LECTURA DE LA POESÍA
Quiero terminar las publicaciones de este año, el primero del blog, con la conclusión del estudio sobre la obra poética de Horacio Castillo (1934-2010), como homenaje y memoria del querido y admirado poeta. Presento aquí la tercera y cuarta parte del ensayo, cuya primera parte puede leerse en la entrada del 11 de agosto y la segunda en la del 12 de septiembre. Como señalaba en la introducción a esas entradas, el trabajo fue escrito como prólogo para el libro La casa del ahorcado / Obra poética 1974-1999 (Colihue, Buenos Aires, 1999), pero por razones de espacio no pudo ser incluido en su totalidad. Cuando se dice en el texto, pues, “el último libro publicado por Castillo”, se hace referencia a Los gatos de la Acrópolis (Ediciones del Copista, Col. “Fénix”, Córdoba, 1998). El volumen de Colihue se cerraba con una muestra del libro que por entonces Castillo tenía en preparación, Cendra, que apareció en el año 2000, también en la Colección “Fénix” de Ediciones del Copista.
III. El párpado de la paloma
El último poema de Tuerto rey, con el cual se cierra la primera etapa de su obra, recrea el episodio del apóstol Pablo en el Aerópago, hablando a los “gentiles” sobre el dios desconocido y la resurrección de los muertos: “...cuando suene la trompeta, / vendrá a rescatarnos de la muerte, / a poner sobre nuestras cabezas, / no la corona corruptible de los atletas, / sino la guirnalda inmarcesible de la resurrección”. Los atenienses del siglo I, como podríamos hacer hoy, se rieron de la insensatez, aunque no pudieron olvidar a ese dios “que se negaba a sí mismo, / que atravesaba, como una lanza bárbara, el costado del sol”. La poesía de Castillo, en cuyo extraño sincretismo se entrelazan principalmente la tradición griega, el cristianismo y el espíritu de la modernidad, a partir de esta segunda etapa de su obra, la que conforman los libros Alaska y Los gatos de la Acrópolis, se interna decididamente en aquella insensatez de la que rieron los atenienses. No me refiero a que el poeta haya abrazado la fe cristiana, sino a que busca adelantarse con la imaginación a su entrada en la muerte y a ese momento en que suene, si suena, la trompeta de la resurrección.
Si hasta aquí la definición de esta poesía como un instrumento crítico pudo haber tenido aplicación —aunque, como hemos visto, resultara restrictiva, insuficiente para explicar su aspecto más plenamente imaginativo—, a partir del primer poema de Alaska va perdiendo su razón de ser: “Desde ahora, cada milla que navegue hacia el oeste / me alejará de todo. Han desaparecido las señales / de vida: ni peces, ni pájaros, ni sirenas, / ni una cucaracha zigzagueando en la cubierta...” (“Navegante solitario”).
Estamos, puede decirse, en medio de la nada. La voz poética ha dado por sí misma el salto en el vacío y comienza, como la rana de “Croar del alma”, su canto. Ya no queda sino imaginar: la poesía como pura visión que se adentra en lo desconocido. Al igual que el Ulises dantesco frente a las columnas de Hércules, que arenga a sus compañeros, viejos como él, a emplear lo poco que les queda de “vigilia de los sentidos” en seguir adelante, no negándose “a la experiencia, detrás del sol, del mundo ya sin gente”, así la poesía de Castillo aquí da un paso decisivo en ese viaje de búsqueda que configura su obra. Ulises justifica su llamado a superar los límites de lo sabido y permitido recordándoles su origen, su “semilla” humana, cuya esencia es adquirir virtud y conocimiento; nuestro poeta, en cambio, diríamos que busca ahora, antes que nada, hacer vivible la muerte, sobrevivirla en su imaginación.
Ya en Tuerto rey teníamos un poema en que se figuraba la travesía hacia la región de los muertos, “Para ser recitado en la barca de Caronte”. Pero mientras allí el deseo de cantar que siente el poeta ante la belleza del lugar, el deseo de alegrar con su canto las “almas tristes sentadas en el banco”, no puede cumplirse por el óbolo que, según el uso, los muertos debían llevar en su boca para pagar al barquero, en esta nueva etapa de la obra se advierte una admirable, una envidiable fe en el poder del canto.
