caóticas o listas de supermercado que se prodiguen, el encanto verbal de la lírica, aquello que hace que espontáneamente nos quede grabado en la memoria un verso y nos lo digamos a solas, sigue dependiendo de factores tales como la aliteración, los acentos, las asonancias y las consonancias, las anáforas y las epíforas, los quiasmos y los paralelismos, las metáforas y las comparaciones, las simetrías y las asimetrías sabiamente dosificadas. Y, claro está, el valor gnoseológico, la verdad poética de esa formulación verbal.
En la novela Vieja escuela, de Tobias Wolff, se representa un diálogo entre Robert Frost y un profesor, que me parece oportuno recordar para el tema que nos ocupa. Frost ha realizado una lectura de poemas ante un auditorio compuesto por los estudiantes de un colegio secundario norteamericano. Luego de la lectura, un profesor del establecimiento, el señor Ramsey, cuestiona al poeta por el empleo de formas fijas, formas que, señala, no serían adecuadas para expresar la conciencia moderna. Frost, haciendo uso de una ironía muy propia de su estilo, le pide a Ramsey que le explique en qué consistiría eso de la conciencia moderna. El profesor le responde con suma precisión: “Verá…, hablando muy a grandes rasgos, yo la describiría como la respuesta de la mente a la industrialización, a la saturación de propaganda por parte de los gobiernos y de la publicidad, las dos guerras mundiales, los campos de concentración, el oscurecimiento de la fe por la ciencia, y claro, la amenaza constante de aniquilación nuclear. Es indudable que esas cosas nos han afectado. Es indudable que han cambiado totalmente nuestro modo de pensar.” Si uno hubiera estado en el público, es probable que le hubiera dado la razón a Ramsey. Sin embargo, el poeta lo interrumpe en este punto, y comienza una argumentación que creo que vale la pena transcribir literalmente, también por el valor dramático de la escena: “No me hable de ciencia, dijo Frost. Yo mismo soy algo científico. Pero usted no lo sabía. Botánica. Ustedes, chicos, saben lo que es el tropismo, es lo que hace que una planta crezca en dirección a la luz. Todo aspira a la luz. Uno no necesita atrapar una mosca para deshacerse de ella…, basta con dejar a oscuras la habitación, dejar una rendija de luz en una ventana, y se marcha. Siempre funciona. Todos tenemos ese instinto, esa aspiración. La ciencia no puede… ¿qué palabra empleó usted? ¿Oscurecimiento?... La ciencia no puede oscurecer eso. Lo único que puede hacer la ciencia es apagar la luz falsa, para que la luz auténtica nos lleve a casa. […] De modo que no me hable de ciencia, y no me hable de guerra. Perdí a mi mejor amigo en la que llamaron la Gran Guerra. También Aquiles perdió a su mejor amigo en la guerra, y Homero no traicionó su dolor escribiendo sobre él en hexámetros dactílicos. Siempre ha habido guerras, y las guerras siempre han sido estúpidas. Es muy bonito y muy agradable pensar que somos las personas más engañadas de la historia…, pero eso es lo que ha pensado todo el mundo desde el comienzo de los tiempos. Eso sirve de excusa para todo tipo de pereza. Pero volviendo a mi amigo. Escribí un poema para él. Todavía escribo poemas para él. ¿Honraría usted la memoria de su propio amigo poniendo las palabras justo como le vienen…, sin pensar en cómo suenan, en el significado de su sonido, el sonido de su significado? ¿Reflejaría eso sinceramente la pérdida? […] Estoy pensando en el dolor de Aquiles. Aquel famoso, aquel terrible dolor. Déjenme que les diga una cosa, chicos. Un dolor así sólo se puede contar dentro de una forma. Puede que en realidad sólo exista dentro de una forma. La forma lo es todo. Sin ella uno no consigue nada, a no ser un grito desgarrado…, sincero, quizá, con todo lo que eso vale, pero sin profundidad ni alcance. Sin eco. Puede que sea una queja, pero no expresa dolor, y las quejas son peticiones, no poesía.”
No sé si las palabras de Frost habrán respondido cabalmente a las inquietudes del profesor Ramsey, probablemente no. A mí me habrían quedado aún algunas dudas, pero querría destacar un par de puntos en el discurso del gran poeta. En primer lugar, lo que podríamos llamar su “Teoría del Tropismo”. Ésta presenta dos aspectos. En primera instancia, plantea que no hay oposición entre el saber científico y el saber poético; luego, si consideramos su exposición en un sentido simbólico, podemos deducir que hay dos actitudes posibles para la representación de tal “conciencia moderna”: una, la mimética, que se limita a constatar ese paisaje de ruinas de una civilización descripto por Ramsey; otra que, sin pasar por alto tal constatación, se pone en relación dialéctica y agónica con la misma, contrastándola con el “instinto” o “aspiración” a la luz, una luz que me recuerda aquella antigua definición de la forma estética evocada por Joyce en el Retrato del artista adolescente: “la luz que brilla sobre lo que está bien conformado”. Vale decir, según esta concepción, el artista no debería contentarse con ofrecer una imagen caótica del caos, multiplicando lo informe a través de lo informe, sino que su misión es transfigurar el caos en un cosmos estético.
