viernes, 20 de agosto de 2010


SEÑALES DE LA NUEVA
POESÍA ARGENTINA


Hace algunos años, la revista española Reloj de Arena me solicitó una brevísima selección de la poesía argentina reciente para uno de sus números monográficos. Como la selección y el estudio introductorio que les envié resultó menos breve de lo esperado, sus directores decidieron publicar la antología en un libro, que apareció con el sello editorial de Llibros del Pexe (Gijón), en el 2004. Aquí presento el ensayo preliminar, tal como se lee en aquella publicación hispánica.

Los poetas incluidos en la selección, necesariamente restringida, eran los siguientes: Alejandro Bekes (Santa Fe, 1959), Elisa Molina (Córdoba, 1961), Roberto Malatesta (Santa Fe, 1961), Gabriela Saccone (Rosario, 1961), Esteban Nicotra (Villa Dolores, 1962), Beatriz Vignoli (Rosario, 1965), Laura Wittner (Buenos Aires, 1967), Sergio Raimondi (Bahía Blanca, 1968), Diego Muzzio (Buenos Aires, 1969) y Javier Foguet (San Miguel de Tucumán, 1977). Posteriormente, cuando se publicó en la revista Smerilliana de Italia (N° 7-8, 2007) una traducción de la antología, realizada por Amanda Salvioni, agregué asimismo textos de Pedro Mairal (Buenos Aires, 1970).





Vengo a veces a tomar café, leer y fumar al bar de una estación de servicio que está en las afueras de la ciudad donde vivo, en un cruce de rutas provinciales. No es el lugar que uno elegiría por puro gusto (de hecho, recalo aquí cuando traigo el auto a cargar gas), pero reconozco que le encuentro un extraño encanto. “Encanto”, por cierto, tampoco es la palabra justa; la dejo, no obstante, por el momento, en la libreta donde apunto las primeras notas para presentar esta breve muestra de la poesía argentina reciente. Digo que encanto no es el término adecuado, porque este parece ser el lugar del desencanto por excelencia. Tal vez por eso mismo, pienso ahora, ejerce a pesar de todo su paradójico hechizo sobre mí. En especial, siento que este es el sitio apropiado para reflexionar sobre aquello en que se ha convertido la poesía de nuestro país en los últimos años.

Veamos qué hay alrededor. El bar tiene las mismas características de todos los bares de estación de servicio: una gran caja de vidrio, con mesas y sillas de plástico atornilladas al piso, estanterías de metal con productos para el automóvil y para tentar a quien está de viaje (galletitas, golosinas, gaseosas, sandwiches envasados) o se ha olvidado el regalo para llevar a casa (ositos de peluche, cajas de bombones, juguetes). Todo aquí es impersonal y descartable, hasta los ceniceros. Por la vidriera se ve el playón de cemento de los surtidores y más allá el paisaje un tanto desolado del crucero de caminos: las banquinas polvorientas, donde el viento levanta por el aire alguna bolsa de plástico, y el asfalto de las rutas que van de sur a norte y de este a oeste de la provincia (estamos en una ciudad del centro de la Argentina, en Córdoba). Hacia el fondo de la avenida de entrada a la ciudad, al oeste, se adivina la silueta azulada de las sierras. Del otro lado, la llanura. Aquí estacionan especialmente camiones, de los que bajan hombres lentos y cansados, con el tedio de la cinta asfáltica metido en la mirada, pero igualmente llegan coches de distintas marcas y condiciones, camionetas que transportan mercadería o trabajadores del campo, moticicletas rugientes o carraspeantes... Llega asimismo, a pie, una mujer con un bidón para el querosén (todavía quedan algunos días invernales) y un viejito anda de ventanilla en ventanilla ofreciendo su ristra de salamines caseros. Bajo el sol de agosto, lucen alegres las pocas notas de color de unas flores plantadas por la Intendencia en la rotonda del crucero. Me acuerdo de una línea de Angelus Silesius, citada por un poeta joven, tan extraña en este medio como en el contexto de la nueva poesía argentina: “florece porque florece”. También asombra en este ámbito, entre hombres con pantalones grasosos y botas de goma hasta la rodilla, la belleza de una chica que atiende los surtidores, casi una aparición angélica en uniforme de YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales, hoy propiedad de Repsol).