Estilísticamente, continúan alternándose visiones dinámicas y estáticas, pero hay novedades importantes. En Alaska, como ya señalábamos en nota, se advierte un uso del verso más distendido —prosaico por momentos— en los poemas donde predomina el dinamismo narrativo, una cierta laxitud rítmica que luego, en Los gatos de la Acrópolis, vuelve a tensarse. Paralelamente, dichos textos, especialmente los de Alaska, presentan una extensión mayor que la que encontrábamos en general en los libros anteriores. Reaparece también el uso asiduo de la interrogación, presente ya en Descripción y que después en cambio desaparece por completo en Materia acre y se asoma apenas en un par de poemas de Tuerto rey. Tal presencia de la interrogación reviste una importancia fundamental para el significado de los poemas y funciona en un buen número de ellos como el eje que estructura su desarrollo: así, por ejemplo, en “El foso”, en “Visita al maestro” o en el ya tantas veces citado “Tren de ganado”, donde las preguntas por lo que se ve por las rendijas de los vagones va pautando el camino del tren desde una llanura con sol hacia un desierto neblinoso, mientras otras interrogaciones retóricas que se reiteran como un obsesivo estribillo mental (“¿Era de noche o de día? ¿Estábamos vivos o muertos?”) definen la condición ambigua —muertos en vida— de esos hombres, mujeres y niños condenados al sacrificio[1]. La breve inserción dialógica que aparece en Alaska, en Los gatos de la Acrópolis llega a dar forma a todo un poema, “La virgen”. También observamos en este último libro la superposición de planos temporales y perspectivas discursivas (“A una nube que pasa”), así como dos procedimientos compositivos novedosos en la obra de Castillo: la integración circular de enigmáticas frases aforísticas, completas en sí mismas sintácticamente (“Diario bizantino”), y un texto que se presenta en cambio como colección de fragmentos —aunque también aquí puede adivinarse el hilo de sentido que los enhebra— de una obra total perdida (“Sphairon”).
La complejidad mayor de la forma se corresponde aquí —no es una ley general— con la mayor complejidad de la experiencia. Complejidad y sobre todo inaferrabilidad esencial de eso que busca aprehenderse con palabras. Lo dice el “Mono llorando sobre una tumba” con que termina Alaska: “Aquí la boca se llena de espuma, el oído de truenos, / aquí fracasa la lengua prensil”. También está dicho con todas las letras en “Epístola”: “Porque se trata de asir lo Inasible / y las manos se quiebran, / se trata de tocar la Verdad / y arde la razón.”
La línea maestra sigue siendo la búsqueda de lo absoluto. La encontramos, en Alaska, figurada nuevamente en el motivo del viaje, en las dos partes de “Navegante solitario”, en el poema que da título al libro, donde la cacería del oso polar no deja de evocar al capitán Ahab y la significación de la blancura de Moby Dick, en “El foso” y en “Omphalos”, que relata una migración para fundar el centro del mundo[2].
Por otra parte, ya en ese límite ambiguo entre lo histórico y lo atemporal, además de “Tren de ganado”, “La casa del ahorcado” hace un recorrido por los distintos espacios de una casa en ruinas, una especie de casa pompeyana invadida de turistas y fotógrafos (¿la banalización del mal? ¿la violación y comercialización también de la muerte?), donde parecieran corporizarse figuras inconscientes, quizá de la vida del ahorcado (¿la madre, una hermana, él de niño que juega, su iniciación amorosa?), y se comercian objetos vinculados con su fin: fragmentos de la soga, del árbol, incluso “el ojo al fin azul del prisionero”.
