WILCOCK AL SESGO
Hace un cuarto de siglo, en las páginas del Suplemento Literario de “La Gaceta ” de Tucumán, Enrique Luis Revol advertía con clarividencia que la obra de Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) se encontraba “en condiciones de poner en marcha —¡pero que Dios no lo permita!, conjuraba el crítico— una nueva moda”. Aquellos años, sin embargo, no eran muy favorables para que la escritura de este poeta intimista y refinado hasta el amaneramiento pudiera apasionar a muchos en nuestro país. Hoy, en cambio, la versatilidad de la época quizá propicie que la moda avizorada por Revol entre en plena vigencia. Aunque fuera por equivocación, como a menudo ocurre, no hay de qué apenarse: quizá con el tiempo (ya que de la crítica no cabe esperar demasiado) la excelencia de esta obra decante, y ayude a nuestra poesía a salir del difuso estado silvestre en que persevera desde hace varios años.
En cuanto a la figura de Wilcock, se me permita señalar algunos de los rasgos que quizá le hayan valido últimamente algunos lectores más que la perfección prodigiosa de muchos de sus textos. A la (inconfesable) distinción que en nuestras latitudes otorga llevar un apellido inglés —no es exactamente lo mismo ser Juan R. Wilcock que Juan R. Pérez, por ejemplo—, podemos agregar las siguientes peculiaridades: como recomendaba Stephen Dedalus, eligió el exilio, estableciéndose definitivamente en Italia en 1958; decidió entonces abandonar no sólo un país de cuyo nombre habrá preferido no acordarse, sino también el castellano (que “no da para más”, según le declaró a Antonio Requeni antes de su partida), escribiendo el resto de su obra, como dijo con modestia, “in una specie di italiano”, y que fue publicada por algunas de las más prestigiosas editoriales de la península (Einaudi, Il Saggiatore, Adelphi, Rizzoli, Guanda, Bompiani). Si le sumamos a esto su erudición, su ánimo filoso y polémico, que ejercitó en la Argentina como crítico y director de las revistas Verde memoria y Disco, sus preferencias sexuales, sus amistades italianas en el círculo que se congregaba en torno de Moravia, entre las cuales la de Pier Paolo Pasolini (quien comentó con agudeza nada complaciente su libro La sinagoga degli iconoclasti, además de incluirlo como Caifás en el reparto de la película Il Vangelo secondo Matteo), su vida retirada en una casa del Lazio y su muerte de infarto mientras leía un libro sobre las enfermedades cardíacas, tendremos un perfil que Darío podría haber incluido entre los de sus “raros”. Todo esto, claro, ayuda a su leyenda, pero no aporta demasiado a la comprensión de su arte. Lo pondremos entre paréntesis, pues, para hablar ahora de un aspecto de su poesía, con motivo de la reciente reedición de su libro Sexto[1].
Es éste el último libro de poemas que publicó en la Argentina , y a nuestro juicio el mejor, tanto entre los que aparecieron de este cuanto del otro lado del océano, en castellano cuanto en italiano. Como su título lacónicamente indica (“por un exceso de cronología”, confesará el autor años más tarde), se trata del sexto de sus poemarios, que sigue a Libro de poemas y canciones (1940); Ensayos de poesía lírica (1945); Persecución de las musas menores (1945); Paseo sentimental (1946) y Los hermosos días (1946). Luego, ya viviendo en Italia, una muestra de poemas de estos libros, traducidos por el autor y reunidos bajo el título de Poesie spagnole, será editada por Guanda en 1963. Su poesía escrita directamente en italiano aparecerá en los libros Luoghi comuni (1961); La parola morte (1968) e Italianisches Liederbuch (1974), que serán reunidos dos años después de la muerte de Wilcock en un volumen, Poesie (Adelphi, 1980), que incluye también la selección de sus poemas traducidos del castellano, un ‘poemetto’ alegórico publicado en 1963 en la revista “Intelligenza” y algunos textos inéditos.
