DANTE EN TRES POETAS
ARGENTINOS CONTEMPORÁNEOS
ARGENTINOS CONTEMPORÁNEOS
(Alberto Girri, Horacio Castillo, Alejandro Bekes)
[Retrato de Dante Alighieri por Luca Signorelli]
En ese incógnito poema de amor que conforman los Nueve ensayos dantescos, Borges escribió de modo entrañable, casi confidencial: “Infinitamente existió Beatriz para Dante. Dante, muy poco, tal vez nada, para Beatriz; todos nosotros propendemos por piedad, por veneración, a olvidar esa lastimosa discordia inolvidable para Dante. Leo y releo los azares de su ilusorio encuentro y pienso en dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del segundo círculo y que son emblemas oscuros, aunque él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró. Pienso en Francesca y en Paolo, unidos para siempre en su Infierno (“Questi che mai da me non fia diviso...”). Con espantoso amor, con ansiedad, con admiración, con envidia.”
En otro ensayo del mismo libro, Borges también anotó: “Un gran libro como la Divina Comedia no es el aislado o azaroso capricho de un individuo; muchos hombres y muchas generaciones tendieron hacia él. Investigar sus precursores no es incurrir en una miserable tarea de carácter jurídico o policial; es indagar los movimientos, los tanteos, las aventuras, las vislumbres y las premoniciones del espíritu humano.” Hemos querido recordar estos párrafos borgeanos, porque en ellos está señalada la orientación central de las siguientes páginas, tanto en lo que se refiere al tema cuanto a la manera en que nos aproximaremos a él. La historia de Francesca y Paolo, aquellos oscuros emblemas de la dicha que no le fue dado vivir a Dante con Beatriz, y el encuentro con su amada perdida que el poeta florentino imagina en el Poema, serán los episodios que estarán presentes en nuestra exposición, pero no tanto en sí mismos, cuanto a través de las recreaciones que han hecho de los mismos tres poetas argentinos de la segunda mitad del siglo: Alberto Girri, Horacio Castillo y Alejandro Bekes.
De la misma manera que investigar los precursores de la Divina Comedia “no es incurrir en una miserable tarea de carácter jurídico o policial”, sino “indagar los movimientos, los tanteos, las aventuras, las vislumbres y las premoniciones del espíritu humano”, así también lo es rastrear las pervivencias dantescas en la literatura posterior a Dante. No hay prueba más evidente de la vitalidad de una obra que su poder de generar nuevos ensueños artísticos. En este caso, la indagación comparatista busca iluminar no sólo las huellas del inmortal texto italiano en la lírica argentina, sino también las transformaciones de esta poesía en autores de tres generaciones distintas. El motivo unitario ha de ser, pues, el poema, pero igualmente, indisolublemente ligado a su esencia, como querría la doctrina del dolce stil nuovo, el amor (recordemos, por el gusto de repetírnosla, la célebre definición que Dante le da a Bonagiunta da Lucca: “I’ mi son un, che quando / Amor mi spira, noto, e a quel modo / ch’e’ ditta dentro vo significando”, “Purgatorio”, XXIV, 52-54 ).
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Alberto Girri (1919-1991), como se sabe, publicó sus primeros libros en ese período particularmente fértil para la poesía argentina —y hoy particularmente olvidado— que fue la década del cuarenta. Su primer libro, Playa sola, es de 1946, y el segundo, Coronación de la espera, del año siguiente. Muy pronto, sin embargo, su escritura mostró caracteres divergentes con respecto de la vertiente estilística central de esos años, que recibió el nombre —no sé hasta qué punto adecuado— de neorromanticismo. Se ha atribuido a su predilección por la poesía moderna de lengua inglesa tal divergencia, aunque también podríamos preguntarnos con justicia si esa afición por la lectura y la traducción de poetas ingleses y norteamericanos del siglo XX no es la consecuencia, más que la causa, de una búsqueda personal que encontraba en tales autores respuestas afines. Lo cierto es que su escritura paulatinamente deriva hacia un estilo cuyas notas más evidentes son un verso métricamente irregular, cuyo ritmo sigue menos la escansión acentual o silábica que la disposición sintáctica; la ausencia casi sistemática de la rima y de toda estructura estrófica que no surja del desarrollo semántico; la enunciación epigramática, a menudo ensayística; la elipsis, que permitió que sus textos fueran tachados de “oscuros”; el tono aparentemente impersonal, como si contara más el examen “en frío” de un tema, que la expresión caldeada del sentimiento o la imaginación. Si la huella de Dante puede rastrearse ya desde el primer libro de Girri, quien cita en un importante poema del conjunto una línea de la Vita Nuova (“...bello era trattare alquanto d’Amore” ), nos centraremos aquí en un texto de su tercer libro, Trece poemas (1949), que lleva como título el nombre de “Paolo”. Leamos, antes que nada, sus versos:
¿Cómo decirte, inmortal paloma,
apenas mía en el deseo secreto,
que en este abrazo y agonía
aún agradezco la guirnalda,
la entraña quemada del breviario,
huellas casuales, testigos perfumados
que el engaño propuso a nuestro cuento?
