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viernes, 3 de diciembre de 2021

 

Alfonso Berardinelli

 

Sobre "El infinito" 

de Giacomo Leopardi

 





El infinito

 

Siempre me fue querida esta colina

Solitaria, y querida esta espesura

Que oculta a la mirada una gran parte

Del último horizonte… Pero aquí,

Sentado, contemplando, ilimitados

Espacios a lo lejos, sobrehumanos

Silencios, profundísima quietud

Finjo en mi pensamiento, donde falta

Poco para aterrar al corazón.

Y como el viento escucho susurrar

Entre el follaje, yo comparo aquel

Infinito silencio y esta voz:

Y llega a mí el oleaje de lo eterno,

Las estaciones muertas, la presente

Y viva, y su rumor. Así, entre esta

Inmensidad se anega el pensamiento

Y naufragar me es dulce en este mar.

 

Giacomo Leopardi

 

[Versión de P. A.,

Villa Dolores, 06-XI-16]

 

*

 

L’ infinito

 

Sempre caro mi fu quest’ermo colle

E questa siepe, che da tanta parte

Dell’ultimo orizzonte il guardo esclude.

Ma sedendo e mirando, interminati

Spazi di là da quella, e sovrumani

Silenzi, e profondissima quiete

Io nel pensier mi fingo; ove per poco

Il cor non si spaura. E come il vento

Odo stormir tra queste piante, io quello

Infinito silenzio a questa voce

Vo comparando: e mi sovvien l’eterno,

E le morte stagioni, e la presente

E viva, e il suon di lei. Così tra questa

Inmensità s’annega il pensier mio:

E il naufragar m’è dolce in questo mare.

 

Giacomo Leopardi

 

(Recanati, 29 de junio de 1798

– Nápoles, 14 de junio de 1837)

 

 

Si no el más famoso, "El infinito" es sin duda el poema más sorprendente y magnético de la literatura italiana, es el "agujero negro", es el principio del nirvana en nuestra tradición poética. Como el soneto de las "correspondencias" de Baudelaire es considerado la fuente del Simbolismo, así "El infinito" puede ser considerado el vórtice en el cual el clasicismo se disuelve y se pone una nueva unidad de medida de la poesía.

 

Cuando escribió estos quince versos, en 1819, en Recanati, Giacomo Leopardi tenía poco más de veinte años. La experiencia del poder aniquilador e ilusionista de la imaginación se le volvía cada vez más familiar. "El alma imagina lo que no ve, lo que ese árbol, esa espesura, esa torre le esconden, y va vagando en un espacio imaginario, y se figura cosas que no podría, si su vista se extendiera ubicua, porque lo real excluiría lo imaginario" ("Zibaldone", 171, 12-13 de julio, 1820). La experiencia del infinito se desprende, pues, de la experiencia del límite. Es la familiaridad con la percepción del límite (esta colina, esta espesura) lo que abre el acceso a lo que no tiene límite, a lo que está más allá del límite.

 

Pero además de ser el poema más típico y puramente lírico de toda la tradición italiana (vale decir, el poema en el cual adviene el monólogo más autorreflexivo, más solitario y menos comunicable), "El infinito" es también un concentrado extremo de la situación en la que vivió Leopardi. Es la imagen de una vida que se vacía de sí misma, se aleja de sí misma y se adentra en alta mar (hasta el naufragio) tomando distancia de preocupaciones, deseos, esperanzas, amarguras. Analizada y sopesada palabra por palabra, sílaba por sílaba, verso a verso, esta breve composición termina por aparecer como un pozo sin fondo. Breve como debe ser la verdadera poesía, según Leopardi: un chorro inesperado y semiautomático de palabras que se imponen a la mente liberándola por un breve lapso de tiempo de la parálisis de la esterilidad. Una medida impecable, el endecasílabo, el verso más clásico y más natural de la poesía italiana, que ordena palabras y sílabas sin forzarlas, conduciéndolas desde una frase a la otra más allá de esa misma medida que sin embargo las gobierna.

Sobre "El infinito" han sido escritos numerosos estudios (Fubini, Lotman, Di Girolamo, Blasucci), que ponen en evidencia la absoluta originalidad del tejido métrico. El verso se tiende plácidamente sobre sí mismo o se encorva fragmentándose en medidas mínimas para luego reencontrar en el flujo sintáctico unidades más amplias. Los adjetivos indican un límite extremo y su superación ("último... Ilimitados... sobrehumanos... profundísima...").

