En 1998, por sugerencia del autor, Jorge Boccanera me pidió un estudio introductorio a la obra poética completa de Horacio Castillo para la colección “La musa arisca” de Editorial Colihue, que aparecería al año siguiente con el título de La casa del ahorcado / Obra poética 1974-1999. Aunque he leído la poesía de Castillo detenidamente desde la temprana adolescencia, demoré varios meses en comenzar la escritura del ensayo. Leía y releía, y tomaba notas sin fin en una libreta. Cuando ya el plazo de entrega del estudio llegaba a su fin, tuve que lanzarme sin más a la escritura, y durante varios días y noches tecleé sin descanso, casi sin dormir, hasta que exhausto di por concluida la introducción, que constaba de unas cincuenta páginas. Se la envié a Boccanera y, previsiblemente, me señaló que superaba en exceso el límite previsto para los prólogos o introducciones de la colección. Debí reducir el trabajo, pues, de cincuenta a quince páginas aproximadamente. Aquí presento el primer apartado de ese estudio, en su versión completa.
Horacio Castillo es uno de esos poetas que, como su admirado Kavafis, mientras hacen su obra gozan de un prestigio seguro pero casi secreto entre un número más o menos exiguo de fieles lectores, críticos y poetas. No obstante esta relativa desatención de una crítica y un público siempre más atraídos por el restallido de las luces sobre los desfiles poéticos de moda que por la resonancia íntima de una voz exigente y apartada, creo que no se tardará en ver que su intensidad expresiva, su rigor formal y su poder imaginativo dan a los textos de este autor un lugar destacado, nítidamente original en la tradición poética argentina, y configuran una de las obras más valiosas de la poesía en lengua española de las últimas décadas[1].
Castillo ha escrito poco y —también como el mencionado poeta alejandrino— ha publicado menos. Si bien su iniciación en la poesía se produce a los once años, según ha declarado en alguna entrevista, su primer libro, Descripción (Carmina, 1971), apareció cuando tenía ya treinta y siete, en una hermosa edición de escasas páginas y escasos ejemplares. De este libro, que reúne lo escrito entre 1962 y 1969, el autor renegó poco después, y por su voluntad no se incluye en la presente colección de toda su poesía. Posteriormente ha editado, en el curso de veinticinco años, cuatro libros de no más de veinte poemas cada uno: Materia acre (Carmina,1974), Tuerto rey (Carmina, 1982), Alaska (Libros de Tierra Firme, 1993) y Los gatos de la Acrópolis (Ediciones del Copista, Col.“Fénix”, 1998). La brevedad de esta obra, más aún que una característica derivada de su innegable “obstinado rigor”, se diría una consecuencia directa de la concepción poética que la sustenta: no podría ser de otra manera, dadas sus premisas estéticas, como luego veremos.
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En Materia acre Castillo encuentra su estilo, su propia lengua, como prefiere decir, recordando una expresión de Rimbaud. En sus “Apuntes para una gnoseología poética”, Poesía y absoluto[2], Castillo vincula esa necesidad de “encontrar una lengua” que el autor de las Iluminaciones expresaba a Paul Demeny, con la aspiración de H. Von Hoffmmansthal hacia una suerte de lengua primigenia, una lengua en que hablan las cosas mudas y que un día, en la tumba, servirá de explicación ante un juez desconocido (Carta a Lord Chandos). Señala Castillo: “Esta lengua común, esta koiné de los poetas, nace en esa zona que Adorno llamó ‘el más alto grado de individuación del ser doliente’. En el reino de la interjección (Valéry dijo que la lírica es el desarrollo de una interjección). Allí están la forma pura, el significado puro; esa forma y ese significado que no pueden ser todavía objeto de pensamiento y que, para comunicarse, necesitan lo que Seuphor llama ‘estilo’”. Y agrega: “A esa lengua llamo forma. Y aquí tocamos otro aspecto de este misterio: la abstracción. Porque de lo que se trata es de abstrahere —apartar, tirar, arrastrar lejos: separar las cualidades de un objeto para considerarlo en su pura esencia. Dicho de otro modo, eliminar lo contingente hasta alcanzar la claridad de lo absoluto, aligerar el peso hasta que adquiera gracia”.
