(II)
Presento aquí la segunda parte del estudio sobre la obra poética de Horacio Castillo, “El horizonte de la esfera”, cuya primera parte puede leerse en la entrada del 11 de agosto del presente año. Como señalaba en la introducción a esa entrada, el ensayo fue escrito como prólogo para el libro La casa del ahorcado / Obra poética 1974-1999 (Colihue, Buenos Aires, 1999), pero por razones de espacio no pudo ser incluido en su totalidad. Cuando se dice en el texto, pues, “el último libro publicado por Castillo”, se hace referencia a Los gatos de la Acrópolis (Ediciones del Copista, Col. “Fénix”, Córdoba, 1998). El volumen de Colihue se cerraba con una muestra del libro que por entonces Castillo tenía en preparación, Cendra, que apareció en el año 2000, también en la Colección “Fénix” de Ediciones del Copista.
Si entre un extremo y el otro se extiende esta obra como una larga búsqueda, no ha de extrañarnos que uno de los motivos más recurrentes en ella sea el del viaje, presente en distintas manifestaciones. Imágenes de expediciones, de cacerías, de navegaciones, de migraciones, jalonan los distintos libros de Castillo. Podríamos incluso figurarnos el desarrollo de esta poesía como una sucesión de momentos de tránsito y momentos de reposo, pausas que a menudo se resuelven en desencanto o en esperanzada espera. Vinculando esta representación con la categoría formal que hemos llamado “visión”, podemos distinguir, en un sentido más amplio, entre visiones dinámicas y visiones estáticas a lo largo de la obra.
Las visiones dinámicas las encontramos en aquellos textos donde predomina una estructura narrativa, y que a menudo asimismo es posible relacionar con las fases expansivas que identificábamos precedentemente. También será útil tener en cuenta, cuando nos internemos en el significado de estas visiones, la distinción entre los desplazamientos que se realizan horizontalmente y aquellos que en cambio tienen un sentido vertical, ya sea hacia abajo o hacia lo alto.
Las visiones estáticas, por su parte, corresponden a los textos que tienen principalmente un carácter epigramático, y que a su vez podríamos emparentar con las fases de contracción del discurso. Se trata de inscripciones, instrucciones, epitafios, retratos, enumeraciones, ponderaciones y contraposiciones... Aquí, el peso estructural del poema recae más sobre los sustantivos, sobre los pocos pero significativos adjetivos y sobre los enunciados en forma de juicio, que sobre las acciones y transformaciones que designan los verbos.
Si bien el poeta podría ser incluido en la categoría biográfica de los poetas sedentarios (casi no se ha movido de su ciudad adoptiva, La Plata, salvo para visitar la amada Grecia), su imaginación es nómade. Lugares, épocas y personajes lejanos pueblan sus poemas. Sin embargo, no se podría decir que haya desoído el consejo que Seferis se da a sí mismo —y a todo artista, en fin— en los Tres poemas escondidos: “El poema / no lo sumerjas en los hondos plátanos / nútrelo con la tierra y la roca que tienes. / Para mayores frutos / los hallarás cavando en el mismo lugar”. Se diría que la tierra y la roca con la que Castillo ha nutrido las más extrañas especies trasplantadas de remotos rincones del planeta, es la obsesiva avidez de absoluto, que se manifiesta ya en su libro Descripción y no cede hasta el último libro. Esta es la clave que, a mi juicio, permite leer el conjunto de su obra.
Se pueden distinguir en su curso, más allá de las constantes y las variaciones que se van encontrando de libro en libro, dos etapas claramente perceptibles. La primera etapa comprende los dos primeros libros de Castillo aquí reunidos: Materia acre (1974) y Tuerto rey (1982). Se trata de poemas breves en su mayoría, tajantes, nítidos, que entran en general dentro de las características de las “visiones estáticas”. Es posible identificar en ellos, desde el punto de vista temático, aquellos poemas donde aparece proyectada en un correlato imaginario esa voluntad de acceso, sin mediaciones, a una experiencia absoluta; luego, los poemas donde esa ansia de absoluto se mide con las diversas vivencias de lo relativo; y, por último (¿tal vez un puente que une y a la vez muestra la distancia entre una y otra orilla?), los poemas que presentan una visión de la poesía y de la condición del poeta en nuestro tiempo.
