Teoría y práctica de la traducción
a Irene
Tanto se ha escrito sobre Borges, tanto se ha escrito sobre la
traducción en Borges, que el propósito de estas páginas roza la temeridad.
Afortunadamente, es probable que nadie, salvo algún estudioso de las
universidades de Tokio, Berlín o Copenhague, haya leído esas series casi
infinitas de escritos, de modo que si no está aquí presente dicho estudioso,
puedo incurrir en algunos descubrimientos de la pólvora sin que estalle una
polémica. Afortunadamente, también, nuestro autor es Borges, autor de “Pierre
Menard, autor del Quijote” (valga la redundancia de la palabra “autor” para
sugerir el principio de vértigo que me asalta al acometer esta tarea).
En realidad, si hacemos abstracción de las mencionadas
series infinitas de bibliografía crítica, mi propósito es bastante modesto:
repasar algunos momentos importantes de la reflexión borgesiana sobre la
traducción de poesía y confrontar esas reflexiones con su ejercicio de la
traducción poética.
Ahora bien, el origen secreto ―que de entrada hago
aquí público― de mi interés por realizar esta indagación, está en la notable
divergencia, si no contradicción, entre los principales postulados de su teoría
y los habituales resultados de su práctica concreta de la traducción. Espero
que al final de la pesquisa se pueda aclarar este misterio, o por lo menos sea
posible, si no esclarecerlo definitivamente, ver con nitidez los términos del
mismo y alguna hipótesis verosímil de resolución.
En primer lugar, me gustaría dejar sentado que aquí se
tratará de la traducción en un sentido estricto, como traducción de una lengua
a otra, pero que la cuestión en Borges tiene un horizonte amplio, cuya
formulación más exacta y sugerente la podemos encontrar en el último párrafo de
su cuento “El fin”, que estará en la memoria de todos: “Hay una hora de la
tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice
infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una
música…”[2]
Observemos la semejanza del comienzo de la frase con la célebre definición del
hecho estético como “la inminencia de una revelación que no se produce”[3].
Si bien en la que probablemente sea la primera
referencia a la traducción en su obra ensayística, que es una cita de Paul
Groussac, se lee que el primer precepto para la traducción en verso es no
intentarla[4],
lo cierto es que Borges no sólo ha juzgado factible la traslación de poesía de
una lengua a otra, sino que ha considerado en pie de igualdad estética los
textos originales y sus traducciones.[5]
Este pequeño, pero revolucionario, desplazamiento en
la perspectiva valorativa de la relación entre la obra original y la obra
traducida, fue formulado en el primer ensayo de importancia que dedica al
problema de la traducción, “Las versiones homéricas”, publicado en su libro Discusión, de 1932. Recordemos su
célebre inicio: “Ningún problema tan consustancial con las letras y con su
modesto misterio como el que propone una traducción. Un olvido animado por la
vanidad, el temor de confesar procesos mentales que adivinamos peligrosamente
comunes, el conato de mantener intacta y central una reserva incalculable de
sombra, velan las tales escrituras directas. La traducción, en cambio, parece
destinada a ilustrar la discusión estética. El modelo propuesto a su imitación
es un texto visible, no un laberinto inestimable de proyectos pretéritos o la
acatada tentación momentánea de una facilidad.”[6]
Aunque estas palabras han sido repetidas, comentadas y
glosadas muchas veces, no sé si se ha reparado ―se me permita el giro
borgesiano― en la notable dosis de ironía que contienen. Borges, como muchos,
quizá como todos los mayores ensayistas, pensaba a menudo antagónicamente,
polémicamente. Las gotas de ironía, aquí, diría que se suministran para
contrarrestar las hinchazones mistéricas de la inspiración romántica. Si la
traducción “parece destinada a ilustrar la discusión estética” es porque la
justificación de la obra no recae en la esfera de su invisible gestación, sino
en los visibles y audibles resultados verbales.
Al final del primer párrafo de este ensayo pertenece
el giro revolucionario en la teoría de la traducción borgesiana: “Presuponer
que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original,
es presuponer que el borrador 9 es obligatoriamente inferior al borrador H ―ya
que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio.”[7]
Como vemos, al quitarle a la obra original su aura de
perfección casi sagrada (el traductor de textos clásicos entenderá a lo que me
refiero), al devolverle su carácter de creación humana, demasiado humana, se acentúa lo que hay de provisorio en
todo logro artístico y se equiparan texto original y texto traducido, insertos
ambos en una serie virtualmente infinita de intentos por alcanzar la poesía.
¿Quiere decir esto que la poesía no es alcanzada nunca? No, por cierto.
