Alfonso Berardinelli
Sobre la
escuela
Traducción de Pablo Anadón
Sólo
en la universidad he estudiado bien. En la escuela, en cambio, ponía poco empeño.
Mi principal ocupación era evadir. ¿Qué otra cosa se puede hacer, si nos
sentimos en una prisión? Por meses y por años siempre la misma aula, los mismos
compañeros, en las mismas horas. Y siempre constreñidos a escuchar, recibir y
restituir las mismas nociones, iguales para todos. Todos juntos, al mismo
tiempo y en el mismo lugar. En estas condiciones aprender no sólo es tedioso.
¡Es imposible! Estudiar quiere decir apasionarse (en latín, studium es una dedicación llena de
ardor, es algo intensamente personal y subjetivo). Y la pasión requiere una
cierta libertad, que la escuela no prevé.
Dado
que no me atrevía a enfrentarme abiertamente a los docentes (para mí eran como
los guardianes de la Ley en Kafka), y temía ser excluido y perseguido, me
quedaba en el molde, haciendo como todos los demás. En las instituciones
totales o semitotales, como la escuela, es mejor no hacerse notar demasiado por
los superiores, para evitar deberes suplementarios, sanciones humillantes o
relaciones más personales con los profesores, raza humana totalmente diferente,
que me parecía misteriosa y remota.
Lo
que me volvía al mismo tiempo dócil y retraído, eran sobre todo mis ambiciones
secretas. Estaba ahí a la espera de volverme, finalmente, adulto y libre. No
estaba ahí para estudiar lo que era prescripto día a día con un ensañamiento
que me parecía sádico (toda pedagogía que quiere transmitir e inculcar nociones
prefabricadas es fatalmente un poco sádica). Para mí la escuela era una espera.
Aceptaba en parte la ficción cultural, pero ficción al fin era. Al verdadero
estudio lo afrontarla más tarde, libremente, y a mi modo. Por el momento me evadía
leyendo novelas rusas y norteamericanas, lo más antiescolar que (entonces) se
podía imaginar.
Tenía
además la siniestra impresión de que todas las cosas interesantes que nos daban
a estudiar estaban estropeadas por una especie de maldición: caían casi siempre
intempestivas, inoportunas, en el momento equivocado. Por supuesto que Catulo
me gustaba. Pero, oh casualidad, precisamente en los días en que debía
estudiarlo, prefería Virgilio. Era hermoso leer a Leopardi. Pero sobre todo si
para el día siguiente tenía que estudiar a Ariosto. Y Nietzsche era un
descubrimiento excitante si en ese momento el programa prescribía a Kant.
En
todos mis años escolares siempre hubo algo que no andaba. Me bastaba con dar a
entender que era apto para los estudios y que, queriendo, podía hacer más. Me
sentía un clandestino, un rehén. Afuera, en tanto, estaba "la vida".
Detrás de las paredes de la cárcel las mañanas transcurrían felices, o sea,
normales y naturales, del todo ignaras a lo que sucedía en ese extraño lugar,
entre la hora de química y la hora de historia.
Todavía
hoy algunas veces tengo pesadillas. ¿Soy el único que aún debe dar lección de
matemática? ¿Qué ha ocurrido? ¿Se han olvidado de mí? ¿O bien, dentro de
algunos días tendré el examen de “maturità”, el examen final del secundario?
¿Pero cómo? ¿Ya no lo había aprobado? ¿Por qué estoy todavía ahí? Anoche soñé
con una compañera del bachillerato. ¿Sigo enamorado de ella?
Ahora
que nos auguramos una escuela mejor, me pregunto en qué medida, en qué
condiciones es posible. No está dicho que el propósito político de mejorar dé
buenos frutos. Muchos se ensañan aún hoy contra los “efectos nefastos" del
'68, como si Don Milani hubiera alentado la ignorancia y si los males de la
escuela no fueran, ya desde fines de los años setenta, males mucho más
tradicionales, eternos: rutina, pereza general, burocracia.
De
las reformas siempre esperamos demasiado. La espera de las intervenciones gubernamentales
siempre ha servido de pretexto para postergar mejoras que podrían ser
realizadas de inmediato y por cualquiera, sin especial autorización y ni
siquiera el empleo de ulteriores inversiones.
