lunes, 11 de julio de 2011

BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO
Y LA POESÍA DE LA CIUDAD




Como en tantos aspectos de la poesía argentina de la primera mitad del siglo XX, la obra poética de Lugones también se muestra precursora en la incursión en la temática ciudadana. Así aparece, por ejemplo, en su célebre poema “El solterón”, publicado en Los crepúsculos del jardín en 1905. No es necesario que el texto se extienda en descripciones exhaustivas del paisaje urbano, de las nuevas multitudes concentradas en la metrópoli portuaria. Basta que trace un par de pinceladas externas (la bruma sobre el río, las dársenas, el arrabal a la hora del crepúsculo, las golondrinas vistas a través de la ventana...), que se nos presente, con ese lujo de detalles sensoriales propio del modernismo y esa minuciosidad prosaica propia del postmodernismo, el cuadro de la habitación donde el solterón transcurre sus días solitarios, o que se aluda a los vagos estremecimientos que al hombre le provoca “si su coqueta vecina / saca la breve botina / por los hierros del balcón” y si a “la niña del arrabal” se le da por conversar “temas picantes” con el canario, para que podamos imaginarnos perfectamente “la tristeza sórdida del barrio de Barracas”, aunque ésta haya sido transformada, como ha señalado Ricardo H. Herrera, “en una estampa holandesa, a fin de tornar absolutamente patéticas las ridículas ilusiones del personaje del poema.”

Pero es en Lunario sentimental donde la ciudad moderna se presenta con una inmediatez realista que resulta asombrosa, difícil de ser asimilada al contexto de la poesía argentina e hispanoamericana de la época. Tenemos que remitirnos a los primeros poemas escritos por T. S. Eliot luego del conocimiento de la poesía de Jules Laforgue, quien fue el decisivo mentor tanto del norteamericano cuanto del argentino, para encontrar un equivalente aproximado de la novedad aportada por Lugones con el Lunario. Sólo que este libro aparece en 1909, mientras que los textos mencionados de Eliot (“Preludes”, “Portrait of a Lady” y especialmente el significativo poema “The Love Song of J. Alfred Prufrock”) comenzaron a componerse fragmentariamente hacia 1909-1910 y su publicación en libro recién ocurrirá en 1917, con Prufrock and Other Observations.

Los textos de Lunario sentimental donde la presencia ciudadana es más importante y evidente, son “Los fuegos artificiales” y “Luna ciudadana”. “Los fuegos artificiales” describe, a lo largo de casi doscientos versos, las variaciones de los fuegos de artificio en el cielo y sus efectos lumínicos y anímicos sobre la muchedumbre congregada para conmemorar “su día patrio”. Se podría leer este poema como el reverso humorístico, grotesco, de la solemnidad algo neoclásica que predomina en algunas composiciones de las Odas seculares (1910). Leamos sin más su comienzo, donde ya campea la ironía:

En las tinieblas que forman como un atrio
A esplendores futuros, goza la muchedumbre
Las últimas horas de su día patrio;
Esperando que el cohete de costumbre,
Con su tangente flecha
De iniciación, alumbre
El anual homenaje de la Fecha.

La de este poema probablemente sea la primera imagen de la multitud de la gran ciudad moderna en la poesía argentina. Una de sus características notables es la sucesión de perspectivas amplias, como captadas desde la altura (“...la plaza que hormiguea / De multitud, como un cubo de ranas” ), y de enfoques en primer plano de detalles ínfimos, como el perro “intruso” al que le pisan la cola, la bicicleta que se lanza en medio del gentío o, más adelante, la oreja de una chica que bajo la luz de un cohete “se pierde / En un matiz de herrumbre verde” . Tal sucesión de ángulos representativos, que incluye percepciones visuales, auditivas, táctiles, olfativas, cinéticas, produce un efecto de confusión y celeridad ciudadanas semejante al que en el cine suele lograrse por medio de una cámara rápida en desplazamiento horizontal y vertical.

También la sensación de anonimato, de impersonalidad propia de la gran ciudad, es aprehendida de una manera ingeniosa en este poema. Esa particular situación que asocia proximidad y extrañeza de las personas, de las cuales sólo se tiene un fugaz conocimiento exterior, es evidenciada y llevada a lo caricaturesco a través de las variaciones que van produciendo en su aspecto las metamorfosis cromáticas de la pirotecnia. El sesgo humorístico del cuadro se acentúa gracias a las estrafalarias asociaciones de la rima, que de esta manera colabora eficazmente con el sentido irónicamente festivo del poema:

A su lado el esposo, con dicha completa,
Se asa en tornasol, como una chuleta;
Y el bebé que fingía sietemesino chiche,
No es ya más que un macabro fetiche.
La nodriza, una flaca escocesa,
Va, enteramente isósceles, junto a la suegra obesa,
Que afronta su papel de salamandra
Con una gruesa
Inflación de escafandra,
Mientras en vaivén de zurda balandra
Goza sus fuegos la familia burguesa.