 

El vocablo que da título al poema aparece en el décimo verso, como adjetivo que califica al silencio ("infinito silencio"). Y nos topamos con él después de una suspensión ("aquel..."), a la cual sigue el choque, el cimbronazo de aquel adjetivo, que en una lectura ralentada también podríamos, por un instante, tomarlo por un sustantivo. Pero luego la noción de infinito se prolonga en aquella de un silencio audible, como el susurro del viento. Ausencia, vacío y silencio están preñados de todas las presencias que en ellos se niegan. Este infinito es temporal (un siempre, un ahora que no pasa), es espacial (el confín de la colina y la espesura), es sensorial (sonidos que entran en el silencio), es mental (memoria que cae en el olvido, imaginación que es vencida y espantada por el exceso). Los endecasílabos son quince, uno más que en un soneto. La medida tradicional, clásica y áurea de la poesía italiana está, pues, presente: pero lo está, se diría, a la manera de la intrusión y de la atenuación (nada de rimas, un verso de más, que es por otra parte la cláusula de la extinción, de lo que cesa). El pronombre personal resuena con su carga afectiva y casi corpórea en el primer verso y en el último ("me fue", "me es dulce"). El naufragio del yo, en fin, es señalado por una sensación de placer que de nuevo hace aparecer el "me es", el "yo soy", en el instante mismo en que se disipan.

 

De: Alfonso Berardinelli,

Cento poeti. Itinerari di poesia,

Mondadori, Milano, 1991, págs. 179-181.

 

[Traducción de P. A.

Córdoba, 20-XI-21]

viernes, 10 de septiembre de 2021

 

Alfonso Berardinelli

 

Sobre la escuela

 

Traducción de Pablo Anadón




Sólo en la universidad he estudiado bien. En la escuela, en cambio, ponía poco empeño. Mi principal ocupación era evadir. ¿Qué otra cosa se puede hacer, si nos sentimos en una prisión? Por meses y por años siempre la misma aula, los mismos compañeros, en las mismas horas. Y siempre constreñidos a escuchar, recibir y restituir las mismas nociones, iguales para todos. Todos juntos, al mismo tiempo y en el mismo lugar. En estas condiciones aprender no sólo es tedioso. ¡Es imposible! Estudiar quiere decir apasionarse (en latín, studium es una dedicación llena de ardor, es algo intensamente personal y subjetivo). Y la pasión requiere una cierta libertad, que la escuela no prevé.

Dado que no me atrevía a enfrentarme abiertamente a los docentes (para mí eran como los guardianes de la Ley en Kafka), y temía ser excluido y perseguido, me quedaba en el molde, haciendo como todos los demás. En las instituciones totales o semitotales, como la escuela, es mejor no hacerse notar demasiado por los superiores, para evitar deberes suplementarios, sanciones humillantes o relaciones más personales con los profesores, raza humana totalmente diferente, que me parecía misteriosa y remota.

Lo que me volvía al mismo tiempo dócil y retraído, eran sobre todo mis ambiciones secretas. Estaba ahí a la espera de volverme, finalmente, adulto y libre. No estaba ahí para estudiar lo que era prescripto día a día con un ensañamiento que me parecía sádico (toda pedagogía que quiere transmitir e inculcar nociones prefabricadas es fatalmente un poco sádica). Para mí la escuela era una espera. Aceptaba en parte la ficción cultural, pero ficción al fin era. Al verdadero estudio lo afrontarla más tarde, libremente, y a mi modo. Por el momento me evadía leyendo novelas rusas y norteamericanas, lo más antiescolar que (entonces) se podía imaginar.

Tenía además la siniestra impresión de que todas las cosas interesantes que nos daban a estudiar estaban estropeadas por una especie de maldición: caían casi siempre intempestivas, inoportunas, en el momento equivocado. Por supuesto que Catulo me gustaba. Pero, oh casualidad, precisamente en los días en que debía estudiarlo, prefería Virgilio. Era hermoso leer a Leopardi. Pero sobre todo si para el día siguiente tenía que estudiar a Ariosto. Y Nietzsche era un descubrimiento excitante si en ese momento el programa prescribía a Kant.

En todos mis años escolares siempre hubo algo que no andaba. Me bastaba con dar a entender que era apto para los estudios y que, queriendo, podía hacer más. Me sentía un clandestino, un rehén. Afuera, en tanto, estaba "la vida". Detrás de las paredes de la cárcel las mañanas transcurrían felices, o sea, normales y naturales, del todo ignaras a lo que sucedía en ese extraño lugar, entre la hora de química y la hora de historia.