Metáforas gemelas de la ansiedad fracasada de absoluto son, a mi juicio, los poemas “Salto” y “Expedición al Everest”. En el primero, la narración de los distintos momentos de un salto en paracaídas, presentados con precisión incluso en sus detalles físicos (“Primero es un vacío en el estómago...”: un endecasílabo que no por melódico o heroico —decimos por su acentuación— hace olvidar el vértigo), y en su vaivén suspenso de plácida expansión contemplativa (“...el mundo se ordena a nuestros ojos: / el campo roturado, las casas y los árboles, / el humo de la ciudad dispersándose hacia el río...”), que termina al fin en una reminiscencia del mito de Ícaro (“Hasta que la gravedad nos atrapa en su red / y nulas nuestras alas artificiales / caemos vertiginosamente contra la superficie...”), todo, se diría, para llegar al último verso revelador: “ávidos todavía de un aire que no es nuestro”. Me parece obvio señalar que esa avidez no es de las que se satisfacen sólo con oxígeno, así como ese “aire que no es nuestro” es algo más que el que respiran los pulmones.
En el segundo texto, “Expedición al Everest”, no tenemos un descenso en paracaídas, sino un penoso ascenso hasta la cima del monte. Pero todo, asimismo, para arribar al verso final y descubrir que, aún allí donde el aire es más diáfano, “el cielo estaba tan lejano como de costumbre”. También en relación con este poema me parece claro que la acción de escalar posee un alcance significativo más próximo al que para Petrarca pudo tener el subir por la ladera del Monte Ventoso que el que pueda asignársele como “mera acción física” (Revol) o “mero deporte” (Herrera), así como ese cielo siempre lejano creo que preanuncia aquella suerte de estribillo que se leerá en Alaska: “Hacia el horizonte que siempre se aleja”, “Lo lejano, sólo lo más lejano perdura”... Vale decir: creo que estamos presenciando en estos textos “el silencio de los espacios y la visión de la no-visión” (O. Paz), cuyo origen, sin embargo, no remite al puro desencanto escéptico, sino a la necesidad de ver y oír lo que se oculta y calla.
Esta ambigüedad, propia del espíritu moderno que no niega el misterio, pero que se siente excluido de su ámbito y se aproxima a él con los ojos cerrados y las manos tendidas, se encuentra asimismo en otro poema de Materia acre, “Alabanza”, en el cual, a diferencia de los anteriores, tenemos un ejemplo cabal de la estructura estilística de la “visión estática”. La ambigüedad a que nos referimos consiste en lo siguiente: por un lado se “loa” aquellos animales que distintas religiones han considerado sagrados, como si se participara de su fe; por la otra, se afirma que el carácter sagrado no lo poseen por sí mismos, como no podría sino sostener quien de verdad creyera en su sacralidad, sino que ha sido el hombre quien les ha otorgado ese poder. Acaso la síntesis entre ambas tensiones, si así se puede decir, la vuelta de tuerca esté en ese “privilegio de incubar la eternidad” con que se cierra el poema: el privilegio, sí, lo otorga el hombre, pero la acción misma de “incubar la eternidad” pareciera acentuar la autonomía del ser sagrado. La imagen reaparecerá luego en “El hombre nuevo” (Tuerto rey), para el cual se añora “un canto de pájaro o Sirena que llegue hasta el cielo, / que incube en su follaje el frío huevo de la noche.”[1]
Otra metáfora de la búsqueda insaciada, que es lo que predomina en este momento de la obra de Castillo, está en el tercer poema de Tuerto rey: “Las aventuras de Marco Polo”. Esta vez la expedición no es hacia lo alto, sino a lo largo y lo ancho de desiertos, praderas, islas, ríos... —“qué no ha visto el ojo en la travesía”, aunque “sin otro heroísmo que mirar cada día lo que debe morir”—. El final, como en “Salto” y “Expedición al Everest”, resulta decepcionante para la voz que narra, pero en los dos últimos versos del poema se advierte una leve diferencia con respecto a aquellos textos, que luego tendrá derivaciones importantes en la segunda etapa de esta poesía: el poema no se cierra con el fracaso de la búsqueda, sino con la afirmación del sentido —el deber incluso— de seguir buscando: “sombras y luces que debemos renunciar / insaciable el ojo, incólume el corazón”.