En estos poemas, más allá o más acá de la estructura total y su sentido, maravillan los detalles, esos destellos imaginativos que parecen mostrarnos la realidad desde su reverso, con la libertad personal de las asociaciones de los sueños y la necesidad reveladora, impersonal, de la vigilia artística: “peinábamos nuestro cabello y se convertía en ceniza”, “una mujer vestida de rojo devanaba en la rueca un hilo negro, / como un cordón umbilical que salía del fondo de la tierra”...
Mientras casi todas las visiones dinámicas de Alaska que venimos considerando se mueven en espacios y tiempos ambiguos, en zonas de frontera más acá o más allá de la muerte, cuya expresión está confiada a imágenes también de confín como las que hemos citado, las visiones estáticas presentan en este libro un lenguaje a menudo concentrado en paradojas, a través de las cuales se manifiesta la inaprehensible experiencia a la que se busca acceder verbalmente, y las oscilaciones entre la esperanza y la desesperación: “¿También el callar es un hablar? / ¿También el hablar es un callar?” (“Visita al maestro”); “Porque todos los ojos han sido velados / y sólo vemos lo que no vemos, / todos los oídos han sido sellados / y sólo oímos lo que no oímos” (“Epístola”).
En estos poemas, diríamos, se recoge la voz de la conciencia más íntima, su absurda fe, sus dudas y tribulaciones, con momentos de confidencia extraños en una poesía que ha tendido siempre a la transposición imaginativa impersonal. Escuchemos, por ejemplo, el tono con que comienza “San Agustín, I, 3” (muy próximo, es verdad, a la naturalidad reflexiva, de solitario diálogo con la divinidad, que tienen las Confesiones): “Y ante todo, Dulzura mía, ¿qué? / ¿Fui yo algo en alguna parte? / Dímelo, porque no tengo quien lo diga: / ni madre, ni padre, ni memoria...”.
La síntesis entre esta entonación íntima que murmura en las visiones estáticas y la proyección objetiva de las visiones dinámicas que encontramos en Alaska, constituye la característica expresiva más peculiar de Los gatos de la Acrópolis. No es casual que prácticamente desaparezcan en este libro tales formas dinámicas, como no es casual que concluya con un poema que se titula “Sphairon”: aquí se cierra el círculo, la esfera, llega a su término (¿para recomenzar?) la búsqueda.
Los poemas de este último libro parecieran escritos para ser publicados póstumamente. La perspectiva es la de quien mira hacia atrás, como si ya estuviera fuera de la vida, como si ya estuviera fuera de la historia humana; recapitula lo vivido en su existencia, recapitula lo sufrido por milenios; luego se mira a sí mismo —ve aproximarse la vejez—, después mira alrededor —ve el fin de una época—; luego contempla un instante el rostro amado y se despide, después contempla un instante una fotografía e imagina a su hijo en el futuro contemplándolo en ella, y se despide; luego recuerda, sueña, imagina caricia tras caricia el misterio en la vida de lo que va a cumplir en la muerte, y se despide; y entonces sube, sube en el torbellino de la muerte, y luego encarna nuevamente, y resucita.
¿Qué son esos “gatos de la Acrópolis” que están en el primer poema, en el pórtico del libro, en actitud alerta, vigilante? En primer lugar, gatos reales, los que merodean en toda ruina antigua o moderna. En segundo lugar, si pensamos que en la Ilíada (I, 39) Apolo recibe el epíteto “Esmintio” (Smintheu), o sea Matador de Ratas, podemos ver a aquellos gatos como manifestaciones del dios solar (ya el primer verso del poema presagia esa presencia oculta a través de la reminiscencia de un Himno a Apolo de Calímaco). Ahora bien, dice el texto, sólo pueden descubrir al dios en los animales quienes son puros y buenos. ¿Y cuál es su función, por qué vigilan? Preservan al templo —a la morada de la belleza, de la juventud, de la pureza— del Gran Roedor, “el poder que desgasta la materia del mundo”: el tiempo, la muerte, la nada. Está claro que los gatos de la Acrópolis son reencarnaciones de aquellos cuervos blancos que velaban junto al árbol de la carroña, sólo que ahora está presente también, en la voz colectiva que habla por el poeta, la voluntad de ser dignos del dios, en el momento de la muerte: “Te veremos, Matador de Ratas, te veremos y no seremos despreciados”.
