viernes, 20 de agosto de 2010


SEÑALES DE LA NUEVA
POESÍA ARGENTINA


Hace algunos años, la revista española Reloj de Arena me solicitó una brevísima selección de la poesía argentina reciente para uno de sus números monográficos. Como la selección y el estudio introductorio que les envié resultó menos breve de lo esperado, sus directores decidieron publicar la antología en un libro, que apareció con el sello editorial de Llibros del Pexe (Gijón), en el 2004. Aquí presento el ensayo preliminar, tal como se lee en aquella publicación hispánica.

Los poetas incluidos en la selección, necesariamente restringida, eran los siguientes: Alejandro Bekes (Santa Fe, 1959), Elisa Molina (Córdoba, 1961), Roberto Malatesta (Santa Fe, 1961), Gabriela Saccone (Rosario, 1961), Esteban Nicotra (Villa Dolores, 1962), Beatriz Vignoli (Rosario, 1965), Laura Wittner (Buenos Aires, 1967), Sergio Raimondi (Bahía Blanca, 1968), Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) y Javier Foguet (San Miguel de Tucumán, 1977). Posteriormente, cuando se publicó en la revista Smerilliana de Italia (N° 7-8, 2007) una traducción de la antología, realizada por Amanda Salvioni, agregué asimismo textos de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970).





Vengo a veces a tomar café, leer y fumar al bar de una estación de servicio que está en las afueras de la ciudad donde vivo, en un cruce de rutas provinciales. No es el lugar que uno elegiría por puro gusto (de hecho, recalo aquí cuando traigo el auto a cargar gas), pero reconozco que le encuentro un extraño encanto. “Encanto”, por cierto, tampoco es la palabra justa; la dejo, no obstante, por el momento, en la libreta donde apunto las primeras notas para presentar esta breve muestra de la poesía argentina reciente. Digo que encanto no es el término adecuado, porque este parece ser el lugar del desencanto por excelencia. Tal vez por eso mismo, pienso ahora, ejerce a pesar de todo su paradójico hechizo sobre mí. En especial, siento que este es el sitio apropiado para reflexionar sobre aquello en que se ha convertido la poesía de nuestro país en los últimos años.

Veamos qué hay alrededor. El bar tiene las mismas características de todos los bares de estación de servicio: una gran caja de vidrio, con mesas y sillas de plástico atornilladas al piso, estanterías de metal con productos para el automóvil y para tentar a quien está de viaje (galletitas, golosinas, gaseosas, sandwiches envasados) o se ha olvidado el regalo para llevar a casa (ositos de peluche, cajas de bombones, juguetes). Todo aquí es impersonal y descartable, hasta los ceniceros. Por la vidriera se ve el playón de cemento de los surtidores y más allá el paisaje un tanto desolado del crucero de caminos: las banquinas polvorientas, donde el viento levanta por el aire alguna bolsa de plástico, y el asfalto de las rutas que van de sur a norte y de este a oeste de la provincia (estamos en una ciudad del centro de la Argentina, en Córdoba). Hacia el fondo de la avenida de entrada a la ciudad, al oeste, se adivina la silueta azulada de las sierras. Del otro lado, la llanura. Aquí estacionan especialmente camiones, de los que bajan hombres lentos y cansados, con el tedio de la cinta asfáltica metido en la mirada, pero igualmente llegan coches de distintas marcas y condiciones, camionetas que transportan mercadería o trabajadores del campo, moticicletas rugientes o carraspeantes... Llega asimismo, a pie, una mujer con un bidón para el querosén (todavía quedan algunos días invernales) y un viejito anda de ventanilla en ventanilla ofreciendo su ristra de salamines caseros. Bajo el sol de agosto, lucen alegres las pocas notas de color de unas flores plantadas por la Intendencia en la rotonda del crucero. Me acuerdo de una línea de Angelus Silesius, citada por un poeta joven, tan extraña en este medio como en el contexto de la nueva poesía argentina: “florece porque florece”. También asombra en este ámbito, entre hombres con pantalones grasosos y botas de goma hasta la rodilla, la belleza de una chica que atiende los surtidores, casi una aparición angélica en uniforme de YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales, hoy propiedad de Repsol).



Miro las caras y los cuerpos que vienen y van, llegan y pasan, y me pregunto si alguno de estos seres por casualidad llevará en la memoria al menos un verso de un poema, o si la poesía habrá significado algo alguna vez en el transcurso de sus vidas. Tal vez sí, tal vez no: prefiero ahora dejar la pregunta sin respuesta. Y la pregunta ha venido a mi mente porque ambientes como el de esta estación no son extraños a los que aparecen a menudo en la escritura que ha predominado en las dos últimas décadas. Con pequeños retoques, se me ocurre, esta escena podría figurar asimismo en cualquier película del realismo sucio norteamericano, y tal realismo ha sido una influencia importante en nuestras letras recientes. Me pregunto también qué pensarían estos hombres y mujeres (la señora del bidón de querosén, por ejemplo, o ese camionero que acaba de bajar pesadamente de su cabina, o la hermosa chica que pasa ocho horas diarias llenando tanques de nafta) de alguno de los poemas que perfectamente podrían tenerlos como protagonistas. Por ejemplo, estos versos de uno de los más nombrados poetas “neobjetivistas” argentinos: “La Shell falsificó mi firma / me dejó en la calle al lado de uno / recién llegado de Chernobil / que vende rezago radiactivo / en una mochila de tela de avión.”[1] Es difícil imaginar lo que pudieran pensar o sentir frente a estas líneas, pero me gustaría saberlo.

Desencanto, decía. Tal parece ser el temple común de las principales tendencias poéticas surgidas en las dos últimas décadas, particularmente en los autores de mi generación, los que ahora rondamos los cuarenta años, pero también en los más jóvenes. Más allá de los casos individuales (decisivos, sin embargo, cuando hablamos de poesía), creo que es posible detectar fácilmente algunos factores históricos que pueden haber favorecido esa extendida sensación de algo fallido, dentro y fuera de uno. Por un lado, condiciones epocales, que superan los límites nacionales, y que en su repercusión interna, en estos extramuros del mundo, de alguna manera nos convirtieron en una generación que creció en pleno arduo tránsito de nuestro país a la posmodernidad, la globalización y el imperio del nuevo capitalismo. La así llamada “crisis o muerte de las utopías”, si no me equivoco, por primera vez tuvo o tiene aún su lugar de agonía —también en el sentido etimológico del término—, como experiencia común, en nuestra generación (pensemos, sin más, que la que nos precede fue la que integró los cuadros jóvenes de la guerrilla de los años ’70). En el plano artístico, me parece que fuimos asimismo los primeros que sintieron con mayor nitidez la sonoridad falsa, anacrónica, que comenzaba a tener la palabra “vanguardia”, por lo menos en el sentido pleno que había tenido en las vanguardias históricas, y que todavía se escuchaba en los debates de la promoción anterior como medida del valor de una poética o una obra concreta. Todo esto ya había ocurrido, con varios años de anticipación, en otras literaturas.

Otros factores, esta vez propios de la vida del país, me parecen decisivos en la experiencia de nuestra generación: transcurrimos la adolescencia y los primeros años de juventud en el período de la dictadura militar (1976-1983); varias clases de nuestra franja generacional fueron las que se movilizaron cuando se estuvo a punto de ir a la guerra con Chile por el Canal de Beagle y luego cuando se declaró la guerra de las Malvinas; posteriormente, se vivió lo que todos en la Argentina recordamos bien: la esperanza democrática, los sucesivos fracasos, las oleadas emigratorias de los jóvenes (ya no por razones políticas, sino económicas), el lustre aparente y la creciente miseria promovidos por el régimen menemista, la ubicua corrupción, el presentimiento de pertenecer a un país irredimible, la fugaz ilusión de la Alianza de centroizquierda y el desmoronamiento de diciembre del 2001... Esto es historia sabida. Me parece que la línea divisoria, que crea una distinción importante entre los dos grupos generacionales que se han manifestado poéticamente en las últimas décadas, es la vivencia de los años de la dictadura, en un caso, y en el otro el crecimiento durante la vigencia de la democracia.