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En la segunda zona o línea temática que indicamos, donde el “hambre de espacio” y la “sed de cielo” (Castillo: “inmortalidad del alma, perduración de la carne”) deben medirse con el “tormento de la historia”, con lo limitado y con lo efímero de la existencia, encontramos algunos de los mejores poemas de Materia acre y de Tuerto rey (éste último, a mi juicio, el libro en que llega a su plenitud estilística esta primera etapa). Si, como el autor se preguntaba en Descripción, hay “un día para el conocimiento y otro día para la felicidad”, en estos textos nos hallamos casi siempre en el día del conocimiento, y lo que el conocimiento enseña es más bien desolador. Se trata, por lo general, de visiones estáticas que a pesar de su aparente imperturbabilidad, están transidas de piedad humana (un rasgo que recorre toda su obra, con momentos de extrema intensidad, como los poemas “Tren de ganado”, en Alaska, y “El quejido”, en Los gatos de la Acrópolis).
Allí están, por ejemplo, en Materia acre, “Culto”, “Anquises sobre los hombros”, “Jean Beyar”, “Micenas”, “Generación”, “El viejo de la aldea”... En “Culto”, una escena común, una mujer que visita la tumba de un ser querido, es presentada con serena impasibilidad expositiva, que inscribe sus gestos reiterados (“cada vez que llega”, “va y viene”, “cambia el agua”, “besa de nuevo hasta mañana”) en un orden necesario, casi ritual. Se diría que el cuidado que la mujer pone, su atención amorosa a los pequeños pasos de ese culto privado, transportaran sus actos a un plano atemporal: tal sugestión de ‘instante fuera del tiempo’ (pero siempre atravesada por una luz de anticipada nostalgia, quizá la de ese “rayo de sol” del poema de Quasimodo) se acentúa en el último verso: “donde siempre canta uno de esos pájaros que cantan en los cementerios”. Llama la atención —y esto también es propio de la escritura toda de Castillo— que si bien la escena está sucintamente descripta a través de detalles ínfimos y cotidianos, con un lenguaje llano que no hesita en nombrar una “canilla cercana”, puede advertirse en ella una indeterminación absoluta: ¿quién es esa mujer? (¿es una mujer?); ¿quién ha muerto: su marido, su madre, su padre, su hijo...?; ¿dónde estamos, y cuándo?; ¿qué siente ella, mientras la vemos hacer todos esos gestos? Es como si el lector llegara a ver una película ya empezada, y asiste a esa secuencia sola, que transcurre lenta, silenciosamente, y con la cual la filmación termina. Tal indeterminación, al eliminar todo nexo, toda relación con una historia, extrae la escena de un plano relativo, relacional, y la proyecta a una dimensión absoluta, donde cada gesto pareciera ser hecho para siempre, aunque esté cargado de temporalidad. No hay patetismo (para eso, además, tendríamos que conocer lo sucedido y lo que pasa por dentro de la mujer): es un día soleado, los pájaros del cementerio cantan, todo está envuelto en un aire de serena melancolía, la que quizá se siente ante el destino humano como si se lo viera desde una distancia infinita (con esa nitidez de la mirada que ha aclarado el llanto), donde ya no se grita ni se ríe ni se llora.
