miércoles, 7 de mayo de 2014

OTRO ESCRITOR ARGENTINO





Puede decirse que dedicó los mejores años de su vida a trabajar en su obra, con entusiasmo, con paciencia y esfuerzo sostenido, con absoluta dedicación, en las horas que le dejaban sus otros trabajos, los de “pan llevar”. Para ello, necesaria o desgraciadamente, descuidó muchas cosas: descuidó, en primer lugar, a su familia (¡ah, ver crecer de nuevo a sus hijos, jugar largas horas con ellos y acompañarlos mientras se dormían!), descuidó a sus amigos, su carrera profesional, su cuenta bancaria, su salud, los viajes, las diversiones del fin de semana – la vida, en fin. Cuando murió, luego de un “colapso masivo” de su organismo (¿cirrosis?, ¿cáncer de pulmón?, ¿derrame cerebral?), según el impreciso parte médico del hospital público donde estuvo internado en los últimos días, no tenía una sola propiedad y sus ahorros apenas alcanzaron para pagar el velatorio y la cremación. Dejó en herencia una incómoda biblioteca de cientos de volúmenes, bastante ajados y llenos de minuciosas anotaciones a lápiz, asteriscos, corchetes y subrayados, que, cuando hubo que desalojar la casa que alquilaba, donde vivía solo, fue mal vendida a una librería de usados, por metro de libros, como suele hacerse. Aunque había publicado algunos tomitos de versos y prosas, que pasaron en su momento sin mayor pena ni gloria, la obra a la que había consagrado sus desvelos de más de una década quedó manuscrita, en una pila de cuadernos escolares, con letra cuidadosa pero casi indescifrable. Sus hijos la encontraron en el caos del escritorio y, esperanzadamente, la dieron a leer a un par de escritores locales, a un crítico del diario de la ciudad y a varias editoriales nacionales. Algunos no respondieron a la consulta; otros, de modo casi coral, les dijeron que, por lo que se podía entender en el galimatías de la escritura, lamentablemente, era impublicable: tal vez tuviera su importancia, pero su estilo, e incluso sus temáticas, correspondientes a la juventud del autor, ya estaban pasados de moda y sería imposible hacerla comentar en los suplementos culturales y, por lo tanto, que entrara en el mercado literario. Por otra parte, digitalizar esas miles de páginas manuscritas sería muy engorroso y costoso y la obra, en fin, no valía la pena de tamaño esfuerzo. Los hijos, pues, han guardado los cuadernos, amorosamente envueltos en un pañuelo de seda que solía usar su padre, junto a la urna en que conservan sus cenizas. Ya verán los nietos qué hacer con todo eso.


P. A.
Córdoba, 05-V-14

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