Todavía hoy algunas veces tengo pesadillas. ¿Soy el único que aún debe dar lección de matemática? ¿Qué ha ocurrido? ¿Se han olvidado de mí? ¿O bien, dentro de algunos días tendré el examen de “maturità”, el examen final del secundario? ¿Pero cómo? ¿Ya no lo había aprobado? ¿Por qué estoy todavía ahí? Anoche soñé con una compañera del bachillerato. ¿Sigo enamorado de ella?

Ahora que nos auguramos una escuela mejor, me pregunto en qué medida, en qué condiciones es posible. No está dicho que el propósito político de mejorar dé buenos frutos. Muchos se ensañan aún hoy contra los “efectos nefastos" del '68, como si Don Milani hubiera alentado la ignorancia y si los males de la escuela no fueran, ya desde fines de los años setenta, males mucho más tradicionales, eternos: rutina, pereza general, burocracia.

De las reformas siempre esperamos demasiado. La espera de las intervenciones gubernamentales siempre ha servido de pretexto para postergar mejoras que podrían ser realizadas de inmediato y por cualquiera, sin especial autorización y ni siquiera el empleo de ulteriores inversiones.

Como ha observado Giulio Ferroni en un libro reciente (La scuola sospesa, Einaudi), durante años ocuparse de la escuela ha significado sobre todo: “Discutir sobre la reforma, sostener la necesidad de la reforma, proyectar reformas.” Y entonces “la escuela se ha concebido casi a priori como un lugar que debe ser reformado” (pág. 79). Es así que cada vez el problema-escuela se traduce en nuevos formalismos buro-tecnocráticos, en utopía reformista, en terminologías psicopedagógicas grotescas (el capítulo que Ferroni dedica a este tema a veces es hilarante), en discursos a la vez demasiado técnicos y demasiado generales sobre la Reforma a cumplir. La cual, cuando llegue, resolverá las actuales carencias: y cuando ya haya llegado, será a su vez, obviamente, aún carenciada, y deberá ser reformada.

Hay quienes piensan, en cambio, que el punto doliente se encuentra en otro lado. En la idea de sociedad y de cultura que tenemos o no tenemos. Y sobre todo en la mala preparación de los docentes (¿pero quién les enseñará a los enseñantes?) y en su insuficiente compromiso con un trabajo excepcionalmente complejo y difícil, que requiere cualidades específicas y destacadas: imaginación, coraje, pasión cultural y capacidad comunicativa, curiosidad por los otros.

En realidad, el gran tabú de la escuela es justamente la así llamada “praxis didáctica”, el sentido y los efectos de lo que día tras día sucede entre docentes y estudiantes. Es el qué y el cómo de la enseñanza, el qué cosa quiere decir enseñar y (sobre todo) aprender en un momento de la vida. La discusión sobre los fines y los medios del aprendizaje nunca debería considerarse superada. También un científico y un artista siguen teniendo durante toda la vida el problema de aprender cosas nuevas y de modificar los propios hábitos mentales. El camino para llegar al conocimiento es una cuestión siempre a la orden del día. Por eso lo que cuenta es “una auténtica autorreforma: transformar las escuelas en centros de investigación didáctica antes que de transmisión del saber” y “poner a los docentes en grado de actuar como seres pensantes, capaces de construir y manejar por sí mismos los modelos y las estrategias del propio trabajo” (G. Armellini, Stregoni e clown. La formazione dell'insegnante, "Linea d'ombra”, 120, diciembre 1996).

Todo esto es tabú. Si hay algo sobre lo cual en la escuela (y en la universidad) no se puede discutir es la sustancia y la forma de la enseñanza. Entre colegas (fea palabra) hablar de eso parece prohibido, y quien intenta hacerlo es considerado indiscreto e inoportuno. Pero lo que vuelve áridos, aburridos y de falsa camaradería a las relaciones entre colegas es precisamente este silencio. Lo que debería ser el tema más natural de conversación da miedo. Los docentes por lo general tienen un sagrado terror de que su así llamado o presunto “método” de enseñanza pueda ser discutido e incluso, de vez en vez, adecuado, modificado con o sin Reforma y orden del Ministerio.

El otro gran pretexto es el Programa a desarrollar. Este espectro se cierne sobre toda la vida escolar. A la luz de los programas a desarrollar (¿han dado el programa? ¿en qué punto están con el programa?), ese control recíproco que podría ser útil se convierte en un control neurótico, poco menos que policial. Fuente de continuas extorsiones (especialmente en las escuelas primarias) contra cualquiera que quiera recorrer sendas diferentes. Las diversas vías al saber y al aprendizaje no deben ser consideradas una imprudente excepción, sino más bien la regla. La misma cosa no es nunca la misma cuando la enseñan y la aprenden personas diferentes en lugares y tiempos diferentes: ni puede ser idéntico el modo de apropiarse de ciertas nociones.