Mas, de repente,
Cambia el artificio bruscamente;
Y bajo un nuevo iris,
El marido, en su manso porte,
Adquiere una majestad de Osiris;
Al paso que la consorte
Se exalta con mágico transporte,
Y en igual luminosa crisis,
Naturalmente, parece una Isis.


Un señor mediocre
Que puede ser boticario o maestro,
Bajo un lampo de ocre
Se vuelve siniestro;
Sin que por ello se alarme
El olfato poco diestro
Del inmediato gendarme.
Y aquella fiera en ciernes,
Que así en rojo tizón su cuello tronche,
Tiene una gran cabeza de Holofernes
Ardida en llamas de ponche.


Pero el gendarme mismo
Se ha vuelto ya un cliente del abismo;
Y la multitud entera
Se deforma en comba de cafetera,
En tanto que el artificio estalla
Con estruendos
Tremendos,
Mandando en granizo de oro su metralla.

Si comparamos esta visión de la ciudad y las que podemos contemplar en los poetas postmodernistas, encontraremos semejanzas y diferencias, tanto unas como otras muy significativas. Entre las semejanzas, señalemos en primer lugar la aproximación a la realidad vulgar, circundante: el gendarme, la suegra obesa, el señor que puede ser maestro o boticario, la cafetera... En segundo lugar (el orden es meramente expositivo), la incorporación de vocablos que difícilmente podríamos encontrar en la poesía modernista precedente (“chuleta”, “gendarme”, “suegra”, “chiche”, “boticario”, etc.). En tercer término, la captación precisa de detalles nimios, que requieren una atención especial hacia los pliegues del vivir cotidiano:

Y casi musical como un solfeo,
Chillan aspavientos de jóvenes criadas
Dichosamente frotadas
Por aquel enorme escarceo.

Ahora bien, estos mismos aspectos, que están íntimamente vinculados entre sí, nos muestran a la vez sus divergencias. El acercamiento lugoniano a la realidad ciudadana, a la par que manifiesta la perspicacia descriptiva e incluso psicológica de su mirada, nos deja ver la distancia que el poeta siente entre la multitud arrobada por los fuegos de artificio y él mismo como espectador irónico de ambos. Desde esa distancia, se diría que hay escaso espacio (¡o demasiado!) para la ternura o la simpatía. Ternura y simpatía, en cambio, también en el sentido etimológico de esta última palabra, es lo que sobra en los poetas postmodernistas.



Roberto Giusti ha puesto de relieve que es con Baldomero Fernández Moreno que Buenos Aires —“la Urbe vasta y aplastadora de la cual tanto mal decimos y a la cual tanto queremos” — encuentra su poeta. No deja de recordar, sin embargo, que ya en La urna de Banchs “aparece por momentos la ciudad nativa como sirviendo de fondo al sentimental dialoguismo del poeta”, así como Carriego contó en El alma del suburbio y la Canción del barrio “conmovedoras historias” ciudadanas, entre otros autores menores . También se podría mencionar como un poema que incorpora un motivo plenamente ciudadano y de viva actualidad en la Argentina de esos años (y de hoy, por cierto), un texto no recogido en libro por Banchs, aparecido en la revista “Caras y Caretas” el 17 de agosto de 1912, titulado “La Manifestación”:

Bajo la hilera de los nuevos plátanos
que borda al bulevar con franja verde,
la Manifestación sorda y enorme,
pesada pasa con sus pies de búfalos..
¡Ondead, rebaños negros, ondead!,
en esta suave claridad estival.
Como una sola lámina que forja
con martillo constante la fe firme
la Manifestación, febril, avanza.
Hay una sola sangre en los mil pechos
hay una sola luz en las mil frentes;
la luz dorada del tranquilo sol.
Electriza e imanta en el ambiente
una gran fuerza ciega; y de aquel lado
reposa la Ciudad como un convento
en la paz soñolienta del domingo.
¡Ondead, rebaños negros, ondead!,
y suene la energía de los hombres
como voces de mando de batallas
laboriosas que duran muchos siglos:
¡Igualdad! ¡Libertad!, gritad gargantas;
agitad los sombreros bajo el alma
palpitante y grandiosa del pendón.
Mas preguntad, si hay tiempo, hasta qué altar,
o a qué muro de hierro, ¡a qué perdón!,
lleváis el corazón soberbio y trémulo...
Aniquilando voluntades solas,
aguas de humanidad pasáis tranquilas,
dejando luego en las desiertas calles
un silencio cargado de heroísmo
humilde, atormentado y casi trágico.
¡Ondead, rebaños negros, ondead!,
en esta marcha a la Felicidad,
marcha que se dispersa a la oración...

