sábado, 7 de mayo de 2016


Vida y poesía

(Divagaciones circunstanciales
en torno de unos versos
de Rubén Darío)



[Rubén Darío
un año antes de su muerte]


Pensaba en estos días, no por azar, en la vida de Rubén Darío, uno de los autores que en nuestros países primero y de modo un tanto fatídicamente ejemplar evidencia las marcas de las nuevas condiciones en que se desarrollan la existencia y la obra del artista en la sociedad moderna, y recordaba en especial los versos de uno de sus poemas, aquél que comienza con un ruego y una confesión: “Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía. / Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas. / Voy bajo tempestades y tormentas / ciego de ensueño y loco de armonía.”
Se advierte que es un poema escrito “de profundis”, probablemente nacido de un tirón, un tirón doloroso, tal vez desde un inicio en su forma definitiva, como palabras que llegan desde una remota distancia, a lo largo de una dura experiencia de años, cantos rodados del desasosiego. Luego de esa primera estrofa, como quien comprendiera, revelada por las palabras mismas que acaba de escribir (“ciego de ensueño y loco de armonía”), la causa de su angustia, apunta el diagnóstico, con crudeza despiadada, casi con ensañamiento consigo mismo y con ese mal que atormenta su vida: “Ése es mi mal. Soñar. La poesía / es la camisa férrea de mil puntas cruentas / que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas / dejan caer las gotas de mi melancolía.”
Parece fácil, quizás, pero no lo es, escribir frases como ésas (casi puedo imaginar el temblor imperceptible de la mano al redactarlas, como quien se libera finalmente de un nudo en la garganta): es la primera vez, si no me equivoco, que en la literatura hispanoamericana se acusa con tal ferocidad a la poesía de su efecto sobre la vida del poeta. Hay que haber sufrido mucho, para escribirlas, el contraste entre ese “oficio o arte arisco” y una posible paz o bienestar existencial, sean éstos lo que fueren.
Creo que el conflicto, en rigor de verdad, no es tanto, o no sólo, entre la poesía y la existencia, aunque es novedosa también la conciencia del extravío y la desorientación (la “intemperie”, dirán años después los existencialistas) en que la vida transcurre, ya sin el amparo de una fe religiosa o filosófica o política o científica (los modernistas, como bien observó Octavio Paz, muestran la crisis del optimismo positivista, así como la crisis de las tradicionales respuestas metafísicas a los enigmas que desvelan al hombre desde siempre), cuanto entre la poesía y las constricciones de la realidad práctica en la que ese oficio se inserta ―o deja de insertarse― en la nueva sociedad, ésta en la que todavía vivimos. Recuerdo, a este respecto, la anécdota acerca de las dificultades del poeta para cumplir con su contrato periodístico con el diario “La Nación”, cuyas notas a veces encargaba a amigos, con quienes compartía la paga, porque no lograba escribirlas a tiempo.
Es que no es tarea fácil, aunque así lo crea el burgués (uso a propósito este término, caro al despecho de los artistas de aquel tiempo), vivir en dos dimensiones tan diferentes, cumplir a la vez con el dios o la diosa del arte y con el César del trabajo: la esquizofrenia anímica que produce termina dejando maltrecha a alguna de ambas personalidades. Verbigracia, y lejos de toda comparación ―especialmente en el talento― con el gran Darío: escribo estas notas a las tres y media de la madrugada del miércoles, ayer me levanté a las siete y mañana tengo que estar en pie a las ocho, y para escribirlas dejo de hacer una bendita, enésima reformulación de una planificación escolar, que debería haber entregado anteayer: si mañana llego diez minutos tarde a mis clases, si mañana no consigno la planificación, ¿se me perdonarán las demoras por haberme quedado escribiendo estos apuntes, que sinceramente me parecen más importantes que cumplir con un trámite estúpidamente burocrático? ¿Se tendrá en cuenta que luego, cuando dé mis clases, lo que he comprendido en mi desvelo de esta noche al escribirlos me permitirá hablarles a mis alumnos de la experiencia literaria con mayor conocimiento de causa que si les recitara las informaciones del manual de turno? No, no se me perdonará, y yo mismo me sentiré en culpa por no lograr cumplir con el horario laboral o con el expediente burocrático.
No es el caso, pero esta noche podría haber compuesto, como Darío en la mesa de un café de la Avenida de Mayo, el “Coloquio de los centauros”, pero mañana me encontraría con que eso no es excusa suficiente para que no se me descuente del sueldo una hora de clase por llegada tarde o se consigne prolijamente en mi legajo docente la tardanza en la entrega de la planificación. No sé si queda claro: no es que el artista sea un vago, no es que le falte empeño para el trabajo; es que trabaja todo el tiempo, incluso cuando no trabaja, en su arte y en su casual profesión, y las dimensiones del “ensueño”, imprescindible para la creación, y de la vida práctica, imprescindible para sobrevivir “en este mundo amargo”, no se llevan bien juntas, más aún: son, demasiado a menudo, casi inconciliables.
Puedo entender, pues, sin esfuerzo, ese “titubeo de aliento y agonía” de que habla el autor al final del poema (ahora mismo me impulsa el aliento entusiasta de la escritura; mañana sentiré la agonía de las pocas horas de sueño y de la mirada severa de las autoridades) y que el poeta cargue “lleno de penas lo que apenas soporta”.


Melancolía

                          A Domingo Bolívar


Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía.
Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas.
Voy bajo tempestades y tormentas
ciego de ensueño y loco de armonía.

Ése es mi mal. Soñar. La poesía
es la camisa férrea de mil puntas cruentas
que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía.

Y así voy, ciego y loco, por este mundo amargo;
a veces me parece que el camino es muy largo,
y a veces que es muy corto...

Y en este titubeo de aliento y agonía,
cargo lleno de penas lo que apenas soporto.
¿No oyes caer las gotas de mi melancolía?



Rubén Darío


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