Miro las caras y los cuerpos que vienen y van, llegan y pasan, y me pregunto si alguno de estos seres por casualidad llevará en la memoria al menos un verso de un poema, o si la poesía habrá significado algo alguna vez en el transcurso de sus vidas. Tal vez sí, tal vez no: prefiero ahora dejar la pregunta sin respuesta. Y la pregunta ha venido a mi mente porque ambientes como el de esta estación no son extraños a los que aparecen a menudo en la escritura que ha predominado en las dos últimas décadas. Con pequeños retoques, se me ocurre, esta escena podría figurar asimismo en cualquier película del realismo sucio norteamericano, y tal realismo ha sido una influencia importante en nuestras letras recientes. Me pregunto también qué pensarían estos hombres y mujeres (la señora del bidón de querosén, por ejemplo, o ese camionero que acaba de bajar pesadamente de su cabina, o la hermosa chica que pasa ocho horas diarias llenando tanques de nafta) de alguno de los poemas que perfectamente podrían tenerlos como protagonistas. Por ejemplo, estos versos de uno de los más nombrados poetas “neobjetivistas” argentinos: “La Shell falsificó mi firma / me dejó en la calle al lado de uno / recién llegado de Chernobil / que vende rezago radiactivo / en una mochila de tela de avión.”[1] Es difícil imaginar lo que pudieran pensar o sentir frente a estas líneas, pero me gustaría saberlo.

Desencanto, decía. Tal parece ser el temple común de las principales tendencias poéticas surgidas en las dos últimas décadas, particularmente en los autores de mi generación, los que ahora rondamos los cuarenta años, pero también en los más jóvenes. Más allá de los casos individuales (decisivos, sin embargo, cuando hablamos de poesía), creo que es posible detectar fácilmente algunos factores históricos que pueden haber favorecido esa extendida sensación de algo fallido, dentro y fuera de uno. Por un lado, condiciones epocales, que superan los límites nacionales, y que en su repercusión interna, en estos extramuros del mundo, de alguna manera nos convirtieron en una generación que creció en pleno arduo tránsito de nuestro país a la posmodernidad, la globalización y el imperio del nuevo capitalismo. La así llamada “crisis o muerte de las utopías”, si no me equivoco, por primera vez tuvo o tiene aún su lugar de agonía —también en el sentido etimológico del término—, como experiencia común, en nuestra generación (pensemos, sin más, que la que nos precede fue la que integró los cuadros jóvenes de la guerrilla de los años ’70). En el plano artístico, me parece que fuimos asimismo los primeros que sintieron con mayor nitidez la sonoridad falsa, anacrónica, que comenzaba a tener la palabra “vanguardia”, por lo menos en el sentido pleno que había tenido en las vanguardias históricas, y que todavía se escuchaba en los debates de la promoción anterior como medida del valor de una poética o una obra concreta. Todo esto ya había ocurrido, con varios años de anticipación, en otras literaturas.

Otros factores, esta vez propios de la vida del país, me parecen decisivos en la experiencia de nuestra generación: transcurrimos la adolescencia y los primeros años de juventud en el período de la dictadura militar (1976-1983); varias clases de nuestra franja generacional fueron las que se movilizaron cuando se estuvo a punto de ir a la guerra con Chile por el Canal de Beagle y luego cuando se declaró la guerra de las Malvinas; posteriormente, se vivió lo que todos en la Argentina recordamos bien: la esperanza democrática, los sucesivos fracasos, las oleadas emigratorias de los jóvenes (ya no por razones políticas, sino económicas), el lustre aparente y la creciente miseria promovidos por el régimen menemista, la ubicua corrupción, el presentimiento de pertenecer a un país irredimible, la fugaz ilusión de la Alianza de centroizquierda y el desmoronamiento de diciembre del 2001... Esto es historia sabida. Me parece que la línea divisoria, que crea una distinción importante entre los dos grupos generacionales que se han manifestado poéticamente en las últimas décadas, es la vivencia de los años de la dictadura, en un caso, y en el otro el crecimiento durante la vigencia de la democracia.

A la incidencia de los años del Proceso militar en nuestra generación me he referido ya en distintas ocasiones[2], y no querría insistir ahora en eso: baste con decir que más de diez años de violencia política, siete años de dictadura, una guerra absurda y el saldo que todos conocemos, no puede sino producir una huella apreciable en quienes han crecido y se han formado en esa atmósfera civil. Así lo señalaba en uno de los ensayos mencionados en nota, observando que “la atmósfera de violencia y luego de represión en que nuestra generación transcurrió los años de la adolescencia y primera juventud nos dejó una atención particularmente sensible (como quien lleva una herida en ese lado que no acaba de cerrar) hacia lo histórico, hacia las distintas formas de experiencia colectiva, que en nuestro país, por cierto, están más cerca del sufrimiento que de la felicidad. Creo intuir que en esta sensibilidad hacia lo histórico hay un luto colectivo que no ha terminado de cumplirse.”[3] En otras páginas sobre la misma cuestión, aclaraba, para evitar malentendidos, que “lo histórico no es el único motivo de esta poesía; ni siquiera afirmaríamos que es el central, a pesar de que incluso en poemas cuyo tema principal es otro suele advertirse la presencia de la historia como una especie de horizonte espectral, silencioso y sombrío.”[4]