Significa, en cambio, que cada obra es una ocasión para que la poesía se
manifieste, y esto puede ocurrir tanto en una creación original como en una
traducción. “Pensamos ―dice Borges en la primera de sus conferencias en
Harvard― […] que, si estudiamos a Homero, la Divina Comedia, Fray Luis de León o Macbeth, estudiamos la poesía. Pero los libros son sólo ocasiones
para la poesía.”[8]
(Arte poética, p. 17)
La primera formulación de estos postulados la
encontramos en un ensayo de 1926, “Las dos maneras de traducir”, publicado
originariamente en el diario “La Prensa” y hoy recogido entre sus Textos recobrados (Textos recobrados 1919-1929, p. 377). Si bien el estilo de su prosa
todavía muestra esas poses de compadrito arrabalero que con el tiempo Borges
irá civilizando (quizá por eso el trabajo no fue recogido en libro por el
autor), ya puede leerse allí lo esencial de la teoría borgesiana de la
traducción. Como es habitual en su ensayística, de entrada se plantea la
cuestión o la hipótesis a tratar o demostrar: “Suele presuponerse que cualquier
texto original es incorregible de puro bueno, y que los traductores son unos
chapuceros irreparables, padres del frangollo y de la mentira. Se les infiere
la sentencia italiana de traduttore
traditore y ese chiste basta para condenarlos. Yo sospecho que la
observación directa no es asesora en ese juicio condenatorio […]. En cuanto a
mí ―prosigue más adelante el autor―, creo en las buenas traducciones de obras
literarias (de las didácticas o especulativas, ni hablemos) y opino que hasta
los versos son traducibles.” (p. 377).
Continúa el ensayo examinando diversas objeciones que
se podrían plantear a esa fe recién declarada (es muy propio de Borges, y lo
será cada vez más, la discusión también consigo mismo, el intento de ver una
problemática desde distintos ángulos, incluso contradictorios). En primer
lugar, considera la incidencia del contexto de lectura de la obra original y de
la traducción: cita el caso de una “traducción ejemplar”, la de “El cuervo” de
Poe por Pérez Bonalde, y señala que nunca la versión tendrá para nosotros la
significación que el original tiene para los norteamericanos. Admite que es una
objeción “difícil de levantar”, pero arguye que algo parecido ocurre entre
lectores de la misma lengua que desconozcan la resonancia de ciertas palabras
en el medio lingüístico al que pertenece una obra, o el referente mismo al que
esas palabras aluden: “también los versos de Evaristo Carriego parecerán más
pobres al ser escuchados por un chileno que al ser escuchados por mí, que les
maliciaré las tardecitas orilleras, los tipos y hasta pormenores de paisaje no
registrados en ellos, pero latentes […]. Es decir ―concluye―, a un forastero no
le parecerán más pobres; serán más pobres. Su caudal representativo será
menor.” (p. 378).
Luego pondera otra dificultad de la traducción, ya no
de orden espacial sino histórico: la rapidez con que el tiempo desgasta ciertos
términos de moda en sucesivas épocas literarias. Distingue aquí entre el
sentido denotativo y connotativo, observa que el primero es más corriente en la
prosa, por lo cual es más fácil de ser traducido, mientras que el segundo suele
predominar en la poesía, “mayormente durante las épocas llamadas de decadencia
o sea de haraganería literaria” (p. 378). Como podrá advertirse, en este caso
la polémica es contra el modernismo, en el medio hispanoamericano, y, con un alcance
mayor, contra la tradición simbolista en general. Dice el joven Borges: “Allí
el sentido de una palabra no es lo que vale, sino su ambiente, su connotación,
su ademán. Las palabras se hacen incantaciones y la poesía quiere ser magia.
Tiene sus redondeles mágicos y sus conjuros, no siempre de curso legal fuera
del país.” Así, por ejemplo, constata que “los epítetos ‘gentil’, ‘azulino’,
‘regio’, ‘lilial’, eran de eficacia poética hace veinte años, y ahora ya no
funcionan y sólo sobreviven algunos en los poetas de San José de Flores o
Bánfield.” (p. 379) Más allá de la observación sobre la caducidad del prestigio
poético de ciertos vocablos, y de la broma anexa (puede sospecharse que en la
volteada cae también el postmodernismo, o al menos el sencillismo de Fernández
Moreno, por entonces vecino del barrio San José de Flores), reconoce Borges que
hay asimismo poemas de fácil lectura, y admirados por él, como es el caso del Martín Fierro, pero de difícil
traducción.
Hacia la mitad del artículo se plantea la clasificación
que le da título. Distingue entre la traducción literal y la que recrea a la
obra original, y atribuye ésta última a la mentalidad clásica y la primera a la
mentalidad romántica. Tales atribuciones, que a una ojeada superficial pueden
parecer antojadizas, tienen sin embargo su razón profunda, que el autor
explicita con magistral argumentación. En efecto, mientras a la mentalidad
clásica lo que le importa es la perfección de la obra en sí misma, una
perfección que busca la universalidad y la impersonalidad, una “verdad poética”
indiferente a “los localismos, las rarezas, las contingencias”, a la mentalidad
romántica le importa más el hombre que la obra, “y el hombre (ya se sabe) no es
intemporal ni arquetípico”: “Esa reverencia del yo, de la irremplazable
diferenciación humana que es cualquier yo, justifica la literalidad en las
traducciones.” (p. 381)
Llama la atención cuán tempranamente se muestra en
Borges la matriz clásica de su pensamiento poético. El ejemplo a través del
cual ilustra la diferencia entre una mentalidad y otra es el diverso uso que
hacen de una figura que siempre interesó especialmente a nuestro autor, en la
cual, siguiendo a Lugones, identificó el núcleo esencial de la poesía: la
metáfora. Se pregunta: “¿No ha de ser la poesía una hermosura semejante a la
luna: eterna, desapasionada, imparcial?” (p. 380). Y a manera de respuesta: “La
metáfora, por ejemplo, no es considerada por el clasicismo ni como énfasis ni
como una visión personal, sino como una obtención de verdad poética, que, una
vez agenciada, puede (y debe) ser aprovechada por todos. Cada literatura
―prosigue― posee un repertorio de esas verdades, y el traductor sabrá
aprovecharlo y verter su original no sólo a las palabras, sino a la sintaxis y
a las usuales metáforas de su idioma.” (p. 380)
Como se ve, ya está presente también aquí la idea de
la tradición como las variaciones de entonación, a lo largo del tiempo, de unas
pocas metáforas fundamentales, verdades poéticas que de alguna manera están más
allá de los hallazgos ocasionales del yo personal, de los cambios epocales, de
las modas artísticas, concepción que resuena en aquella estrofa de su “Arte
poética” en que el mítico Ulises puede verse como una figuración del mismo
Borges de regreso del “error” ultraísta, de su juvenil encantamiento con “los
conventículos y sectas / que las crédulas univesidades veneran”:
Cuentan que Ulises, harto de
prodigios,
Lloró de amor al divisar su
Itaca
Verde y humilde. El arte es esa
Itaca
De verde eternidad, no de
prodigios.