En la introducción al tomito de Poesie spagnole, Wilcock ya definía en pocas palabras la situación artística que recibiría el nombre ¾nada agraciado, pero notablemente productivo en congresos universitarios¾ de “posmoderna”. En efecto, decía allí: “En esa época, los años de la segunda guerra mundial, la vanguardia literaria ya había agotado su tarea de representar ante los ojos del mundo el desastre producido por la primera guerra mundial; el equilibrio histórico imponía a partir de entonces que la segunda mitad del siglo fuese un período de reconstrucción, no de destrucción; una reconstrucción, sin embargo, que ya se dejaba entrever como un mosaico de alguna forma ensamblado con los pedazos rotos del pasado, de la era de la inocencia. A cada cual el deber de reconstruir con los trozos que por casualidad le hubieran tocado.” Y agregaba, en directa referencia a su propia obra: “Por eso el poeta emplea tan libremente el metro tradicional, la rima primigenia y el sentimiento cristalizado, que además de responder a una profunda necesidad histórica, funcionaban sobre todo como astutos instrumentos, máscaras necesarias para esconder provisoriamente el rostro y no ser confundido con la multitud desorientada de los rezagados que brincaban de la poesía sin sentido a la poesía comprometida, ramas del gran árbol que ya entonces se desgajaban y luego terminarían cayendo.”[2]
Sería difícil formular de una manera más exacta las tensiones que integran y se disputan la obra poética de Wilcock, aunque sería triste reducirla a esa distante especulación histórico-artística con que el autor la presenta. También tal actitud declarada de astucia, de enmascaramiento, es a nuestro juicio una ulterior máscara para defender la real desprotección de la experiencia que nutre la mejor parte de su poesía. Pero toda máscara, sabemos, termina por fundirse con el propio rostro: de allí, creo, la extraña mezcla de admiración, conmoción e incomodidad que esta obra a menudo nos produce.
Como Cernuda, Wilcock podría haber proclamado que “la verdad de sí mismo” “no se llama gloria, fortuna o ambición, / sino amor o deseo”. La experiencia príncipe en la poesía de Wilcock es, en efecto, el amor, concebido como la llave para entrar en el secreto de lo real, para (re)integrarse a las fuerzas que mueven el universo:
En ti pienso de noche, alma querida;
cierro los ojos en la sombra y siento
el constelado y fabuloso viento
del éter que me arrastra en su caída;
el éter sideral donde impelida
te uniste a mi arbitrario movimiento,
alma de tan virtuoso sentimiento,
y en todo instante de piedad vestida.
Pienso: el premio de haberte conocido
es por algo que aún no he cometido
y que un gran dios aguarda con orgullo;
un dios que remunera de antemano
al permitir que sea un mero humano
eternamente, eternamente tuyo.
Cualquier lector puede advertir ya en estos solos versos cuánto gravita en ellos la formulación lírica del amor cortés y sus derivaciones en la poesía occidental, pero también es posible que a los labios de cualquier lector regresen en la soledad, con la veracidad de lo que está sintiendo, esas mismas palabras: “En ti pienso de noche, alma querida...”. Tal vez, tal vez sólo eso valga, y todo el resto sea literatura.