Como
ha observado Giulio Ferroni en un libro reciente (La scuola sospesa, Einaudi), durante años ocuparse de la escuela ha
significado sobre todo: “Discutir sobre la reforma, sostener la necesidad de la
reforma, proyectar reformas.” Y entonces “la escuela se ha concebido casi a
priori como un lugar que debe ser reformado” (pág. 79). Es así que cada vez el
problema-escuela se traduce en nuevos formalismos buro-tecnocráticos, en utopía
reformista, en terminologías psicopedagógicas grotescas (el capítulo que
Ferroni dedica a este tema a veces es hilarante), en discursos a la vez
demasiado técnicos y demasiado generales sobre la Reforma a cumplir. La cual,
cuando llegue, resolverá las actuales carencias: y cuando ya haya llegado, será
a su vez, obviamente, aún carenciada, y deberá ser reformada.
Hay
quienes piensan, en cambio, que el punto doliente se encuentra en otro lado. En
la idea de sociedad y de cultura que tenemos o no tenemos. Y sobre todo en la
mala preparación de los docentes (¿pero quién les enseñará a los enseñantes?) y
en su insuficiente compromiso con un trabajo excepcionalmente complejo y
difícil, que requiere cualidades específicas y destacadas: imaginación, coraje,
pasión cultural y capacidad comunicativa, curiosidad por los otros.
En
realidad, el gran tabú de la escuela es justamente la así llamada “praxis
didáctica”, el sentido y los efectos de lo que día tras día sucede entre
docentes y estudiantes. Es el qué y el cómo de la enseñanza, el qué cosa quiere
decir enseñar y (sobre todo) aprender en un momento de la vida. La discusión
sobre los fines y los medios del aprendizaje nunca debería considerarse
superada. También un científico y un artista siguen teniendo durante toda la
vida el problema de aprender cosas nuevas y de modificar los propios hábitos
mentales. El camino para llegar al conocimiento es una cuestión siempre a la
orden del día. Por eso lo que cuenta es “una auténtica autorreforma:
transformar las escuelas en centros de investigación didáctica antes que de
transmisión del saber” y “poner a los docentes en grado de actuar como seres
pensantes, capaces de construir y manejar por sí mismos los modelos y las
estrategias del propio trabajo” (G. Armellini, Stregoni e clown. La
formazione dell'insegnante, "Linea d'ombra”, 120, diciembre 1996).
Todo esto es tabú. Si hay algo sobre lo cual en la
escuela (y en la universidad) no se puede discutir es la sustancia y la forma
de la enseñanza. Entre colegas (fea palabra) hablar de eso parece prohibido, y
quien intenta hacerlo es considerado indiscreto e inoportuno. Pero lo que
vuelve áridos, aburridos y de falsa camaradería a las relaciones entre colegas
es precisamente este silencio. Lo que debería ser el tema más natural de
conversación da miedo. Los docentes por lo general tienen un sagrado terror de
que su así llamado o presunto “método” de enseñanza pueda ser discutido e
incluso, de vez en vez, adecuado, modificado con o sin Reforma y orden del
Ministerio.
El
otro gran pretexto es el Programa a desarrollar. Este espectro se cierne sobre
toda la vida escolar. A la luz de los programas a desarrollar (¿han dado el
programa? ¿en qué punto están con el programa?), ese control recíproco que
podría ser útil se convierte en un control neurótico, poco menos que policial.
Fuente de continuas extorsiones (especialmente en las escuelas primarias) contra
cualquiera que quiera recorrer sendas diferentes. Las diversas vías al saber y
al aprendizaje no deben ser consideradas una imprudente excepción, sino más
bien la regla. La misma cosa no es nunca la misma cuando la enseñan y la
aprenden personas diferentes en lugares y tiempos diferentes: ni puede ser
idéntico el modo de apropiarse de ciertas nociones.
Quien
sólo piensa en las nociones a transmitir y no en las personas a las cuales les
serán transmitidas, antes o después se verá obligado a descubrir la psicología:
porque los alumnos terminarán por tener exactamente esos “problemas
psicológicos” de los cuales hablan los periódicos y la televisión.
Son
pocos los adultos que conservan un buen recuerdo de la escuela. Casi todas las
cosas que de verdad sabemos, tenemos la impresión de haberlas aprendido
después, fuera de la escuela, por curiosidad
personal o por necesidad práctica
(las dos verdaderas razones por las cuales se aprende). ¿Cuándo ocurre que en
la escuela se aprende algo realmente porque se lo necesita o movidos por una
verdadera curiosidad? Por lo general en la escuela rige el saber en estado
hipotético, virtual o nominal. Se nos pone al corriente de las ideas, de las
terminologías, de las obras, de los problemas, de los eventos. ¿Pero en cuántos
casos, en los años escolares, justamente en el momento en que los programas lo
requieren, logramos aprender realmente algo importante, apasionante, memorable?