Quien sólo piensa en las nociones a transmitir y no en las personas a las cuales les serán transmitidas, antes o después se verá obligado a descubrir la psicología: porque los alumnos terminarán por tener exactamente esos “problemas psicológicos” de los cuales hablan los periódicos y la televisión.

Son pocos los adultos que conservan un buen recuerdo de la escuela. Casi todas las cosas que de verdad sabemos, tenemos la impresión de haberlas aprendido después, fuera de la escuela, por curiosidad personal o por necesidad práctica (las dos verdaderas razones por las cuales se aprende). ¿Cuándo ocurre que en la escuela se aprende algo realmente porque se lo necesita o movidos por una verdadera curiosidad? Por lo general en la escuela rige el saber en estado hipotético, virtual o nominal. Se nos pone al corriente de las ideas, de las terminologías, de las obras, de los problemas, de los eventos. ¿Pero en cuántos casos, en los años escolares, justamente en el momento en que los programas lo requieren, logramos aprender realmente algo importante, apasionante, memorable? Se nos dijo cuáles eran las reglas de la sintaxis, la taxonomía de las plantas y los cuadros de Rafael. ¿Pero lo entendimos, lo aprendimos de verdad en ese momento, en ese trimestre, para aprobar la lección?

Un desfasaje análogo sucede con los libros. Los diccionarios, las gramáticas, los manuales, se valoran después, de grandes, no en la escuela. Si hay un tipo de libros que en la escuela no deberían ser usados, son los libros escolares. En la escuela el libro escolar crea irrealidad cultural, inspira intimidación, antipatía, náusea, desprecio. Basta ver cómo son tratados por los estudiantes los libros de texto. Más que leídos, son arrasados por los subrayados. Y después, inmediatamente tirados a la basura o vendidos. Pareciera que ningún estudiante quisiera tener en su casa libros que no obstante deberían ser considerados útiles: y, en cambio, son vistos como caricaturas o sustitutos de los verdaderos libros, aquellos que cada uno elige comprar o poseer.

A los libros escolares sólo deberían usarlos los docentes. A los estudiantes sólo se les deberían dar en préstamo por un cierto y limitado período, si los piden, y como objetos preciosos. Los estudiantes deberían leer libros rigurosamente no escolares, libros para todos.

Los clásicos griegos y latinos, por ejemplo, han sido traducidos y comentados innumerables veces y se encuentran disponibles en óptimas ediciones económicas no escolares. ¿Por qué en los bachilleratos se sigue haciendo de cuenta de que estos libros no existen y que un texto de Cicerón o de Tucídides puede ser traducido así, sabiendo apenas un poco de gramática, con la sola ayuda del diccionario y en un par de horas? Los profesores de lenguas clásicas en los bachilleratos siguen fingiendo estar en grado de resolver en cualquier momento un texto de cualquier autor antiguo sin el auxilio de instrumentos especiales y sin haber estudiado en particular a aquel autor y aquella obra. Es así que la enseñanza del latín y del griego (al igual que de la literatura italiana antigua) se convierte en una estafa. ¿Cómo se hace para creer que adolescentes que no saben casi nada de cultura griega y latina, que sólo han leído alguna novela contemporánea y a duras penas hojean los periódicos, poseen un dominio tal del italiano como para traducir un parágrafo de Tácito o de Demóstenes? ¿Para qué hacerles traducir de mala manera diez renglones fuera de contexto, en vez de hacerles leer obras enteras traducidas?

¿Es posible comprender toda la historia humana, desde los orígenes hasta nuestros días, tratando de memorizarla con nuestros manuales, tan a menudo, ay, escritos bastante mal, incluso cuando los autores son competentes y bien intencionados? En realidad, la historia es inaferrable sin experiencia y uso de documentos históricos y sin lectura de hechos particulares bien relatados. En nuestras escuelas falta tanto una cosa como la otra. Entonces, mejor entrevistar a los abuelos (en Italia el porcentaje va en aumento), observar viejos mobiliarios y viejas fotografías, visitar edificios abandonados, analizar los diarios del mes o del año anterior, antes que fingir un apasionamiento en frío por Lutero o Cavour.

Como introducción a las ciencias naturales bastaría estudiar metódicamente lo que está sucediendo en los parques públicos cerca de casa. O hacer un examen analítico de nuestra dieta y de nuestro tacho de basura, considerar el origen y las consecuencias biológicas, químicas, ambientales de nuestros consumos cotidianos.