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Ahora bien, las reacciones ante una misma circunstancia, como es obvio, pueden ser muy distintas. Si una nota común me parece, en general, el desencanto histórico, las elaboraciones de ese desencanto tienen múltiples variantes. La que ha predominado en estos años, cuantitativamente al menos, es la mimética, la que ha hecho del poema mismo un artefacto de registro neutro de la exterioridad imperante. El título citado del libro in progress de uno de los propulsores de esta tendencia, “Tomas para un documental”, creo que es una perfecta definición de tal poética: la mirada recorta un fragmento de realidad, lo describe con aparente impasibilidad, lo integra en una serie, virtualmente indefinida, de encuadres semejantes.

Es característico de este tipo de poesía el lenguaje prietamente cotidiano, con la incorporación de vocablos vinculados con la contemporaneidad (marcas comerciales, tecnicismos, préstamos del inglés, etc.) y la exclusión de todo término que pudiera tener algún relumbre de la tradición literaria. También lo caracteriza la reducción drástica de los recursos poéticos: a la máxima transparencia referencial se corresponde la máxima opacidad formal, con la supresión casi absoluta de la metáfora, la metonimia, el hipérbaton, la hipálage, etc. En el plano métrico, el solo tipo de verso utilizado es el verso libre. La cadencia silábica y acentual busca ser reemplazada, si así se puede decir, por la estructura sintáctica y la disposición gráfica en la página, aunque tampoco haya demasiado juego ideográfico en estos textos. No es una poesía que pretenda quedar grabada en la memoria, que intente dejarnos unos versos que nos acompañen en la soledad, sino que está destinada a la lectura en el papel (o sobre la pantalla), tal vez al estudio en las universidades, y de la cual nos resta una atmósfera, una anécdota, el perfil de un personaje, una posible interpretación alegórica del conjunto... Es decir, el lector espontáneamente tiende a leer estos poemas más como prosa que como poesía. Su carácter “prosaico”, tanto en los materiales cuanto en la elaboración de los mismos, ha sido destacado por la mayoría de los críticos que se han ocupado de esta tendencia. Edgardo Dobry señalaba en “Flaneurs desasosegados. Un panorama de la poesía argentina de los noventa”, publicado en la revista española la página: “poesía prosaica, en el límite inferior del versolibrismo, escrita en una lengua que incorpora lo coloquial y los clichés hasta sus grados más bajos”. También reconocía Dobry que la reducción al mínimo de la metáfora se debía a que ésta manifestaría “el dominio de una subjetividad activa”, y es justamente la subjetividad la que se halla bajo sospecha para estos autores. Emiliano Bustos, en “Generación poética del ’90, una aproximación”, caracteriza de la siguiente manera a la escritura de estos años: “realismo, por sobre todas las cosas, inmediatez, prosa, leyes que inventó la televisión y el rock [...], apatía y cinismo [...], humor, literatura y antiliteratura, irrefutable tercer mundo, chatarra, basura, márgenes de todo tipo, y lo secundario en general”[6].



Bustos distingue de este tipo poético un segundo “gesto”, que habría surgido hacia la mitad de la década, esbozado por poetas más jóvenes, en su mayoría, y en su mayoría mujeres: “Este segundo ‘gesto’ comparte con el primero su proximidad a lo real en general, y en muchos sentidos el paisaje es el mismo”, pero buscaría salir de la clausura realista por medio de lo lúdicro, denominado por el crítico, con justeza, “jueguito”. Ana Porrúa señala que en esta línea de poesía deliberadamente ingenua —pero de una ingenuidad algo perversa, notemos, como de niñas con trenzas que trajeran bajo las falditas medias de red y ligas— “la poesía habla desde un lugar de infancia y se hace cargo solamente de la miniatura, de lo pequeño”. Y Bustos: “Esta ‘infancia’ a la que adhieren varios poetas, sin ser el único rasgo de la última parte de los ’90, me parece el más importante, y es, además, lo obvio, lo tonto, el refrán rebautizado”. Creo que no está errado este joven poeta y crítico cuando observa la proximidad de tal escritura “blanda” con la de los realistas “duros” y cuando puntualiza que “en muchos sentidos el paisaje es el mismo”: en efecto, en ambas se verifica la irrupción de la cultura de masas en el ámbito que mayor resistencia le había ofrecido durante toda la modernidad — precisamente el de la poesía".