Si bien en un par de ocasiones más Borges se ocupó de
las problemáticas de la traducción (quizá se exagera un poco en torno de su
interés por reflexionar sobre esta problemática), esos textos ensayísticos no
agregan demasiado a lo expuesto en “Las dos maneras de traducir” y “Las
versiones homéricas”. En orden cronológico, la primera de esas ocasiones es su
prólogo a la edición de El cementerio
marino de Paul Valéry en traducción de Néstor Ibarra[9].
Todo el comienzo del prefacio reitera o anticipa (dejo a los eruditos
determinar cuál trabajo se redactó primero, ya que ambos textos fueron
publicados el mismo año), el inicio de “Las versiones homéricas”. Cuando se
refiere específicamente a la traducción de Ibarra y no al poema en sí mismo
(sabemos por las conversaciones con Bioy que Borges no admiraba demasiado los
versos de Valéry), cita un endecasílabo de la versión (“La pérdida en rumor de
la ribera”) e invita al “mero lector sudamericano” a considerar por un momento
que se trata de la lección original, y que la imitación de Valéry (“Les
changement des rives en rumeur”) “no acierta a devolver íntegramente todo el
sabor latino.”
Destaca que la de Ibarra es la única traducción
hispánica que “ha cumplido con los rigores métricos del original” y que, “sin
otra repetida libertad que la del hipérbaton ―no rehusada tampoco por Valéry―
sabe equivaler con felicidad a su arquetipo ilustre.”[10]
Cuatro años después de la publicación de “Las
versiones homéricas” y el prefacio para la traducción argentina de El cementerio marino, Borges incluyó en Historia de la eternidad (1936) uno de
sus ensayos más deliciosos y unas de las piezas más logradas de toda la
ensayística en lengua castellana: “Los traductores de las 1001 noches”. Se ha
observado que, como es notorio, nuestro autor realiza su examen de las célebres
versiones de Jean Antoine Galland, Eduard Lane, Richard Francis Burton, J. C.
Mardrus y Enno Littman, entre otras, en pleno desconocimiento del original
árabe de la obra. Esto es muy significativo de la relación de Borges con la
literatura, una relación de goce y sutil comprensión del valor estético y la
materia espiritual de las obras, ajena sin embargo a los pruritos de la
pedantería académica. Es muy probable que, de rendir hoy un concurso
universitario o postularse a una beca de investigación, nuestro ensayista
hubiera sido descalificado (de hecho, he leído recientemente a un doctor en
letras de la Universidad de Buenos Aires, investigador del CONICET, que
cuestionaba seriamente la autoridad de Borges para dictar la cátedra de
Literatura Inglesa en su alta casa de estudios). Y es significativo también del
modo en que Borges considera la traducción literaria, cuya eficacia depende
menos para él de la mayor o menor fidelidad a un original inalcanzable para el
lector, que de las cualidades estéticas autónomas de la obra recreada por el
traductor, cuyo talento literario será decisivo para el logro o el fracaso de
la empresa. Así lo deja entender el autor de Historia de la eternidad cuando refiere, como cada vez que se ocupa
del arte de la traducción, la polémica entre John Henry Newman, “un
especialista en griego prácticamente olvidado”, y Mathew Arnold a propósito de
la traducción “literal” y la “perifrástica”: “La hermosa discusión
Newman-Arnold (1861-62), más memorable que sus dos interlocutores, ha razonado
extensamente las dos maneras generales de traducir. Newman vindicó en ella el
modo literal, la retención de todas las singularidades verbales; Arnold, la
severa eliminación de los detalles que distraen o detienen. Esta conducta puede
suministrar los agrados de la uniformidad y la gravedad; aquélla, de los
continuos y pequeños asombros. Ambas son menos importantes que el traductor y
que sus hábitos literarios.”[11]
Tal importancia acordada a la maestría verbal y literaria del traductor tiene
un eco remoto y extremo en unas de las noches en que Borges cena en la casa de
Bioy Casares, cuando los interlocutores razonan que puede concebirse
perfectamente el caso de una excelente traducción sin que el responsable de la
misma conozca la lengua original de la obra, si ésta cuenta con un cierto
número de versiones suficientemente confiables a otros idiomas.