Este mismo poema de Banchs nos permite percibir nítidamente la novedad aportada por Fernández Moreno, que Giusti ha captado con envidiable precisión al observar que a diferencia de los otros poetas mencionados, Baldomero no se pone frente a la ciudad, sino que escribe desde su interior, compenetrado con ella. Comparemos, para ver la diferencia de perspectiva, la distancia que se percibe en la visión que Banchs nos da de la manifestación, y la inmediatez perceptiva de la multitud que aparece en el autor de Ciudad, por ejemplo en el siguiente fragmento de un poema de 1925:

Si casi no toco el suelo,
detenedme, que me vuelo.

Avisos archirradiantes,
vidrieras deslumbradoras,
mujeres perturbadoras,
estrellas centelleantes.


Nada escucho, nada siento,
y en esta carrera loca,
mientras se hiela mi boca
parece quemar mi aliento.


No sé que tengo esta noche
ignoro cuál es mi móvil...
¡Cómo esquivo a ese automóvil!
¡Cómo le gano a ese coche!


Fiebre que da la ciudad,
inquietud que da la gente,
deseo de estar presente
aquí, allí y acullá...

César Fernández Moreno ha señalado que “a partir de su radicación en la ciudad” aparece en su obra “una larvada hostilidad hacia el hombre diluido en multitud”, una de cuyas razones conjetura que podría ser “esa alabanza de aldea y menosprecio de corte, que constituye una de las constantes de este poeta arrancado en la infancia de su aldea española para batirlo en una heteróclita capital sudamericana.” Hay que observar, con todo, que nadie como Baldomero ha logrado dar en la poesía argentina de la primera mitad del siglo la vívida sensación del hombre inmerso en la multitud hasta la náusea o la exaltación. De hecho, si el poeta hubiera practicado dicho “menosprecio de corte” o de ciudad, se hubiera replegado sobre su desdén y desde allí habría enjuiciado la vulgar muchedumbre, como sí encontramos, en cambio, en otros poetas del período.

Diríamos, por el contrario, que el poeta se siente tan indefenso, exaltado o anonadado como cualquier otro peatón en medio del tráfico y la multitud, pero no excluye esa experiencia del orbe de su obra, ni antepone el anatema a la transcripción poética, por momentos casi documental, de la misma. Una de las cualidades más notables de la escritura de Fernández Moreno consiste justamente en esa capacidad de participar en la existencia común y a la vez de superarla por medio de la transfiguración imaginativa, de ese sutil paso al costado que permite al poeta ser poeta.



Leamos, como ejemplo de esta actitud, un par de estrofas de sus “Seguidillas de Mayo y de Julio”, donde la fidelidad del autor a la inmediatez de la vivencia roza la ingenuidad (no la toca, sin embargo, gracias a la distancia de la ironía), en diametral contraste con el escepticismo y la perspectiva distante de la mirada de Banchs sobre la manifestación en marcha:

Yo me quedo en la cama,
tranquilamente,
porque hace sol o frío
o porque llueve.
Pero si suenan
clarines y tambores,
que me detengan.


Perdido entre el gentío
uno de tantos,
sin charoles, sin fajas,
sin entorchados...
En la Avenida,
yo soy siempre el que manda
toda la línea.


El que mires las tropas
con entusiasmo,
brillo de bayonetas,
lumbre de cascos,
que no te impida
echar una ojeada
a tu vecina.

Otra característica llamativa en la escritura de Fernández Moreno es su variedad omnicomprensiva. Esto lo vemos con toda claridad en sus versos ciudadanos. Carriego había dado la poesía especializada en el barrio, en el suburbio. Fernández Moreno no deja rincón de la ciudad sin su transcripción lírica. Giusti ya lo había percibido en el tercer volumen del poeta, titulado precisamente Ciudad: “Es este libro el más entretenido calidoscopio: la ciudad con sus calles, sus plazas, sus casas, sus árboles, sus tranvías, su suburbio y su centro, su calle Florida y sus callejuelas solitarias, sus cafés y sus figones, su puerto y su río —¡el Maldonado!—, sus cines y sus «cabarets», sus albas verdes, sus tardes doradas, sus nevadas de luna, su niebla y su viento, sus obreros, sus vigilantes, sus cortesanas, sus lindas mujeres, su lujo y sus miserias, su austero esfuerzo y su lujuria, su tedio y su encanto, desfila toda entera por sus páginas.”

