Libros
para llevarse a la cama
Una
pregunta que se podría hacer un crítico en trance de escribir la reseña de un
libro de literatura es la siguiente: ¿tendría a esta obra en la mesa de luz
junto a mi cama? Vale decir: ¿la leería a esa hora en que sólo se lee por el
gusto de leer? Parece trivial, pero creo que es una cuestión fundamental, un
criterio básico de discernimiento. No es de dificultad o facilidad de lectura: he
tenido durante largo tiempo los Four Quartets de T. S. Eliot junto a mi
cabecera, que no es un texto justamente fácil, pero jamás pondría ahí, digamos,
el Rincón de haikus de Mario Benedetti, que se lee y se olvida de corrido. No
es de temática: nunca tendría en mi mesa de luz El Gualeguay de Juan L. Ortiz, a
menos que me esté costando conciliar el sueño, pero he disfrutado durante
varias noches, estrofa a estrofa, Luz de provincia de su comprovinciano.
Tampoco es una cuestión de peso, al menos contando con buenas almohadas y
buenas rodillas: durante más de un año he leído todas las noches, solo o
acompañado, alternándonos en la lectura en voz alta, sin prisa ni pausa, el tomazo
del Borges de Bioy Casares, como quien saborea algo dulce antes de dormirse. Ya
de sólo pensar en que nos espera en el dormitorio un libro dilecto, la noche se
ilumina. O sea: a menos que uno sea un mártir de la voluntad y el sacrificio en
aras de la información cultural, o que el esnobismo ya se haya convertido en
una segunda naturaleza en nosotros, a la cama nos llevamos esas criaturas
literarias en las que podemos encontrar un genuino placer estético, intimidad
con aquello que nos apasiona de verdad. Para un crítico, pues, no me parece
desdeñable plantearse esta cuestión: ¿leería esta obra por el puro gusto de
hacerlo o sólo lo haría por deber profesional? O bien, como decía, más sencillamente:
¿me la llevaría a la cama?
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