Paso por alto o por bajo las innumerables
observaciones minuciosas y sagaces de Borges sobre las diversas traducciones
del libro de las 1001 noches porque han sido bastante atendidas por la crítica
y porque contienen escasas puntualizaciones sobre el arte específico de la
traducción de poesía, no sin verme obligado a desoír el deseo de compartir con
ustedes múltiples muestras de la gracia estilística y el humor de nuestro
ensayista. Me limitaré a señalar solamente un párrafo dedicado a la versión de
Sir Richard Francis Burton, párrafo en el que podemos constatar al menos dos
aspectos de la reflexión borgesiana: en primer lugar, su perspicacia y su
sentido común para integrar en la consideración del hecho estético los
inconfesables móviles personales (por contagio, me ha salido un giro de corte
policial), la inserción del texto en el medio literario (el factor competitivo,
tan acostumbrado en la labor de los traductores, por no decir los escritores en
general) y otra dimensión que por la época tampoco era tenida demasiado en
cuenta, y que con posterioridad en cambio parece haber sido tenida en cuenta en
exceso: la recepción lectora, el modo en que el horizonte del público modifica
la composición misma de la obra; en segundo lugar, la preferencia de Borges por
una traducción de versos en buena, fluida prosa, antes que en mala, forzada
poesía, problemática que retomaremos más adelante. Leamos el párrafo en
cuestión:
Los
problemas que Burton resolvió son innumerables, pero una conveniente ficción
puede reducirlos a tres: justificar y dilatar su reputación de arabista;
diferir ostensiblemente de Lane; interesar a caballeros británicos del siglo
diecinueve con la versión escrita de cuentos musulmanes y orales del siglo
trece. El primero de esos propósitos era tal vez incompatible con el tercero;
el segundo lo indujo a una grave falta, que paso a declarar. Centenares de
dísticos y canciones figuran en las Noches; Lane (incapaz de mentir salvo en lo
referente a la carne) los había trasladado con precisión, en una prosa cómoda.
Burton era poeta: en 1880 había hecho imprimir las Casidas, una rapsodia
evolucionista que Lady Burton siempre juzgó muy superior a las Rubaiyát de
FitzGerald… La solución “prosaica” del rival no dejó de indignarlo, y optó por
un traslado en versos ingleses ―procedimiento de antemano infeliz, ya que
contravenía a su propia norma de total literalidad. El oído, por lo demás,
quedó casi tan agraviado como la lógica.[12]
A las observaciones anteriores, se me permita sumar el
subrayado de cinco perlas negras del arte
de injuriar borgesiano, que en este caso afortunadamente tienen como
víctima a un autor lejano en el tiempo y en el espacio, ya inmune pues, salvo
anacronismo, al ingenio del escritor sudamericano: los dos puntos que siguen a
la afirmación “Burton era poeta”, que ponen sobre aviso de la necesidad de
justificar el título; la inmediata precisión de la fecha y de la circunstancia de
que el poeta “había hecho imprimir” sus Casidas;
el adjetivo que define a esta rapsodia burtoniana (¡“evolucionista”!) y el
hecho de que la admiradora autorizada de la obra fuera su propia mujer; el giro
“no dejó de indignarlo”, que sugiere menos una razón estética para su
indignación que la imperiosa necesidad de batir la plana al traductor
precedente; y, por último, el “casi
tan agraviado” del oído, que, aparentando disminuir la infamia poética, la
expande y profundiza.
Varias décadas después, en respuesta a una encuesta
realizada en 1975 por Fernando Sánchez Sorondo para el suplemento cultural de
“La Opinión”, y reproducida al año siguiente en el número monográfico de “Sur”
sobre “Los problemas de la traducción”, Borges vuelve a ocuparse del tema y vuelve
a presentar algunos argumentos ya desarrollados en textos anteriores. Me parece
importante destacar, en lo que atañe a la traducción de poesía, la declaración
de que su traducción de Whitman “no es un modelo afortunado”, porque Whitman es
“un caso excepcional”, tratándose de “uno de los padres del verso libre”, y que
“traducir verso libre es mucho más fácil que traducir verso rimado.”[13]
También parece interesante que a continuación resalte, en tácita contraposición
con la facilidad de las traslaciones del verso libre (que no difiere demasiado
de traducir la prosa y en prosa, como ha observado en otra ocasión, que luego
veremos), que “la traducción de poesía, en el caso de Fitzgerald o en el de
Omar Khayyam, por ejemplo, es posible porque se puede recrear la obra, tomar el
texto como pretexto”, y que juzgue que otra forma de traducción es imposible,
“sobre todo si se piensa que dentro de un mismo idioma la traducción es
imposible.”[14]
Para demostrar este aserto propone que imaginemos una traducción literal del
conocido verso de Darío “La princesa está pálida en su silla de oro”, y ofrece
la siguiente línea: “En su silla de oro está pálida la princesa”. Y concluye:
“En el primer caso el verso es muy lindo ¿no?, por lo menos para los fines
musicales que él busca. Su traducción literal, en cambio, no es nada, no
existe.”[15]
Lo que este sencillo ejemplo demuestra es que, si el propósito del traductor es
estético y no sólo informativo, vale decir, si lo que intenta es hacer poesía
en la propia lengua a partir de la poesía en otra lengua y producir en el
lector un efecto de belleza poética, no le quedará más remedio que recrear en
cierta medida el texto para que suene tan bien en su idioma como suena en el
idioma original, dado que es raro que se obtenga ese encantamiento musical si
se traslada literalmente, palabra por palabra, un verso de un sistema
lingüístico y métrico al otro.