¿Cómo explicar que yo, fugaz amante,
ahora fantasmal esposo,
no temí perderte, ni asustarte,
ni temí la daga final atormentada
y sólo busqué una rendida palabra,
alguien cantando a mi lado
con esa especie de pavor silencioso,
ala, fuente, llave del amor y su diseño?
¿Cómo detener en este oscuro círculo
tu vuelo orgulloso y mi llanto arrepentido?
Verías lo que el tiempo hizo desde entonces,
verías el terco palpitar de otros amores,
la gente, las primaveras, el rocío
y la ternura dentro y fuera del pecho
empapando las noches en la dirección de tu nombre.
Es, ¡oh Francesca!,
la voz, la cuitada memoria
del que nunca te ha de abandonar,
del que nunca sabrá si el amor y el bien
son o no son la misma cosa.
Hacer un análisis exhaustivo de este poema, de las deudas y variaciones con respecto al texto de Dante, excede los límites de estas páginas. Señalo algunos puntos que me parecen importantes. Paolo, tan callado en su llanto —un silencio, sin embargo, como suele decirse, elocuente— en los tercetos del Canto V del Infierno, aquí toma la palabra. El “impulso trágico” que Jorge Andrés Paita percibía en las estrofas girrianas sin duda puede vincularse con la tragedia de los amantes del castillo de Gradara, pero tampoco debe olvidarse el contexto del libro de Girri, dedicado a la memoria de una mujer amada y perdida. Toma la palabra Paolo, entonces, y en las interrogaciones retóricas de las dos primeras estancias ya revela la dificultad —tal vez la imposibilidad— de convertir en palabra comprensible el sentimiento. Notemos que aquí el amante le habla a Francesca, como si luego de siglos de silencio pudiera al fin intentar su confesión a la amada. Lo que no sabe cómo decir ni cómo explicar el yo poético, no vamos a pretender explicarlo ni decirlo nosotros en prosa llana, pero podemos apuntar que alude a que Paolo, o quien habla en su nombre, no se queja de su destino, y que a pesar de todo, del carácter fugaz y secreto de ese amor, de la muerte bajo el puñal de Gianciotto y del castigo eterno en la agonía del Infierno, todavía agradece aquellas circunstancias que favorecieron el encuentro y que al fin lo que ansiaba fue lo que fue: esa entrega, esa transformación del ser entero en un canto enamorado, esa suerte de temor enmudecido, levedad, elevación, hallazgo de la imprevista clave que permite abrir el hermetismo de dos soledades. En la tercera estrofa, que se inicia también con una interrogación retórica, Paolo proyecta la imagen que Dante encarceló en el segundo círculo infernal (el “vuelo orgulloso” de ella, el “llanto arrepentido” de él) hacia el futuro, hacia las generaciones de hombres y mujeres que han revivido en sí mismos esa misma pasión, como una especie de marea de ternura orientada hacia la estrella polar del nombre de la amada. Y a ella la nombra en la estrofa final, Francesca, para decirle que esa corriente de amor a lo largo del tiempo es su propia voz, aquella tácita voz de Paolo y la memoria dolorida de quien, como se dice en el verso de Dante (“Questi che mai da me non fia diviso...”), nunca la dejará, así como nunca dejará de preguntarse “si el amor y el bien / son o no son la misma cosa”.