Entre la conciencia de todo aquello donde el tiempo, la muerte y la nada hincan su diente, por una parte, y por la otra el sueño de redención alcanzada a través del acto amoroso y la resurrección, se extiende el último tramo de esta obra. De aquella conciencia, la forma metafísica pura es “El quejido”. Darío se dolía: “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura, porque esa ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”. Castillo en “El quejido” va más lejos: hay un dolor ontológico en todo lo que es, por el hecho mismo de ser, como lo hay también en todo lo que no es, por el hecho mismo de no ser. Tal vez si recordamos el texto más antiguo de la filosofía occidental, la sentencia de Anaximandro, podamos intuir mejor lo que el poema nos dice: “De donde proviene el origen de todas las cosas, allí también encuentran su corrupción, por necesidad; retornando, deben pagar expiación y culpa, según el orden del tiempo”. Toda cosa, todo ser, para surgir debe diferenciarse, definir su ser distanciándose de lo indefinido, y toda diferenciación conlleva sufrimiento, como el hijo que nace de la madre con dolor. Mientras lo indefinido es la unidad primordial, las cosas y los seres, al diferenciarse, entran en el tiempo, quedan sujetas al cambio y a la muerte: “Quejido animal de lo que tiene fin, quejido / de rosa recién abierta, de pájaro cayendo...”. Y también el trance a la disolución del ser diferenciado es doloroso, ya que todo lo definido quiere perpetuarse en su identidad (de allí que todas las cosas deban pagar expiación por su culpa —la de haberse separado—, según el orden universal). Y luego, en el poema, además del sufrimiento metafísico, está el puro sufrimiento físico, los suplicios de la crueldad, la agonía de ver extinguirse un sueño... Hace falta, creemos, un gran salto imaginativo de simpatía hacia el ser del otro, de lo otro, para poder escribir un texto como “El quejido”. Esta forma pura, atemporal, del dolor adquiere una dimensión histórica, de piedad epocal, en los poemas “Grandes migraciones”, “Elegía” y “Los ancianos callaban”.
En el extremo opuesto del quejido atemporal y del quejido histórico, hallamos los poemas “La virgen”, “Diario bizantino” y “Sphairon”. En “La virgen”, el diálogo de los amantes va velando y revelando a la vez, en un lenguaje próximo a los rituales iniciáticos de resurrección y a la mística cristiana, los distintos momentos de la consumación del acto sexual, en el cual se encierra el misterio de la regeneración incesante de la vida: “Y se ha cerrado el ojo de la paloma. / El misterio se ha cumplido. / Se llama vida. / Y ardo nuevamente para mí y para ti. / ¿Hasta el fin? / No hay fin.”
“Diario bizantino” y “Sphairon”, por su parte, buscan aprehender en sí misma la experiencia de la resurrección: “Sin ojos, sin manos, sin huesos: sólo la voz incubando la resurrección”. El lenguaje, como siempre cuando la palabra se interna en lo que sólo puede ser conocido por medio de la imaginación, se vuelve paradojal, afirma lo que niega, niega lo que afirma: “Vuelvo al lugar de donde nunca me moví. Desde tan lejos”. Si bien cada tanto alguna frase devuelve al orden de la reflexión racional (“¿Cómo, desprendida del ojo, sobrevivirá la mirada?”), el carácter inaferrable y único, incomparable, del conocimiento, está confiado a imágenes puras, difícilmente traducibles a conceptos: “Ves: el río de los muertos lleno de mariposas”.
IV. El segundo nacimiento de Dionisos
Después de haber imaginado la propia resurrección, ¿qué se puede escribir?, me preguntaba luego de cerrar Los gatos de la Acrópolis. En los nuevos textos de Horacio Castillo, aquí publicados por primera vez, tenemos la respuesta. La punta del hilo para seguir adelante en su poesía pareciera haberla encontrado en el mito: el mito de Dionisos, su doble nacimiento, recreado en el poema “En el muslo del dios”.