A la incidencia de los años del Proceso militar en nuestra generación me he referido ya en distintas ocasiones[2], y no querría insistir ahora en eso: baste con decir que más de diez años de violencia política, siete años de dictadura, una guerra absurda y el saldo que todos conocemos, no puede sino producir una huella apreciable en quienes han crecido y se han formado en esa atmósfera civil. Así lo señalaba en uno de los ensayos mencionados en nota, observando que “la atmósfera de violencia y luego de represión en que nuestra generación transcurrió los años de la adolescencia y primera juventud nos dejó una atención particularmente sensible (como quien lleva una herida en ese lado que no acaba de cerrar) hacia lo histórico, hacia las distintas formas de experiencia colectiva, que en nuestro país, por cierto, están más cerca del sufrimiento que de la felicidad. Creo intuir que en esta sensibilidad hacia lo histórico hay un luto colectivo que no ha terminado de cumplirse.”[3] En otras páginas sobre la misma cuestión, aclaraba, para evitar malentendidos, que “lo histórico no es el único motivo de esta poesía; ni siquiera afirmaríamos que es el central, a pesar de que incluso en poemas cuyo tema principal es otro suele advertirse la presencia de la historia como una especie de horizonte espectral, silencioso y sombrío.”[4]


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Ahora bien, las reacciones ante una misma circunstancia, como es obvio, pueden ser muy distintas. Si una nota común me parece, en general, el desencanto histórico, las elaboraciones de ese desencanto tienen múltiples variantes. La que ha predominado en estos años, cuantitativamente al menos, es la mimética, la que ha hecho del poema mismo un artefacto de registro neutro de la exterioridad imperante. El título citado del libro in progress de uno de los propulsores de esta tendencia, “Tomas para un documental”, creo que es una perfecta definición de tal poética: la mirada recorta un fragmento de realidad, lo describe con aparente impasibilidad, lo integra en una serie, virtualmente indefinida, de encuadres semejantes.

Es característico de este tipo de poesía el lenguaje prietamente cotidiano, con la incorporación de vocablos vinculados con la contemporaneidad (marcas comerciales, tecnicismos, préstamos del inglés, etc.) y la exclusión de todo término que pudiera tener algún relumbre de la tradición literaria. También lo caracteriza la reducción drástica de los recursos poéticos: a la máxima transparencia referencial se corresponde la máxima opacidad formal, con la supresión casi absoluta de la metáfora, la metonimia, el hipérbaton, la hipálage, etc. En el plano métrico, el solo tipo de verso utilizado es el verso libre. La cadencia silábica y acentual busca ser reemplazada, si así se puede decir, por la estructura sintáctica y la disposición gráfica en la página, aunque tampoco haya demasiado juego ideográfico en estos textos. No es una poesía que pretenda quedar grabada en la memoria, que intente dejarnos unos versos que nos acompañen en la soledad, sino que está destinada a la lectura en el papel (o sobre la pantalla), tal vez al estudio en las universidades, y de la cual nos resta una atmósfera, una anécdota, el perfil de un personaje, una posible interpretación alegórica del conjunto... Es decir, el lector espontáneamente tiende a leer estos poemas más como prosa que como poesía. Su carácter “prosaico”, tanto en los materiales cuanto en la elaboración de los mismos, ha sido destacado por la mayoría de los críticos que se han ocupado de esta tendencia. Edgardo Dobry señalaba en “Flaneurs desasosegados. Un panorama de la poesía argentina de los noventa”, publicado en la revista española la página: “poesía prosaica, en el límite inferior del versolibrismo, escrita en una lengua que incorpora lo coloquial y los clichés hasta sus grados más bajos”. También reconocía Dobry que la reducción al mínimo de la metáfora se debía a que ésta manifestaría “el dominio de una subjetividad activa”, y es justamente la subjetividad la que se halla bajo sospecha para estos autores. Emiliano Bustos, en “Generación poética del ’90, una aproximación”, caracteriza de la siguiente manera a la escritura de estos años: “realismo, por sobre todas las cosas, inmediatez, prosa, leyes que inventó la televisión y el rock [...], apatía y cinismo [...], humor, literatura y antiliteratura, irrefutable tercer mundo, chatarra, basura, márgenes de todo tipo, y lo secundario en general”[6].



Bustos distingue de este tipo poético un segundo “gesto”, que habría surgido hacia la mitad de la década, esbozado por poetas más jóvenes, en su mayoría, y en su mayoría mujeres: “Este segundo ‘gesto’ comparte con el primero su proximidad a lo real en general, y en muchos sentidos el paisaje es el mismo”, pero buscaría salir de la clausura realista por medio de lo lúdicro, denominado por el crítico, con justeza, “jueguito”. Ana Porrúa señala que en esta línea de poesía deliberadamente ingenua —pero de una ingenuidad algo perversa, notemos, como de niñas con trenzas que trajeran bajo las falditas medias de red y ligas— “la poesía habla desde un lugar de infancia y se hace cargo solamente de la miniatura, de lo pequeño”. Y Bustos: “Esta ‘infancia’ a la que adhieren varios poetas, sin ser el único rasgo de la última parte de los ’90, me parece el más importante, y es, además, lo obvio, lo tonto, el refrán rebautizado”. Creo que no está errado este joven poeta y crítico cuando observa la proximidad de tal escritura “blanda” con la de los realistas “duros” y cuando puntualiza que “en muchos sentidos el paisaje es el mismo”: en efecto, en ambas se verifica la irrupción de la cultura de masas en el ámbito que mayor resistencia le había ofrecido durante toda la modernidad — precisamente el de la poesía".

Así parece confirmarlo el “Ars poetica” de uno de los autores más característicos de la tendencia objetivista, tal como se lee en la última antología de la joven poesía argentina, Monstruos. Dice Alejandro Rubio (Buenos Aires, 1967):

La lírica está muerta. ¿Quién tiene tiempo, habiendo televisión por cable y FM, de escuchar el laúd de un joven herido de amor? Los que extrañan celebran ritos de conmemoración tan aburridos como un 25 de mayo [fecha en que se celebra en la Argentina la Revolución de Mayo de 1810], donde lo que antaño fue presencia se convierte en un fantasma desleído, que mendiga de los vivos un poco de atención póstuma. Se podría decir que estamos en tiempos de barbarie y que es deber de los poetas mantener encendida la llama para un futuro mejor. Habría que responder que la lírica no fue un espíritu, sino una manifestación social, y que valdría más la pena apostar a una nueva posición ante el lenguaje en la que entren en cuestión los rasgos de la contemporaneidad. Esa es, al menos, mi apuesta y la de otros poetas que publican o no, y que esperan una lectura que destaque en ellos lo nuevo, aunque lo ‘nuevo’ sea a veces sólo una mirada perversa hacia la tradición. El cadáver de la lírica, en efecto, puede abonar una tierra baldía.[11] 

Tal programa ferozmente liricida puede verificarse en las composiciones de estos autores, a quienes se les puede haber achacado muchas cosas, quizás injustamente (culto del tedio, banalidad versificada, esnobismo de la novedad, literatura para literatos, etc.), pero nunca incoherencia entre su teoría y su práctica. La renuncia a la esfera íntima y cordial, a los “universales del sentimiento”, que han sido la dimensión dilecta de la lírica, y la renuncia a todo aquello que pudiera favorecer la admiración estética, da a sus textos la impasibilidad flemática de una suerte de parnasianismo invertido, cuya aséptica objetividad ya no rindiera homenaje a la belleza, sino a su ausencia. He citado al comienzo un poema de Daniel García Helder (Buenos Aires, 1961); para completar la presentación de esta tendencia en la poesía argentina última, luego de los asertos críticos de Rubio, transcribiré un fragmento —necesariamente breve— de un largo poema de otro objetivista de los ’90, Martín Prieto (Rosario, 1961):

El bibliotecario —moreno, enjuto, amable / hasta la exasperación— anota con letra desprolija / un número de código, una fecha, “¿va a trabajar?” / TRABAJO // 3 Cosa producida por el entendimiento. / //5 Esfuerzo humano aplicado a la producción de riqueza. / Se usa en contraposición de capital. / Sí, voy a producir una cosa por el entendimiento. / Voy a leer, voy a comparar, voy a escribir, voy a trabajar. / La madera de la mesa en un declive / de menos de 45 grados, / simétrico al que cae sobre el abdomen de mi vecino, / dieciocho años, / el reflejo de mi cara en el vidrio centelleante / de sus anteojos y abajo, sobre la madera, / fulminado bajo el foco / que conforman sus ojos derecho e izquierdo, / un volumen de Ferrater Mora, páginas 90 y 91, / los números al revés, un lápiz Staedtler igual al mío, / intercambiable salvo porque / un pájaro negro, como si fuese un gorrión, / pero negro, o como si fuese un mirlo / con la forma de un gorrión, / un pájaro, en fin, tan sorprendente / se posa sobre el alféizar de la ventana / que ilumina cada una de las mesas de la biblioteca: / las conozco a todas. / Quince años sentado a estas mismas mesas, / leyendo, estudiando, trabajando. / Hay veces que la vista se distrae de su objeto natural / y se pasea, vacante, por las inmediaciones. / En la de adelante, a la izquierda... Etc.[12]


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Aunque nunca antes, probablemente, como ahora, se haya dado un predominio tan homogéneo y compacto de una concepción poética en los principales medios de difusión de la literatura en la Argentina (desde los suplementos literarios de los principales diarios hasta los recitales de poesía, pasando por las revistas y los sitios de Internet), afortunadamente la realidad es más compleja y rica en voces discordantes de lo que podríamos suponer en una mirada superficial. En efecto, no toda la poesía argentina es reductible a realismo, impersonalidad objetivista, prosaísmo, versolibrismo, parodia, “rock-fútbol-y-política”, infantilismo lúdicro, “sermo plebeius” y “defensa de la incorrección literaria”.