Como puede advertirse, en el poema de Girri se han entrelazado algunos motivos tomados del Canto V: llama a Francesca “inmortal paloma”, en evidente alusión a la comparación dantesca de los amantes con “colombe dal disio chiamate”; la unión de los amantes después de la muerte, aunque fuere en el Infierno, esa formidable invención del florentino, que es aludida en la transformación del “fugaz amante” en “fantasmal esposo”; la referencia al círculo donde “il sol tace” y al silencio y el llanto de Paolo, que había desmayado de piedad a Dante... Hay otros detalles extraídos de la leyenda sobre la tragedia de los dos amantes: quizá la “guirnalda” remita a la corona de la novia, “el engaño” podría verse en relación con la estratagema por la cual Gianciotto se hace sustituir por Paolo ante su prometida; la daga asesina del marido, que no es nombrada en el poema dantesco. Y, por último, tal vez pudiera conjeturarse asimismo alguna influencia sesgada del relato “Francesca” de Leopoldo Lugones, con el que se cierra su Lunario sentimental.
En su ensayo “Las fronteras de la crítica”, T. S. Eliot señalaba que “cada generación debería contar con su propia crítica literaria, pues (...) cada generación aporta a la contemplación del arte sus propias categorías de apreciación, tiene sus propias exigencias frente al arte y lo emplea para sus propios fines.” Lo mismo que Eliot dice a propósito de la crítica literaria, podríamos decirlo sobre la traducción y sobre esa forma de traducción que es la recreación de una obra en otra, como en el caso del texto intertextual de Girri. ¿Qué nuevas “categorías de apreciación” es posible discernir en el poema “Paolo”? Vemos, por una parte, signos claros de la estética neorromántica cuarentista: el gusto por una adjetivación alusiva y elusiva, de proyección sentimental (“la daga atormentada”, “una rendida palabra”, “esa especie de pavor silencioso”, “vuelo orgulloso”, “llanto arrepentido”, etc.), y la predilección de estilizados emblemas, tales como la guirnalda, el breviario, el ala, la fuente, la llave del amor, el rocío, las noches empapadas de ternura en la dirección del nombre de la amada... Y comprobamos asimismo la nueva orientación de la búsqueda girriana, presente en la morosa meditación que proponen las interrogaciones, y en la duda final que plantea el poema, donde podemos vislumbrar una de las preocupaciones fundamentales de la obra de Girri: la inquisición ética. Esta duda tal vez sea el momento más alto del texto, y también el indicio más claro de la clave contemporánea en que ha sido transcripta la melodía del antiguo canto dantesco. Para Dante no hay vacilación alguna en lo que respecta al amor y al bien: éste y aquél coincidirán en tanto y en cuanto dirijan su mirada hacia la misma “fuente eterna”, como en el caso de Beatriz. De allí que el personaje Dante pueda conmoverse por la historia de los amantes, pero no dejará por ello el poeta y el teólogo Dante de condenarlos a la “ciega cárcel” del Infierno. Distinto es el caso de Girri, como el nuestro, una vez que aquella fuente ya ha dejado de manar su agua de vida. Tanto él como nosotros nunca sabremos “si el amor y el bien / son o no son la misma cosa”.
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El segundo poema que veremos pertenece a Horacio Castillo (1934-2010), y se titula “Con quanti denti questo amor ti morde”, publicado en el libro Cendra. Castillo, a pesar de pertenecer a la generación siguiente a la de Girri, la cual es denominada habitualmente como “Generación del ‘50”, no edita sus primeros libros sino hasta la década del ’70, cuando aparecen Descripción (1971) y Materia acre (1974). El resto de su breve obra está compuesta por los libros Tuerto rey (1982), Alaska (1993), Los gatos de la Acrópolis (1998), el citado Cendra (2000), Música de la víctima y otros poemas (2003) y Mandala (2005). Si en ciertos aspectos su escritura muestra las marcas generacionales (predilección del verso libre, elusión del énfasis y la emotividad directa, tendencia a una lírica del pensamiento y la objetividad, carácter epigramático, etc.), a partir de su libro Materia acre su estilo adquiere una configuración que ya se puede considerar inconfundible. Uno de los rasgos característicos de ese estilo es el que observaremos en el poema en cuestión: se trata de la adopción de motivos y personajes de la tradición mitológica y literaria, que funcionan como máscaras, parábolas o alegorías de distintas problemáticas existenciales. Así, por ejemplo, un célebre episodio de la Eneida tendrá su proyección en el poema “Anquises sobre los hombros”; un fragmento de Safo será reelaborado en “Ella en Sardes”; la fallida prédica del apóstol Pablo a los atenienses figurará en “Pablo entre los gentiles”; la historia de Abelardo y Eloísa hallará un eco en “Historia calamitatum”, e via dicendo. En Cendra, además de la recreación dantesca, tendremos una nueva versión del nacimiento de Dionisos, una imitación del poema “A su púdica amada” de Andrew Marvell o una revisión del mito de Proserpina raptada por Hades. Pero vayamos ahora al texto que aquí nos interesa, y antes que nada, leámoslo:
CON QUANTI DENTI QUESTO AMOR TI MORDE
¿Y para eso esperé diez años, para eso atravesé entre
tanto dolor, tanto tormento, entre tanta contrición y esperanza,
mirando como un turista aquellos fuegos artificiales,
espectáculo de son et lumière reservado a tan pocos?