Algo semejante ocurre con los demás textos mencionados. En “Anquises sobre los hombros”, la complejidad psicológica de la problemática (el vínculo padre-hijo) está captada en su núcleo esencial: no hay expresión de un contenido subjetivo, no hay confidencia; todo está proyectado en las acciones de ese mínimo mito personal. La alusión clásica acentúa el carácter ejemplar del poema: ese padre es todos los padres, ese hijo es todos los hijos. En “Jean Beyar” tenemos una suerte de epitafio, una forma que reencontraremos en otro de sus libros. El epitafio literario tiene la particularidad de presentar la vida desde la perspectiva de la muerte: la variedad y densidad de la existencia es reducida al hueso, a lo esencial. Sabemos por el autor que Jean Beyar fue un hombre que de verdad existió, que era hijo de un ingeniero francés que había trabajado en Suez, que atendía un quiosco de diarios en la esquina de la casa de Castillo y que un día murió en la más absoluta soledad. Pero el poema en sí poco nos dice de él: lo escaso que llegamos a saber de su existencia está relativizado por un “acaso”, por los hipotéticos “si”, lo cual ahonda la sensación de su total abandono y desamparo en el mundo (que lo hermanan, pensamos, con Moammed Sceab, el suicida del poema “In memoriam” de Ungaretti: “Y tal vez —escribía éste— sólo yo / aún sé / que vivió”). Lo único cierto es su muerte y esa desnudez “a orillas de la historia”, que se diría que es la que Castillo busca para su escritura.
La historia, sin embargo, no ha dejado de aparecer en su poesía. Así, por ejemplo, en “Micenas”, donde la contemplación del paisaje griego desde una terraza trae el recuerdo de un pasado heroico, sanguíneo, solar, que se contrapone con un presente crespuscular de “hombres / a quienes la inteligencia sosegó el corazón / y no saben ya tensar el arco de la vida”. En otro poema de Materia acre, sin embargo, podemos asomarnos al reverso de esta nostálgica máscara broncínea que vemos en “Micenas”: “Generación” nos muestra las consecuencias de cuando los hombres se deciden a “tensar el arco de la vida”. Un sujeto colectivo, tan indeterminado como la masa, más aún, como la especie humana (“Animales de carne y hueso, con un poco de luz irremediable en los ojos”), nos informa en este poema que “a veces nos creíamos criaturas heroicas / y corríamos a las plazas”; allí la seducción de la belleza verbal manipulada como instrumento de persuasión por un innominado poder, ha inducido a estos hombres al “placer de la acción”. La acción, esa “fiesta del hombre” que decía Goethe, conduce sin embargo al desastre, a la desolación: “Pero luego, entre ruinas, comiendo el pan del sobreviviente, / comprendíamos...”. ¿Qué es lo que se comprende, qué es esa verdad esencial que la experiencia ha enseñado? El poeta no lo dice, calla, como aquellos ancianos que, en un poema de Los gatos de la Acrópolis, “oían el lamento / que viene del futuro y callaban, / miraban la bañera ensangrentada entre la maleza y callaban” (“Los ancianos callaban”). Esta reticencia de la sabiduría forma parte a su vez de la sabiduría estilística de la escritura de Castillo, que, observaba Revol, “indica exactamente el territorio del máximo misterio, sin violarlo jamás”. Pero si no se expresa el contenido de esa tardía comprensión, se manifiesta sí la compasión por la generación siguiente, en un llanto de conciencia, de clarividencia, que recuerda la ironía trágica griega: se llora por los que vendrán, quienes, sin saberlo, repetirán los mismos errores de sus predecesores. Tal visión de la historia, donde pasado, presente y futuro se hallan iluminados por un mismo fulgor de fatalidad, es la que permite leer a “Generación” tanto en clave atemporal (o diacrónica), concebido como una situación que se reitera a través de las épocas, cuanto en clave puntualmente histórica, relacionado con los años en que fue escrito el poema. La misma doble lectura permiten otros textos importantes en la obra de Castillo, como “Al pie de la letra”, en Tuerto rey, o el mencionado “Tren de ganado”, en Alaska.
Casi al final de Materia acre hay un brevísimo poema que anticipa una de las problemáticas más complejas que plantea Tuerto rey: la del mal. Leemos en “El viejo de la aldea”: “Miró los campos arrasados, pájaros que emigraban al oeste, / miró un árbol creciendo hacia el fondo de la tierra, / miró los ojos de un perro, / miró un niño, / orinó contra el sol.” Este viejo (es decir, el que conoce), que bien podría ser uno de los sobrevivientes de aquella generación que llora por la generación siguiente, no llora aquí: contempla y se rebela contra el principio del orden o el desorden (¡la ambigüedad de “un árbol creciendo hacia el fondo de la tierra”!) universal, encarnado en el sol contra el cual orina. Notemos, por una parte, cómo la piedad que produce la visión del mal está expresada sin el menor énfasis, sin un adjetivo: no se califican los ojos del perro, no se dice ninguna particularidad del niño; todo, así, se vuelve más terrible, por ser esencial, como es ontológico el sufrimiento a que están sujetos todos los seres vivos. Por otra parte, es notable también el exacto laconismo verbal de esta visión estática, cuyo eje anafórico —“miró”— se revierte al final, casi como una consecuencia lógica, aunque abrupta, de lo que se ha visto, con un acto —“orinó”— en que juegan casi las mismas letras de la palabra anterior. Finalmente, esta visión nos remite a otra, la del poema “Gnosis” en Tuerto rey: se diría que lo que ve el ojo sabio del viejo de la aldea no es distinto de lo que descubren los múltiples ojos que se abren en este último poema: “la solapada materia del mundo, / la perversidad de lo real”.