Así parece confirmarlo el “Ars poetica” de uno de los autores más característicos de la tendencia objetivista, tal como se lee en la última antología de la joven poesía argentina, Monstruos. Dice Alejandro Rubio (Buenos Aires, 1967):

La lírica está muerta. ¿Quién tiene tiempo, habiendo televisión por cable y FM, de escuchar el laúd de un joven herido de amor? Los que extrañan celebran ritos de conmemoración tan aburridos como un 25 de mayo [fecha en que se celebra en la Argentina la Revolución de Mayo de 1810], donde lo que antaño fue presencia se convierte en un fantasma desleído, que mendiga de los vivos un poco de atención póstuma. Se podría decir que estamos en tiempos de barbarie y que es deber de los poetas mantener encendida la llama para un futuro mejor. Habría que responder que la lírica no fue un espíritu, sino una manifestación social, y que valdría más la pena apostar a una nueva posición ante el lenguaje en la que entren en cuestión los rasgos de la contemporaneidad. Esa es, al menos, mi apuesta y la de otros poetas que publican o no, y que esperan una lectura que destaque en ellos lo nuevo, aunque lo ‘nuevo’ sea a veces sólo una mirada perversa hacia la tradición. El cadáver de la lírica, en efecto, puede abonar una tierra baldía.[11] 

Tal programa ferozmente liricida puede verificarse en las composiciones de estos autores, a quienes se les puede haber achacado muchas cosas, quizás injustamente (culto del tedio, banalidad versificada, esnobismo de la novedad, literatura para literatos, etc.), pero nunca incoherencia entre su teoría y su práctica. La renuncia a la esfera íntima y cordial, a los “universales del sentimiento”, que han sido la dimensión dilecta de la lírica, y la renuncia a todo aquello que pudiera favorecer la admiración estética, da a sus textos la impasibilidad flemática de una suerte de parnasianismo invertido, cuya aséptica objetividad ya no rindiera homenaje a la belleza, sino a su ausencia. He citado al comienzo un poema de Daniel García Helder (Buenos Aires, 1961); para completar la presentación de esta tendencia en la poesía argentina última, luego de los asertos críticos de Rubio, transcribiré un fragmento —necesariamente breve— de un largo poema de otro objetivista de los ’90, Martín Prieto (Rosario, 1961):

El bibliotecario —moreno, enjuto, amable / hasta la exasperación— anota con letra desprolija / un número de código, una fecha, “¿va a trabajar?” / TRABAJO // 3 Cosa producida por el entendimiento. / //5 Esfuerzo humano aplicado a la producción de riqueza. / Se usa en contraposición de capital. / Sí, voy a producir una cosa por el entendimiento. / Voy a leer, voy a comparar, voy a escribir, voy a trabajar. / La madera de la mesa en un declive / de menos de 45 grados, / simétrico al que cae sobre el abdomen de mi vecino, / dieciocho años, / el reflejo de mi cara en el vidrio centelleante / de sus anteojos y abajo, sobre la madera, / fulminado bajo el foco / que conforman sus ojos derecho e izquierdo, / un volumen de Ferrater Mora, páginas 90 y 91, / los números al revés, un lápiz Staedtler igual al mío, / intercambiable salvo porque / un pájaro negro, como si fuese un gorrión, / pero negro, o como si fuese un mirlo / con la forma de un gorrión, / un pájaro, en fin, tan sorprendente / se posa sobre el alféizar de la ventana / que ilumina cada una de las mesas de la biblioteca: / las conozco a todas. / Quince años sentado a estas mismas mesas, / leyendo, estudiando, trabajando. / Hay veces que la vista se distrae de su objeto natural / y se pasea, vacante, por las inmediaciones. / En la de adelante, a la izquierda... Etc.[12]


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Aunque nunca antes, probablemente, como ahora, se haya dado un predominio tan homogéneo y compacto de una concepción poética en los principales medios de difusión de la literatura en la Argentina (desde los suplementos literarios de los principales diarios hasta los recitales de poesía, pasando por las revistas y los sitios de Internet), afortunadamente la realidad es más compleja y rica en voces discordantes de lo que podríamos suponer en una mirada superficial. En efecto, no toda la poesía argentina es reductible a realismo, impersonalidad objetivista, prosaísmo, versolibrismo, parodia, “rock-fútbol-y-política”, infantilismo lúdicro, “sermo plebeius” y “defensa de la incorrección literaria”.