Y sin embargo, no: no existe en Wilcock esa inocencia, ni como punto de partida ni como meta. Sabe en todo momento que está trabajando con resaca literaria de los siglos, deslumbrantes despojos que constituyen la única tabla de salvación en medio del naufragio de una época de la cultura, de las formas poéticas y de la vida misma. Esa conciencia extrema da a sus versos una luz ambigua: para leídos de frente y al sesgo. Quienes se aproximan a la estrofa antes citada de frente, pueden reaccionar, en términos extremos, de dos maneras: o encantarse con su explícita emotividad y su eufonía, o arrojar el libro, repugnados por lo que en ese cuadro hay de literario (el “sentimiento cristalizado” a que aludía el autor) y su musicalidad tradicional. Si la primera reacción es la que puede esperarse en especial de esos lectores —escasos, comparativamente, y en general con mayores probabilidades de ser hallados entre quienes hace tiempo se han acogido a los “beneficios de la jubilación”— que se han formado en la lectura de los clásicos y del arco de autores que desde el modernismo hasta los poetas del ’40 en la Argentina han concebido la escritura con un sentido de continuidad, la segunda es la que puede provenir en cambio de quienes nacieron y crecieron en medio de esa otra tradición, la de “la ruptura”, que tuvo auge especialmente a partir de los años ’50 en nuestro país, y que a pesar de la diversidad de tendencias en que se expandió en la segunda mitad del siglo, tuvieron en común el cultivo de un verso libre de toda culpa y cargo en lo que atañe a la métrica y la rima, vistas como antiguallas de la retórica poética, y en general una cierta desconfianza frente al “yo lírico” y sus confidencias. Las reacciones espontáneas de nuestros dos tipos de lectores, a mi entender, aunque perfectamente comprensibles, tratándose de la poesía de Wilcock tienen algo de ingenuo. Los versos de este poeta piden también una lectura al sesgo. Un sesgo que podríamos llamar epigonal. Y epígono, aquí, no sería aquel desprevenido que imita, sin darse cuenta, lo que otros han hecho antes y mejor que él, sino quien se propone deliberadamente continuar una tradición en la que se reconoce, utilizarla con plena conciencia, y busca su originalidad menos en la creación de novedosas técnicas o en la manifestación de experiencias transgresoras, que en lograr una inflexión personal en la expresión de lo que tantas veces ha sido ya dicho, contado y cantado, sin ocultar que se trata de materia reciclada. Wilcock, a mi entender, es el tipo más acabado entre nosotros de esa conciencia poética epigonal, quien ha logrado extraer de ella —quizá por cuanto hay en su escritura de intimidad con el tiempo y la muerte, también en un sentido epocal— la poesía más intensa y perdurable.
*
Sexto está dividido en cuatro apartados y el umbral por el que se entra en ellos es el enigmático “Hae Puellae”. Las chicas del título son las musas, las “hijas de la memoria” (Mnemosyne), pero también las estrellas, y voces de mujeres que cantan “detrás de las dos Dársenas y de la Costanera ”, y “las santas que escribían Xristo en las catacumbas”, y “las alegres cretenses que no pisan el Sur”, y, en fin, todas las posibles transfiguraciones de lo femenino en seres que pueden tener tanto de real como de imaginario, donde caben la ternura y la sensualidad de lo posible (los “pies que huyen desnudos al sol sobre la arena”) cuanto la fascinación de lo imposible (las reinas que fornican “con bestias de grandes proporciones”). Pero ¿qué hacen esas manifestaciones de la vida en su relampagueante plenitud de deseo? Anotan “fragmentos del coloquio del hombre con la muerte”. Ellas mismas, en el verso final del poema, decaen a “musas que lame el humo del tiempo entre las ruinas”.
Podemos ver en “Hae Puellae” un arte poética, un arco manierista que enmarca las características y las tensiones que encontraremos luego desplegadas a lo largo del libro. Estilísticamente, el detalle vívido de la ocasión, con su persuasión de realidad, y a la vez el toque de extrañamiento, que recuerda al lector que está asistiendo a una representación literaria. También la maestría en el arte de las modulaciones rítmicas, el desarrollo compositivo y la rima. Luego, el contraste entre el medio, padecido como barbarie y constricción, y el llamado liberador del arte ylas promesas de felicidad del eros. Otra oposición que ya se insinúa en este pórtico del libro, es el del amor y la imaginación poética, por un lado, de cuya raíz común de expansión anímica y sensitiva, de entusiasmo (endiosamiento), brotan los atisbos de inmortalidad que irisan de ilusión la lírica de Wilcock, y por el otro el reconocimiento del “triunfo del tiempo”, que es doble: triunfo de las horas por sobre la apetencia eternal de las pasiones, y triunfo de la banalidad masiva de la época por sobre lo que pide excelencia incomparable, única ―poesía, el amor.