*

Pero antes de ver algunas muestras del modo en que la ciudad aparece en la obra de Fernández Moreno y de otros autores postmodernistas, es necesario afrontar, aunque fuere sucintamente, ciertas cuestiones preliminares. En un revelador ensayo sobre la evolución de la poesía en lengua española durante el siglo XX, “Poesía e historia” , Octavio Paz ha señalado la importancia central que asume el tema de la ciudad en la escritura poética del período 1940-1980 como “un buen ejemplo del cambio de actitudes” con respecto a la poesía del tramo precedente del siglo. Y especifica:

"La ciudad no como un horizonte ni un espectáculo, a la manera de los poetas de 1920, extasiados ante los anuncios luminosos, las estaciones de ferrocarril y los autos de carrera. Tampoco me refiero a la ciudad de Baudelaire y los simbolistas, en la que “el alumbrado de gas borra las señas del pecado original”. Hablo de la ciudad contemporánea, en perpetua construcción y destrucción, novedad de hoy y ruina de pasado mañana; la ciudad vivida o, más bien, convivida en calles, plazas, autobuses, taxis, cines, restaurantes, salas de conciertos, teatros, reuniones políticas, bares, apartamentos minúsculos en edificios inmensos; la ciudad enorme y cambiante, reducida a un cuarto de unos cuantos metros cuadrados e inacabable como una galaxia; la ciudad de la que no podemos salir nunca sin caer en otra idéntica aunque sea distinta; la ciudad, realidad inmensa y diaria que se resume en dos palabras: los otros. Un ellos que es siempre un yo cercenado de un nosotros, un yo a la deriva. [...] El poeta contemporáneo es un hombre entre los hombres y su soledad es la soledad promiscua del que camina perdido en la multitud."

La Buenos Aires de Fernández Moreno no es por cierto la Buenos Aires (o la México) de la segunda mitad del siglo XX, pero sin duda ya era una ciudad semejante a la descripta por Paz en sus páginas. Punto por punto su descripción hallaría una equivalencia poética en los versos del autor de Ciudad. No podemos culparlo al mexicano por su ignorancia de la obra del argentino, a quien no menciona siquiera en su repaso de la poesía hispanoamericana del período, dado que la imagen que se conocía de la misma era fundamentalmente la del poeta provinciano que reseñó Ramón López Velarde en 1916 o antologó Federico de Onís en 1934, y por la cual todavía hoy mismo, en la Argentina, David Viñas pudo referirse a él como un autor “tierno y municipal” (pero aquí ya no podemos disculpar el desconocimiento).

En el caso de Octavio Paz se suma, por otra parte, una confusión. Dice en otra página de su ensayo, donde de alguna manera desvaloriza la modernidad de poetas que en el siglo XX “bebieron de nuevo el agua límpida de los romances y coplas” (Antonio y Manuel Machado, Juan Ramón Jiménez): “...es muy distinto adoptar formas poéticas tradicionales a usar en un poema los giros del lenguaje hablado. Lo primero, por más novedosa que sea la adaptación, subraya una continuidad; lo segundo, implica una ruptura. La yuxtaposición y el choque del lenguaje poético culto con el idioma de la conversación, como lo llamaba Eliot, es una de las notas distintivas de la poesía moderna; el empleo de las formas tradicionales revela más bien una nostalgia: nadie habla así en nuestras grandes ciudades.”

A nuestro juicio, Paz aquí mezcla dos dimensiones distintas del hecho poético, que no tienen por qué ser confundidas. Una cosa es el sistema compositivo elegido por el poeta y otra el lenguaje poético que emplea: mucho más que Eliot, sin duda alguna, introdujo Fernández Moreno en nuestra poesía el “idioma de la conversación”, y sin embargo lo hizo —dejemos que lo diga el propio poeta— “en variedad retórica de metros / que a caprichos y modas sobrenadan: / el romance delgado como un mimbre, / el soneto que finge media daga, / la décima lapídea, el verso suelto, / la seguidilla fresca y tarambana / o los renglones que ovilló el desgano, / que no todo ha de ser pájaro en jaula.”