Dionisos, como se recordará, desciende de Zeus y de Semele. Esta, diosa frigia o mortal, es fulminada por el rayo al intentar contemplar a su amante divino en todo su esplendor, y el niño aún por nacer es retirado del cuerpo materno y termina su maduración en el muslo del padre. En el poema, la figura del dios, que según el mito fuera despedazado y arrojado a los infiernos (también se habla de un descenso a las profundidades en busca de su madre), resucita en una nueva forma en que se funden el mito griego y el mito cristiano, reunidos en la ofrenda del vino que es la sangre y del pan que es la carne del dios. Pero la “nueva savia” que trae este nuevo dios, es de “gozo: no expiación”. Grita: “¡Santa luz del día y torbellino celeste / de una nube viajera: danzo, luego soy!” Plutarco llama a Dionisos “Señor del árbol”, y Hesíodo lo nombra “el que difunde en profusión el júbilo”. Aquí la planta de la vid se expande y ramifica hacia todo el universo, y a su sombra se celebra el misterio de la comunión del cuerpo dichoso que ha resucitado: “Tomad y comed, este es mi cuerpo, / tomad y comed, esta es mi sangre”. Desde la tierra, el dios llama a su alma a que se incorpore a esta nueva religiosidad de la alegría (resuenan palabras del final de “Sphairon”: “habiendo aprendido a reír, entre enjambres de almas por nacer”): “y tú, perra del Paraíso, alza también el pie, / ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra, / sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.”
Este llamado al júbilo —asoman también aquellos conmovedores, luminosos “dientes blancos de la alegría, dientes blancos de la alegría” del libro anterior— en los nuevos poemas puede tomar muy distintas formas, bastante distantes en su tono de la poesía precedente. La levedad, por ejemplo, de la mariposa que revolotea sobre la Historia, sobre la palabra Iskandar o sobre la tumba de Keats con el ritmo breve de una lejana trova modernista (vuelve el poeta a sus amores juveniles). O bien la ironía feroz y gozosa al estilo de un poeta metafísico inglés, que le recuerda a su “tímida amada” el gusano que “desgarrará / la Sutil Membrana que separa el Cielo de la Tierra” (“Andrew Marvell a su tímida amada”). También la visión epocal de Simeón Estilista en lo alto de su columna, observando debajo la corriente que arrastra los detritos de la civilización (diarios, latas, gatos muertos, palabras de Esquilo, todo revuelto en una misma marea), y gritando no obstante: “Estoy vivo. ¡Ladra, Tiempo, rebuzna, Muerte!” (“Simeón Estilista”). Incluso asistimos al discurso de un Dante sarcástico y desencantado, quien después de haber atravesado “como un turista aquellos fuegos artificiales, / espectáculo de son et lumière reservado a tan pocos”, llevado por “la secreta promesa donde todo deseo se colma, / una gota de sangre floreciendo en el Paraíso, / el abrazo que cierra la distancia entre la tierra y el cielo”, encuentra tan sólo los reproches y los celos de Beatriz. Y bien, por último, la escena del unicornio y la doncella en el poema “Tapiz”, donde los párpados de la joven (que evoca aquella figura de “Mujer peinándose ante el espejo”, en Los gatos de la Acrópolis), si se abrieran, podrían absolver el mundo, abrir “un sendero hacia el centro de todo”.