Si la tendencia antilírica ha sido la más difundida en las dos últimas décadas, hay otros poetas del período que no han derivado del desencanto necesariamente una negación del canto. Para ellos, la célebre frase de Sergio Solmi tiene una notable validez: “Una ilusión de canto que milagrosamente se sostiene después de la destrucción de todas las ilusiones”.

Visto el conjunto en perspectiva, llama la atención la distancia que separa a una de otra tendencia. Mientras los objetivistas extraen de la existencia de la TV por cable y la FM una excelente razón para la extinción de la lírica, sus contemporáneos líricos ven en ello un buen motivo para hacer de la poesía una experiencia menos ficticia, más honda y firme que la que transmiten los medios masivos de comunicación: el hombre —afirmarían estos últimos— sigue gozando y sufriendo del amor, sigue temiendo o deseando o lamentando la muerte, sigue alegrándose o doliéndose de su suerte o de la de los demás hombres, motivos existenciales que pueden derivar en un poema tan actual y por lo menos tan interesante para la “atención póstuma” del lector cuanto las acepciones de la palabra “trabajo” en un diccionario o lo que registra la mirada en una biblioteca.

Si los objetivistas niegan el yo, lo eluden sistemáticamente, los líricos actuales hacen de él un espacio donde todavía es posible la confidencia, el diálogo con los otros que están dentro y fuera de nosotros mismos. Mientras los primeros recurren únicamente al verso libre, los segundos —con variaciones, por cierto, de acuerdo con la destreza técnica y el oído musical de cada cual— no desdeñan los recursos métricos, aun cuando puedan practicar también el verso libre o el verso fluctuante teorizado por Pedro Henríquez Ureña (son raros, sin embargo, casos como el de Alejandro Bekes, que escribe casi exclusivamente en formas métricas tradicionales y cultiva incluso el soneto, una estructura prácticamente ausente desde hace medio siglo en la poesía argentina). Si los antilíricos se ejercitan preferentemente en la parodia y la ironía[13], los líricos indagan más bien por medio de la piedad y la simpatía —en su sentido etimológico— en la multiplicidad de ocasiones trágicas y tragicómicas que ofrece la experiencia del hombre contemporáneo, empleando la ironía limitadamente, como correctivo, sólo como un medio para evitar lo patético y la (auto)conmiseración. Mientras los objetivistas hacen una programática “defensa de la incorrección literaria”[14], 'incorrección' que puede extenderse desde lo cultural hasta lo ortográfico y es planteada en términos de displicente distancia con respecto a una tradición literaria y lingüística rechazada, los líricos por lo general tratan de escribir bien, vale decir, ser dignos de la lengua que utilizan y extraer la mayor intensidad expresiva posible del idioma en que escribieron los poetas que aman y admiran, persiguiendo lo nuevo no en cuanto negación de lo anterior, sino como continuidad, actualización, renovación o incremento del pasado en el presente. Si la poesía de los antilíricos, como la crítica ha señalado repetidas veces, “parece acercarnos con zoom lo trivial de las hablas; trae el sermo plebeius y lo instala tranquilamente en el poema" [15], los poetas líricos en su mayoría escriben sus textos como personas que hablan con su vecino, pero también como personas que leen y releen con pasión a sus poetas preferidos: vale decir, predomina en ellos el lenguaje medio y actual[16] con que un hombre que ha hecho la escuela secundaria y tal vez la universidad, que lee los periódicos y que pasa buena parte de sus días con un libro en las manos, puede hablarse a sí mismo o dirigirse a un amigo.

Tantas y tales divergencias remiten asimismo, por cierto, a importantes diferencias en las lecturas predilectas, no sólo de la tradición poética argentina, sino también castellana y universal en general. No es difícil percibir en los objetivistas la continuidad con el realismo coloquialista de los años ’60 —desactivada ya, sin embargo, la proyección inmediatamente política, militante, de la escritura sesentista—, con la vena paródica de Leónidas Lamborghini o la llaneza reflexiva y escéptica de Joaquín Giannuzzi, así como el ascendiente de autores más próximos, como Néstor Perlongher, Ricardo Zelarayán, Arturo Carrera, Diana Bellessi, etc. Se diría plenamente ausente la lección de la poesía española y de la hispanoamericana previa al surgimiento de las vanguardias (hay una cierta fobia en ellos hacia toda la poesía con métrica y rima, lo cual los aleja incluso de antecedentes importantes en la indagación realista, tales como Baldomero Fernández Moreno en la Argentina, Luis Carlos López en Colombia o Ramón López Velarde en México)[17]. Es fundamental en cambio la influencia del objetivismo norteamericano y anglosajón en general: Carver, en primer lugar, pero quizá también otros poetas anteriores de mayor envergadura, como Ezra Pound, T. S. Eliot o William Carlos Williams.

Para los líricos es más arduo trazar líneas comunes de ascendencia, por cuanto no han configurado una tendencia tan compacta como la de sus contemporáneos objetivistas. Puede encontrarse desde la presencia de la lírica meditativa de Jorge Luis Borges, Antonio Machado o Luis Cernuda en Alejandro Bekes, hasta la reminiscencia dantesca, bíblica o eliotiana en Diego Muzzio; desde el Ungaretti de L’Allegria o la tragicidad del último Pavese en Esteban Nicotra, hasta el pulido imaginativo y epigramático de Wallace Stevens en Elisa Molina... Se advierte en general en estos autores una mayor atención hacia la poesía española, particularmente el Siglo de Oro, Bécquer, Antonio Machado y los poetas del ’27, así como en la lírica hispanoamericana a Darío, Martí, el Neruda de los Veinte poemas y Residencia en la tierra, César Vallejo, Xavier Villaurrutia, etc. En la tradición poética argentina, creo que Borges es una admiración compartida; también, en algunos, Banchs, Mastronardi, Wilcock, y poetas más recientes, tales como Horacio Castillo, Alejandro Nicotra, Rodolfo Godino, Juan Manuel Inchauspe... En cuanto a la generación precedente, la de los años ’70, creo que varios destacarían el valor de la crítica ‘revisionista’ de Ricardo H. Herrera, en su época más polémica e intempestiva.

Ahora bien, ¿de qué cualidad es el lirismo de los nuevos poetas? Lirismo atenuado, lo llamaría yo. En varios sentidos. Por una parte, es un lirismo apagado, en sordina, que busca eludir toda retórica del énfasis. La suya, por lo general, es música de cámara, no operística. Si el empeño lírico los acerca a la tendencia neorromántica setentista, los aleja decididamente de ella el rechazo de la altisonancia, de la imaginería escenográfica de origen literario y del culto del Poeta como un ser excepcional, órfico y dionisíaco, pero más bien distraído de su tiempo y de las preocupaciones de los comunes mortales. Necesidad de la poesía y horror de la literatura se diría que van juntos en los líricos de los últimos años: necesidad de una palabra que brote de la existencia y donde la vida a la vez abreve su significado más hondo y verdadero.

Lirismo atenuado, entonces, también en el sentido de mediado por el contraste con la experiencia: ni la imaginación sin límites ni la mera mímesis, la chispa de lo lírico aquí surgiría de la dialéctica entre ambos extremos. En la selección que presentamos se encontrarán múltiples ejemplos de esta dialéctica.

Dado que tal lirismo se manifiesta a menudo como un plus de la vivencia concreta, como una luz que inesperadamente tornasola de nuevos sentidos lo que ya se creía conocido, la poesía de estos autores suele asumir el carácter de una indagación metafórica y meditativa sobre los materiales de la cotidianidad, que se muestra tanto en las imágenes cuanto en el tono epigramático de muchos de sus textos. En general, se advierte en el conjunto que la poesía es para ellos una manera de interrogación de su presente y su pasado, mientras el futuro parece una línea desdibujada, que ya no enciende demasiadas ilusiones.