Por último, dado que estamos en el país de las bellas artes y del melodrama, ¿por qué no fundar la cultura humanista más sobre la música y las artes visuales que sobre la literatura? ¿Por qué no comenzar desde el inicio a prescribir la audición de Pergolesi y de Rossini, el estudio de una decena de cuadros y de palacios renacentistas y barrocos del vecindario? No se trata de moverse en grupo, en gira escolar, como un rebaño de alienados o de presos. Estas cosas se hacen a solas o de a dos. Queridos docentes y directores de colegio: no es tiempo perdido. Ni se descuidan, así, los programas. Por el contrario, se puede dar una verdadera contribución, no pasiva, no ejecutiva, a la Reforma de la escuela. No hay cultura sin placer mental, no hay estudio sin pasión. De lo contrario, en la escuela nos enfermamos.

 

 

[Alfonso Berardinelli, “Sulla scuola”,

en: cactus. meditazioni, satire, scherzi,

l’ancora del mediterraneo, 2001, págs. 109-114]

 


lunes, 20 de julio de 2020



Vittorio Sereni

Segundo miedo

Con un comentario 
de Alfonso Berardinelli




Segundo miedo

No hay nada de temible
en la voz que me llama
de la calle, debajo de mi casa,
precisamente a mí,
en una hora de la noche:
es sólo un breve despertar de viento,
una lluvia fugaz.
Cuando dice mi nombre no enumera
mis faltas, no me arrostra mi pasado.
Con dulzura (Vittorio
Vittorio) me desarma, me arma
a mí contra mí mismo.

Vittorio Sereni

[Versión de P. A.
Córdoba, 20-VII-20]

*

Paura seconda

Niente ha di spavento
la voce che chiama me
proprio me
dalla strada sotto casa
in un’ora di notte:
è un breve risveglio di vento,
una pioggia fuggiasca.
Nel dire il mio nome non enumera
i miei torti, non mi rinfaccia il passato.
Con dolcezza (Vittorio,
Vittorio) mi disarma, arma
contro me stesso me.

Vittorio Sereni

[De Stella variabile, 1981,
Tutte le poesie, Mondadori, 1987, pag. 268]

*

Como el título indica, apenas irónico e incluso demasiado asordinado, este poema sigue a otro también sobre el miedo. Dos miedos, entonces, o dos tipos diferentes de miedo que Vittorio Sereni cuidadosamente registra en su último libro, Stella variabile, de 1981, aparecido cerca de un año antes de su muerte. El otro miedo (del cual se habla en “Primer miedo”) contenía una imagen neta y violenta, casi una escena de acción paroxísticamente agitada y el deseo de ser “liquidado” lo antes posible por un verdugo, por un killer.
En este nuevo y diverso miedo, en cambio, ese alguien que va en busca del autor, que lo sigue para ejecutar una oscura sentencia de muerte, no usa armas de fuego. Aquí el miedo ha tomado la forma de la invocación, de la apelación, del llamado, hacia algo, hacia un extraño más allá, o la forma de un insistente pedido sin contenido manifiesto. Y es una voz de dulzura, podría ser una voz femenina, podría ser una expresión o un reproche de amor. Como dice el primer verso, es ese particular tipo de miedo (miedo de sí mismos más que miedo por sí mismos) que excluye el espanto. Un miedo endógeno, un remordimiento que emerge desde el fondo de la conciencia. Pero también como remordimiento es bastante extraño: esa voz “no enumera mis faltas, no me arrostra el pasado”. El remordimiento estará presente en la entonación del llamado, y tal vez sea el poeta que está a punto de acusarse a sí mismo. Es él que siente sus errores y su pasado como peso y como culpa. Justamente porque no le son reprochados, es él quien los recuerda. Mientras la acusación explícita y directa hiere el amor propio y lo empuja a afirmarse en sí mismo y a armarse de defensas, aquella invocación reiterada que no acusa de nada y que no provoca temor tiene un poder mucho más grande, el de desarmar al yo, armándolo contra sí mismo en vez de armarlo contra quien lo acusa y contra la agresión externa.
Por eso este miedo “segundo” es más intenso, más liberador que el primero. Al no ser un verdadero miedo, ni solamente un miedo (todo miedo es muchas cosas), sino un simple ser llamados por el nombre en un exceso de proximidad, tiene el efecto de poner al yo especularmente delante de sí mismo, contra sí mismo. El yo que es yo, que se identifica con el nombre propio y que no logra olvidarse, ahora termina por ya no saber quién es cuando ese nombre resuena en la noche, pronunciado quién sabe por quién, casi en sueños, y en duermevela, lavado por una “lluvia fugaz”. Así el miedo es el estremecimiento de la disociación de sí, de no coincidir más con la imagen que el propio nombre crea. Es el estremecimiento de miedo y de alivio por la pérdida del yo en el momento en que es llamado a sí mismo, para que se libere de sí mismo.
Pier Vincenzo Mengaldo, quien con Franco Fortini ha sido el crítico más agudo y comprometido en la lectura de la poesía de Sereni, ha insistido en el uso casi obsesivo de la repetición. El ensayo “Iterazione e specularità in Sereni” analiza el perpetuo confrontarse de pasado y presente y el dinamizarse o pluralizarse de una situación inmóvil, repetitiva y sufrida por Sereni a causa de esta propia inmovilidad repetitiva. Sereni (escribe Mengaldo) “se califica típicamente como poeta de la inseguridad, de la identidad amenazada”. Y luego: “Su poesía nace fundamentalmente como consecuencia y tentativa de reparación de una herida no cicatrizada, de una falta, una laguna que se encuentran en los orígenes, y que se convierten en culpa, de donde proviene la frecuencia de situaciones e imágenes de orden procesal”. Aquí la acusación más dura es aquella callada por dulzura, es aquella que resuena y se esconde en una voz oscuramente familiar.