¿Para eso, para ser recibido con reproches — cómo
te creíste digno de subir, no sabías que aquí
se es feliz? Y la escena de celos con la pargoletta...
Qué podían importarme Piccarda, Costanza, la perorata
de Justiniano, preclaros y beneméritos tratando de justificar
qué hacían ahí, tus digresiones aristotélicas, la autoridad
regia, la soberbia de la perfección. ¿Son así los justos, los dichosos?
Sin duda me dejé llevar, deslumbrado por tantas luminarias,
por aquel canto superior al de los ángeles que aún resuena en mis oídos,
por el resplandor de las esmeraldas y aquella sonrisa
que hubiera hecho feliz a un hombre envuelto en llamas.
Pero ahora, de nuevo aquí abajo, veo todo claro
y experimento una gran decepción: ¿Cómo no corriste
hacia mí, cómo no abriste los brazos para recibir
al que seguía ardiendo en el antiguo fuego?
¿Y cómo pudiste retirarte así, volver sonriendo
a la eterna fuente, sabiendo que yo permanecería en la carne
y que por otra herida —tú lo dijiste— habría de llorar?
Otra cosa esperaba mi alma, por otras había delirado:
la secreta promesa donde todo deseo se colma,
una gota de sangre floreciendo en el Paraíso,
el abrazo que cierra la distancia entre la tierra y el cielo.
Como habrá podido advertirse ya en una primera lectura, la diferencia con el texto de Girri no es sólo de grado: es esencial. Mientras en el poema girriano, la voz de Paolo prolonga de alguna manera la entonación trágica que está presente en el episodio del Canto V del Infierno, como si el poeta argentino escribiera después de siete siglos una posdata a la historia contada por Francesca, dentro de su misma atmósfera elegíaca y sentimental, en el poema de Horacio Castillo asistimos a una suerte de revisión crítica de uno de los momentos culminantes de la Divina Comedia, el encuentro de Dante con Beatriz.
Como también se habrá percibido, “Con quanti denti questo amor ti morde” es un palimpsesto en que se reescribe el poema dantesco, utilizando los mismos elementos presentes en este último. Patchwork o centón de citas, el texto de Castillo está tejido, verso a verso, con alusiones puntuales a locuciones de distintos cantos del Purgatorio y del Paraíso. El hecho de que la transcripción respete fielmente, casi literalmente, la formulación de algunas importantes imágenes y metáforas del florentino, hace más pronunciado el desvío —casi escribía la irrespetuosidad— de la lectura de nuestro poeta. Esto se percibe ya desde el título, que pertenece, como se recordará, al examen que San Juan Evangelista le hace a Dante sobre la caridad en el canto XXVI del Paraíso. El verso (52) se refiere al amor a Dios. Le dice San Juan:
...Per intelletto umano
e per autoritadi a lui concorde
d’i tuoi amori a Dio guarda il sovrano.
Ma dì ancor se tu senti altre corde
tirarti verso lui, sì che tu suone
con quanti denti questo amor ti morde.
Castillo, como resulta obvio al leer su poema, no se refiere al amor divino, sino al amor humano, humanísimo, de Dante por Beatriz. Tal voluntaria “mala lectura” (para parafrasear la fórmula “misreading”, que le gusta usar a Harold Bloom para ocasiones literarias semejantes) es característica de toda la composición, cuya gracia proviene justamente del modo algo irónico en que Beatriz es devuelta a su condición de mujer —una mujer, si se me permite, un tanto desgraciada, para decirlo con toda la ambigüedad del término. Despojada la escena de su grandiosidad paradisíaca y Beatriz de su aureola angélica, el despechado Dante de Castillo puede desfogar su dolor, su decepción y su rencor por la frialdad y la dureza con que su amada de toda la vida lo recibió en su reencuentro en el mundo de ultratumba.