Alineación al centro

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La selección que he realizado para Reloj de Arena tiene todos los límites de una antología personal y de una muestra extraída de un paisaje en continuo movimiento. Al lector de las páginas precedentes no se le ocultará mi preferencia por la poesía que ha logrado salvar el peso gravitatorio del desencanto a través de un medido lirismo, pero alego a mi favor que al elegir a los autores sólo me he basado en la eficacia poética de sus textos, más allá de su adscripción a una u otra concepción estética.

Así, se encontrarán poetas que desde su aparición han estado vinculados con el objetivismo y sus publicaciones (revistas como Diario de poesía y Vox, editoriales como Libros de Tierra Firme, Siesta o la misma Vox), y otros que por el contrario han manifestado búsquedas más próximas al lirismo (y que han publicado en revistas como Fénix o Hablar de poesía, y en editoriales y colecciones como El Imaginero, Grupo Editor Latinoamericano y la misma Fénix). En la línea objetivista, me parece advertir una mayor intensidad poética en la escritura de las mujeres, quizá por razones semejantes a las que Pedro Henríquez Ureña argumentaba al destacar la lírica femenina en el período postmodernista en Hispanoamérica, como ya lo había hecho antes Federico de Onís en su Antología de la poesía española e hispanoamericana de 1934 (hay notables puntos de contacto entre el postmodernismo argentino e hispanoamericano y el momento presente de nuestra poesía).

En fin, no quiero abundar en justificaciones: sólo agregaré que son poetas cuyos libros yo elegiría tomar de la biblioteca una noche cualquiera, para leerlos a la luz de la lámpara, por el puro placer de la lectura. Esta es, al fin de cuentas, la piedra de toque de nuestra valoración real de una obra: no tanto su importancia como ilustración de una interesante teoría, ni como delantera en una hipotética evolución de la literatura, sino más bien su poder de estremecernos y encantarnos con palabras, una y otra vez como la legendaria Schahrazada, palabras que sigan haciendo resonar su enigma luego de la lectura, extraños sortilegios para acompañarnos en la hora de la soledad y extraer luces y sombras de nuestro destino.


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Como en un ritual propiciatorio, vuelvo para concluir estas anotaciones al bar de la estación de servicio donde tomé los primeros apuntes y tracé un esquema ideal de la antología. Ya la primavera está avanzada, y hay colores más profusos y vivos —rojos, violetas, azules, amarillos— en la rotonda del crucero de las rutas. Pienso que en España comienzan a llegar los días fríos, y por el hilo de este pensamiento de las estaciones antípodas me pregunto cómo se leerán allá estos poemas de la poesía argentina de los últimos años. Tal vez nunca como en las décadas pasadas se haya dado una brecha tan amplia y honda —principalmente de desconocimiento— entre la poesía argentina y la poesía española, que en otros tiempos estuvieron tan unidas. De allí que iniciativas como la de Reloj de Arena me parezcan tan valiosas, y se agradece su generosidad. Algo semejante venimos propiciando por nuestra parte en la Argentina, con la creencia de que no hay peor empobrecimiento para una literatura que el enclaustramiento dentro de las propias fronteras.

Levanto la cabeza de la libreta donde garabateo estas líneas finales, y miro otra vez las gentes que continuamente van y vienen, llegan y pasan: mayor que toda distancia es el abismo que se ha abierto entre la poesía y la vida del hombre y la mujer de nuestro tiempo. Me respondo a la pregunta que dejé pendiente al comienzo de estas páginas: no hay duda alguna de que nadie aquí reconocería siquiera un nombre o un verso de los que integran esta muestra poética. Y sin embargo, más allá de todo desencanto, también para ellos y tal vez por ellos, como una ofrenda necesaria o absurda —como esos brotes irisados que florecen porque florecen—, seguramente han sido escritos estos poemas.

                                                           
                                                                                                                                                                  Pablo Anadón

Alta Gracia, entre agosto y octubre de 2003




NOTAS


[1] GARCÍA HELDER, Daniel: De “Tomas para un documental”, en: Monstruos. Antología de la joven poesía argentina, Selección y prólogo de Arturo Carrera, Buenos Aires, FCE / ICI, 2001, pág. 73.
[2] He intentado aproximarme a esta difícil problemática en los siguientes ensayos: “La herida de la historia y el tono de la poesía / Tres poetas argentinos de los últimos años”, en: Quaderni del Dipartimento di Linguistica, Facoltà di Lettere e Filosofia, Università degli Studi della Calabria, Rende (Italia), Nº 9, Serie Letteratura 5, 1993, págs. 95-108 (luego, en versión corregida, en: Poesía, Revista del Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo, Venezuela, 1995, Año XXIV, Nº 108, págs. 27-39); “Poesía e historia / Algunas consideraciones sobre la poesía argentina de las últimas décadas”, en: VV.AA., Actas / Primeras Jornadas Internacionales de Literatura Argentina / Comparatística, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1995, págs. 245-251 (luego, en versión corregida, en Fénix Nº 1, Córdoba, Ediciones del Copista, Abril de 1997, págs. 9-22), y en “Más sobre poesía e historia”, en Fénix Nº 5, Abril de 1999, págs. 137-166.
[3] “Más sobre poesía e historia” cit., pág. 164.
[4] “Poesía e historia / Algunas consideraciones sobre la poesía argentina de las últimas décadas” cit., en Fénix Nº 1, pág. 21.
[5] El “panorama”, en realidad, se ceñía a unos pocos autores, principalmente de la tendencia objetivista que venimos reseñando, todos de la ciudad de Rosario: Daniel García Helder, Martín Prieto, Beatriz Vignoli, etc. A pesar de estos límites, el crítico hace lúcidas observaciones sobre el conjunto, que pueden tener una proyección sobre el neobjetivismo en general.
[6] BUSTOS Emiliano: “Generación poética del ’90, una aproximación”, en: Hablar de poesía, Nº 3, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, junio de 2000, pág. 98.
[7] Ibidem, pág. 101.
[8] PORRÚA, Ana: “Notas sobre la poesía argentina reciente y sus antologías”, en Punto de Vista, Nº 72, Buenos Aires, abril de 2002, pág. 24.
[9] Bustos cit., pág. 102.
[10] “Los poetas de nuestro tiempo tienen miedo de decir yo —afirma Eugenio de la Torre—, con lo cual obedecen a la ideología dominante. Ésta nos propone (nos impone) un mundo impersonal, un mundo gobernado por anónimos grupos empresarios y computadoras sin cara. Que nadie se confunda: el ingenuo objetivismo de hoy, heredero disminuido o inválido del nouveau roman, nada tiene que ver con la triple negación budista. No hay en él la sabiduría de oriente sino la simplificación del mercado.” (Cit. por TEPTIUCH, Emilio: “Fuga y retorno”, en Fénix, Nº 6, Ediciones del Copista, Córdoba, Octubre 1999, pág. 114).
[11] RUBIO, Alejandro: “Ars poetica”, en Monstruos cit., pág. 160.
[12] PRIETO, Martín: “En la biblioteca, trabajando”, en Monstruos cit., pág. 143.
[13] Arturo Carrera, en el prólogo a Monstruos, absolutiza esta práctica, citando a uno de los autores de mayor influencia en los antilíricos, Leónidas Lamborghini: “un rasgo distintivo común a todos los poetas de los años ochenta y noventa: el quiasma o cruce constante de teorías de las percepciones cotidianas donde el humor, lo grotesco, el lirismo ironizado, el absurdo entre el horror y la risa asimilan toda distorsión y la devuelven multiplicada” (Monstruos cit., pág. 11). Por lo que venimos exponiendo, tal absolutización resulta claramente reductiva.
[14] La observación es de Ana Porrúa: “La figura del monstruo recorre, bajo distintos ropajes, la mayor parte de la poesía de los ’90 y se recorta contra algo anterior. Desde el lugar de la enunciación casi programática, aparece la defensa de la incorrección literaria: «Nunca leí el Quijote. / En todo caso sueño con Alien / escupiendo los huesos de Don Q. en el basural»” (Porrúa cit., pág. 24). Los versos pertenecen a Martín Gambarotta, uno de los más celebrados autores del objetivismo actual.
[15] CARRERA cit., pág. 11. Ana Porrúa retoma la observación de Carrera: “Otra de las instancias para pensar un recorte de la nueva poesía está caracterizada por Carrera como «lo trivial de las hablas», «el sermo plebeius», es decir la conversación (o la murmuración e incluso las habladurías) propias del pueblo, de la plebe y opuestas a los patricios.” (PORRÚA cit., pág. 25). No deja de llamar la atención esta contraposición tan neta entre lo plebeyo y lo patricio, más propia de una sociología del siglo XIX que de los actuales estudios sociales y culturales.
[16] (Ninguno, que yo sepa, ha emulado los logrados alardes imitativos de Banchs en El cascabel del halcón).
[17] Entre otras señales, que se pueden detectar en numerosos textos críticos del objetivismo más ortodoxo, es sintomática de esta fobia el artículo “Realismo, verismo, sinceridad” de Martín Prieto, incluido en un tomo reciente de la Historia crítica de la literatura argentina dirigida por Noé Jitrik (El imperio realista, Emecé, Buenos Aires, 2002, págs. 321-344). En un estudio sobre el realismo en la poesía argentina, a Prieto le basta con señalar la presencia de la “musicalidad” como un elemento decisivo en los poetas postmodernistas para desestimar el aporte que pudieron hacer al realismo estos poetas, ciñéndose en su análisis a tres poetas vanguardistas de los años ‘20. Lo notable del caso es que el poeta y crítico pareciera no advertir que en casi todas las citas que hace de estos últimos autores campea la rima, al mejor estilo lugoniano, e incluso, en la mayoría de los fragmentos transcriptos, la métrica, la detestada “musicalidad”.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Una lectura de la poesía
de Horacio Castillo