Hemos citado largamente, porque en estas líneas hay notas fundamentales para definir la poética de Horacio Castillo y el puesto original que ocupa en la evolución de la poesía argentina de esta segunda mitad del siglo. Su obra ha sido vinculada a menudo con la línea intelectualista que proviene de Girri. Tal vínculo sin duda existe, y está por otra parte testimoniado por el interés que demostró hacia la escritura de este poeta, a quien le ha dedicado un importante estudio. En las palabras antes citadas, el acento puesto en el proceso de abstracción, en el despojamiento de las “cualidades del objeto para considerarlo en su pura esencia”, no sólo pueden evocarnos la gnoseología platónica, sino también la concepción girriana de la poesía.
Ahora bien, si la crítica ha visto este parentesco con la poética de Girri, se ha percibido menos hasta qué punto la poesía de Castillo se adentra en una lírica nítidamente visionaria. Mientras la obra de Girri podríamos decir que marca los límites de lo que puede y lo que no puede ser pensado y expresado por medio del lenguaje humano, la voz de Castillo se aventura en aquel “reino de la interjección” que él indicaba, e intenta aprehender en imágenes verbales “esa forma y ese significado que no pueden ser todavía objeto de pensamiento”. Este horizonte visionario de su creación y el empleo cada vez más asiduo en sus poemas de un lenguaje cuya clave última quizá sólo pudiera hallarse en el mundo del inconsciente personal y colectivo, permiten ver en su obra una extraña y lograda conjunción de esas dos grandes vertientes antitéticas en que se abre la poesía argentina a partir de los años 40, el intelectualismo girriano (con su ascendiente en la tradición poética anglosajona, leída con atención por nuestro poeta, así como se ha interesado por la Gedankenlyrik, la “lírica del pensamiento” alemana, cuya proximidad a la poesía deDescripción ha sido señalada por un especialista en literaturas germánicas[3]) y el surrealismo de Molina y otros (con su ascendiente en los “poetas malditos” y la revolución surrealista francesa). Tal vez haya colaborado en esta peculiar síntesis que observamos en su escritura el conocimiento profundo y la elaboración en clave personal de algunas soluciones estilísticas presentes en la lírica helénica moderna (principalmente en Kavafis, Seferis, Ritsos y Elytis), para cuya renovación las tradiciones poéticas de lengua inglesa y francesa tuvieron un papel importante.
El descubrimiento que Castillo hace para la definición de su estilo en Materia acre es el de un instrumento poético que yo llamaría “visión”. Es la adopción de este instrumento la que da unidad a la obra poética aquí reunida, no obstante las variaciones que se pueden observar de libro en libro, y especialmente entre los dos primeros y los dos últimos publicados, como luego señalaremos.
La visión nace, ni más ni menos, de lo que en la tradición hermética se ha llamado Vitriol. V-i-t-r-i-o-l es un término muy conocido entre los alquimistas, una fórmula que significa: “Visita Interiorem Terrae Rectificando Invenies Operae Lapidem”. Jean Servier traduce: “Desciende a las entrañas de la tierra, y destilando encontrarás la piedra de la obra”. Este descenso a las entrañas de la tierra se refiere, claro está, a la inmersión en los abismos de la propia interioridad, de donde se ha de extraer, destilando, rectificando, transmutando las experiencias allí maceradas a lo largo del tiempo, la imagen nueva, desconocida incluso para el propio autor. Una analogía semejante de este procedimiento de elaboración artística la encontramos en el ensayo “La tradición y el talento individual” (The Sacred Wood, 1920) de T. S. Eliot, donde se compara la elaboración que origina al poema con el proceso químico conocido como catálisis. Concluye allí Eliot: “...mientras más perfecto sea el artista, mayor será la separación que se percibe en él entre el hombre que sufre y la mente que crea; más perfectamente digerirá la mente y transmutará las pasiones que componen su material”.