En su magistral ensayo sobre Francesca y otras figuras del Infierno, De Sanctis hizo una observación sobre la presencia femenina en la poesía trovadoresca, el dolce stil nuovo y la obra de Dante que vale la pena mencionar aquí: “Algunas veces es un simple concepto, sobre el cual el poeta diserta o razona, como a menudo lo hace Cavalcanti y Dante mismo. Luego se torna un tipo en el cual el poeta concentra todas las perfecciones morales, intelectuales y corporales, construcción artificial y fría, absolutamente inestética. En este género, la criatura más original y acabada es Beatriz, belleza, virtud y sabiduría, un individuo despojado del cuerpo y sutilizado.”
Se diría que para escribir “Con quanti denti questo amor ti morde” Horacio Castillo ha debido sentir algo parecido a lo que sentía De Sanctis ante la figura de Beatriz. Es que, en efecto, a pesar de su mirada y su sonrisa, demasiado filósofa, demasiado pedante y desasida se muestra esta mujer toda belleza, toda virtud y perfección a lo largo del viaje que cumple acompañando al pobre Dante a través de los cantos, las preces y las iridiscencias celestiales. Y la actitud de Dante a menudo se parece más a la de un niño compungido y edípico ante una madre hermosa y severa, que a la de un hombre junto a su amada . Aquí, en cambio, Beatriz vuelve a ser una mujer de carne y hueso, y Dante un mero hombre frustrado.
Se me ocurre que el poema de Castillo supone la lectura previa de “El encuentro en un sueño” y “La última sonrisa de Beatriz”, de los Nueve ensayos dantescos borgeanos. Recordemos un par de pasajes: “Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar ese encuentro. Le ocurrió entonces lo que suele ocurrir en los sueños, manchándolo de tristes estorbos. Tal fue el caso de Dante. Negado para siempre por Beatriz, soñó con Beatriz, pero la soñó severísima, pero la soñó inaccesible, pero la soñó en un carro tirado por un león que era un pájaro y que era todo pájaro o todo león cuando los ojos de Beatriz lo esperaban.”
Y luego, a propósito del momento estremecedor en que Beatriz abandona a Dante y le sonríe por última vez desde su sitial en la Rosa de los Justos, antes de volver la mirada a Dios: “Que un desdichado se imagine la dicha nada tiene de singular; todos nosotros, cada día, lo hacemos. Dante lo hace como nosotros, pero algo, siempre, nos deja entrever el horror que ocultan esas venturosas ficciones. (...) Retengamos un hecho incontrovertible, un solo hecho humildísimo: la escena ha sido imaginada por Dante. Para nosotros, es muy real; para él, lo fue menos. (La realidad, para él, era que primero la vida y después la muerte le habían arrebatado a Beatriz). Ausente para siempre de Beatriz, solo y quizá humillado, imaginó la escena para imaginar que estaba con ella. Desdichadamente para él, felizmente para los siglos que lo leerían, la conciencia de que el encuentro era imaginario deformó la visión.”
La mirada de Castillo coincide con la de Borges, para quien, se diría, más que Divina Comedia debería titularse, si nos atenemos a la relación de Dante con Beatriz, la Divina Tragedia, ya que la conclusión, a pesar del “Amor che muove il sol e le altre stelle”, tiene poco de feliz. Ahora bien, Castillo no hace una continuación de la Divina Comedia, como podría ser, para dar un ejemplo, “El fin” de Borges con respecto al Martín Fierro. Más bien se trata de una apostilla, un comentario crítico al Poema, con el propósito, quizá, de corregir ese defecto de “visión” señalado por Borges: un encuentro imaginario que se resuelve en eterno desencuentro. Por suerte, no transforma la desventura final en un final feliz, con Beatriz abrazada al poeta, como en una película de Holywood. No: toma la materia dantesca tal como es en la Comedia, sólo que aferra esa materia imaginaria como si fuera materia real, transpone esas figuras y esos hechos un poco literales, un poco simbólicos y un poco alegóricos, a hechos y figuras de la vida cotidiana, con su cuota de banalidad, de fastidio y de milagro. Dante, entonces, ya regresado de su viaje ultraterreno, le pregunta a Beatriz: “...¿Cómo no corriste / hacia mí, cómo no abriste los brazos para recibir / al que seguía ardiendo en el antiguo fuego?”.