He dejado para el final, aunque cronológicamente sea
anterior a la encuesta mencionada, la conferencia que Borges dedica a “La
música de las palabras y la traducción”, dictada en 1967, como parte de sus
lecciones en la cátedra Norton de la Universidad de Harvard. Es el texto
capital, a mi juicio, sobre el pensamiento de Borges acerca de la traducción de
poesía. Por una “conveniente ficción” reduciré sus variadas, pormenorizadas y
matizadas reflexiones a un par de cuestiones principales.
La primera cuestión examinada es el sentimiento habitual ―subrayo la palabra
sentimiento, porque el autor observa que es peor que lo sintamos a que lo
pensemos así― de la inferioridad de la traducción con respecto del original,
una inferioridad que no depende del mayor o menor logro de la traducción como
hecho estético en sí, sino de una manera de leer, un preconcepto del lector,
quien no puede juzgar imparcialmente ambos textos, sino que da por sentado que
la traducción es menos auténtica que el original, como si no tuviera plena
realidad verbal, como si padeciera, por así decir, una suerte de falla
ontológica, que la vuelve inevitablemente inferior a la obra originaria.
Borges ilustra esta problemática con tres ejemplos: la
“Oda de Brunanbuhr”, del siglo X, compuesta para celebrar la victoria de los
sajones de Wessex sobre los vikingos de Dublín, los escoceses y los galeses,
que fue traducida por Lord Alfred Tennyson según las características del verso
inglés antiguo, pero empleando el léxico inglés moderno; en segundo lugar, la
“Noche oscura del alma”, de San Juan de la Cruz, traducida magistralmente al
inglés por el poeta sudafricano-escocés Roy Campbell; y, por último, el adagio
latino “Ars longa, vita brevis”, transpuesto por Geoffrey Chaucer en el verso
“The life so short, the craft so long to learn”.
En este último ejemplo, Borges juzga superior, por
intensidad emotiva, la versión inglesa a la opinión latina (“aquí ―señala el
conferencista, en el verso de Chaucer― no sólo encontramos la afirmación, sino
también la verdadera música de la melancolía”[16]),
y en los dos casos anteriores destaca en las traducciones logros parciales que
superan a la lección original. Sin embargo, seguimos considerando a las
traducciones como meras traducciones, porque a los originales los percibimos
como emanaciones directas de las circunstancias de su creación: en el primer
ejemplo, al leer la “Oda de Brunanbuhr”, no sólo pensamos en el poema, sino que
pensamos también “en la alegría que los sajones occidentales sentirían cuando,
después de un largo día de lucha […], derrotaron a Olaf, rey de los vikingos de
Dublín, y a los odiados escoceses y galeses. Pensamos en lo que sentirían. En el
hombre que escribió la oda.”, y el pensamiento de que estamos escuchando
directamente la voz de esa salvaje alegría le da al poema una resonancia vívida
que fatalmente ha de faltar en la lectura de su traducción, por magnífica que
ésta sea en términos poéticos. En el segundo ejemplo, sabemos que el poema
“Noche oscura del alma” nace de la experiencia más alta que puede vivir un
hombre, la unión mística con la divinidad, y por lo tanto, cuando leemos esas
liras, nos parece “que estamos oyendo ―estamos oyendo por casualidad, podríamos
decir, como en el caso del sajón― las palabras exactas que pronunció San Juan
de la Cruz.”[17]
En cambio, sigue observando Borges, si leemos la traducción de Roy Campbell,
“nos parece buena, pero quizá nos inclinemos a pensar: ‘Sí, está bien el
trabajo del escocés, después de todo’. Lo cual es, evidentemente, distinto.”[18]
En síntesis, con las palabras mismas de Borges (para
que no se piense ahora “No está tan mal, quizás, al fin de cuentas, el resumen
de este Anadón”): “la diferencia entre una traducción y el original no es una
diferencia entre los textos mismos. Supongo que si no supiéramos cuál es el
original y cuál la traducción, los podríamos juzgar con imparcialidad. Pero,
desgraciadamente, no puede ser así. Y, en consecuencia, el trabajo del
traductor siempre lo suponemos inferior ―o, lo que es peor, lo sentimos
inferior― aunque, verbalmente, la traducción pueda ser tan buena como el texto.”[19]
La segunda cuestión analizada por Borges en “La música
de las palabras y la traducción” es la de las traducciones literales. Como era
de esperar, refiere los términos de la polémica Newman-Arnold, considerando
pros y contras de la literalidad. Entre los últimos, destaca la creación de lo
que llama “falsos énfasis” (como si se tradujera, por ejemplo, por amor a la
letra, el saludo “Good morning” como “Buena mañana”), y entre los primeros el
asombro que nos produce lo extraño, un asombro que esperamos, por ejemplo, al
leer la traducción de un texto exótico, que nos defrauda en cambio si ese sabor
a especia de una tierra lejana falta en su traslación a nuestra lengua. Por el
sendero de lo exótico, Borges se interna en la consideración de uno de sus amores
literarios, heredado por vía paterna: las Rubaiyat
del poeta persa Omar Hayyam en la recreación británica de Edward FitzGerald.
Recuerda la circunstancia del descubrimiento de esta traducción en una
librería, cuando el volumen cayó en las manos de Swinburne y Rossetti, quienes
quedaron maravillados por su belleza, y se pregunta Borges si estos amigos
hubieran juzgado de la misma manera la belleza del texto en el caso de que la
obra no hubiera sido presentada como una traducción, sino como una creación original
del oscuro hombre de letras Edward FitzGerald.