Si la tendencia antilírica ha sido la más difundida en las dos últimas décadas, hay otros poetas del período que no han derivado del desencanto necesariamente una negación del canto. Para ellos, la célebre frase de Sergio Solmi tiene una notable validez: “Una ilusión de canto que milagrosamente se sostiene después de la destrucción de todas las ilusiones”.

Visto el conjunto en perspectiva, llama la atención la distancia que separa a una de otra tendencia. Mientras los objetivistas extraen de la existencia de la TV por cable y la FM una excelente razón para la extinción de la lírica, sus contemporáneos líricos ven en ello un buen motivo para hacer de la poesía una experiencia menos ficticia, más honda y firme que la que transmiten los medios masivos de comunicación: el hombre —afirmarían estos últimos— sigue gozando y sufriendo del amor, sigue temiendo o deseando o lamentando la muerte, sigue alegrándose o doliéndose de su suerte o de la de los demás hombres, motivos existenciales que pueden derivar en un poema tan actual y por lo menos tan interesante para la “atención póstuma” del lector cuanto las acepciones de la palabra “trabajo” en un diccionario o lo que registra la mirada en una biblioteca.

Si los objetivistas niegan el yo, lo eluden sistemáticamente, los líricos actuales hacen de él un espacio donde todavía es posible la confidencia, el diálogo con los otros que están dentro y fuera de nosotros mismos. Mientras los primeros recurren únicamente al verso libre, los segundos —con variaciones, por cierto, de acuerdo con la destreza técnica y el oído musical de cada cual— no desdeñan los recursos métricos, aun cuando puedan practicar también el verso libre o el verso fluctuante teorizado por Pedro Henríquez Ureña (son raros, sin embargo, casos como el de Alejandro Bekes, que escribe casi exclusivamente en formas métricas tradicionales y cultiva incluso el soneto, una estructura prácticamente ausente desde hace medio siglo en la poesía argentina). Si los antilíricos se ejercitan preferentemente en la parodia y la ironía[13], los líricos indagan más bien por medio de la piedad y la simpatía —en su sentido etimológico— en la multiplicidad de ocasiones trágicas y tragicómicas que ofrece la experiencia del hombre contemporáneo, empleando la ironía limitadamente, como correctivo, sólo como un medio para evitar lo patético y la (auto)conmiseración. Mientras los objetivistas hacen una programática “defensa de la incorrección literaria”[14], 'incorrección' que puede extenderse desde lo cultural hasta lo ortográfico y es planteada en términos de displicente distancia con respecto a una tradición literaria y lingüística rechazada, los líricos por lo general tratan de escribir bien, vale decir, ser dignos de la lengua que utilizan y extraer la mayor intensidad expresiva posible del idioma en que escribieron los poetas que aman y admiran, persiguiendo lo nuevo no en cuanto negación de lo anterior, sino como continuidad, actualización, renovación o incremento del pasado en el presente. Si la poesía de los antilíricos, como la crítica ha señalado repetidas veces, “parece acercarnos con zoom lo trivial de las hablas; trae el sermo plebeius y lo instala tranquilamente en el poema" [15], los poetas líricos en su mayoría escriben sus textos como personas que hablan con su vecino, pero también como personas que leen y releen con pasión a sus poetas preferidos: vale decir, predomina en ellos el lenguaje medio y actual[16] con que un hombre que ha hecho la escuela secundaria y tal vez la universidad, que lee los periódicos y que pasa buena parte de sus días con un libro en las manos, puede hablarse a sí mismo o dirigirse a un amigo.

Tantas y tales divergencias remiten asimismo, por cierto, a importantes diferencias en las lecturas predilectas, no sólo de la tradición poética argentina, sino también castellana y universal en general. No es difícil percibir en los objetivistas la continuidad con el realismo coloquialista de los años ’60 —desactivada ya, sin embargo, la proyección inmediatamente política, militante, de la escritura sesentista—, con la vena paródica de Leónidas Lamborghini o la llaneza reflexiva y escéptica de Joaquín Giannuzzi, así como el ascendiente de autores más próximos, como Néstor Perlongher, Ricardo Zelarayán, Arturo Carrera, Diana Bellessi, etc. Se diría plenamente ausente la lección de la poesía española y de la hispanoamericana previa al surgimiento de las vanguardias (hay una cierta fobia en ellos hacia toda la poesía con métrica y rima, lo cual los aleja incluso de antecedentes importantes en la indagación realista, tales como Baldomero Fernández Moreno en la Argentina, Luis Carlos López en Colombia o Ramón López Velarde en México)[17]. Es fundamental en cambio la influencia del objetivismo norteamericano y anglosajón en general: Carver, en primer lugar, pero quizá también otros poetas anteriores de mayor envergadura, como Ezra Pound, T. S. Eliot o William Carlos Williams.