Dionisos, como se recordará, desciende de Zeus y de Semele. Esta, diosa frigia o mortal, es fulminada por el rayo al intentar contemplar a su amante divino en todo su esplendor, y el niño aún por nacer es retirado del cuerpo materno y termina su maduración en el muslo del padre. En el poema, la figura del dios, que según el mito fuera despedazado y arrojado a los infiernos (también se habla de un descenso a las profundidades en busca de su madre), resucita en una nueva forma en que se funden el mito griego y el mito cristiano, reunidos en la ofrenda del vino que es la sangre y del pan que es la carne del dios. Pero la “nueva savia” que trae este nuevo dios, es de “gozo: no expiación”. Grita: “¡Santa luz del día y torbellino celeste / de una nube viajera: danzo, luego soy!” Plutarco llama a Dionisos “Señor del árbol”, y Hesíodo lo nombra “el que difunde en profusión el júbilo”. Aquí la planta de la vid se expande y ramifica hacia todo el universo, y a su sombra se celebra el misterio de la comunión del cuerpo dichoso que ha resucitado: “Tomad y comed, este es mi cuerpo, / tomad y comed, esta es mi sangre”. Desde la tierra, el dios llama a su alma a que se incorpore a esta nueva religiosidad de la alegría (resuenan palabras del final de “Sphairon”: “habiendo aprendido a reír, entre enjambres de almas por nacer”): “y tú, perra del Paraíso, alza también el pie, / ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra, / sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.”
Este llamado al júbilo —asoman también aquellos conmovedores, luminosos “dientes blancos de la alegría, dientes blancos de la alegría” del libro anterior— en los nuevos poemas puede tomar muy distintas formas, bastante distantes en su tono de la poesía precedente. La levedad, por ejemplo, de la mariposa que revolotea sobre la Historia, sobre la palabra Iskandar o sobre la tumba de Keats con el ritmo breve de una lejana trova modernista (vuelve el poeta a sus amores juveniles). O bien la ironía feroz y gozosa al estilo de un poeta metafísico inglés, que le recuerda a su “tímida amada” el gusano que “desgarrará / la Sutil Membrana que separa el Cielo de la Tierra” (“Andrew Marvell a su tímida amada”). También la visión epocal de Simeón Estilista en lo alto de su columna, observando debajo la corriente que arrastra los detritos de la civilización (diarios, latas, gatos muertos, palabras de Esquilo, todo revuelto en una misma marea), y gritando no obstante: “Estoy vivo. ¡Ladra, Tiempo, rebuzna, Muerte!” (“Simeón Estilista”). Incluso asistimos al discurso de un Dante sarcástico y desencantado, quien después de haber atravesado “como un turista aquellos fuegos artificiales, / espectáculo de son et lumière reservado a tan pocos”, llevado por “la secreta promesa donde todo deseo se colma, / una gota de sangre floreciendo en el Paraíso, / el abrazo que cierra la distancia entre la tierra y el cielo”, encuentra tan sólo los reproches y los celos de Beatriz. Y bien, por último, la escena del unicornio y la doncella en el poema “Tapiz”, donde los párpados de la joven (que evoca aquella figura de “Mujer peinándose ante el espejo”, en Los gatos de la Acrópolis), si se abrieran, podrían absolver el mundo, abrir “un sendero hacia el centro de todo”.
NOTAS
[1] Primo Levi ha relatado, autobiográficamente, uno de esos viajes en tren hacia la muerte en el primer capítulo de Se questo è un uomo: “...vagones de carga, cerrados desde afuera, y adentro hombres, mujeres, niños, apretujados sin piedad, como mercadería barata, en viaje hacia la nada, en viaje hacia abajo, hacia el fondo. Esta vez adentro estamos nosotros.”
[2] En su discurso “El poeta en las postrimerías”, Castillo señalaba: “el hombre ha perdido una vez más su lugar en el Universo, y esta pérdida es el signo más elocuente de las postrimerías. [...] Hoy el centro, el Omphalós, es un lugar que no está en ninguna parte, ni siquiera en las posibilidades del pensamiento. [...] Cuando la ruina se ha consumado, cuando ya no hay centro, el Espíritu debe recuperar su propia gravedad, convertirse él mismo en Centro. / Y ese acto culminante [...] es un acto estético, acaso lo que el mismo Hegel llamó arte absoluto.” (Boletín de la Academia Argentina de Letras, Buenos Aires, LVI, 1991, págs. 99-100).
P. A.
Alta Gracia, abril de 1999
Me parece interesantísimo este artículo, que concuerda perfectamente con el título de tu blog. "El trabajo de las horas"
ResponderEliminarUn saludo y gracias