No sabríamos decir si en todos los artistas es cierto esto de que mientras mayor sea la distancia “entre el hombre que sufre y la mente que crea” ha de ser mayor el valor de su obra. Hay demasiado ejemplos de grandes autores que probarían lo contrario. Tampoco a la identificación del “progreso de un artista” con “un continuo sacrificio de sí mismo, una ininterrumpida extinción de la personalidad”, que plantea el autor de La Tierra Baldía, habría por qué considerarla un axioma de validez universal. Sí me parece claro, de cualquier manera, que en el caso de la obra de Horacio Castillo tal principio de transmutación de la experiencia personal en un producto impersonal en el que no queda casi rastro alguno de la vivencia anecdótica, biográfica, que le ha dado origen, se cumple impecable e implacablemente. Los poemas dan la impresión de objetos autogenerados, absolutos —ab-sueltos sobre todo de la condena de lo privado, de lo meramente individual. Son visiones ya desprendidas del ojo, el cual, más que contemplarlas, pareciera haberlas soñado —sueño lúcido— en la penumbra de los párpados, en el duermevela de la imaginación.
En sus citados “Apuntes para una gnoseología poética”, Castillo describe de la siguiente manera la disposición necesaria para que la “visión” se manifieste: “Se trata, en general, de estímulos que generan un estado de extrema atención, de alerta: ese ‘estado crepuscular’ en que la conciencia se encuentra consigo misma y objetiva lo inefable. En esas condiciones sólo queda suspender la respiración, aguzar el oído, discernir eso que quiere hablar, eso que [...] quiere decirse”. Un poema que puede ser leído como una descripción de ese instante excepcional, es el que lleva el título “Un caballo canta sobre la tierra”, del primer libro aquí recogido, Materia acre: “No es necesario atarse a un árbol. / Hay que abrir los oídos, preparar la visión, / inhalar el vapor que sube del abismo. / Entonces aparece bajo la noche azul, / ensaya su escorzo contra los astros / y clava el canto en nuestra carne / que se desangra dócilmente hacia la oscuridad. / Una vez a cada hombre es dado este prodigio.”
Metáfora de la epifanía poética, este poema también es un perfecto ejemplo del resultado de la misma. En primer lugar, remarquemos ese “singular don de fabulación” que se manifiesta a lo largo de toda la obra de Castillo y que E. L. Revol advirtió tempranamente en Materia acre. En el límite entre la necesidad y el arbitrio, pero siempre regidas por una estricta lógica imaginativa, aparecen las imágenes de esta poesía, como ese caballo que surge bajo el cielo de la noche y prodigiosamente canta. Tal poder imaginativo es el que vuelve más reconocible el estilo del poeta. La necesidad de que la experiencia alcance esa drástica transformación visionaria, la rareza del hecho, explican en buena medida la brevedad de su obra.
Luego, podemos advertir el distanciamiento entre el objeto poético y el autor. No hay un yo lírico, sino un indeterminado ‘nosotros’, que por otra parte sólo es aludido en este texto por medio del pronombre posesivo: “nuestra carne”. El empleo de la primera persona del plural para crear una mayor distancia expresiva es recurrente en su obra. También es de notar, en este sentido, la impersonalidad que le imprimen al poema los primeros versos, con el uso de frases propias de enunciados instructivos, lo cual es acentuado por la leve ironía presente en el primer verso (“No hay que atarse a un árbol”), que evoca vagamente, por contraste, el episodio de Ulises y las sirenas.