En segundo lugar, está lo que podríamos denominar su “Teoría del Dolor Poético”, que ocupa el final en crescendo de su apología de la forma. Me parece importante destacar dos frases: la idea de que “Un dolor así sólo se puede contar dentro de una forma”, y: “Puede que en realidad sólo exista dentro de una forma”. Es una observación sencillamente genial, y clarísima en su contraposición con el grito o la queja: el “grito desgarrado” puede ser sincero, sin duda, pero carece de “profundidad y alcance”, y sobre todo, de “eco” en quien lo escucha, es decir, esa resonancia interior que nos hace partícipes del sentimiento transmutado en forma (que deja entonces de ser exclusivamente del otro, de una persona en particular, para transformarse en un sentimiento impersonal, en el que sin embargo nos reconocemos como individuos y como partes de la condición humana). Esta concepción es absolutamente moderna, y expresa de otra manera aquel aserto de Staiger, recordado por Gottfried Benn y por Paul Klee, según el cual “la forma es el supremo contenido”. ¿Qué quiere decir esto? Para responder a la pregunta, creo que tenemos que traer a la memoria aquel diagnóstico de la grave condición del artista moderno presentado por Justo Sierra, una vez que ha desaparecido la fe en un mundo metafísico trascendente a la conciencia, y ya no basta tampoco la imagen que nos da del mundo la ciencia en su “navegación por los litorales de lo conocido”. Auden, en el magnífico ensayo “El poeta y la ciudad” antes citado, enumera “cuatro aspectos de nuestra Weltanschauung que han vuelto la vocación artística más difícil de lo que solía ser”. Los dos primeros están vinculados con los cambios aportados por la ciencia:
1) “La física, la geología y la biología han reemplazado ese universo eterno por una imagen de la naturaleza como proceso, donde nada es igual a lo que fue o a lo que será. Hoy en día el cristiano y el ateo comparten la misma mentalidad escatológica. Es difícil para un artista contemporáneo concebir un objeto duradero cuando no tiene un modelo permanente sobre el que basarse; está más tentado que sus predecesores a abandonar la búsqueda de la perfección como una pérdida de tiempo y a contentarse con esbozos e improvisaciones.”
2) “La ciencia moderna ha destruido la confianza en la ingenua observación de nuestros sentidos. Nunca podremos conocer, nos dice, la verdadera apariencia del universo físico; apenas podemos sostener una idea subjetiva que se ajuste al propósito humano particular que tengamos en mente. Esto destruye la concepción tradicional del arte como mimesis, pues ‘allí afuera’ ya no existe una naturaleza que pueda ser imitada en forma verdadera o falsa; a lo único que el artista puede serle fiel es a sus sentimientos e impresiones subjetivas.”
Pues bien, esta nueva situación en que se encuentra el poeta y el artista moderno en general, si por un lado acentúa las dificultades que debe afrontar, por otro lado le otorga a su tarea una función inédita y fundamental en la sociedad contemporánea: plasmar, por medio de la imaginación mitopoética, una imagen del mundo, una imagen que tendrá tanta validez gnoseológica cuanto los modelos de universo propuestos por la ciencia o por la filosofía. En este punto coincide la misión del artista actual con la de los creadores de mitos de las sociedades antiguas. Auden recuerda aquella observación de William Blake de que algunas personas ven al sol como un disco dorado del tamaño de una guinea, mientras él lo contempla como una hostia que grita: Santo, Santo, Santo. Sólo el poeta se encuentra en grado de acuñar esta visión, por medio de la forma artística, en un contenido de conciencia del que pueden participar todos los hombres, y, en la medida en que tal plasmación sea perdurable, “convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor, un símbolo.”
Recordemos una vez más la frase del Frost wolffiano: “Puede que en realidad [ese dolor, cualquier dolor o sentimiento del mundo] sólo exista dentro de una forma”. La ambigüedad que introduce ese “Puede que…” define la incertidumbre en que se debate el poeta contemporáneo, a la vez que sugiere la ambigüedad misma del término “invención”, en su sentido etimológico: por un lado, el poeta encuentra, descubre un nuevo modo de percibir las cosas, una percepción en la cual el objeto y el sujeto se funden; por otro lado inventa, crea la forma en la que su visión toma realidad, una forma que es real y simbólica a la vez, y de la cual todos podemos comulgar, como de aquel sol-hostia de Blake. Tal es, me parece, el mayor desafío que plantea la poesía a los poetas de hoy.