Se puede ser perfectamente moderno, a nuestro entender, en verso libre como en verso medido, en formas abiertas como en formas cerradas. ¿No lo reconoce el mismo Paz cuando revaloriza la importancia de la poesía de Borges, quien por los años de edición de Laurel “era un escritor admirado por sus invenciones en prosa”, pero al cual se juzgaba sólo como “un poeta marginal, curioso”? Dice, en efecto, haciendo un elogio del “archipiélago Borges”, surgido para el crítico entre los años 1940-1970: “Uno y múltiple, sus cambios no lo niegan sino que son como las fases de la luna. La misma diversidad aparece en su prosodia: ha vuelto al soneto y, al mismo tiempo, publica poemas en versos libres que parecen escritos hace tres mil años en el Asia Menor por un contemporáneo nuestro.” Y agrega: “Unos y otros, los sonetos y los poemas libres, me sorprenden por su perfección y por su novedad.”

La confusión, pensamos, nace de la identificación entre modernidad y vanguardia, equiparación que lo lleva a Paz a valorar exclusivamente la ruptura como rasgo moderno, mientras que la continuidad, “por más novedosa que sea”, se le aparece como un signo de nostalgia de raíz romántica. También la identificación de la poesía moderna y contemporánea con la “poesía de la ciudad”, como la plantea Paz, se nos ocurre una exageración simplificadora, o en todo caso una sinécdoque de la parte por el todo, que conduce a dilemas irresolubles y en el fondo falsos: ¿es más moderno T. S. Eliot, por escribir en Londres “poesía de la ciudad”, que Robert Frost, por haber vivido en una granja y consecuentemente escrito poesía del campo? ¿Es más moderno “Zona” de Apollinaire que “El cementerio marino” de Valéry? ¿Es más moderno Vicente Huidobro, porque vivía viajando y escribía poesía de viajero, que Antonio Machado, que pasó gran parte de su vida y escribió lo mejor de su obra en pequeñas ciudades de provincia? ¿Es más moderno Oliverio Girondo que Carlos Mastronardi? Y en el caso de un poeta que, como Baldomero Fernández Moreno, ha cultivado tanto la poesía del campo, del pueblo de provincia y de la gran ciudad, ¿sólo tendremos que juzgar “moderna” la sección urbana de su obra?

Nadie hasta ahora, que sepamos, ha presentado más nítidamente los sofismas de este planteo que el crítico italiano Alfonso Berardinelli, en una conferencia sobre la ciudad en la poesía moderna que hace algunos años escuchamos con admiración y asombro en la Universidad de Calabria, y que luego fue publicada por el autor en su colección de ensayos Tra il libro e la vita. Situazioni della letteratura contemporanea (1990). Decía Berardinelli:

"Cosmopolitismo y provincianismo son todavía, y lo han sido por largo tiempo, categorías sobre todo valorativas. Si no un juicio estético de valor, en ellas está contenido un juicio más temible y preliminar de adecuación histórica. En pocas palabras, este juicio podría ser formulado así: el arte moderno es cosmopolita, mientras que el arte provinciano no es moderno, no es actual, aun admitiendo la presencia en él de cualidades artísticas tradicionales. En este enunciado se esconde, sin embargo, un sugestivo sofisma. ¿Cómo podría una obra de arte valiosa no ser actual e históricamente adecuada? [...] En la oposición entre cosmopolitismo y provincianismo, o más precisamente en la discusión sobre el sentido de estos dos términos y sobre su uso ciego e intimidatorio, se puede comenzar con una observación. La poesía y la literatura modernas han sido escritas por “provincianos” y por “cosmopolitas”, por autores deracinés y por autores que casi no se han movido de sus provincias y “pequeñas patrias”. Podría incluso aventurar una paradoja (si no temiera incurrir en el pecado de definición insuficiente) diciendo que la poesía moderna es moderna en tanto que es cosmopolita, pero es poesía en tanto que es provinciana. La crítica, de todos modos, ha visto más claramente los defectos del provincianismo que no aquellos, igualmente evidentes, del cosmopolitismo. Descuidando, además, subrayar el infeliz provincianismo de los cosmopolitas más ardientes e infatuados."

*

Sentado lo anterior, podemos pasar a ver el modo o los modos en que la ciudad aparece en la obra del moderno y provinciano, hombre de ciudad y poeta tradicionalista Fernández Moreno, así como en otros autores postmodernistas argentinos.

Decir la ciudad moderna es decir, antes que nada, la multitud, la aglomeración de gentes que conviven en un espacio pero que se desconocen entre sí, cada cual sumido en su mundo individual como esas sombras humanas que en la neblina de un amanecer de invierno circulan por el Puente de Londres con la mirada fija delante de sus pies, según la inolvidable visión de T. S. Eliot en The Waste Land (1922).