El primer capítulo, “Once sonetos”, alberga varios ejemplares memorables de esa especie poética proliferante entonces, en la década del ’40, y luego en peligro de extinción en nuestro país, como el que citaba anteriormente (“En ti pienso de noche...”), o los que comienzan “¡Cómo tarda en llegar la primavera!”, “Casi no sé de quién son estas manos” y “Una párvula luna, un cielo raso”. La misma calma que el poeta siente en la soledad nostálgica del ser querido, en una hora “que habla a los sentidos / sólo de cosas que hacen bien al alma”, es la que le dicta las palabras más puras y preciadas que puede reunir en homenaje a ese sentimiento y a quien se lo inspira. Si un defecto tienen, para mi gusto, es justamente su excesiva pureza y preciosismo, su cristalización literaria: como dice el mismo Wilcock, “este paisaje está / en el ámbito inscripto de un diamante”. Leamos uno de estos sonetos:
¡Cómo tarda en llegar la primavera!
Quisiera descender por un camino
desierto en el silencio vespertino;
ir a un río, sentarme en su ribera.
Convaleciente en un jardín, quisiera
escuchar ese pájaro argentino
que repite su canto clandestino
bajo las sombras de la enredadera.
Reconocer entre los paraísos
palabras de olvidada seducción
que se alejan, aromas imprecisos;
y hundiendo el rostro en una flor dorada
sentir cómo renace la estación,
vacilante, amarilla, apasionada.
El capítulo siguiente lo constituye el poema “El triunfo del tiempo”, una suerte de solo operístico, que exige que el lector acepte su buena dosis de convención (el enamorado invita al ser amado y perdido a recorrer por última vez los lugares y las horas en que fueron felices). Su virtuosismo formal se extiende a lo largo de veintiún sextinas reales, cuyos múltiples detalles kitsches son los mismos que vuelven ridículo y adorable a todo amor adolescente (¿y quién que se enamora no es el mismo absorto adolescente de un tiempo?), y cuya queja principal es la de una pasión que quiso ser todo ytiene que aceptar verse reducida a nada:
¿... por qué no fuimos en un mundo breve
lo único que nunca se conmueve?
“Temas”, la tercera sección, incluye los textos más artificiosos del libro, “Después de una traición” y “Artemisa en la fuente”, pero también los dos poemas a mi juicio más hermosos de Sexto y tal vez de toda la obra poética de Wilcock, los que comienzan “Mis pasos en la noche de mármol de Venecia...” y “La hacienda en la frescura del rocío...”. Este último poema puede verse, en su brevedad, como una cifra de la poesía neorromántica argentina, tan despreciada últimamente. Allí está el paisaje de la llanura, por donde cruza el tren que lleva al poeta desde una ciudad de la costa, probablemente Mar del Plata, hacia Buenos Aires, donde lo espera su secreto amor. El subjetivismo autorreflexivo de esta lírica pareciera quedar representado en la imagen del poeta que descubre su reflejo sobre el vidrio de la ventanilla, y la distinción y la elegancia un poco anacrónica que estos autores contrapusieron a la uniformidad y la vulgaridad de la sociedad contemporánea tienen su efigie en ese “anillo de oro” y esa “pluma” con que el poeta se retrata. Ya el mismo hecho de que Wilcock escriba “En el vidrio del tren veo al poeta...”, resultaría inadmisible hoy, en el texto de un autor actual, cuando la condición de poeta en cierta manera resulta embarazosa, un motivo de vergüenza más que de orgullo. No era así para los poetas del cuarenta, quienes, tras el ejemplo de Rilke, sentían que la poesía era un destino y una misión órfica, y recordaban con aguda notalgia reivindicativa la célebre frase de Shelley, según la cual los poetas son “los legisladores no reconocidos del mundo”. Por último, la presencia de la luz lunar sobre la extensión de los campos, la intuición de esa “incógnita Argentina inexpresablemente espiritual” con que se cierra el poema, son neorromanticismo en estado puro, y también, si se me permite, poesía de una sencillez y a la vez una hondura visionaria como raramente se han dado en nuestra literatura:
La hacienda en la frescura del rocío
cruza inciertas praderas, silenciosa,
casi invisible entre la luz verdosa
y última de un crepúsculo de estío.
En el vidrio del tren veo al poeta
con un anillo de oro y una pluma;
vuelve de una metrópolis de espuma
hacia el fulgor de su ansiedad secreta.
Vuelve del mar hacia la capital;
y la lánguida luna le ilumina
los campos de una incógnita Argentina
inexpresablemente espiritual.