En 1998, por sugerencia del autor, Jorge Boccanera me pidió un estudio introductorio a la obra poética completa de Horacio Castillo para la colección “La musa arisca” de Editorial Colihue, que aparecería al año siguiente con el título de La casa del ahorcado / Obra poética 1974-1999. Aunque he leído la poesía de Castillo detenidamente desde la temprana adolescencia, demoré varios meses en comenzar la escritura del ensayo. Leía y releía, y tomaba notas sin fin en una libreta. Cuando ya el plazo de entrega del estudio llegaba a su fin, tuve que lanzarme sin más a la escritura, y durante varios días y noches tecleé sin descanso, casi sin dormir, hasta que exhausto di por concluida la introducción, que constaba de unas cincuenta páginas. Se la envié a Boccanera y, previsiblemente, me señaló que superaba en exceso el límite previsto para los prólogos o introducciones de la colección. Debí reducir el trabajo, pues, de cincuenta a quince páginas aproximadamente. Aquí presento el primer apartado de ese estudio, en su versión completa.


EL HORIZONTE DE LA ESFERA
Lectura de la poesía de Horacio Castillo


I. La poética de la visión


Horacio Castillo es uno de esos poetas que, como su admirado Kavafis, mientras hacen su obra gozan de un prestigio seguro pero casi secreto entre un número más o menos exiguo de fieles lectores, críticos y poetas. No obstante esta relativa desatención de una crítica y un público siempre más atraídos por el restallido de las luces sobre los desfiles poéticos de moda que por la resonancia íntima de una voz exigente y apartada, creo que no se tardará en ver que su intensidad expresiva, su rigor formal y su poder imaginativo dan a los textos de este autor un lugar destacado, nítidamente original en la tradición poética argentina, y configuran una de las obras más valiosas de la poesía en lengua española de las últimas décadas
[1].

Castillo ha escrito poco y —también como el mencionado poeta alejandrino— ha publicado menos. Si bien su iniciación en la poesía se produce a los once años, según ha declarado en alguna entrevista, su primer libro, Descripción (Carmina, 1971), apareció cuando tenía ya treinta y siete, en una hermosa edición de escasas páginas y escasos ejemplares. De este libro, que reúne lo escrito entre 1962 y 1969, el autor renegó poco después, y por su voluntad no se incluye en la presente colección de toda su poesía. Posteriormente ha editado, en el curso de veinticinco años, cuatro libros de no más de veinte poemas cada uno: Materia acre (Carmina,1974), Tuerto rey (Carmina, 1982), Alaska (Libros de Tierra Firme, 1993) y Los gatos de la Acrópolis (Ediciones del Copista, Col.“Fénix”, 1998). La brevedad de esta obra, más aún que una característica derivada de su innegable “obstinado rigor”, se diría una consecuencia directa de la concepción poética que la sustenta: no podría ser de otra manera, dadas sus premisas estéticas, como luego veremos.


*


En Materia acre Castillo encuentra su estilo, su propia lengua, como prefiere decir, recordando una expresión de Rimbaud. En sus “Apuntes para una gnoseología poética”, Poesía y absoluto[2], Castillo vincula esa necesidad de “encontrar una lengua” que el autor de las Iluminaciones expresaba a Paul Demeny, con la aspiración de H. Von Hoffmmansthal hacia una suerte de lengua primigenia, una lengua en que hablan las cosas mudas y que un día, en la tumba, servirá de explicación ante un juez desconocido (Carta a Lord Chandos). Señala Castillo: “Esta lengua común, esta koiné de los poetas, nace en esa zona que Adorno llamó ‘el más alto grado de individuación del ser doliente’. En el reino de la interjección (Valéry dijo que la lírica es el desarrollo de una interjección). Allí están la forma pura, el significado puro; esa forma y ese significado que no pueden ser todavía objeto de pensamiento y que, para comunicarse, necesitan lo que Seuphor llama ‘estilo’”. Y agrega: “A esa lengua llamo forma. Y aquí tocamos otro aspecto de este misterio: la abstracción. Porque de lo que se trata es de abstrahere —apartar, tirar, arrastrar lejos: separar las cualidades de un objeto para considerarlo en su pura esencia. Dicho de otro modo, eliminar lo contingente hasta alcanzar la claridad de lo absoluto, aligerar el peso hasta que adquiera gracia”.

Hemos citado largamente, porque en estas líneas hay notas fundamentales para definir la poética de Horacio Castillo y el puesto original que ocupa en la evolución de la poesía argentina de esta segunda mitad del siglo. Su obra ha sido vinculada a menudo con la línea intelectualista que proviene de Girri. Tal vínculo sin duda existe, y está por otra parte testimoniado por el interés que demostró hacia la escritura de este poeta, a quien le ha dedicado un importante estudio. En las palabras antes citadas, el acento puesto en el proceso de abstracción, en el despojamiento de las “cualidades del objeto para considerarlo en su pura esencia”, no sólo pueden evocarnos la gnoseología platónica, sino también la concepción girriana de la poesía.

Ahora bien, si la crítica ha visto este parentesco con la poética de Girri, se ha percibido menos hasta qué punto la poesía de Castillo se adentra en una lírica nítidamente visionaria. Mientras la obra de Girri podríamos decir que marca los límites de lo que puede y lo que no puede ser pensado y expresado por medio del lenguaje humano, la voz de Castillo se aventura en aquel “reino de la interjección” que él indicaba, e intenta aprehender en imágenes verbales “esa forma y ese significado que no pueden ser todavía objeto de pensamiento”. Este horizonte visionario de su creación y el empleo cada vez más asiduo en sus poemas de un lenguaje cuya clave última quizá sólo pudiera hallarse en el mundo del inconsciente personal y colectivo, permiten ver en su obra una extraña y lograda conjunción de esas dos grandes vertientes antitéticas en que se abre la poesía argentina a partir de los años 40, el intelectualismo girriano (con su ascendiente en la tradición poética anglosajona, leída con atención por nuestro poeta, así como se ha interesado por la
Gedankenlyrik, la “lírica del pensamiento” alemana, cuya proximidad a la poesía deDescripción ha sido señalada por un especialista en literaturas germánicas[3]) y el surrealismo de Molina y otros (con su ascendiente en los “poetas malditos” y la revolución surrealista francesa). Tal vez haya colaborado en esta peculiar síntesis que observamos en su escritura el conocimiento profundo y la elaboración en clave personal de algunas soluciones estilísticas presentes en la lírica helénica moderna (principalmente en Kavafis, Seferis, Ritsos y Elytis), para cuya renovación las tradiciones poéticas de lengua inglesa y francesa tuvieron un papel importante.

*

El descubrimiento que Castillo hace para la definición de su estilo en Materia acre es el de un instrumento poético que yo llamaría “visión”. Es la adopción de este instrumento la que da unidad a la obra poética aquí reunida, no obstante las variaciones que se pueden observar de libro en libro, y especialmente entre los dos primeros y los dos últimos publicados, como luego señalaremos.