Para los líricos es más arduo trazar líneas comunes de ascendencia, por cuanto no han configurado una tendencia tan compacta como la de sus contemporáneos objetivistas. Puede encontrarse desde la presencia de la lírica meditativa de Jorge Luis Borges, Antonio Machado o Luis Cernuda en Alejandro Bekes, hasta la reminiscencia dantesca, bíblica o eliotiana en Diego Muzzio; desde el Ungaretti de L’Allegria o la tragicidad del último Pavese en Esteban Nicotra, hasta el pulido imaginativo y epigramático de Wallace Stevens en Elisa Molina... Se advierte en general en estos autores una mayor atención hacia la poesía española, particularmente el Siglo de Oro, Bécquer, Antonio Machado y los poetas del ’27, así como en la lírica hispanoamericana a Darío, Martí, el Neruda de los Veinte poemas y Residencia en la tierra, César Vallejo, Xavier Villaurrutia, etc. En la tradición poética argentina, creo que Borges es una admiración compartida; también, en algunos, Banchs, Mastronardi, Wilcock, y poetas más recientes, tales como Horacio Castillo, Alejandro Nicotra, Rodolfo Godino, Juan Manuel Inchauspe... En cuanto a la generación precedente, la de los años ’70, creo que varios destacarían el valor de la crítica ‘revisionista’ de Ricardo H. Herrera, en su época más polémica e intempestiva.

Ahora bien, ¿de qué cualidad es el lirismo de los nuevos poetas? Lirismo atenuado, lo llamaría yo. En varios sentidos. Por una parte, es un lirismo apagado, en sordina, que busca eludir toda retórica del énfasis. La suya, por lo general, es música de cámara, no operística. Si el empeño lírico los acerca a la tendencia neorromántica setentista, los aleja decididamente de ella el rechazo de la altisonancia, de la imaginería escenográfica de origen literario y del culto del Poeta como un ser excepcional, órfico y dionisíaco, pero más bien distraído de su tiempo y de las preocupaciones de los comunes mortales. Necesidad de la poesía y horror de la literatura se diría que van juntos en los líricos de los últimos años: necesidad de una palabra que brote de la existencia y donde la vida a la vez abreve su significado más hondo y verdadero.

Lirismo atenuado, entonces, también en el sentido de mediado por el contraste con la experiencia: ni la imaginación sin límites ni la mera mímesis, la chispa de lo lírico aquí surgiría de la dialéctica entre ambos extremos. En la selección que presentamos se encontrarán múltiples ejemplos de esta dialéctica.

Dado que tal lirismo se manifiesta a menudo como un plus de la vivencia concreta, como una luz que inesperadamente tornasola de nuevos sentidos lo que ya se creía conocido, la poesía de estos autores suele asumir el carácter de una indagación metafórica y meditativa sobre los materiales de la cotidianidad, que se muestra tanto en las imágenes cuanto en el tono epigramático de muchos de sus textos. En general, se advierte en el conjunto que la poesía es para ellos una manera de interrogación de su presente y su pasado, mientras el futuro parece una línea desdibujada, que ya no enciende demasiadas ilusiones.

Alineación al centro

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La selección que he realizado para Reloj de Arena tiene todos los límites de una antología personal y de una muestra extraída de un paisaje en continuo movimiento. Al lector de las páginas precedentes no se le ocultará mi preferencia por la poesía que ha logrado salvar el peso gravitatorio del desencanto a través de un medido lirismo, pero alego a mi favor que al elegir a los autores sólo me he basado en la eficacia poética de sus textos, más allá de su adscripción a una u otra concepción estética.