En la novela Vieja escuela, de Tobias Wolff, se representa un diálogo entre Robert Frost y un profesor, que me parece oportuno recordar para el tema que nos ocupa. Frost ha realizado una lectura de poemas ante un auditorio compuesto por los estudiantes de un colegio secundario norteamericano. Luego de la lectura, un profesor del establecimiento, el señor Ramsey, cuestiona al poeta por el empleo de formas fijas, formas que, señala, no serían adecuadas para expresar la conciencia moderna. Frost, haciendo uso de una ironía muy propia de su estilo, le pide a Ramsey que le explique en qué consistiría eso de la conciencia moderna. El profesor le responde con suma precisión: “Verá…, hablando muy a grandes rasgos, yo la describiría como la respuesta de la mente a la industrialización, a la saturación de propaganda por parte de los gobiernos y de la publicidad, las dos guerras mundiales, los campos de concentración, el oscurecimiento de la fe por la ciencia, y claro, la amenaza constante de aniquilación nuclear. Es indudable que esas cosas nos han afectado. Es indudable que han cambiado totalmente nuestro modo de pensar.” Si uno hubiera estado en el público, es probable que le hubiera dado la razón a Ramsey. Sin embargo, el poeta lo interrumpe en este punto, y comienza una argumentación que creo que vale la pena transcribir literalmente, también por el valor dramático de la escena: “No me hable de ciencia, dijo Frost. Yo mismo soy algo científico. Pero usted no lo sabía. Botánica. Ustedes, chicos, saben lo que es el tropismo, es lo que hace que una planta crezca en dirección a la luz. Todo aspira a la luz. Uno no necesita atrapar una mosca para deshacerse de ella…, basta con dejar a oscuras la habitación, dejar una rendija de luz en una ventana, y se marcha. Siempre funciona. Todos tenemos ese instinto, esa aspiración. La ciencia no puede… ¿qué palabra empleó usted? ¿Oscurecimiento?... La ciencia no puede oscurecer eso. Lo único que puede hacer la ciencia es apagar la luz falsa, para que la luz auténtica nos lleve a casa. […] De modo que no me hable de ciencia, y no me hable de guerra. Perdí a mi mejor amigo en la que llamaron la Gran Guerra. También Aquiles perdió a su mejor amigo en la guerra, y Homero no traicionó su dolor escribiendo sobre él en hexámetros dactílicos. Siempre ha habido guerras, y las guerras siempre han sido estúpidas. Es muy bonito y muy agradable pensar que somos las personas más engañadas de la historia…, pero eso es lo que ha pensado todo el mundo desde el comienzo de los tiempos. Eso sirve de excusa para todo tipo de pereza. Pero volviendo a mi amigo. Escribí un poema para él. Todavía escribo poemas para él. ¿Honraría usted la memoria de su propio amigo poniendo las palabras justo como le vienen…, sin pensar en cómo suenan, en el significado de su sonido, el sonido de su significado? ¿Reflejaría eso sinceramente la pérdida? […] Estoy pensando en el dolor de Aquiles. Aquel famoso, aquel terrible dolor. Déjenme que les diga una cosa, chicos. Un dolor así sólo se puede contar dentro de una forma. Puede que en realidad sólo exista dentro de una forma. La forma lo es todo. Sin ella uno no consigue nada, a no ser un grito desgarrado…, sincero, quizá, con todo lo que eso vale, pero sin profundidad ni alcance. Sin eco. Puede que sea una queja, pero no expresa dolor, y las quejas son peticiones, no poesía.”
No sé si las palabras de Frost habrán respondido cabalmente a las inquietudes del profesor Ramsey, probablemente no. A mí me habrían quedado aún algunas dudas, pero querría destacar un par de puntos en el discurso del gran poeta. En primer lugar, lo que podríamos llamar su “Teoría del Tropismo”. Ésta presenta dos aspectos. En primera instancia, plantea que no hay oposición entre el saber científico y el saber poético; luego, si consideramos su exposición en un sentido simbólico, podemos deducir que hay dos actitudes posibles para la representación de tal “conciencia moderna”: una, la mimética, que se limita a constatar ese paisaje de ruinas de una civilización descripto por Ramsey; otra que, sin pasar por alto tal constatación, se pone en relación dialéctica y agónica con la misma, contrastándola con el “instinto” o “aspiración” a la luz, una luz que me recuerda aquella antigua definición de la forma estética evocada por Joyce en el Retrato del artista adolescente: “la luz que brilla sobre lo que está bien conformado”. Vale decir, según esta concepción, el artista no debería contentarse con ofrecer una imagen caótica del caos, multiplicando lo informe a través de lo informe, sino que su misión es transfigurar el caos en un cosmos estético.