La visión nace, ni más ni menos, de lo que en la tradición hermética se ha llamado
Vitriol. V-i-t-r-i-o-l es un término muy conocido entre los alquimistas, una fórmula que significa: “Visita Interiorem Terrae Rectificando Invenies Operae Lapidem”. Jean Servier traduce: “Desciende a las entrañas de la tierra, y destilando encontrarás la piedra de la obra”. Este descenso a las entrañas de la tierra se refiere, claro está, a la inmersión en los abismos de la propia interioridad, de donde se ha de extraer, destilando, rectificando, transmutando las experiencias allí maceradas a lo largo del tiempo, la imagen nueva, desconocida incluso para el propio autor. Una analogía semejante de este procedimiento de elaboración artística la encontramos en el ensayo “La tradición y el talento individual” (The Sacred Wood, 1920) de T. S. Eliot, donde se compara la elaboración que origina al poema con el proceso químico conocido como catálisis. Concluye allí Eliot: “...mientras más perfecto sea el artista, mayor será la separación que se percibe en él entre el hombre que sufre y la mente que crea; más perfectamente digerirá la mente y transmutará las pasiones que componen su material”.

No sabríamos decir si en todos los artistas es cierto esto de que mientras mayor sea la distancia “entre el hombre que sufre y la mente que crea” ha de ser mayor el valor de su obra. Hay demasiado ejemplos de grandes autores que probarían lo contrario. Tampoco a la identificación del “progreso de un artista” con “un continuo sacrificio de sí mismo, una ininterrumpida extinción de la personalidad”, que plantea el autor de
La Tierra Baldía, habría por qué considerarla un axioma de validez universal. Sí me parece claro, de cualquier manera, que en el caso de la obra de Horacio Castillo tal principio de transmutación de la experiencia personal en un producto impersonal en el que no queda casi rastro alguno de la vivencia anecdótica, biográfica, que le ha dado origen, se cumple impecable e implacablemente. Los poemas dan la impresión de objetos autogenerados, absolutos —ab-sueltos sobre todo de la condena de lo privado, de lo meramente individual. Son visiones ya desprendidas del ojo, el cual, más que contemplarlas, pareciera haberlas soñado —sueño lúcido— en la penumbra de los párpados, en el duermevela de la imaginación.

En sus citados “Apuntes para una gnoseología poética”, Castillo describe de la siguiente manera la disposición necesaria para que la “visión” se manifieste: “Se trata, en general, de estímulos que generan un estado de extrema atención, de alerta: ese ‘estado crepuscular’ en que la conciencia se encuentra consigo misma y objetiva lo inefable. En esas condiciones sólo queda suspender la respiración, aguzar el oído, discernir
eso que quiere hablar, eso que [...] quiere decirse”. Un poema que puede ser leído como una descripción de ese instante excepcional, es el que lleva el título “Un caballo canta sobre la tierra”, del primer libro aquí recogido, Materia acre: “No es necesario atarse a un árbol. / Hay que abrir los oídos, preparar la visión, / inhalar el vapor que sube del abismo. / Entonces aparece bajo la noche azul, / ensaya su escorzo contra los astros / y clava el canto en nuestra carne / que se desangra dócilmente hacia la oscuridad. / Una vez a cada hombre es dado este prodigio.”





Metáfora de la epifanía poética, este poema también es un perfecto ejemplo del resultado de la misma. En primer lugar, remarquemos ese “singular don de fabulación” que se manifiesta a lo largo de toda la obra de Castillo y que E. L. Revol advirtió tempranamente en Materia acre. En el límite entre la necesidad y el arbitrio, pero siempre regidas por una estricta lógica imaginativa, aparecen las imágenes de esta poesía, como ese caballo que surge bajo el cielo de la noche y prodigiosamente canta. Tal poder imaginativo es el que vuelve más reconocible el estilo del poeta. La necesidad de que la experiencia alcance esa drástica transformación visionaria, la rareza del hecho, explican en buena medida la brevedad de su obra.

Luego, podemos advertir el distanciamiento entre el objeto poético y el autor. No hay un
yo lírico, sino un indeterminado ‘nosotros’, que por otra parte sólo es aludido en este texto por medio del pronombre posesivo: “nuestra carne”. El empleo de la primera persona del plural para crear una mayor distancia expresiva es recurrente en su obra. También es de notar, en este sentido, la impersonalidad que le imprimen al poema los primeros versos, con el uso de frases propias de enunciados instructivos, lo cual es acentuado por la leve ironía presente en el primer verso (“No hay que atarse a un árbol”), que evoca vagamente, por contraste, el episodio de Ulises y las sirenas.

En estrecha relación con los puntos anteriores, las visiones suelen proyectarse en lo que podríamos llamar, parafraseando a Eliot, “correlatos
imaginativos”, que a menudo tienen una estructura narrativa, con despliegues sucintos o más desarrollados, y por lo general con un desenlace que cierra el texto con un ‘golpe de efecto’ (que puede ser sutil, como en el poema leído, no pensemos necesariamente en un portazo poético). La crítica se ha referido en ocasiones a estos poemas definiéndolos “parábolas” o “anti-parábolas”. Aunque los términos pueden resultar atractivos en relación con la estructura formal, e incluso es posible que sean apropiados si los aplicamos a aquellos textos donde el ‘referente’ es más o menos unívoco, creo que tienen la desventaja de sugerir la idea de un mensaje preexistente que sólo toma la forma de una historia fabulada para su transmisión, aproximando el sentido de los poemas más a la alegoría (con su significado fijo, convencional) que al símbolo, cuya multivocidad significativa me parece más adecuada a la escritura de Castillo. De allí que prefiramos hablar de visiones: no hay una verdad previa a comunicar, el poder imaginativo de la poesía se adentra en dimensiones de la realidad que no pueden ser captadas sino a través de las imágenes que el poeta ve con los ojos cerrados.

Otro aspecto señalado por la crítica es la concisión verbal, que también puede advertirse en “Un caballo canta sobre la tierra”. Ricardo Herrera, sin embargo, ha hecho la siguiente precisión: “La escritura de Castillo es, generalmente, epigramática: lapidaria, sentenciosa, elude la música del idioma, la expresión paradójica y oscura del oráculo, sin privarse por ello de un cierto barroquismo, acumulativo de preciosos detalles, donde se explaya la sensualidad de su laconismo”[4]. Dejando entre paréntesis lo referente a la elusión de la “música del idioma”, sobre lo cual volveremos, creo que Herrera ha señalado en la frase citada una característica estilística significativa: hay, en efecto, un ritmo oscilante de contracción y expansión, una suerte de sístole y diástole que se percibe en muchos poemas de Castillo a lo largo de toda su obra. Al momento de contracción suele corresponder una frase asertiva: “El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado”, por ejemplo, en el poema “Para ser recitado en la barca de Caronte”. Tales aserciones a menudo terminan en dos puntos y a continuación se abre la fase expansiva, con frases que suelen tener una estructura paralelística, un equivalente valor sintáctico y una función descriptiva o ejemplificatoria de lo afirmado en la sentencia inicial: “El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado: / estas murallas que caen a pico sobre nosotros, / aquel sol negro descendiendo sobre la laguna, / allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.” La sucesión de contracción y expansión podemos encontrarla también, a partir de Alaska, en la organización misma del libro, que alterna composiciones breves y largas.

El análisis en esta obra de los aspectos rítmicos y fónicos en general, merecería un estudio aparte. Ya hemos visto que Herrera señalaba en ella la elusión de la “música del idioma”, afirmación que complementa con las siguientes observaciones: “La simetría, el equilibrio de los textos de Castillo, no es silábica, sino conceptual. Ello sucede porque las simetrías silábicas (rimas, aliteraciones, repeticiones, asonancias, etc.) producen música: una forma de equilibrio irracional, [...] que él teme, creo, por su perversidad, por su adhesión a lo carnal y material. [...] Opta, entonces, para cohesionar su material narrativo, por las leyes de la composición pictórica: un equilibrio de luces y sombras.” Estas reflexiones de Herrera, contenidas en uno de los ensayos más iluminadores que se han escrito sobre la poesía de Castillo, nos ofrecen un modelo de interpretación coherente, es cierto. Sin embargo, la polarización excluyente entre una simetría musical y una simetría conceptual y pictórica me parece que en cierta medida simplifica la complejidad del problema, que aquí consiste justamente en el modo particular en que se entrelazan recursos rítmicos, combinaciones sintácticas y una determinada configuración imaginativa. Si bien la definición de la imagen suele ser una preocupación predominante en esta poesía, no necesariamente ello implica una desatención a la
música del idioma, tanto en el sentido amplio que Darío —poeta músico por excelencia, importante en la formación literaria de Castillo— le daba a la palabra “música” en El canto errante (“...y he querido ir hacia el porvenir, siempre bajo el divino imperio de la música —música de las ideas, música del verbo”), cuanto en el sentido estricto de la cadencia fónica del verso.