En el segundo poema mencionado, “Mis pasos en la noche de mármol de Venecia...”, el romanticismo emotivo y el parnasianismo artístico del poeta llegan a una lograda síntesis, también en tres impecables cuartetos alejandrinos. A la precisión circunstancializadora y evocativa de la primera estrofa, de sutil musicalidad aliterativa, sigue en la segunda el planteamiento del tema central, recurrente en su poesía: increíblemente, el sentimiento que persuade de eternidad e infinito al “alma a quien todo un Dios prisión ha sido”, según el verso de Quevedo, no dejará ni un solo rastro de sí sobre la tierra; tal constatación, en la economía del texto, no afecta sin embargo la fe de los amantes, y el poema culmina en el crescendo de la tercera estrofa, con la proyección expansiva de la pasión hacia la vastedad celeste, conclusión que musicalmente podría recordarnos un final a toda orquesta malheriano y plásticamente los colores de un crepúsculo de los barrocos “venecianos” (advirtamos, de paso, cómo en Wilcock el sentimiento casi siempre imita al arte):
Mis pasos en la noche de mármol de Venecia
como un eco repiten pasos de otros amantes
sepultos bajo el piso desigual de una iglesia
entre damas adúlteras y duques navegantes.
De sus vastas pasiones no quedó nada, nada,
y quedaron en cambio su escudo y su palacio;
sin embargo una noche como esta innominada
se creyeron eternos y fuera del espacio,
y creyeron que el fuego y el mármol y el Ticiano
no durarían tanto como eso que sentían
ascender por las ondas marmóreas del verano
hacia un mosaico púrpura de nubes que se abrían.
El “Epitalamio” final del libro es a su poesía anterior y, en general, al neorromanticismo argentino de los años cuarenta, lo que Lunario sentimental es a la poesía precedente de Lugones y del modernismo: la ironía haciendo comentarios cáusticos sobre el paisaje de ruinas ―en este caso, de la civilización y de la tradición poética, un palimpsesto de citas, desde los latinos hasta Eliot, pasando por Dante y Rodrigo de Caro― por donde deambulan los personajes-amantes. Ese ácido crítico no deja de corroer también a la emoción, pero ella, como siempre en Wilcock, es tan literaria como sincera.
Leamos, para advertir el modo particular (tan moderno... ¿o posmoderno?) en que actúa esa refinada combinación química de causticidad y ternura en Wilcock, la conclusión del magistral “Nocturno”, cuarta sección de “Epitalamio”:
Con arpa o flauta miceniana
¿quién cantará los éxitos de los cines del sábado
hebdomadariamente renovados?
(...) Vayámonos entonces, tú y yo,
pública y mutuamente desposados
a enriquecer los ritos saturnales.
Por aquí se entra en la ciudad moviente;
imaginemos, mi alma, que esto fue
hace diez siglos, y que el mundo ha muerto;
discurramos por tan serenas ruinas
que un tiempo han sido Itálica famosa.
Aquí fue el Rex, aquí el Politeama,
Inminens regum mors in terra est;
cometamos el acto de las sombras
sobre las hiedras de los escenarios.
Hoy sábado a las once de la noche
tú, mi ternura,
tu mea cura
nuevamente iluminas lo deciduo
cuando me miras en los vacuos antros
de la íntima, analgésica cinematografía.
Después de “Epitalamio”, su obra, escrita directamente en italiano, estará veteada inevitablemente de escepticismo e ironía, aun en los poemas de amor más entusiastas del Italianisches Liederbuch. Pero esto ya requiere un ensayo aparte, que ponga en relación su poesía en la lengua de Petrarca con la que se escribía por aquello años en Italia (a modo de hipótesis, creemos que en el parangón resaltarían más las diferencias que las semejanzas).
P.A.
Alta Gracia, 2000
[Publicado originariamente en el Suplemento Literario de La Gaceta, San Miguel de Tucumán, 5 de marzo y 26 de marzo de 2000; luego, en la revista Fénix.]
NOTAS
[1] Emecé, Buenos Aires, 1999 (1ª edición, 1953).
[2] “Introduzione”, en: Poesie spagnole, Guanda, Parma, 1963, pág. XII.