Alfonso Berardinelli

[Traducción de P. A.
De: Alfonso Berardinelli, Cento poeti,
Mondadori, Milano, 1991, págs. 314-316]

Vittorio Sereni (Luino, 1913 – Milán, 1983) entró en contacto con los herméticos florentinos y se licenció en Letras con una tesis sobre Guido Gozzano. Desde 1943 fue prisionero por dos años en Argelia y en Marruecos, y su Diario d’Algeria es considerada la obra poética italiana más importante en ocasión de la Segunda Guerra Mundial. Fue primero profesor y luego ha trabajado en la empresa Pirelli y finalmente en la Mondadori. Sus poemas han sido reunidos en un tomo de la colección Lo Specchio de la Mondadori, Tutte le poesie (Mondadori, Milán, 1986). Son notables sus textos en prosa Letture preliminari (Liviana, 1973) y Gli immediati dintorni (Il Saggiatore, 1962 y 1983).

domingo, 19 de julio de 2020



Vladimir Maiakovski

Amor

Versos del poema Amor
y comentario de Alfonso Berardinelli




Amor

Tal vez,
              quizás
                         un día
          por alguna alameda del zoológico
ella,
         ella que amó a los animales,
entrará en el jardín,
sonriente,
                como en la foto encima de la mesa.
Ella es tan bella
                           que renacerá sin duda.
Vuestro
             siglo Treinta
                                 superará el enjambre
de minucias que el corazón destrozan.
Entonces nos recompensaremos
                                                  del amor no vivido
en infinitas noches estrelladas.
¡Resucítame,
                     aunque más no sea porque
                                                               como un poeta
te he esperado
repudiando el absurdo de los días!
¡Resucítame,
                     aunque más no sea por esto!
¡Resucítame:
                     quiero vivir toda mi vida!

[…]

1923

Vladimir Maiakovski

[Versión de P. A.
Córdoba, 19-VII-20]

*

Любовь

Может,
             может быть,
                                   когда-нибудь
                   дорожкой зоологических аллей
и она —
             она зверей любила —
                                                 тоже ступит в сад,
улыбаясь,
                 вот такая,
                                  как на карточке в столе.
Она красивая —
                             ее, наверно, воскресят.
Ваш
        тридцатый век
                                  обгонит стаи
сердце раздиравших мелочей.
Нынче недолюбленное
                                        наверстаем
звездностью бесчисленных ночей.
Воскреси
                 хотя б за то,
                                      что я
                                               поэтом
ждал тебя,
                  откинул будничную чушь!
Воскреси меня
                          хотя б за это!
Воскреси —
                      свое дожить хочу!