En su magistral ensayo “Sobre algunos temas en Baudelaire” , Walter Benjamin ha examinado en profundidad los efectos de la experiencia de la multitud ciudadana en la poesía de Baudelaire y en otros escritores modernos. Señala allí las reacciones de rechazo y/o de atracción que la misma produce en distintos autores, tales como Poe, Barbier, T. A. Hoffmann, Heine, Proust, Valéry y, en particular Baudelaire, con referencias asimismo a reflexiones de Marx, Engels, Bergson y Freud. “Angustia, repugnancia, miedo, suscitó la multitud metropolitana en los primeros que la miraron a los ojos” , observa Benjamin: así, por ejemplo, en “El hombre de la multitud” de Poe o en los apuntes sobre la masa londinense en Situación de las clases trabajadoras en Inglaterra de Engels. Dice éste, en efecto, sobre la “concentración colosal” de hombres en las calles de Londres:

"Después de haber vagabundeado varios días por las calles principales... se empieza a ver que estos londinenses han debido sacrificar la mejor parte de su humanidad para realizar los milagros de civilización de los cuales está llena su ciudad, que cien fuerzas latentes en ellos han permanecido inactivas y han sido sofocadas... Ya el hervidero de las calles tiene algo de desagradable, algo contra lo cual la naturaleza humana se rebela. Estos centenares de millares de personas, de todas las clases y de todos los tipos que se entrecruzan ¿no son acaso todos hombres con las mismas cualidades y capacidades y con el mismo interés de ser felices?... Y sin embargo se adelantan unos a otros apuradamente, como si no tuvieran nada en común, nada que hacer entre ellos; sin embargo, la única convención que los une, tácita, es la de que cada cual mantenga la derecha al marchar por la calle, a fin de que las dos corrientes de multitud, que marchan en direcciones opuestas, no se choquen entre sí; sin embargo, a ninguno se le ocurre dignarse a dirigir a los otros, aunque sólo sea una mirada. La indiferencia brutal, el encierro indiferente de cada cual en sus propios intereses privados, resulta tanto más repugnante y ofensivo cuanto mayor es el número de individuos que se aglomeran en un breve espacio."

Una ambigua fascinación y reluctancia señala Benjamin en la actitud de Baudelaire hacia la multitud parisiense: “Si por un lado él sucumbe a la violencia con que la multitud lo atrae hacia sí y lo convierte, como flâneur, en uno de los suyos, por otro, la conciencia del carácter inhumano de la masa, no lo ha abandonado jamás. Baudelaire se convierte en cómplice de la multitud y casi en el mismo instante se aparta de ella. Se mezcla largamente con ella para convertirla fulminantemente en nada mediante una mirada de desprecio.”

César Fernández Moreno ha aludido a la influencia de Baudelaire en la poesía de su padre , aunque con respecto a la ciudad puso el acento exclusivamente en su “visión dolorida” de la misma: “Durante sus años estudiantiles y de médico recién recibido, económicamente difíciles, Fernández Moreno sintió su ciudad como cosa perversa, agresiva. Desde los suburbios contempló el insolente y moderno crecimiento del centro; pudo así padecer y sentir la ciudad tanto como llamó la atención de Borges. En este sentido, la percepción ciudadana de Fernández Moreno se acerca a las de Baudelaire en Les fleurs du mal y Verlaine en algunos de sus Poèmes saturniens o Romances sans paroles.” A nuestro juicio, en cambio, lo que resulta sugestivo en la visión que Fernández Moreno presenta de la ciudad es justamente su ambigüedad, la coexistencia de fascinación y de desasosiego ante el llamado de las calles. El poeta lo dice claramente en uno de los textos más característicos de su libro Ciudad:

La calle, amigo mío, es vestida sirena
que tiene luz, perfume, ondulación y canto.
Vagando por las calles uno olvida su pena,
yo te lo digo que he vagado tanto.


Te deslizas por ellas entre el mar de la gente,
casi ni la molestia tienes de caminar,
eres como una hoja marchita, indiferente,
que corre o que no corre como quiera ese mar.


Y al fin todas las cosas las ves como soñando:
el hombre, la mujer, el coche, la arboleda.
El mundo, en torbellino, pasa como rodando.
Tú mismo no eres más que otra cosa que rueda.