En segundo lugar, está lo que podríamos denominar su “Teoría del Dolor Poético”, que ocupa el final en crescendo de su apología de la forma. Me parece importante destacar dos frases: la idea de que “Un dolor así sólo se puede contar dentro de una forma”, y: “Puede que en realidad sólo exista dentro de una forma”. Es una observación sencillamente genial, y clarísima en su contraposición con el grito o la queja: el “grito desgarrado” puede ser sincero, sin duda, pero carece de “profundidad y alcance”, y sobre todo, de “eco” en quien lo escucha, es decir, esa resonancia interior que nos hace partícipes del sentimiento transmutado en forma (que deja entonces de ser exclusivamente del otro, de una persona en particular, para transformarse en un sentimiento impersonal, en el que sin embargo nos reconocemos como individuos y como partes de la condición humana). Esta concepción es absolutamente moderna, y expresa de otra manera aquel aserto de Staiger, recordado por Gottfried Benn y por Paul Klee, según el cual “la forma es el supremo contenido”. ¿Qué quiere decir esto? Para responder a la pregunta, creo que tenemos que traer a la memoria aquel diagnóstico de la grave condición del artista moderno presentado por Justo Sierra, una vez que ha desaparecido la fe en un mundo metafísico trascendente a la conciencia, y ya no basta tampoco la imagen que nos da del mundo la ciencia en su “navegación por los litorales de lo conocido”. Auden, en el magnífico ensayo “El poeta y la ciudad” antes citado, enumera “cuatro aspectos de nuestra Weltanschauung que han vuelto la vocación artística más difícil de lo que solía ser”. Los dos primeros están vinculados con los cambios aportados por la ciencia:
1) “La física, la geología y la biología han reemplazado ese universo eterno por una imagen de la naturaleza como proceso, donde nada es igual a lo que fue o a lo que será. Hoy en día el cristiano y el ateo comparten la misma mentalidad escatológica. Es difícil para un artista contemporáneo concebir un objeto duradero cuando no tiene un modelo permanente sobre el que basarse; está más tentado que sus predecesores a abandonar la búsqueda de la perfección como una pérdida de tiempo y a contentarse con esbozos e improvisaciones.”
2) “La ciencia moderna ha destruido la confianza en la ingenua observación de nuestros sentidos. Nunca podremos conocer, nos dice, la verdadera apariencia del universo físico; apenas podemos sostener una idea subjetiva que se ajuste al propósito humano particular que tengamos en mente. Esto destruye la concepción tradicional del arte como mimesis, pues ‘allí afuera’ ya no existe una naturaleza que pueda ser imitada en forma verdadera o falsa; a lo único que el artista puede serle fiel es a sus sentimientos e impresiones subjetivas.”
Pues bien, esta nueva situación en que se encuentra el poeta y el artista moderno en general, si por un lado acentúa las dificultades que debe afrontar, por otro lado le otorga a su tarea una función inédita y fundamental en la sociedad contemporánea: plasmar, por medio de la imaginación mitopoética, una imagen del mundo, una imagen que tendrá tanta validez gnoseológica cuanto los modelos de universo propuestos por la ciencia o por la filosofía. En este punto coincide la misión del artista actual con la de los creadores de mitos de las sociedades antiguas. Auden recuerda aquella observación de William Blake de que algunas personas ven al sol como un disco dorado del tamaño de una guinea, mientras él lo contempla como una hostia que grita: Santo, Santo, Santo. Sólo el poeta se encuentra en grado de acuñar esta visión, por medio de la forma artística, en un contenido de conciencia del que pueden participar todos los hombres, y, en la medida en que tal plasmación sea perdurable, “convertir el ultraje de los años / en una música, un rumor, un símbolo.”
Recordemos una vez más la frase del Frost wolffiano: “Puede que en realidad [ese dolor, cualquier dolor o sentimiento del mundo] sólo exista dentro de una forma”. La ambigüedad que introduce ese “Puede que…” define la incertidumbre en que se debate el poeta contemporáneo, a la vez que sugiere la ambigüedad misma del término “invención”, en su sentido etimológico: por un lado, el poeta encuentra, descubre un nuevo modo de percibir las cosas, una percepción en la cual el objeto y el sujeto se funden; por otro lado inventa, crea la forma en la que su visión toma realidad, una forma que es real y simbólica a la vez, y de la cual todos podemos comulgar, como de aquel sol-hostia de Blake. Tal es, me parece, el mayor desafío que plantea la poesía a los poetas de hoy.
P. A.
Alta Gracia, 6 de octubre, 2010
[Publicado en: VV.AA., Dificultades de la poesía,
Ediciones del Dock, Colección "Época", Buenos Aires, 2010]