Así, se encontrarán poetas que desde su aparición han estado vinculados con el objetivismo y sus publicaciones (revistas como Diario de poesía y Vox, editoriales como Libros de Tierra Firme, Siesta o la misma Vox), y otros que por el contrario han manifestado búsquedas más próximas al lirismo (y que han publicado en revistas como Fénix o Hablar de poesía, y en editoriales y colecciones como El Imaginero, Grupo Editor Latinoamericano y la misma Fénix). En la línea objetivista, me parece advertir una mayor intensidad poética en la escritura de las mujeres, quizá por razones semejantes a las que Pedro Henríquez Ureña argumentaba al destacar la lírica femenina en el período postmodernista en Hispanoamérica, como ya lo había hecho antes Federico de Onís en su Antología de la poesía española e hispanoamericana de 1934 (hay notables puntos de contacto entre el postmodernismo argentino e hispanoamericano y el momento presente de nuestra poesía).

En fin, no quiero abundar en justificaciones: sólo agregaré que son poetas cuyos libros yo elegiría tomar de la biblioteca una noche cualquiera, para leerlos a la luz de la lámpara, por el puro placer de la lectura. Esta es, al fin de cuentas, la piedra de toque de nuestra valoración real de una obra: no tanto su importancia como ilustración de una interesante teoría, ni como delantera en una hipotética evolución de la literatura, sino más bien su poder de estremecernos y encantarnos con palabras, una y otra vez como la legendaria Schahrazada, palabras que sigan haciendo resonar su enigma luego de la lectura, extraños sortilegios para acompañarnos en la hora de la soledad y extraer luces y sombras de nuestro destino.


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Como en un ritual propiciatorio, vuelvo para concluir estas anotaciones al bar de la estación de servicio donde tomé los primeros apuntes y tracé un esquema ideal de la antología. Ya la primavera está avanzada, y hay colores más profusos y vivos —rojos, violetas, azules, amarillos— en la rotonda del crucero de las rutas. Pienso que en España comienzan a llegar los días fríos, y por el hilo de este pensamiento de las estaciones antípodas me pregunto cómo se leerán allá estos poemas de la poesía argentina de los últimos años. Tal vez nunca como en las décadas pasadas se haya dado una brecha tan amplia y honda —principalmente de desconocimiento— entre la poesía argentina y la poesía española, que en otros tiempos estuvieron tan unidas. De allí que iniciativas como la de Reloj de Arena me parezcan tan valiosas, y se agradece su generosidad. Algo semejante venimos propiciando por nuestra parte en la Argentina, con la creencia de que no hay peor empobrecimiento para una literatura que el enclaustramiento dentro de las propias fronteras.

Levanto la cabeza de la libreta donde garabateo estas líneas finales, y miro otra vez las gentes que continuamente van y vienen, llegan y pasan: mayor que toda distancia es el abismo que se ha abierto entre la poesía y la vida del hombre y la mujer de nuestro tiempo. Me respondo a la pregunta que dejé pendiente al comienzo de estas páginas: no hay duda alguna de que nadie aquí reconocería siquiera un nombre o un verso de los que integran esta muestra poética. Y sin embargo, más allá de todo desencanto, también para ellos y tal vez por ellos, como una ofrenda necesaria o absurda —como esos brotes irisados que florecen porque florecen—, seguramente han sido escritos estos poemas.