[…]

1923

Владимир Маяковский

*

Si Eliot era atormentado por el retorno del pasado, por la presencia del pasado en el presente y por la tradición, Maiakovski fue devorado por la revolución y por el futuro ("Arruinado por el futuro", dice Pasternak). Para Eliot el presente no se mantiene en pie sin el pasado. Para Maiakovski el presente no tiene sentido y no se sostiene sobre sus piernas sin el futuro. El futuro fue todo para Maiakovski: nueva humanidad, integración de todos los ámbitos de la vida que la opresión secular y la hipocresía burguesa han separado. Bolcheviquismo y Cubo-Futurismo debían ser una cosa sola, forma sustancial y sustancia formal de la nueva cultura soviética.
La obra y la vida de Maiakovski son un ciclón en el cual nada puede entrar si no es en virtud de un excepcional dinamismo, el de su personalidad y de los años revolucionarios en los que vivió: desde cuando, adolescente, abandona la escuela para hacerse revolucionario, hasta el día de su suicidio, a los treintaiséis años, en 1930 (un tiro de pistola en el corazón, después de una pelea con la joven actriz Veronika Polonskaia). Maiakovski trabaja para su arte revolucionario como un titán infatigable, como un niño que no ha aprendido a controlar la medida de los propios gestos y que se mueve imaginando que a su alrededor hay un espacio sin límites. Excesivo, grotesco, tierno, impiadosamente satírico, escribe y dibuja poemas, viñetas, eslóganes, manifiestos, obras teatrales. Lo que siempre tenía delante de los ojos, viviendo y escribiendo, era una visión desmesurada, un juego pirotécnico de dimensiones cósmicas. O bien era la espera de la resurrección, una resurrección terrestre, física, que los científicos omnipotentes del futuro le regalarían. Lo harán callar la agonía de la revolución, la agonía del amor y un espacio social y político que para él y para los artistas había parecido momentáneamente enorme, pero que se reduce, en el curso de los años 20, a una prisión burocrática.
En el poema "De esto" (que concluye con la sección "Amor", aquí presentada), escrito en 1922-1923, Maiakovski se dirige al científico del futuro que finalmente tendrá el poder de devolver la vida a los muertos. Le ruega no olvidarlo, no pasarlo por alto cuando encuentre su nombre: "¡Hazme resucitar!". Es una plegaria encarecida, infantil, llena de amor por ella (Lili Brik), llena de amor a sí mismo (Volodia Maiakovski). El futuro devoraba el presente y el presente se volvía cada vez más estrecho. El último año de su vida será un año de desilusiones, de fracasos, de cansancios. Amores infelices, dificultades con la cultura oficial, y el eterno estribillo, cada vez más insistente: "Las masas no te entienden". Un lunes de marzo, en 1930, por la mañana, Maiakovski quería que Veronika Polonskaia se quedara con él, pero ella tenía que correr al teatro: "Cuando una ha logrado conquistar un trabajo interesante como el del Teatro del Arte no puede convertirse en la esposa de un marido, aunque se trate de un gran hombre como Maiakovski [...] Me fui. Estaba a pocos pasos del portón. Oí un disparo. Me fallaron las piernas, comencé a gritar". Dos días antes, aquel que Stalin definirá "el más grande poeta de nuestra época soviética", había escrito en su última carta: "Si muero no culpen a nadie. Y, por favor, nada de chismes. El difunto no podía soportarlos [...] La barca del amor se ha estrellado contra la vida de todos los días [...] Ustedes que siguen vivos, que sean felices". La conclusión que quiso fue ésta.

Alfonso Berardinelli

[Traducción de P. A.
De: Alfonso Berardinelli, “Cento poeti”
Mondadori, Milano, 1991, págs. 194-196]

lunes, 13 de julio de 2020



Elsa Morante

Versos de El mundo salvado por los chicos
y comentario de Alfonso Berardinelli






Esta tierra no es para nada propiedad de ustedes. Desde 
                                                   [hace siglos y milenios
que tratamos de hacérselo entender.
Nuestra madre jamás nos iba a hacer para servir sus usos
Jamás nos dio los ojos para mirar sus tristes caras
Jamás nos dio los oídos para escuchar sus tristes charlas.

Su guerra no es la nuestra. Nosotros estamos de parte 
                                                                  [de la alegría
y la gracia, o sea
la felicidad.
Y luego,  ¿por qué hacen tanto ruido? ¡Silencio! Taisez 
                                                               [vous! Shut up!
¡Fuera! ¡Salgan de acá!
¡Basta!
Nos han
definitivamente objetivamente finalmente
hartado.

Y ustedes, pobres Muchos,
hijos infelices y tontos
de padres infelices y tontos,
¿por qué ustedes se dejan disminuir?
¿Hasta cuándo serán serviciales? ¿No saben que después 
                                                                      [de un tiempo
la servidumbre ya no es más necesidad
ni fatalidad ni virtud sino
vicio?
¿Qué esperan para promoverse a la mayoría de edad?