En lo que respecta a la musicalidad silábica, digamos que Castillo utiliza el verso libre, pero la reminiscencia métrica está siempre —o casi siempre
[5]— presente en sus textos. Si consideramos el poema que hemos tomado como ejemplo de algunas características generales de su poesía, veremos que “Un caballo canta sobre la tierra” combina clásicos versos eneasílabos con acentuación en cuarta sílaba (“No es necesario atarse a un árbol”, “y clava el canto en nuestra carne”), alejandrinos cuyos hemistiquios poseen una calibrada fluctuación —que evita cierta monotonía y gravedad característica de este tipo de verso— gracias a las palabras con terminación aguda (“Hay que abrir los oídos, preparar la visión, / inhalar el vapor que sube del abismo. / Entonces aparece bajo la noche azul”; “Una vez a cada hombre es dado este prodigio”), un endecasílabo con acentuación irregular en quinta sílaba (“ensaya su escorzo contra los astros”) y un verso compuesto de un octosílabo y un heptasílabo (“que se desangra dócilmente hacia la oscuridad”).

Por otro lado, es abundante el empleo que Castillo hace de otros recursos rítmicos, en particular figuras iterativas, tanto en el plano del verso (especialmente aliteraciones, la mayoría martillantes, como “clava el canto en nuestra carne”, “mientras el cómitre marca con el látigo el compás”, y otras más suaves, como “negro humor, agua muerta, miel / que mana...”, “quejido de virgen en el ojo del unicornio”), cuanto en el plano de la composición, tales como la anáfora y el paralelismo, o la lisa y llana reiteración de un mismo verso a lo largo de todo un poema, como un
leitmotiv musical cohesionante, con un efecto estético próximo al ensalmo, a la cadencia hipnótica de la letanía.


NOTAS

[1] Como suele ocurrir, se ha visto mejor desde la distancia la sorprendente originalidad de esta obra. Así lo advirtió el crítico y traductor inglés Jason Wilson, en un panorama de la poesía hispanoamericana publicado en la revista española Ínsula (“Después de la poesía surrealista”, Ínsula, Nº 512-513, agosto-setiembre de 1989, págs. 48-49). En nuestro país, son de destacar los ensayos dedicados a la poesía de Castillo por R. H. Herrera y R. Modern, así como las notas bibliográficas firmadas por E. L. Revol, R. G. Aguirre, R. Modern, N. Carricaburo y C. Piña.
[2] Texto del discurso de recepción como miembro de número de la Academia Argentina de Letras (1998, Inédito).
[3] MODERN, Rodolfo: “Horacio Castillo o la realidad como pre-texto”, en: Poesía argentina / Cinco ensayos, Universidad Nacional de Tucumán, 1997, pág. 58.
[4] HERRERA, Ricardo H.: “Amanecer junto al árbol de la carroña”, en: La hora epigonal, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1991, pág. 63.
[5] En los poemas más extensos del libro Alaska, sobre todo, la tendencia al versículo narrativo desdibuja a veces la cadencia del verso, y algo parecido advertimos en algunos textos de su libro inédito Cendra, como “En el muslo del dios” o “Con quanti denti questo amor ti morde”.


P. A.
Alta Gracia, 1999

martes, 27 de julio de 2010

DEBATE SOBRE EL VERSO LIBRE


[Carl Spitzweg, El poeta pobre]


En la edición del diario Clarín del 24 de julio del presente año, en la página de Cultura, se publicó una nota de Ezequiel Alemián titulada “La poesía argentina debate sobre el verso libre”, con motivo de la aparición del libro de varios autores El verso libre (Ediciones del Dock, Colección “Época”, Buenos Aires, 2010). Ciertos trabajos de ese libro polemizan con algunos ensayos míos, entre otros (también son mencionados textos de Ricardo H. Herrera y de Alejandro Bekes), por lo cual Alemián me envió días atrás un cuestionario para saber mi opinión sobre dicha polémica. Dado que, por comprensibles razones de espacio y organización de su nota, sólo pudieron transcribirse algunas frases de mis respuestas, a continuación las ofrezco en toda su extensión.

― ¿Cuáles son los principales puntos de disenso que tenés con respecto a las concepciones de lo poético que tienen los autores de El verso libre? ¿Alrededor de qué cuestiones te parece que gira el debate?

― Antes que nada, el libro me parece muy interesante, y me alegra que un conjunto de poetas con larga trayectoria en la escritura se reúna para reflexionar sobre una problemática como la del verso libre en la poesía actual argentina. Creo que en el volumen se pueden distinguir distintos matices en la coloración de los ensayos, desde los más encendidos y polémicos de Aulicino y Fondebrider a los más irisados y serenamente reflexivos de Oteriño y Sylvester. Por cierto, no sólo tengo discrepancias con los autores del libro, sino también concordancias. Ahora bien, me parece que hay en todos, o en la gran mayoría, una voluntariosa defensa del verso libre, defensa que adquiere casi el carácter de una bandera generacional, y que hasta cierto punto me sorprende, ya que resulta un tanto innecesaria, dado que es el tipo de verso dominante, casi único, en la poesía argentina actual, y que nadie, que yo sepa, ha impugnado su importancia en la literatura moderna. Tal apología se sustenta, en general, en dos pilares: primero, en que es el verso que mejor se corresponde con el espíritu de la época, definiendo la forma idónea de la poesía moderna y posmoderna; y segundo, que es el tipo de verso que privilegia los dos aspectos más destacados por la poesía moderna, la imagen y la idea. Mi discrepancia, siempre en general y en extremada síntesis, podría resumirse en los siguientes puntos:

a) El valor del verso libre, tomado en sí mismo, es incuestionable: ha sido un formidable, un revolucionario instrumento formal. El problema reside en que toda revolución permanente, como suele ocurrir, tiende a transformarse en tiranía, cuando el partido inicialmente revolucionario se transforma en el partido oficial y único, y la tiranía deriva en anquilosamiento y en decadencia: al no existir ya en el conocimiento práctico de los autores el contraste con las formas medidas, como existía en los primeros vanguardistas y hasta en los neovanguardistas, el verso libre se convierte en la sola opción posible, se estandariza, se debilita y pierde tensión, volviéndose indistinguible de la prosa cortada en cualquier lado (tal proceso de degradación estilística es designada "cualquierización" por Sylvester). La defensa del verso libre, pues, debería comenzar por la constatación del estado actual de su uso, para evitar que la discusión teórica pase por alto los datos que ofrece la práctica concreta de este verso en el presente.

b) No coincido con la identificación de verso libre y poesía moderna, como varios autores dan por un hecho comprobado: por el contrario, basta leer a poetas fundamentales de la lírica moderna en distintas lenguas (Eliot, Yeats, Apollinaire, Valéry, Rilke, Trakl, Ungaretti, Montale, Pasternak, Tsvietaeva, Borges, Neruda, etc.) para constatar que el trabajo y la experimentación con las formas medidas (e incluso rimadas) fue decisivo en todos ellos.

c) Muchos de los autores plantean una relación directa, de causa y efecto, entre “la época” y el verso libre. Tal vinculación asume casi el carácter de un dogma, de una verdad indiscutible. A mí me parece, en cambio, muy discutible. En primer lugar, porque no existe una versión única de la época, y en segundo lugar porque tampoco el verso libre parece ser la única alternativa para captar poéticamente el propio tiempo. Yo creo que Boris Pasternak, por ejemplo, logró dar una imagen muy vívida de la época que le tocó vivir, y su poesía trabaja con obstinado rigor con la métrica y la rima. Lo mismo puede decirse de numerosos poetas modernos. Vallejo, sin ir más lejos, ¿sólo da cuenta de su época cuando escribe en verso libre, o también lo hace cuando escribe con métrica?

― En el libro se critica una cierta concepción de la música en la poesía, una música del verso como cuestión esencial e intemporal de la poesía. ¿Cuál es tu postura al respecto?

