OTRO
ESCRITOR ARGENTINO
Puede decirse que
dedicó los mejores años de su vida a trabajar en su obra, con
entusiasmo, con paciencia y esfuerzo sostenido, con absoluta
dedicación, en las horas que le dejaban sus otros trabajos, los de
“pan llevar”. Para ello, necesaria o desgraciadamente, descuidó
muchas cosas: descuidó, en primer lugar, a su familia (¡ah, ver
crecer de nuevo a sus hijos, jugar largas horas con ellos y
acompañarlos mientras se dormían!), descuidó a sus amigos, su
carrera profesional, su cuenta bancaria, su salud, los viajes, las
diversiones del fin de semana – la vida, en fin. Cuando murió,
luego de un “colapso masivo” de su organismo (¿cirrosis?,
¿cáncer de pulmón?, ¿derrame cerebral?), según el impreciso
parte médico del hospital público donde estuvo internado en los
últimos días, no tenía una sola propiedad y sus ahorros apenas
alcanzaron para pagar el velatorio y la cremación. Dejó en herencia
una incómoda biblioteca de cientos de volúmenes, bastante ajados y
llenos de minuciosas anotaciones a lápiz, asteriscos, corchetes y
subrayados, que, cuando hubo que desalojar la casa que alquilaba,
donde vivía solo, fue mal vendida a una librería de usados, por
metro de libros, como suele hacerse. Aunque había publicado algunos
tomitos de versos y prosas, que pasaron en su momento sin mayor pena
ni gloria, la obra a la que había consagrado sus desvelos de más de
una década quedó manuscrita, en una pila de cuadernos escolares,
con letra cuidadosa pero casi indescifrable. Sus hijos la encontraron
en el caos del escritorio y, esperanzadamente, la dieron a leer a un
par de escritores locales, a un crítico del diario de la ciudad y a
varias editoriales nacionales. Algunos no respondieron a la consulta;
otros, de modo casi coral, les dijeron que, por lo que se podía
entender en el galimatías de la escritura, lamentablemente, era
impublicable: tal vez tuviera su importancia, pero su estilo, e
incluso sus temáticas, correspondientes a la juventud del autor, ya
estaban pasados de moda y sería imposible hacerla comentar en los
suplementos culturales y, por lo tanto, que entrara en el mercado
literario. Por otra parte, digitalizar esas miles de páginas
manuscritas sería muy engorroso y costoso y la obra, en fin, no
valía la pena de tamaño esfuerzo. Los hijos, pues, han guardado los
cuadernos, amorosamente envueltos en un pañuelo de seda que solía
usar su padre, junto a la urna en que conservan sus cenizas. Ya verán
los nietos qué hacer con todo eso.
P. A.
Córdoba, 05-V-14
No hay comentarios:
Publicar un comentario