Muchas veces he sentido —es una sospecha común— que si tuviéramos una sensibilidad tan perceptiva como para recibir todo el dolor que nos rodea, enloqueceríamos, quedaríamos calcinados por dentro como esos árboles en los que ha caído un rayo. Creo que la afirmación de “Gnosis” tiene que ver con esta experiencia. Es como el padre que acusa de crueldad a la tierra y al cielo que le han quitado a su hijo. Y es así, para el dolor del padre es así, como para el viejo de la aldea que orina contra el sol porque ha mirado los ojos de un perro y ha mirado a un niño y ha visto en ellos lo que ellos no saben pero él sí: “Quejido animal de lo que tiene fin [...] / quejido de lo que nació, quejido de lo que murió, / quejido mío, tuyo, quejido de todos, quejido de nadie. ¡Ay, ay!”. Es el lamento y el grito que nacen cuando se toca “el más alto grado de individuación del ser doliente”, la afirmación de Adorno que recordábamos precedentemente.
Ahora bien, la mirada del ojo del viejo de la aldea y cada una de las miradas de los ojos que nacen a lo largo del cuerpo en el poema “Gnosis”, aunque cada una encierre para sí una verdad total, no dejan de ser, vistas desde otra perspectiva, miradas parciales, miradas “humanas, demasiado humanas”. Es lo que finalmente afirma “El cinocéfalo”, en ese magnífico poema de la conciencia desgraciada de Occidente: que a pesar de todo, “no existe culpable”. De allí que leamos en “Siembra”: “Ojo lacerado por el llanto, / ojo cegado por la finitud, ojo cicatrizado por la esperanza, / aquí te siembro, en este yermo, / para que crezca al fin / la mirada limpia de los asesinos”.
No me parece que haya que tomar al pie de la letra la palabra asesino, como sinónimo de “irresponsabilidad moral”, según se ha observado. Pienso que a esta “siembra” podemos entenderla más cabalmente si la vinculamos con otro extraño cultivo, el de “Hice un hoyo”: “Hice un hoyo en la tierra / y lloré dentro de él; lloré de bruces / hasta que el llanto llegó al fondo, / hasta que todo se anegó, / hasta que brotó de la profundidad / un tallo que nadie hubo tocado”. La pureza intacta del tallo de este poema (que puede ser leído también como una suerte de arte poética: la gracia inviolable de la poesía naciendo de la transmutación extrema de la desgracia humana) es gemela, sin duda, de “la mirada limpia de los asesinos”, así como es hermana de esa “fuerza nueva” que nace de la tierra cuando se ha conocido a fondo la sombra cósmica, del poema “Instrucciones”.