                                                           
                                                                                                                                                                  Pablo Anadón

Alta Gracia, entre agosto y octubre de 2003




NOTAS


[1] GARCÍA HELDER, Daniel: De “Tomas para un documental”, en: Monstruos. Antología de la joven poesía argentina, Selección y prólogo de Arturo Carrera, Buenos Aires, FCE / ICI, 2001, pág. 73.
[2] He intentado aproximarme a esta difícil problemática en los siguientes ensayos: “La herida de la historia y el tono de la poesía / Tres poetas argentinos de los últimos años”, en: Quaderni del Dipartimento di Linguistica, Facoltà di Lettere e Filosofia, Università degli Studi della Calabria, Rende (Italia), Nº 9, Serie Letteratura 5, 1993, págs. 95-108 (luego, en versión corregida, en: Poesía, Revista del Departamento de Literatura de la Universidad de Carabobo, Venezuela, 1995, Año XXIV, Nº 108, págs. 27-39); “Poesía e historia / Algunas consideraciones sobre la poesía argentina de las últimas décadas”, en: VV.AA., Actas / Primeras Jornadas Internacionales de Literatura Argentina / Comparatística, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 1995, págs. 245-251 (luego, en versión corregida, en Fénix Nº 1, Córdoba, Ediciones del Copista, Abril de 1997, págs. 9-22), y en “Más sobre poesía e historia”, en Fénix Nº 5, Abril de 1999, págs. 137-166.
[3] “Más sobre poesía e historia” cit., pág. 164.
[4] “Poesía e historia / Algunas consideraciones sobre la poesía argentina de las últimas décadas” cit., en Fénix Nº 1, pág. 21.
[5] El “panorama”, en realidad, se ceñía a unos pocos autores, principalmente de la tendencia objetivista que venimos reseñando, todos de la ciudad de Rosario: Daniel García Helder, Martín Prieto, Beatriz Vignoli, etc. A pesar de estos límites, el crítico hace lúcidas observaciones sobre el conjunto, que pueden tener una proyección sobre el neobjetivismo en general.
[6] BUSTOS Emiliano: “Generación poética del ’90, una aproximación”, en: Hablar de poesía, Nº 3, Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano, junio de 2000, pág. 98.
[7] Ibidem, pág. 101.
[8] PORRÚA, Ana: “Notas sobre la poesía argentina reciente y sus antologías”, en Punto de Vista, Nº 72, Buenos Aires, abril de 2002, pág. 24.
[9] Bustos cit., pág. 102.
[10] “Los poetas de nuestro tiempo tienen miedo de decir yo —afirma Eugenio de la Torre—, con lo cual obedecen a la ideología dominante. Ésta nos propone (nos impone) un mundo impersonal, un mundo gobernado por anónimos grupos empresarios y computadoras sin cara. Que nadie se confunda: el ingenuo objetivismo de hoy, heredero disminuido o inválido del nouveau roman, nada tiene que ver con la triple negación budista. No hay en él la sabiduría de oriente sino la simplificación del mercado.” (Cit. por TEPTIUCH, Emilio: “Fuga y retorno”, en Fénix, Nº 6, Ediciones del Copista, Córdoba, Octubre 1999, pág. 114).
[11] RUBIO, Alejandro: “Ars poetica”, en Monstruos cit., pág. 160.
[12] PRIETO, Martín: “En la biblioteca, trabajando”, en Monstruos cit., pág. 143.
[13] Arturo Carrera, en el prólogo a Monstruos, absolutiza esta práctica, citando a uno de los autores de mayor influencia en los antilíricos, Leónidas Lamborghini: “un rasgo distintivo común a todos los poetas de los años ochenta y noventa: el quiasma o cruce constante de teorías de las percepciones cotidianas donde el humor, lo grotesco, el lirismo ironizado, el absurdo entre el horror y la risa asimilan toda distorsión y la devuelven multiplicada” (Monstruos cit., pág. 11). Por lo que venimos exponiendo, tal absolutización resulta claramente reductiva.
[14] La observación es de Ana Porrúa: “La figura del monstruo recorre, bajo distintos ropajes, la mayor parte de la poesía de los ’90 y se recorta contra algo anterior. Desde el lugar de la enunciación casi programática, aparece la defensa de la incorrección literaria: «Nunca leí el Quijote. / En todo caso sueño con Alien / escupiendo los huesos de Don Q. en el basural»” (Porrúa cit., pág. 24). Los versos pertenecen a Martín Gambarotta, uno de los más celebrados autores del objetivismo actual.
[15] CARRERA cit., pág. 11. Ana Porrúa retoma la observación de Carrera: “Otra de las instancias para pensar un recorte de la nueva poesía está caracterizada por Carrera como «lo trivial de las hablas», «el sermo plebeius», es decir la conversación (o la murmuración e incluso las habladurías) propias del pueblo, de la plebe y opuestas a los patricios.” (PORRÚA cit., pág. 25). No deja de llamar la atención esta contraposición tan neta entre lo plebeyo y lo patricio, más propia de una sociología del siglo XIX que de los actuales estudios sociales y culturales.
[16] (Ninguno, que yo sepa, ha emulado los logrados alardes imitativos de Banchs en El cascabel del halcón).
[17] Entre otras señales, que se pueden detectar en numerosos textos críticos del objetivismo más ortodoxo, es sintomática de esta fobia el artículo “Realismo, verismo, sinceridad” de Martín Prieto, incluido en un tomo reciente de la Historia crítica de la literatura argentina dirigida por Noé Jitrik (El imperio realista, Emecé, Buenos Aires, 2002, págs. 321-344). En un estudio sobre el realismo en la poesía argentina, a Prieto le basta con señalar la presencia de la “musicalidad” como un elemento decisivo en los poetas postmodernistas para desestimar el aporte que pudieron hacer al realismo estos poetas, ciñéndose en su análisis a tres poetas vanguardistas de los años ‘20. Lo notable del caso es que el poeta y crítico pareciera no advertir que en casi todas las citas que hace de estos últimos autores campea la rima, al mejor estilo lugoniano, e incluso, en la mayoría de los fragmentos transcriptos, la métrica, la detestada “musicalidad”.

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