Se nos dijo cuáles eran las reglas de la sintaxis, la taxonomía de las plantas
y los cuadros de Rafael. ¿Pero lo entendimos, lo aprendimos de verdad en ese
momento, en ese trimestre, para aprobar la lección?
Un
desfasaje análogo sucede con los libros. Los diccionarios, las gramáticas, los
manuales, se valoran después, de grandes, no en la escuela. Si hay un tipo de
libros que en la escuela no deberían ser usados, son los libros escolares. En
la escuela el libro escolar crea irrealidad cultural, inspira intimidación,
antipatía, náusea, desprecio. Basta ver cómo son tratados por los estudiantes
los libros de texto. Más que leídos, son arrasados por los subrayados. Y
después, inmediatamente tirados a la basura o vendidos. Pareciera que ningún
estudiante quisiera tener en su casa libros que no obstante deberían ser
considerados útiles: y, en cambio, son vistos como caricaturas o sustitutos de
los verdaderos libros, aquellos que cada uno elige comprar o poseer.
A
los libros escolares sólo deberían usarlos los docentes. A los estudiantes sólo
se les deberían dar en préstamo por un cierto y limitado período, si los piden,
y como objetos preciosos. Los estudiantes deberían leer libros rigurosamente no
escolares, libros para todos.
Los
clásicos griegos y latinos, por ejemplo, han sido traducidos y comentados
innumerables veces y se encuentran disponibles en óptimas ediciones económicas
no escolares. ¿Por qué en los bachilleratos se sigue haciendo de cuenta de que
estos libros no existen y que un texto de Cicerón o de Tucídides puede ser
traducido así, sabiendo apenas un poco de gramática, con la sola ayuda del
diccionario y en un par de horas? Los profesores de lenguas clásicas en los
bachilleratos siguen fingiendo estar en grado de resolver en cualquier momento
un texto de cualquier autor antiguo sin el auxilio de instrumentos especiales y
sin haber estudiado en particular a aquel autor y aquella obra. Es así que la
enseñanza del latín y del griego (al igual que de la literatura italiana
antigua) se convierte en una estafa. ¿Cómo se hace para creer que adolescentes
que no saben casi nada de cultura griega y latina, que sólo han leído alguna
novela contemporánea y a duras penas hojean los periódicos, poseen un dominio
tal del italiano como para traducir un parágrafo de Tácito o de Demóstenes?
¿Para qué hacerles traducir de mala manera diez renglones fuera de contexto, en
vez de hacerles leer obras enteras traducidas?
¿Es
posible comprender toda la historia humana, desde los orígenes hasta nuestros
días, tratando de memorizarla con nuestros manuales, tan a menudo, ay, escritos
bastante mal, incluso cuando los autores son competentes y bien intencionados?
En realidad, la historia es inaferrable sin experiencia y uso de documentos históricos y sin lectura de hechos particulares bien relatados. En nuestras escuelas falta
tanto una cosa como la otra. Entonces, mejor entrevistar a los abuelos (en
Italia el porcentaje va en aumento), observar viejos mobiliarios y viejas
fotografías, visitar edificios abandonados, analizar los diarios del mes o del
año anterior, antes que fingir un apasionamiento en frío por Lutero o Cavour.
Como
introducción a las ciencias naturales bastaría estudiar metódicamente lo que
está sucediendo en los parques públicos cerca de casa. O hacer un examen
analítico de nuestra dieta y de nuestro tacho de basura, considerar el origen y
las consecuencias biológicas, químicas, ambientales de nuestros consumos
cotidianos.
Por
último, dado que estamos en el país de las bellas artes y del melodrama, ¿por
qué no fundar la cultura humanista más sobre la música y las artes visuales que
sobre la literatura? ¿Por qué no comenzar desde el inicio a prescribir la
audición de Pergolesi y de Rossini, el estudio de una decena de cuadros y de
palacios renacentistas y barrocos del vecindario? No se trata de moverse en
grupo, en gira escolar, como un rebaño de alienados o de presos. Estas cosas se
hacen a solas o de a dos. Queridos docentes y directores de colegio: no es
tiempo perdido. Ni se descuidan, así, los programas. Por el contrario, se puede
dar una verdadera contribución, no pasiva, no ejecutiva, a la Reforma de la
escuela. No hay cultura sin placer mental, no hay estudio sin pasión. De lo
contrario, en la escuela nos enfermamos.
[Alfonso
Berardinelli, “Sulla scuola”,
en: cactus.
meditazioni, satire, scherzi,
l’ancora del mediterraneo, 2001, págs. 109-114]