Al término de sus consideraciones sobre esta
problemática, el conferencista, luego de declarar que en el presente todos
somos partidarios de las traducciones literales y que muchos sólo aceptamos
tales traducciones, “porque queremos dar a cada uno lo suyo”, hace sin embargo
un giro en su reflexión, un giro de boomerang,
por así decir ―ya que estamos
hablando del sabor de lo exótico―, que se lanza en una vuelta hacia el pasado y
en su retorno traza una suerte de utópico horizonte futuro. En efecto, señala
que esta predilección por la literalidad “les hubiera parecido un crimen a los
traductores del pasado, que pensaban en algo de muchísimo más mérito”: “Querían
demostrar que la lengua vernácula estaba tan capacitada para un gran poema como
la original.”[20]
De esta constatación sobre el modo en que los traductores de otros tiempos
concebían su trabajo de recreación, vuelve al presente y plantea por
contraposición lo que creo que podemos definir como el ideal de traducción
poética de Borges y de la actitud de lectura hacia las traducciones, un ideal
que necesariamente se proyecta hacia el futuro. Transcribo con cierta extensión
sus palabras, que me parecen memorables:
He
hablado del presente. Digo que nos pesa, que nos abruma nuestro sentido
histórico. No podemos estudiar un texto antiguo como lo hicieron los hombres de
la Edad Media, el Renacimiento o incluso el siglo XVIII. Hoy nos preocupan las
circunstancias; queremos saber exactamente lo que Homero pretendía decir cuando
escribió aquello del “mar color de vino” […]. Pero, si nuestra mentalidad es
histórica, creo que quizá podamos imaginar que llegará un día en el que los
hombres ya no tengan tan presente la historia como nosotros. Llegará un día en
el que a los hombres les importen poco los accidentes y las circunstancias de
la belleza; les importará la belleza misma. Puede que ni siquiera les interesen
los nombres ni las biografías de los poetas.[21]
A esa “belleza en sí misma” la llama también “el
enigma del universo”, que no es diverso del enigma mismo de la poesía y que es,
como el tiempo para San Agustín, de fácil intuición pero de imposible
traducción en palabras. Como se advertirá, hemos regresado a aquella visión que
recordábamos al comienzo, la de esa hora de la tarde en que la llanura está por
decir algo…
Quiero cerrar estos apuntes sobre la teoría de la
traducción de poesía en Borges con unas palabras que yo mismo le escuché decir,
allá en mis lejanos diecinueve años, en una ocasión en que el poeta dio una
conferencia y dialogó con el público en el Teatro San Martín de la ciudad de
Córdoba. Lo dicho esa noche fue grabado, transcripto y publicado al día
siguiente, el 12 de setiembre de 1982, en el diario “La Voz del Interior”; yo
guardé la página en una carpeta donde conservaba recortes de los suplementos
literarios, carpeta que luego pasó a una de mis hijas adolescentes, y fue ella
quien días atrás me alcanzó ese viejo diario, ya medio amarillento, cuando le
conté que estaba preparando un trabajo sobre Borges y la traducción, y me
señaló el párrafo que a continuación les leeré, que tiene un subrayado con
birome de hace treinta años:
“Vuelvo a insistir sobre lo misterioso de la poesía.
Lo musical es lo esencial. Después, está la connotación de las palabras, el
ambiente de las palabras, el hecho de que ciertas palabras estén santificadas,
canonizadas por el uso de otros poetas, y eso naturalmente cambia en cada
idioma. Por eso creo que la traducción literal de un poema tiene que ser
forzosamente la más infiel de todas, ya que, si pierde la cadencia, las
metáforas quedan reducidas a ecuaciones.”[22]
*
Luego de recorrer a lo largo de los años la reflexión
de Borges sobre la traducción de poesía, no puede sino resultar hasta cierto
punto sorprendente la confrontación de su poética de la traducción y su
práctica concreta de la misma. Como hemos visto, si bien el autor de El otro, el mismo reconoce algunas
virtudes de las traducciones literales, tales como el darnos el sabor de lo
extraño y el asombro de lo inesperado o lo desconocido, como puede también
ocurrir en la lectura de un texto en prosa, lo cierto es que, tratándose de un
texto poético, su preferencia en general se dirige hacia las versiones que
recrean la obra original, que intentan hacer poesía traduciendo poesía. Sus
declaraciones de 1982 son muy claras al respecto: “La música es lo esencial.
[,,,] Por eso creo que la traducción literal de un poema tiene que ser
forzosamente la más infiel de todas, ya que, si pierde la cadencia, las
metáforas quedan reducidas a ecuaciones.” Que las metáforas, sin la cadencia,
queden reducidas a ecuaciones, implica que el conocimiento que ofrece la poesía
no es un conocimiento de orden especulativo, abstracto, que podría formularse
sin excesiva pérdida alterando el orden de los factores; por el contrario, en
el caso de la poesía el orden de los factores es fundamental, ya que es ese
orden preciso el que genera la música verbal, una suerte de danza ritual de las
palabras en la cual la metáfora deja de ser una ecuación para convertirse en
una visión, como aquella “Peregrina paloma imaginaria” de Ricardo Jaimes-Freyre
que a Borges le gustaba citar.
