martes, 30 de octubre de 2012


En memoria del poeta
 Jorge Andrés Paita
(Buenos Aires, 1931-2012)




El 27 de octubre pasado falleció en Buenos Aires el poeta Jorge Andrés Paita. Aquí lo recuerdo con un poema de su primer libro y con una nota que escribí sobre su tercer y último libro, Eros en Amazonia.



AFTER SIX

Hoy no quiero bocados
pringosos ni animal muerto,
no voy a fijarme metas
y espero que nadie estorbe
tan enorme silencio de la luna en el patio.

Renuncio a hacer el recuento
de mi vida, que es como todas,
y renuncio al asesinato,
de manera especial a ése
que aún me tienta, me tienta.

Un baño, sí, cigarrillos,
té claro y algunas frutas:
esta noche me tocan
música y versos hasta que me canse.


JORGE ANDRÉS PAITA

[De su libro Cuatro puertos,
Editorial Cuarto Poder, Buenos Aires, 1976]



*


DESTELLOS EN EL AGUA CENAGOSA

[Sobre Eros en Amazonia, de Jorge Andrés Paita,
Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1999]


Jorge Andrés Paita  pertenece a esa estirpe de autores que todo lo que hacen lo hacen bien, pero que nunca son valorados como se merecen. “Poetas sin mito” los podríamos llamar, recordando un poema de Horacio Armani. Dado que entre nosotros escasea ese específico instrumento cultural que sirve de balanza y cernidor llamado “crítica”, el prestigio de una obra, antes que de la eficacia artística y la intensidad humana de los textos que la componen, suele provenir más bien del aura anecdótica que rodea al autor, cuando no de sus preferencias políticas, sexuales, etc. Que la obra, luego, sea más o menos buena o mala, es un detalle accesorio: haciendo honor a la etimología, debe ser leída para confirmar el valor otorgado a su leyenda.
Debo reconocer, con todo, que en mi caso personal la figura poética de Paita no ha carecido de su halo mítico, aunque sólo hace un año le haya visto la cara y hayamos intercambiado un fugaz apretón de manos. Es que en aquella edad en que el enigma de la vida comienza a revelarse con el mismo delicioso desasosiego que el de la poesía, yo leía con avidez esa revista ejemplar que este poeta creó y dirigió entre 1976 y 1977, Escritura, y merodeaba, sin entender del todo, los poemas de su primer libro, Cuatro puertos (Editorial Cuarto Poder, Buenos Aires, 1976). También por esos años tuve ocasión de conocer la lucidez y elegancia de sus notas críticas, que desde entonces no he vuelto a ver publicadas. Poco tiempo después fue responsable de uno de los mejores momentos del suplemento literario del diario La Prensa, y en 1983 la editorial Monte Ávila publicó su libro Señales del Segundo Milenio. Luego, cuando dejó La Prensa, no volví a saber de su obra ni de él, y alguien me comentó que se había ido a vivir a Montevideo.
A quince años de su segundo libro, ha aparecido el que ahora nos ocupa, de título tan singular como los poemas que incluye: Eros en Amazonia (Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1999). Voy por la octava relectura, y sigo preguntándome en qué consiste el secreto de esa singularidad. Sin una respuesta definitiva (¿cómo explicar la gracia de un estilo?), anoto algunas posibles aproximaciones a ella.
He usado la palabra “gracia”; si a ella se asocian las connotaciones de brillo y levedad, no ha sido afortunada. Estos poemas, aunque no se priven del fulgor de la metáfora y ciertos momentos de suspensión lírica, poseen más bien, en cambio, la predominante opacidad de la experiencia que se han propuesto aprehender y una morosa ―pero bien medida― discursividad. “A un día de su fuente ―reza una línea de Char citada en el libro― el agua es cenagosa”. De modo parecido, comparaba Machado: “Como yo, cerca del mar, / río de barro salobre, / ¿sueñas con tu manantial?”.
Toda poesía nace, quizá, de ese impulso por devolver la vida a la pureza de su manantial, pero hay poetas que intentan captar ese instante prístino en sí mismo, cuando la roca se hace oído del líquido murmullo, y otros que buscan el destello irisado en medio del caudal oscuro, oleaginoso, de los años y la época.
Éste último es el caso de Jorge Andrés Paita en Eros en Amazonia. Tanto en sus invectivas y homenajes a las mujeres en la primera sección del libro (“Del amor en Amazonia”), como en sus recreaciones de momentos y personajes de la historia en la segunda (“Del pasado presente”), o en los pormenores de ese aguafuerte del mundo al final de una época y de la existencia en su entrada a la vejez (“En la orilla”), hay una avidez de inocencia y una tristeza inconfundible, la que el poeta de Campos de Soria ha enseñado a reconocer: “tristeza que es amor”.
En la clausura padecida por ese amor, y en sus raras liberaciones (“cuando el turbio mirar se aquieta y el ver bendice” con que se cierra el libro), puede hallarse una razón de la complejidad tonal del conjunto: se pasa de la ironía al pathos, de la broma a la plegaria, del llanto a la sonrisa y a la imprecación, con una facilidad que no es extraña a la existencia (Edoardo Sanguineti nos decía hace poco que a su juicio el estilo tragicómico era el que mejor representaba la vida moderna), en especial cuando nos abruma y cuando la soledad hace del soliloquio un vocerío atronador, pero que no es común en nuestra poesía. Del mismo modo, raras combinaciones métricas (¡dodecasílabos de seguidilla!, eneasílabos de arduos acentos…) conducen a los versos sobre el filo de prosaísmo y lirismo, crudo realismo y estilización, y trazan sílaba tras sílaba, sin auxilio de ninguna leyenda, los rasgos de un rostro humano creíble, al fin, por su sola evidencia poética.


Pablo Anadón

[Reseña publicada en la revista Fénix / poesía-crítica, Ediciones del Copista, Córdoba, Nº 6, Octubre 1999, y en el Suplemento Literario de La Gaceta, San Miguel de Tucumán, 21 de noviembre de 1999, pág. 3]

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