Creo que la metáfora se comprende aún más si vemos “la mirada limpia de los asesinos” como la que podría brotar de las pupilas del “ladrón de ojos escarlata”, esa poderosa proyección mitopoiética de una especie de principio erótico universal, una voluntad dionisíaca que rige el mundo “más allá del bien y el mal”. Leemos en el prólogo a la traducción de María Nefeli: “A cada época su Helena [...]. Es la gran fuerza renovadora del mundo, la pasión revolucionaria del Universo, la implacable destructora y —paradójicamente— la gran salvadora: la ‘gran madre’ de la prehistoria cretense y de otras culturas primitivas”[2]. Si tenemos en cuenta que el “Ladrón de ojos escarlata” se define esencialmente como devorador de luz (“boca arriba, contra las gargantas del cielo, / devoro los huevos de la luz”), podemos señalar una coincidencia fundamental entre esta visión y la “metafísica solar” elytisiana, cuya zona de contacto creo que está en la búsqueda de “ese punto del espíritu —que fue meta del surrealismo— en el cual la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo, cesan de ser percibidos contradictoriamente.”[3]
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En el umbral de esta obra el lector encuentra un “Arte poética”. “Soltar la lengua, de manera que no trabe el producto / que viene desde adentro, impulsado / por una fuerza superior / y el hábil juego de riñón y diafragma...”. La creación poética es descripta allí como una especie de vómito. Sólo que el vómito se revela al fin como un dar a luz, o más exactamente: dar la luz. El carácter prescriptivo que tiene el poema recuerda al de “Un caballo canta sobre la tierra” (también al de “Instrucciones”, en Tuerto rey) y acentúa la impersonalidad del acto, luego del cual el poeta queda convertido en “odre para colgar de cualquier árbol, / extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz”. A esta función de mero mediador que tiene el poeta con respecto a la poesía y a los otros hombres (y que reaparece en textos como “El dios está en mí”, “Tuerto rey” y “Para ser recitado en la barca de Caronte”), la poesía lo tiene con respecto a los hombres y el mundo —también entre los hombres y los mundos posibles. Así está claramente expuesto en el poema “Tuerto rey”: habla un pueblo que ha quedado ciego por la peste, y que a través del relato del “tuerto coronado de oro” puede descubrir “grandes señales en el cielo”, la “sangre de su ojo que sueña por la tribu” (¿hace falta subrayar ese magnífico verso susurrante de aliteraciones?). Podríamos preguntarnos si esa sangre que traza señales en el cielo y sueña por los demás es la sangre del ojo que ve o del ojo cegado del tuerto. Yo creo que el ojo que no ve es el ojo herido que sueña, así como el ojo que más pesa en la balanza (la balanza de la poesía) no es el “ojo experto del día” sino “el ojo núbil de la noche” (“Balanza”). Relacionando esto con lo tratado anteriormente, podríamos decir que la cualidad de “núbil” (lo puro, lo virgen) vincula este ojo nictálope con el “tallo que nadie hubo tocado” que nace del llanto y con la “mirada pura de los asesinos” que nace de la siembra del “ojo cegado por la finitud”. Se diría que el ojo herido del tuerto rey es el que logra mirar más allá aún del “más alto grado de individuación del ser doliente” (que sigue siendo identidad, por lo tanto, todavía desgarrada de la totalidad), para asomarse por medio de su sueño, de su sangre, a la mirada de aquel “ladrón de ojos escarlata”, quien proclama: “beso cada noche los párpados de los ciegos / saqueo el sueño de los niños, / y como un tábano sobre el lomo del universo / mantengo libre el mal, joven al mundo”.
En síntesis: los ojos que encontrábamos en “Gnosis” son los que miran el mundo como “el ojo experto del día”, lo contemplan individuado, finito, escindido en contrarios, fijo en su identidad; el ojo herido del tuerto rey, en cambio, mira como el “ojo núbil de la noche”, con la mirada del sueño, con la mirada escarlata, lo que está más allá del principio de no contradicción, y así puede llamar “a la piedra, río, al árbol estrella” (“La ciudad del sol”). Este salto imaginativo, en fin, da la posibilidad de salir de sí mismo y comerciar con “todas las materias del sueño” (“Estrabón, Libro XV”), permite “Ascender a una atmósfera donde el aire quema los pulmones” y “descender vertiginosamente al otro extremo, a la profundidad, al horror” (“Mandrágora”), o bien exaltar la cualidad “camaleóntica” de las metamorfosis, con la que Keats definía la naturaleza del poeta: “Soy el águila que planea sobre su cuerpo resplandeciente, / el lagarto que resbala de uno a otro declive, / [...] soy la hiena que estira su hocico hacia la noche / y se acuesta jadeante junto a la celeste carroña” (“Metamorfosis”).