Vista, pues, esta importancia acordada a la recreación
y a la musicalidad en las traducciones de poesía, llama la atención que en sus
propias versiones Borges haya practicado preferentemente un criterio literal de
traducción. En efecto, si repasamos sus traducciones del inglés, del alemán y
del francés, comprobamos que es raro el caso en que se ha intentado recrear el
texto original y que en cambio predomina la traslación palabra por palabra,
verso por verso, sin una mayor atención al metro o a la rima. Cuando se trata
de poemas en verso libre, como en su selección de las Hojas de hierba o en la traducción de autores como Carl Sandburg,
e. e. cummings, Edgar Lee Masters, etc., o cuando se trata de prosa poética,
como en su traslación de textos de Francis Ponge, la elección del criterio
literal parece hasta cierto punto justificado por el original. Lo mismo cabe
decir de sus versiones de la lírica expresionista alemana. Cuando, en cambio,
nos encontramos con poemas que en su lengua original ostentan una resonante
métrica o una insistente rima, como es el caso del poema “Lepanto” de
Chesterton o el texto anónimo medieval “La Sepultura” o los poemas de la autora
francesa Edith Boissonnas, nos preguntamos dónde ha ido a parar la búsqueda de
la musicalidad en la poesía traducida. Es cierto que el poeta mismo reconoce
esta carencia, por ejemplo cuando en la nota introductoria a su traducción de
“La Sepultura” advierte que la misma ha sido realizada en prosa. Luego, sin
embargo, cuando concluimos su nota y nos disponemos a leer la anunciada
traducción en prosa, nos encontramos con versos, versos libres… (Cuántas
confusiones, nos decimos, se evitarían si tantos traductores actuales tuvieran
la misma franqueza de Borges con su aclaración; pero en una segunda reflexión
comprendemos que es un deseo ilusorio, porque anterior a esa franqueza está la
percepción misma de una distinción entre poesía en verso y verso en prosa).
Después de examinar con detenimiento el conjunto de
las traducciones realizadas por Borges, los períodos en que tales traducciones
fueron publicadas y los diarios o revistas que las editaron, creo que es
posible plantear las siguientes hipótesis acerca de la disparidad entre su
teoría y su práctica de la traducción.
En primer término, observamos que la mayoría de sus
traducciones aparecieron en los años juveniles, en la etapa de mayor fervor
vanguardista de Borges, y que tenían por lo general tanto un valor informativo
(mostrar lo que se estaba haciendo en otras lenguas y en otros países) como un
valor propositivo (como quien dice para poner en hora, según el meridiano
vanguardista, el reloj de la poesía en lengua española). Buena parte de esas
versiones se publicaron en revistas de vanguardia, o en otras que, sin ser de
vanguardia, daban no obstante acogida generosa a las contribuciones de los
jóvenes, como la revista “Nosotros”. La prédica de Borges a favor del verso
libre, por un lado, y por el otro la finalidad informativa y los medios donde
aparecieron los textos traducidos, me parece que explican suficientemente el
predominio del criterio literal y del uso del verso libre en buena parte de las
traducciones del primer período.
Progresivamente, salvo el caso aislado de su antología
de Whitman, el interés de Borges por realizar traducciones de poesía disminuye,
y la mayoría de las pocas versiones que publica aparecen en la revista “Sur”,
probablemente por encargo de su directora. Pues bien, uno de los misterios que
para mí tenían las diferentes muestras de poesía inglesa, norteamericana,
francesa, alemana e italiana presentadas en números monográficos de esa
revista, consistía justamente en el hecho de que, a pesar de que muchos de los autores
contemporáneos incluidos en esas selecciones trabajaban con métrica y rima, las
traducciones por lo general optaban por el verso libre y por la literalidad,
incluso en versiones realizadas por poetas que en sus obras y en otras
traducciones solían recurrir a las formas métricas. Hace unos días, revisando
las conversaciones entre Borges y Bioy Casares, se me develó el misterio, que
tiene una explicación bastante previsible y pedestre, hay que decir, y que creo
haber sugerido años atrás, no sé si como hipótesis o como sospecha, en un
ensayo sobre la evolución de la traducción de poesía en la Argentina: ¡a
Victoria Ocampo le gustaban las traducciones literales y no le hacía gracia que
las traducciones que encargaba cambiaran demasiado la letra de los autores
traducidos! Así lo refiere Borges a Bioy, quejándose de que la directora de
“Sur” había protestado por una traducción en la que él había aligerado un poco
cierta prosa de Gide, obligándolo a realizar una traducción literal[23].
Una tercera y última hipótesis que aventuro es la
siguiente: para el creador, si no vive de eso, el trabajo de la traducción
suele ser un pasatiempo de los meses de sequía, un sentarse a tocar la flauta a
la espera de la visita del dios o de la diosa, a menos que la obra de otros le
sirva especialmente para temperar el propio instrumento o para proponer,
sirviéndose de textos ajenos, una poética que le es afín en un medio literario
adverso. En el caso de Borges, una vez que la traducción cumplió con esta
última finalidad, creo que no tuvo para él demasiado atractivo como proyecto
literario. Por diversión, en cambio, de noche en noche durante algunos meses,
con su amigo Bioy se dedicaron a traducir en endecasílabos varias escenas de Macbeth de Shakespeare. Lamentablemente,
no se ha publicado aún esa traducción fragmentaria. A pesar de que
paulatinamente le iban agarrando la mano y el gusto a la endecasilábica
traducción shakespeareana, el comentario más frecuente de Bioy es que se mueren
de sueño mientras traducen.
