LA VENTURA DE LA
POESÍA
En sus años más
tristes, luego de la pérdida del pequeño hijo Ariel, Baldomero
Fernández Moreno escribió un libro, Penumbra, publicado
póstumamente, en el que afronta y transfigura en difícil armonía
verbal un sufrimiento persistente, de cada día y cada hora. Como en
otras obras (pienso ahora en Il Dolore de Ungaretti,
parcialmente motivado también por la muerte de su hijito,
Antonietto, además de la guerra y el fallecimiento de un hermano),
se cumple aquí la paradoja de decir lo indecible, de transformar en
arte un dolor que apenas puede ser articulado. En uno de los sonetos,
“El poeta” (tan distinto en su temple de otra poesía de parecido
título, “Poeta”, del libro Continuación, de 1938), al
cabo de tres estrofas en las que enumera, en clave metafórica,
desastres que el destino puede asestar a un hombre o a una comunidad,
en la última da un giro, introducido por la adversativa, en el que
afirma, en tono casi de desafío, el poder de la poesía para
elevarse por sobre la destrucción que la rodea, como el ave que
flamea y se levanta de sus propias cenizas: en la palabra “ventura”,
con que se cierra el poema, tal vez resuenen otras, las del
desventurado hidalgo (“Bien podrán los encantadores quitarme la
ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible”), y
personalmente me recuerda también la fórmula con que Stendhal
define el don que otorga la belleza –una “promesse du bonheur”–,
esa promesa de dicha que puede vincularse con la belleza
artística, con la belleza en general e incluso con ese extraño y
poderoso sentimiento que la belleza origina, la pasión amorosa.
Dicen así las dos últimas estrofas del soneto:
“Podrá un cuerpo
caer tras la saeta,
o tras la enfermedad
o la locura
rumiar limosna el
hambre más secreta.
Mas siempre la
canción irá a la altura.
Se yergue entre las
ruinas el poeta:
no hay desventura
contra su ventura.”
P. A.
Córdoba, 17-V-14