En estrecha relación con los puntos anteriores, las visiones suelen proyectarse en lo que podríamos llamar, parafraseando a Eliot, “correlatos imaginativos”, que a menudo tienen una estructura narrativa, con despliegues sucintos o más desarrollados, y por lo general con un desenlace que cierra el texto con un ‘golpe de efecto’ (que puede ser sutil, como en el poema leído, no pensemos necesariamente en un portazo poético). La crítica se ha referido en ocasiones a estos poemas definiéndolos “parábolas” o “anti-parábolas”. Aunque los términos pueden resultar atractivos en relación con la estructura formal, e incluso es posible que sean apropiados si los aplicamos a aquellos textos donde el ‘referente’ es más o menos unívoco, creo que tienen la desventaja de sugerir la idea de un mensaje preexistente que sólo toma la forma de una historia fabulada para su transmisión, aproximando el sentido de los poemas más a la alegoría (con su significado fijo, convencional) que al símbolo, cuya multivocidad significativa me parece más adecuada a la escritura de Castillo. De allí que prefiramos hablar de visiones: no hay una verdad previa a comunicar, el poder imaginativo de la poesía se adentra en dimensiones de la realidad que no pueden ser captadas sino a través de las imágenes que el poeta ve con los ojos cerrados.
Otro aspecto señalado por la crítica es la concisión verbal, que también puede advertirse en “Un caballo canta sobre la tierra”. Ricardo Herrera, sin embargo, ha hecho la siguiente precisión: “La escritura de Castillo es, generalmente, epigramática: lapidaria, sentenciosa, elude la música del idioma, la expresión paradójica y oscura del oráculo, sin privarse por ello de un cierto barroquismo, acumulativo de preciosos detalles, donde se explaya la sensualidad de su laconismo”[4]. Dejando entre paréntesis lo referente a la elusión de la “música del idioma”, sobre lo cual volveremos, creo que Herrera ha señalado en la frase citada una característica estilística significativa: hay, en efecto, un ritmo oscilante de contracción y expansión, una suerte de sístole y diástole que se percibe en muchos poemas de Castillo a lo largo de toda su obra. Al momento de contracción suele corresponder una frase asertiva: “El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado”, por ejemplo, en el poema “Para ser recitado en la barca de Caronte”. Tales aserciones a menudo terminan en dos puntos y a continuación se abre la fase expansiva, con frases que suelen tener una estructura paralelística, un equivalente valor sintáctico y una función descriptiva o ejemplificatoria de lo afirmado en la sentencia inicial: “El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado: / estas murallas que caen a pico sobre nosotros, / aquel sol negro descendiendo sobre la laguna, / allá, a estribor, un arco iris que refracta la niebla.” La sucesión de contracción y expansión podemos encontrarla también, a partir de Alaska, en la organización misma del libro, que alterna composiciones breves y largas.
El análisis en esta obra de los aspectos rítmicos y fónicos en general, merecería un estudio aparte. Ya hemos visto que Herrera señalaba en ella la elusión de la “música del idioma”, afirmación que complementa con las siguientes observaciones: “La simetría, el equilibrio de los textos de Castillo, no es silábica, sino conceptual. Ello sucede porque las simetrías silábicas (rimas, aliteraciones, repeticiones, asonancias, etc.) producen música: una forma de equilibrio irracional, [...] que él teme, creo, por su perversidad, por su adhesión a lo carnal y material. [...] Opta, entonces, para cohesionar su material narrativo, por las leyes de la composición pictórica: un equilibrio de luces y sombras.” Estas reflexiones de Herrera, contenidas en uno de los ensayos más iluminadores que se han escrito sobre la poesía de Castillo, nos ofrecen un modelo de interpretación coherente, es cierto. Sin embargo, la polarización excluyente entre una simetría musical y una simetría conceptual y pictórica me parece que en cierta medida simplifica la complejidad del problema, que aquí consiste justamente en el modo particular en que se entrelazan recursos rítmicos, combinaciones sintácticas y una determinada configuración imaginativa. Si bien la definición de la imagen suele ser una preocupación predominante en esta poesía, no necesariamente ello implica una desatención a la música del idioma, tanto en el sentido amplio que Darío —poeta músico por excelencia, importante en la formación literaria de Castillo— le daba a la palabra “música” en El canto errante (“...y he querido ir hacia el porvenir, siempre bajo el divino imperio de la música —música de las ideas, música del verbo”), cuanto en el sentido estricto de la cadencia fónica del verso.