Córdoba-Mendoza, 23-29 de
marzo, 2012
[1] (*) Leído en el Encuentro Internacional “¿Traducción, translación,
transformación del texto poético? Una mirada en el taller del traductor de
poesía”, Universidad Nacional de Cuyo – Universidad Johannes Gutenberg de
Mainz, Mendoza, 28-31 de marzo de 2012, y publicado en Irene M. Weiss
(Editora), Dichtung Übersetzen / Traducir
poesía, Königshausen & Neumann, Würzburg (Alemania), 2014, así como en Clarín. Revista de nueva literatura, Ediciones
Nobel, Oviedo (España), Año XIX, N° 112, Julio-Agosto de 2014.
[2] BORGES, Jorge Luis: “El fin”, Ficciones,
en Obras completas, Emecé, Barcelona,
1989, tomo I, pág. 521.
[3] BORGES, Jorge Luis: “La muralla y los libros”, Otras inquisiciones, en Obras
completas ibídem, tomo II, pág. 12.
[4] Como en algún cuento de Borges, en el momento de escribir estas
páginas recordaba con precisión haber leído esa cita de Groussac en un texto
juvenil de nuestro autor, pero ahora que apunto estas notas y referencias
bibliográficas no logro encontrar el texto en cuestión. Lamentablemente,
carezco de la memoria de Funes, y si bien he repasado una y otra vez los
libros, las recopilaciones de colaboraciones en diarios y revistas, etc., no
hay caso, la cita ha desaparecido. He llegado a preguntarme si no será un caso
semejante al del volumen XXVI de The
Anglo-American Cyclopedia mencionada en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”… Si
algún lector de este trabajo logra dar con ese texto, le ruego que me haga
llegar la referencia buscada inútilmente por mí. Gracias.
[5] No me resigno a dejar de referir aquí una típica broma borgesiana
sobre tal intercambiabilidad de creación y traducción, en este caso con una
ironía anexa acerca de la impugnación de su obra, impugnación en un tiempo
bastante difundida, que la definía como la obra de un escritor inglés en
castellano. Observó Borges en una entrevista: “Otra pregunta repetida es si
todo lo que escribo lo hago primero en inglés y luego lo traduzco al español.
Yo les digo que sí, que, por ejemplo, los versos: «Siempre el coraje es mejor,
/ la esperanza nunca es vana, / vaya pues esta milonga / para Jacinto Chiclana»,
se ve enseguida que han sido pensados en inglés; se notan, inclusive, las
vacilaciones del traductor.”
[6] BORGES, Jorge Luis: “Las versiones homéricas”, Discusión (1932), en Obras
completas ibídem, tomo I, pág. 239-243.
[7] Ibidem.
[8] BORGES, Jorge Luis:“La música de las palabras y la traducción”
(1967-1968), en Arte poética. Seis
conferencias, Traducción de Justo Navarro, Barcelona: Ediciones Crítica,
2001, pág. 75-95.
[9] Paul Valéry, El cementerio
marino. Prefacio de J. L. B., Buenos Aires, Les Éditions Schilinger, 1932.
El texto de Borges está recogido en: Prólogos
con un prólogo de prólogos, Obras
completas, Buenos Aires, Emecé, Tomo IV, págs. 151-154.
[10] Ibidem, pág. 152.
[11] Jorge Luis Borges, “Los traductores de las 1001 noches”, en Historia de la eternidad, Obras completas, Buenos Aires, Emecé,
1989l, tomo I, pág. 400.
[12] Ibidem, págs. 403-404.
[13] Jorge Luis Borges, “Problemas de la traducción. El oficio de traducir.
De Jorge Luis Borges”, en: Borges en Sur
(1931-1980), Obras completas,
Buenos Aires, Sudamericana, tomo 20, pág. 392.
[14] Ibidem, págs.. 392-393.
[16] Jorge Luis Borges, “La música de las palabras y la traducción”, en Arte poética. Seis conferencias,
Ediciones Crítica, Barcelona, 2001, pág. 80.
[17] Ibidem, pág. 83.
[18] Ibidem.
[19] Ibidem.
[22] “Borges en Córdoba”, La Voz del Interior, domingo 12 de setiembre de 1982, Tercera
Sección, pág. 3. (Se trata de la transcripción de la conferencia y el diálogo
posterior con el público que ofreció Borges en la ciudad de Córdoba el sábado
11 de setiembre de 1982).
[23] Apunta Bioy Casares el sábado 12 de abril de 1958: “Sobre Victoria, como
traductora, me dice Borges: ‘Cree que lo importante es trasladar palabra por
palabra el original. No ha descubierto que el lector quiere recibir alguna
emoción, que al lector no le importa el original, porque no lo conoce…” (Adolfo
Bioy Casares, Borges, Ediciones
Destino, Barcelona, 2006, pág. 423). Años después, en 1963, vuelve a criticar
el criterio literal de Victoria Ocampo: “Cuando traduje para Victoria unos
versitos muy sentimentales, de Gide, suprimí algunas repeticiones completamente
idiotas. Victoria dijo: ‘No, no se debe hacer eso, el espíritu de Gide se
pierde’. Lo que pasa es que una vez que algo aparece en letras de molde, en un
libro, ¡ah!, ya es sagrado, no se puede tocar, solamente puede ser como es…
Como si lo que escribimos no fuera resultado de vacilaciones, resueltas a veces
de cualquier modo.” (Ibidem, pág. 888)