Elsa Morante

[Versión de P. A.
Córdoba, 13-VII-20]

*

Questa terra non è mica roba vostra. È da secoli e da 
                                                                      [millenni
che noi cerchiamo di farvelo capire.
Mamma nostra non ci ha mica fatto per servire agli usi 
                                                                            [vostri.
Mica ci ha fatto gli occhi per guardare le tristi facce vostre.
Mica ci ha fatto gli orecchi per ascoltare le tristi 
                                                   [chiacchiere vostre.

La vostra guerra non è la nostra. Noi siamo per l’allegria
e la grazia, ossia
la felicità.
E perché poi fate tanto fracasso? Silenzio! Taisez vous! 
                                                                         [Shut up!
Via! Fatevi in là!
Basta!
Ci avete
definitivamente obiettivamente finalmente
stufato.

E voi, poveri Molti
gli infelici e stolti,
di padri infelici e stolti,
perché vi lasciate voi minorare?
Fino a quando vi metterete a servizio? Non sapete che 
                                                               [a lungo andare
la servitù non è più necessità
nè fatalità nè virtù ma
vizio?
Che aspettate a promuovervi alla vostra maggiore età?

Elsa Morante

*

¿Quién habla en estos versos? ¿Y a quién? Este modo de hablar en poesía nace de una división, de una oposición entre Alguien y Algún otro. Aunque intuitivamente todo es claro, hay un modo particular en el que Elsa Morante establece los dos frentes de la guerra moral en curso. “La canción de los F. P. y de los I. M. en tres partes”, en la cual esta división y oposición se aclara, es uno de los poemas que componen El mundo salvado por los chicos, publicado en 1968. Y es de esa canción que los versos aquí transcriptos han sido sacados un poco a la fuerza. Entonces, en la ditirámbica y maniquea poesía de Elsa Morante, la humanidad resulta dividida en dos partes. De un lado los F. P. (Felices Pocos), que no tienen ningún privilegio social, ni de clase, ni de casta, ni de profesión (salvo, tal vez, ser pobres de nacimiento, o de tender irresistiblemente a volverse pobres si por casualidad han nacido ricos). La cualidad fundamental que distingue a los Felices Pocos, entre los cuales y con los cuales la autora se incluye, es en definitiva la de ser reales, más reales que los otros, los I. M., los Infelices Muchos. Y los Felices Pocos son en realidad hermosos, incluso si para una mirada convencional puedan parecer feos. Y son en realidad felices aun en la infelicidad, porque su dolor tiene el privilegio de ser real, y no tristemente irreal. ¿Y dónde se encuentran estos F. P.? Para identificarlos no hay una regla. Se pueden encontrar en cualquier lado, “pero nunca en los altos grados de la burocracia —o en los diferentes puestos de autoridad oficial—, por la cual siempre han padecido de una grave alergia”. En síntesis, los Felices Pocos no tienen Poder: no lo poseen, no lo desean, no lo entienden. Son en cambio los Infelices Muchos los que, bajo el acicate inexorable de su fundamental Irrealidad, trabajan para tener Poder: lo desean, lo persiguen, lo poseen, lo gestionan. Y a través del Poder y los Poderes estos Infelices Muchos se han apoderado de la Tierra, han ocupado el Mundo. Si el Mundo es triste e infeliz, si está enfermo de irrealidad, es porque este Poder de los Infelices Muchos (I. M.) lo ocupa, lo organiza, lo contamina, lo secuestra, constriñendo a todo nuevo nacido a una condición de servidumbre viciosa, de minoridad perpetua, de amputación de las propias facultades y libertades.
Cuando se publicó El mundo salvado por los chicos, Pasolini escribió que su lenguaje era “tan comunicativo que escandalizaba”. Él mismo, Pasolini, en sus últimos escritos en poesía y en prosa, habría aprendido mucho del estilo de esta poesía, de su escandalosa comunicatividad. La más anti-ideológica entre los escritores, Elsa Morante, había querido escribir la poesía más “comprometida”: escribir como un Maiakovsky que hubiera leído a Simone Weil, como un poeta revolucionario que conoce los horrores, los monstruos de Irrealidad que son las revoluciones. Pasolini otra vez: “El libro de la Morante es incluso un manifiesto político […] de esa nueva izquierda que en Italia parece no poder existir, crecer […], escrito con la gracia de la fábula, con humorismo”. ¿Era posible una semejante empresa? Yo propongo considerar real y verdadera a esa fábula y comenzar de nuevo a contarla: el dragón de la Irrealidad (burocracia, tecnología idiota, partidos políticos, docencia degradada, televisión) no está para nada muerto, sino que domina universalmente.

Alfonso Berardinelli

[Traducción de P. A.
De: Alfonso Berardinelli, Cento poeti,
Mondadori, Milano, 1991, págs. 227-229]