― Creo que la atención a los diversos planos de la musicalidad del verso es fundamental para la poesía, incluso cuando se practica el verso libre. Por cierto, existen muchos registros musicales, incluso en la obra de un mismo autor (el caso de Borges es emblemático en este sentido: podemos encontrar en ella sonetos, poemas en cuartetos rimados, poemas en verso blanco, poemas en verso libre, poemas en prosa...). Aun cuando el poeta fuera “un rehén de lo eterno / en la prisión del tiempo”, como afirma Pasternak, creo que toda obra humana está sometida al trabajo de la historia: la evolución de cualquier literatura lo demuestra, con su alternancia de estilos estéticos. El cansancio de las formas es una ley elemental de la historia del arte: cuando un procedimiento se vuelve repetitivo, se hace rutinario, naturalmente surge la búsqueda de algo nuevo. Justamente, el verso libre, tal como hoy es practicado por una abrumadora mayoría de poetas en la Argentina, ya resulta bastante tedioso y previsible. Esto no quita que haya a la vez autores que escriban magníficas obras en verso libre. Con todo, sin incurrir en una paradoja, me parece que puede advertirse mayor poder de experimentación, en el presente, en poetas que trabajan con distintos procedimientos métricos, que en el exhausto y estandarizado verso libre en boga.

― El otro aspecto importante que se critica, y que tiene que ver con lo anterior es que, según esa otra concepción (en la que aparecés mencionado), la traducción de poesía debería hacerse respetando la música del verso en su idioma original. ¿Está bien entendida la cuestión? ¿Qué opinás al respecto?

― Entiendo, para decirlo en dos palabras, que si el poeta traducido escribía en verso libre el modo adecuado de traducirlo será en verso libre; ahora bien, si el poema ostenta en el original métrica y rima, o al menos métrica, será importante que en la traducción demos cuenta de tal dimensión musical de esa poesía. Por supuesto, a nadie se le ocurre traducir un soneto de Shakespeare reproduciendo los acentos del pentámetro yámbico, pero es un buen desafío hacerlo en los endecasílabos del soneto italiano y castellano. Digo desafío, no obligación, ya que cada cual traduce como quiere y como puede, y cada lector busca la traducción que le sea afín.

La polémica sobre la traducción y el verso libre surgió a propósito de un ensayo que publiqué en el número 20-21 de “Fénix”, “Aproximaciones a la traducción de poesía en la Argentina ”, donde señalaba que el imperio de la traducción versolibrista desde hace décadas en nuestro país había producido una imagen distorsionada de la poesía moderna, identificada exclusivamente con el verso libre, mientras que bastaba leer a muchos de esos autores en el original para advertir que en su obra se le daba una gran importancia al trabajo métrico e incluso a la rima. En el ensayo en cuestión ofrecía una larga lista de tales poetas modernos que, sin dejar de ser modernos, habían recurrido a la métrica y la rima. La polémica puede rastrearse luego en el último número de “Fénix”, en el blog de Jorge Aulicino (“Otra iglesia es imposible”), en el número 20 de la revista “Hablar de poesía”, en la discusión que siguió a una conferencia que di en el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires (puede seguirse en el blog del Club), y en varias entradas de mi blog “El trabajo de las horas”.

― ¿Qué entendés por música, cuando se habla de poesía? En todo caso: ¿cuál es la música de la poesía de esta época?

― La música de la palabra involucra una gran diversidad de aspectos: morfológicos (el reino, especialmente, de las aliteraciones), sintácticos (paralelismos, quiasmos, anáforas, etc.) y métricos, entre otros. En el ensayo “Diario del traductor”, que puede leerse en la primera entrada del blog “El trabajo de las horas”, intenté hacer un análisis de tales dimensiones de la musicalidad verbal en la poesía.

Ahora bien, no creo que haya una sola música que sea la apropiada para esta época, así como tampoco creo que "la época" sea un bloque monolítico idéntico para todos. Me parece tan adecuada para el siglo XX la música de un poema medido y rimado de Yeats, Montale, Brecht, Cernuda o Dylan Thomas, como la música de un poema en verso libre de Neruda o Celan.

― Adúriz hace en su artículo una suerte de historia del verso libre en la poesía argentina. ¿Puedo pedirte que me hagas vos una breve historia de la poesía argentina de acuerdo con tu concepción poética? ¿Cuáles serían los poetas destacados?

― Imposible responder a esta pregunta en pocas palabras. De todas maneras, para la discusión que aquí se trata, diré que entre mis autores más frecuentados se encuentran tanto poetas que escribieron preferentemente en verso libre, como poetas que lo han hecho en versos medidos, y aquéllos que han practicado indistintamente una forma y la otra.

― ¿El verso libre es “menos” que el verso medido? ¿Es una degradación del verso medido?

― No, por cierto. Verso libre y verso medido son dos recursos posibles para el poeta actual, en paridad de condiciones. Lo que sí me parece una degradación, del verso libre en sí mismo y del arte de la poesía en general, es el caso en que el poeta desconoce por completo los recursos métricos y emplea el verso libre por ignorancia, porque es lo único que está a su alcance.

― En uno de los ensayos se asegura que la historia de la poesía va de la música a la imagen. ¿Estás de acuerdo?

― Me parece una afirmación imposible de verificar en una confrontación con las obras concretas de la historia de la poesía, desde Homero hasta la lírica moderna. La poesía es una magnífica simbiosis verbal de música, imagen y concepto. Es natural que en un texto o el otro pueda destacarse más alguna de sus dimensiones, pero no veo la necesidad de mutilarla previamente de ninguna.


Alta Gracia, 9 de julio, 2010

lunes, 26 de julio de 2010

William Butler Yeats
(1865-1939)

POLÍTICA







Politics

“In our time the destiny of man presents its
meaning in political terms.” ― Thomas Mann


How can I, that girl standing there,
My attention fix
On Roman or on Russian
Or on Spanish politics?
Yet here’s a travelled man that knows
What he talks about,
And there’s a politician
That has read and thought,
And maybe what they say is true
Of war and war’s alarms,
But O that I were young again
And held her in my arms!



[From Last Poems]


*


Política


“En nuestro tiempo el destino del hombre presenta
su significado en términos políticos.” ― Thomas Mann


¿Cómo podría, con aquella chica
Allí, delante de mis ojos,
Concentrar mi atención en la política
De Roma, Rusia o España?
Y, sin embargo, aquí hay una persona
Que ha recorrido el mundo
Y sabe de lo que habla,
Y allí también hay un político
Que ha leído y pensado,
Y quizás lo que dicen de la guerra
Y sus presagios sea verdadero
―Pero, ay, si yo fuera
Joven de nuevo
Y pudiera tenerla entre mis brazos.


[De Últimos poemas]


Versión de P. A.
Alta Gracia, 2009

martes, 20 de julio de 2010

Boris Pasternak
(1890-1960)

Cae la nieve





Борис Пастернак

Снег идет


Снег идет, снег идет.
К белым звездочкам в буране
Тянутся цветы герани
За оконный переплет.

Снег идет и все в смятеньи,
Все пускается в полет,
Черной лестницы ступени,
Перекрестка поворот.

Снег идет, снег идет
Словно падают не хлопья,
А в заплатанном салопе
Сходит наземь небосвод.

Словно с видом чудака,
С верхней лестничной площадки
Крадучись, играя в прятки
Сходит небо с чердака.

Потому что жизнь не ждет.
Не оглянешься, и – святки
Только промежуток краткий,
Смотришь, там и новый год.

Снег идет, густой – густой
В ногу с ним, стопами теми
В том же темпе, с ленью той
Ини с той же быстпотой
Может быть проходит врема?

Может быть за годом год
Следуют, как снег идет,
Или как слова в позме?

Снег идет, снег идет,
Снег идет, и все в смятенье
Убеленный пешеход,
Удивленные растенья,
Перекрестка поворот.




*


Boris Pasternak

Cae la nieve


Cae y cae la nieve.
Hacia las estrellitas blancas
Que la tormenta lleva aquí y allá, se extienden
Las flores del geranio en la ventana.

Cae la nieve y todo se extravía,
Todo levanta vuelo,
La curva de la esquina,
Una escalera de peldaños negros.

Cae y cae la nieve. No parecen
Copos, sino que sobre los remiendos
De una capa a la tierra descendiese
Lentamente la cúpula del cielo.

Como si con los gestos de algún extravagante,
Desde el piso de arriba,
Sigiloso, jugando a la escondida,
Bajara el cielo desde la buhardilla.

Porque la vida no espera. Un instante,
Y ya es la víspera de Nochebuena.
Luego, un breve paréntesis, y observa:
El año nuevo que de pronto llega.

Cae la nieve, densa, densa,
¿Y con su andar, sobre sus huellas,
Al mismo ritmo, con esa indolencia
O con la misma prisa con que nieva
Es el tiempo que vuela?

¿Tal vez un año a otro año sobreviene
Como cae la nieve
O como las palabras de un poema?

Cae y cae la nieve,
Cae la nieve y todo se extravía,
El peatón que encanece,
Las plantas sorprendidas,
La curva de una esquina.



Versión de P. A.
Alta Gracia, 29 de enero, 2010