“La celeste carroña”: aquí nos acercamos nuevamente a la problemática frente a la cual la lírica de Horacio Castillo alcanza su mayor intensidad, desde los poemas de Descripción —la muerte. Y en este punto tengo que disentir calurosamente tanto con mi amiga Cristina Piña, quien ve en la obra de Castillo “la crítica devastadora de cualquier ilusión respecto del poder transformador de la palabra poética”[4], como con mi amigo Ricardo Herrera, quien, a partir de su interpretación de la misma como una poesía que no logra superar una visión maniquea del mundo, comenta en relación con los dos últimos versos de “Metamorfosis”: “es el temor [al proceso orgánico de la descomposición] el que le dicta al poeta su anhelo de metamorfosearse en animal para no ser consciente de él.”
Creo, por un lado, que justamente aquí podemos ver hasta qué punto llega la fe en el poder transformador de la poesía por parte del autor, y por el otro, considero que la descomposición no es lo temido en este y otros poemas, sino algo peor. Podemos ver claramente qué es eso que provoca espanto, si vemos el notable paralelismo que hay entre esta imagen de la hiena tendida “junto a la celeste carroña” y la visión de los cuervos del poema “Amanecer junto al árbol de la carroña”: “Toda la noche velamos, toda la noche, / inmóviles junto al árbol de la carroña, / como blancos cuervos espantando la nada, / soplando la trompeta de la descomposición”.
La nada es aquello que aterroriza, que paraliza la voz o en cambio la hace cantar en el vacío, cantar incluso a la descomposición, para que la muerte total no tenga dominio. No es casual, creo, que en el título esté presente el amanecer, que reaparece en la blancura de los cuervos. A esa hora, la hora de las agonías y los partos, la hora en que renace el día, “todo un pueblo silencioso que respira de noche junto a nosotros” —leíamos en Descripción— “abre también jadeante al alba sus estomas para no morir”. Tampoco es indiferente que en el último verso resuene esa trompeta. ¿Qué anuncia? El simbolismo bíblico de la trompeta, que reaparecerá en “Pablo entre los gentiles”, ya nos sugiere una respuesta, pero puede completarla asomarnos al significado que la carroña (y los animales carroñeros, como la hiena, los buitres, etc.) tiene en ritos iniciáticos de distintos pueblos: en la carroña del cadáver putrefacto se ve “el crisol, la matriz placentaria donde se regenera la vida”, y de un ave carroñera como el buitre se dice que “por alimentarse de carroñas e inmundicias puede igualmente considerarse como agente regenerador de las fuerzas vitales, que están contenidas en la descomposición orgánica, [...] como purificador o mago que asegura el ciclo de la renovación transmutando la muerte en nueva vida.” A estos significados debemos sumar el que suele asumir el árbol (recordemos que las aves han estado velando “junto al árbol de la carroña”): “El árbol es el símbolo de la regeneración perpetua, y por tanto de la vida en su sentido dinámico”. Mircea Eliade señala que el árbol “está cargado de fuerzas sagradas, en cuanto que es vertical, brota, pierde las hojas y las recupera, y por consiguiente se regenera; muere y renace innumerables veces.”[5]
Creo que no queda duda alguna: la “trompeta de la descomposición”, soplada por los cuervos blancos, espanta la nada anunciando la regeneración, la resurrección de la vida. La descomposición, lo orgánico en sí mismo, no es lo que produce rechazo. De allí que la hiena del poema “Metamorfosis”, “que estira su hocico hacia la noche”, pueda recostarse “jadeante junto a la celeste carroña”. La palabra “celeste” vincula lo más material con lo más ingrávido y le da a esa visión una dimensión cósmica —también la inmensidad celeste de astros es al fin carroña, y junto a ellos se recuesta la hiena, anhelante de perpetuación.
Es posible afirmar, a este punto, que la función última de la poesía para este poeta se parece a la de estos cuervos posados junto al árbol de la carroña: espantar la nada, soplar la trompeta de la resurrección. Más aún, llevar a cabo, imaginativamente, la más extrema transformación, la de la muerte en vida. La intensidad poética que alcanza la palabra a la que se le asigna tal desmesurada función, deriva directamente de que no se trata aquí de un diseño intelectual, de una especulación sobre la muerte y la inmortalidad sin raíz en la experiencia, sino de una conciencia erizada ante la perspectiva cierta de la extinción de la vida y de la ausencia de una fe de cualquier tipo que ampare.