En lo que respecta a la musicalidad silábica, digamos que Castillo utiliza el verso libre, pero la reminiscencia métrica está siempre —o casi siempre[5]— presente en sus textos. Si consideramos el poema que hemos tomado como ejemplo de algunas características generales de su poesía, veremos que “Un caballo canta sobre la tierra” combina clásicos versos eneasílabos con acentuación en cuarta sílaba (“No es necesario atarse a un árbol”, “y clava el canto en nuestra carne”), alejandrinos cuyos hemistiquios poseen una calibrada fluctuación —que evita cierta monotonía y gravedad característica de este tipo de verso— gracias a las palabras con terminación aguda (“Hay que abrir los oídos, preparar la visión, / inhalar el vapor que sube del abismo. / Entonces aparece bajo la noche azul”; “Una vez a cada hombre es dado este prodigio”), un endecasílabo con acentuación irregular en quinta sílaba (“ensaya su escorzo contra los astros”) y un verso compuesto de un octosílabo y un heptasílabo (“que se desangra dócilmente hacia la oscuridad”).
Por otro lado, es abundante el empleo que Castillo hace de otros recursos rítmicos, en particular figuras iterativas, tanto en el plano del verso (especialmente aliteraciones, la mayoría martillantes, como “clava el canto en nuestra carne”, “mientras el cómitre marca con el látigo el compás”, y otras más suaves, como “negro humor, agua muerta, miel / que mana...”, “quejido de virgen en el ojo del unicornio”), cuanto en el plano de la composición, tales como la anáfora y el paralelismo, o la lisa y llana reiteración de un mismo verso a lo largo de todo un poema, como un leitmotiv musical cohesionante, con un efecto estético próximo al ensalmo, a la cadencia hipnótica de la letanía.
NOTAS
[1] Como suele ocurrir, se ha visto mejor desde la distancia la sorprendente originalidad de esta obra. Así lo advirtió el crítico y traductor inglés Jason Wilson, en un panorama de la poesía hispanoamericana publicado en la revista española Ínsula (“Después de la poesía surrealista”, Ínsula, Nº 512-513, agosto-setiembre de 1989, págs. 48-49). En nuestro país, son de destacar los ensayos dedicados a la poesía de Castillo por R. H. Herrera y R. Modern, así como las notas bibliográficas firmadas por E. L. Revol, R. G. Aguirre, R. Modern, N. Carricaburo y C. Piña.
[2] Texto del discurso de recepción como miembro de número de la Academia Argentina de Letras (1998, Inédito).
[3] MODERN, Rodolfo: “Horacio Castillo o la realidad como pre-texto”, en: Poesía argentina / Cinco ensayos, Universidad Nacional de Tucumán, 1997, pág. 58.
[4] HERRERA, Ricardo H.: “Amanecer junto al árbol de la carroña”, en: La hora epigonal, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1991, pág. 63.
[5] En los poemas más extensos del libro Alaska, sobre todo, la tendencia al versículo narrativo desdibuja a veces la cadencia del verso, y algo parecido advertimos en algunos textos de su libro inédito Cendra, como “En el muslo del dios” o “Con quanti denti questo amor ti morde”.
P. A.
Alta Gracia, 1999
Pablo,
ResponderEliminarAcabo de remediar mi lapsus imperdonable. En la cita de La casa del Ahorcado en http://indolenciasdejavier.blogspot.com/2006/06/notas-de-un-cuaderno-1.html
sustraía a la referencia bibliográfica la mención de tu prólogo. Ya está subsanado.
Me gustaría conocer la versión completa de ese estudio preliminar.
Abrazos
Querido Javier,
ResponderEliminarno te preocupes en lo más mínimo por el lapsus, que es perfectamente perdonable.
En los próximos días subiré las otras secciones del ensayo. Igualmente, si me confirmás tu última dirección de correo electrónico, te lo puedo enviar en un archivo adjunto.
Un abrazo interoceánico, Pablo.