Es tan sutil y tan íntima la amalgama lograda en el poema entre las dimensiones positivas y negativas de la inmersión en la multitud, que el lector acepta esa totalidad de vivencia como un dato de hecho. A diferencia de otros autores de la época, en los cuales predomina el juicio distanciado sobre la multitud ciudadana, lo que llama la atención en la formulación del tema por parte de Fernández Moreno es la plenitud participativa del sujeto en la experiencia. Está dicho con todas las letras: la calle lo atrae poderosamente como el canto de las sirenas atraía a los marinos hacia la perdición, y el poeta no se resiste a su llamado. También en el poema de apertura del libro, “Madre, no me digas”, se encuentra la misma imagen: “La calle me llama, / y obedeceré...” Y aún: “El poeta, la calle y la noche, / se quieren los tres... // La calle me llama, / la noche también...”

Como vemos, aquel sucumbir “a la violencia con que la multitud lo atrae hacia sí y lo convierte, como flâneur, en uno de los suyos”, que Benjamin constataba en Baudelaire, se cumple asimismo en Fernández Moreno. Tal “complicidad” con la multitud no excluye tampoco el movimiento contrario, ese apartarse de ella casi contemporáneo al acto de entregarse al vaivén del “mar de la gente”, que en nuestro poeta se verifica en la conciencia del “gran peligro de estar siempre vagando, / el llegar a ser esto: otra cosa que rueda...”, según se lee en la versión original del libro.

Diríamos que es justamente su condición de poeta moderno la que le permite esta dualidad: como un Ulises dantesco, no puede sustraerse a la atracción del conocimiento prohibido, pero a la vez, como el Ulises homérico, lo salva del desastre la lucidez crítica, que le permite aventurarse entre los escollos de la perdición, de la alienación de la multitud, atado al mástil de la poesía. Va el poeta, “como una hoja marchita, indiferente, / que corre o que no corre como quiera ese mar” (o “como una hojita pequeña e indiferente / que vuela o se está quieta, como quiera ese mar”, de acuerdo con la edición primera), pero no pierde su conciencia crítica, que es igual a su sueño poético: “Y al fin todas las cosas las ves como soñando...”.

¿Qué es lo que lo lanza a la calle? Lo dice en “El poeta y la calle”: “Yo tengo una pena / de tan mal jaez, / que ni tú ni nadie / pueden comprender.” Y se pregunta a su vez: “¿Qué cuál es mi pena?” Y se responde: “Ni yo sé cuál es, / pero ella me obliga / a irme, a correr, / hasta de cansancio / rendido caer. / [...] / Cuando pongo en ella / los ligeros pies, / me lleno de rimas / casi sin querer.” Esa pena sin posible remedio, esa inquietud metafísica que lo arroja a vagar sin destino entre medio de la multitud, es también la que lo salva de la disolución en la masa: no lleva cera para taparse los oídos, y así oye el “misterioso canto” de la calle, pero su trance no lo enajena en mero olvido de sí, sino que lo llena de rimas, lo hace reencontrarse con ese otro yo —o ese “yo es Otro”, más hondo que el individual, como quería Rimbaud— del que ha brotado a menudo la poesía moderna.

Ahora bien, si Fernández Moreno estuviera leyendo estas páginas sobre nuestro hombro, ya nos parece que nos murmuraría: la multitud es masa sólo para un amasador de abstracciones, tal vez para un sociólogo o un filósofo de la sociedad, no para el poeta, que ve lo singular, lo único y distinto, aunque luego esa singularidad pueda asumir un carácter simbólico más general. Y nos recordaría, tal vez, su poema “Rostros”: “Hombres de los cafés, de las salas colmadas, / hombres de los andenes, hombres de los tranvías, / yo soy el que os echa esas largas miradas / a lo largo del largo rosario de los días. // Soy el que está cansado de montes y oceanos, / cansado de crepúsculos, cansado de canciones. / Soy el que no se cansa de ver rostros humanos / y escuchar vuestros diálogos, si puedo, peatones.”

De acuerdo. Pero también es cierto que muchas veces en sus versos la población de las calles toma precisamente un aspecto indiferenciado y acumulativo: la muchedumbre en movimiento. Por ejemplo, entre tantos otros posibles: “Vi un cine interminable y un café muy profundo / en el que escuché todos los idiomas del mundo. / Andaban por las calles infinidad de gentes / entre tiendas repletas y quioscos florecientes. / Yo sorprendí a Boedo lleno de movimiento, / tráfico y multitud entre rachas de viento.”

De ese tráfico y esa multitud que se eleva y desciende como una marejada, como el multisonoro mar de Homero, se desprenden los destellos y acentos singulares que sugiere el poeta.