Esta conciencia involucra también la clara percepción de los límites de la palabra humana. Por una parte, la evidencia de su fragilidad material misma, manifiesta en las grandes obras de la humanidad que son ceniza como sus autores y en la mortalidad incluso de las lenguas: “Sólo quedaron detrás nuestro líneas etruscas” (es decir, ya imposibles de ser descifradas, como la lengua de los etruscos) dicen los destinados al sacrificio en “Tren de ganado” al internarse en la muerte, y los expulsados de “La ciudad del sol” se lamentan: “Ahora, como una horda, vamos de un lado al otro balbuceando nuestra lengua, hablando el dialecto de una ciudad perdida / que ya nadie comprende”. Por otra parte, hallamos también la conciencia de una raíz incomunicable en la experiencia y en el sentido mismo que las palabras tienen para cada hombre, que en “Homenaje a la palabra alcanfor” lleva a la conclusión de que “un idioma estará también bajo la tierra, / descarnándose como nuestros huesos, / antes y después sin interlocutor posible”.
De allí que la empresa de forjar a fuerza de voz un sentido de absoluto y de eternidad para la existencia, que será el principal cometido de la segunda etapa de la obra de Castillo, adquiera una vibración tan intensa en un poema que ya anuncia esa aventura de la imaginación, “Croar del alma”: “Cuando mi alma, como una rana, salte a la nada, / la oirán croar, croar toda la noche, / croar arriba y abajo, al este y al oeste, / hasta que el ojo monótono de la luna llore en los pantanos, / hasta que cese el espanto y empiece la eternidad”[6].
NOTAS
[1] Es conocida la simbología del huevo asociada a la génesis del mundo, presente en los celtas, los griegos, los egipcios, los fenicios, los hindúes, los chinos, etc. En la India, se dice que la oca Hamsa (el Espíritu, el Aliento divino) habría incubado en la superficie de las aguas primordiales el huevo cósmico, que al dividirse en dos mitades da origen al cielo y a la tierra. Mircea Eliade vincula la simbología del huevo más con la resurrección, con el renacimiento, que con el nacimiento originario.
[2] CASTILLO, Horacio y ANGHELIDIS-SPINEDI, Nina: “Introducción”, en ELYTIS, Odysseas: María la Nube, Losada, Buenos Aires, 1985, pág. 11. Esa figura primitiva de madre universal la encontraremos en “El pecho blanco, el pecho negro” de Los gatos de la Acrópolis.
[3] Ibidem, pág. 16.
[4] PIÑA, Cristina: “Estudio preliminar” a Poesía argentina de fin de siglo, Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, pág. 37, y “La precisión desaforada”, en Fénix, Nº 5, Abril de 1999.
[5] CHEVALIER, J. y GHEERBRANT, A.: Diccionario de símbolos, Herder, Barcelona, 1995, págs. 119, 205, 554.
[6] Queda para otro estudio la indagación de este vínculo simbólico con el mundo animal. Estilísticamente, ya podemos advertir que el hecho de que este canto de eternidad del alma esté proyectado en el croar de una rana ayuda, con ironía sutil que no entorpece la potencia trágica de la visión, a restarle solemnidad al enunciado, a la vez que acentúa su modernidad y su originalidad imaginativa. En cuanto a la red de relaciones de significado, podemos advertir que esta rana, contrariando a la zoología, es de la misma especie de los blancos cuervos de “Amanecer junto al árbol...”, de la hiena tendida junto a la “celeste carroña”, del caballo que canta sobre la tierra, del “mono llorando sobre una tumba” de Alaska, del “hombre nuevo” con su “canto de pájaro o Sirena” que incuba en el cielo “el frío huevo de la noche”, de todos aquellos animales “a cuantos dimos poder sobre la tiniebla, / privilegio de incubar la eternidad”, así como participa de esa “fuerza nueva” que, en “Instrucciones”, vence al “miedo” y a la “degradación” y ayuda al alma a dejar “sus pisadas en el fuego, en las tumbas, / en el corazón inmune de los amantes”.
P. A.
Alta Gracia, 1999
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