En este sentido, nadie ha recogido en la poesía argentina —ni en la hispanoamericana— tal variedad de rostros, siluetas, lugares, objetos y facetas características de la ciudad como Baldomero Fernández Moreno a lo largo de su obra. En enumeración caótica, mencionemos algunos: los ómnibus y coches y tranvías; los distintos parques y plazas de Buenos Aires (Lezama, Lezica, San Martín, “una plaza que fue cementerio”...); los cines del centro y del suburbio; la calle Florida y Rivadavia y Lavalle y Directorio y la breve calle Parera; el Riachuelo; la Torre de los Ingleses; la enredadera urbana de los avisos luminosos, que se marchita al alba; un partido de fútbol; el patio de un correccional de menores; el paisaje de azoteas, techos de pizarras, calles y alguna plaza vistos desde una terraza; un canillita vivo y otro muerto; un chico lustrabotas que se expuso a morir aplastado por buscar una hoja de periódico que se le había volado al poeta; mujeres, mujeres y mujeres (una de impermeable negro, otra de traje a rayas y tajo sesgado en la falda, una que fuma, alguna que conduce un automóvil...), vistas al paso o contempladas en un café, deseadas y perdidas y añoradas; los hijos; un marinero retratándose en una plaza; una orquesta de señoritas; unos cómicos que bajan por la calle Corrientes luego de la función; el Café Tortoni, el Richmond Bar y tantos otros bares y confiterías porteñas; la Costanera y el Obelisco; las parrilladas al aire libre, donde “el viento no es todo aroma, / ni los manteles son todo nieve” ; un chico elegante en la plataforma del subte; cuatro hombres que comen y una mujer vieja que los atiende, en una cena donde “la única alegría de la mesa / es un sifón azul que está en el medio” ; los obreros que vuelven del trabajo por las vías; una casa derribada y un edificio que se levanta; las oficinas; “el ascensor que zumba como un gran moscardón” ; la redacción donde el dibujante Sirio saca puntas a su lápiz; la callejuela Rauch; las “Brasileñas”, en las cuales el poeta sueña con ser un rico plantador, para así viajar “lleno el bolsillo de reis / y por tierras europeas, / hacer un poco el ridículo, / con una enorme cadena, / con un sombrero de paja, / con un brillante de veras...” ; una calle de naranjos; el Once y su ombú prisionero entre rejas; un remate; la Catedral; el Teatro Argentino; “el tahur, el rufián, el sonso, el vivo, / la flora de la noche en pleno día / y los diamantes y el gabán del divo” ; los carnavales, donde una chica fea se queda con su serpentina en la mano, las fiestas patrias y los desfiles militares; el amor conyugal y el amor secreto; los taxis; un viejo sentado con un bastoncillo negro entre las piernas; los amigos y colegas; las librerías y vidrieras; un aroma que llega con el viento; el tráfago al frente del Congreso y la Casa Rosada con su tinte desvaído; el cabaret, el music hall y los prostíbulos; un hospital y un cirujano; una empresa de pompas fúnebres cruzada en la noche; los mozos de café, que llevan “bajo el saco rabicorto / esa daga fracasada / que es, al fin, el sacacorchos”, y a quienes desea “que no os duelan los pies, / mucha propina y ahorro” ; Juan Julián Lastra que pasa con un paquetito de fiambre para la cena; niños con delantales blancos; el departamento, “tres piezas, dependencias y pileta” ; las estaciones y los años y la propia cara del poeta sorprendida en un espejo del café de siempre...

Como vemos, no hará falta esperar al período 1940-1980, según sugería Octavio Paz, para que en la poesía hispanoamericana la ciudad encuentre acabada expresión y sea abarcada en toda su variedad y singularidad: ya entre 1915 y 1950 lo hace Baldomero Fernández Moreno con minucioso, vívido y omnicomprensivo lirismo. Borges lo reconocería en su ensayo “La presencia de Buenos Aires en la poesía”, de 1926, donde define al libro Ciudad en términos categóricos: “íntegra posesión de la urbe, total presencia de Buenos Aires en la poesía.” Y posteriormente, en “Poetas de Buenos Aires”, de 1966, comparando su exploración del tema ciudadano en sus primeros libros con lo que venía haciendo el poeta postmodernista en los suyos: “Todo esto que yo hice era realmente superfluo; en cierto modo era tardío, no había por qué hacerlo, ya que en sus muchos libros Fernández Moreno había dado con la verdadera visión poética de Buenos Aires.”
 

P. A.
Alta Gracia, 2004

[Fragmento del estudio
"La poesía postmodernista en la Argentina"]

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