Me corrijo: lo notable del poema de Castillo reside en que el poeta ha trabajado el texto manteniendo una ambigüedad fundamental, que le da su grandeza a los últimos versos: la circunstancia sigue siendo extraordinaria, la del plano imaginario (dos enamo-rados que se reúnen finalmente nada menos que en el Paraíso), pero los personajes ya no son dos “fermosas coberturas de conceptos”, ya no es el alma guiada por la sabiduría para que prevea su destino de bienaventuranza, sino justamente el hombre Dante y la mujer Beatriz, que deberían haber hecho realidad, por fin, esa “secreta promesa donde todo deseo se colma”: “una gota de sangre floreciendo en el Paraíso, / el abrazo que cierra la distancia entre la tierra y el cielo”.
El texto de Castillo, como he dicho, es una trama entretejida con hebras extraídas del Purgatorio y el Paraíso. Desde el punto de vista formal, resulta emblemático el hecho de que la perfecta circularidad de los tercetos dantescos tenga su correspondiente en una trama suelta, casi prosaica, como la que ostentan los versículos de Castillo. Tal soltura es un índice estilístico de la actitud irónica que recorre buena parte del poema, donde Dante se presenta a sí mismo como una especie de turista asistiendo al “espectáculo de son et lumière” de los tres reinos del más allá. También, por cierto, es el signo de una concepción estética contemporánea que ve las formas poéticas tradicionales como la manifestación de un orden tan perdido como la sociedad feudal o la fe en la existencia de un cielo, un purgatorio y un infierno, y sólo juzga posible la experimentación por medio de las formas abiertas y el verso libre.
En lo que respecta a las fibras intertextuales con las que el poeta argentino ha trenzado su monólogo dantesco, señalaré, para ahorrarle trabajo a un futuro arqueólogo que quiera analizar con mayor método científico la composición de este tapiz, algunos filamentos alusivos, la mayoría bastante evidentes para un conocedor de la obra de Dante. Los diez años que el poeta ha esperado son, claramente, aquellos que mediaron entre la muerte de Beatriz (1290) y la fecha en que se produce el viaje de Dante al mundo de ultratumba (1300). Los reproches de la amada (“cómo te creíste digno de subir”, “no sabías que aquí se es feliz”) son transcripciones literales de aquellos que le dirige Beatriz en el canto XXX del Purgatorio: “Guardaci ben! Ben son, ben son Beatrice. / Come degnasti d’accedere al monte? / non sapei tu che qui è l’uom felice?” La “escena de celos con la pargoletta”, frase que no deja de tener su toque humorístico, es una referencia al verso 59 del canto XXXI de la misma cántica, donde la “pargoletta” tiene un sentido más general del que Castillo le imprime (aunque ha dado mucho que escribir y conjeturar a los dantistas “paparazzi” de varios siglos). Piccarda es, por supuesto, la conmovedora figura de Piccarda Donati, por quien Dante le pregunta a su amigo Forese Donati en el Canto XXIV del Purgatorio (vv. 10-15) y cuya historia ella misma relata en el Canto III del Paraíso; Costanza, la hija del rey normando Ruggero II y madre del gran Federico II, es un resplandor que brilla fugazmente en el mismo canto del Paraíso, a la derecha de Piccarda. La “perorata de Justiniano”, quien habla oculto por su propia luz como el sol detrás de sus rayos, se refiere a la lección de historia del Imperio Romano que tiene lugar a lo largo del Canto VI del Paraíso, y en el Canto VII el emperador desaparece danzando y cantando “Osanna, sanctus Deus sabaòth...”.
Luego de la sentencia de Nietzsche sobre Dante (“la hiena que versifica sobre las sepulturas”), que, como bien se ha observado, suena menos ingeniosa que enfática , quizá no se haya hecho un juicio tan lapidario sobre los personajes paradisíacos como el que emite este Dante de Castillo, en un vertiginoso juego de espejos metapoéticos: “Qué podían importarme Piccarda, Costanza, la perorata / de Justiniano, preclaros y beneméritos tratando de justificar / qué hacían ahí, tus digresiones aristotélicas, la autoridad / regia, la soberbia de la perfección. ¿Son así los justos, los dichosos?” Tales veredictos, es verdad, tenemos que comprenderlos dentro de la economía ficcional del poema, expresiones propias de la máscara poética de Dante decepcionado que postula Castillo. Pero así como toda broma siempre encierra su dosis de verdad, así también toda máscara poética no deja de moldear algunos rasgos del rostro que esconde (en este caso, quizá de la opinión crítica del autor sobre la obra dantesca).
Dice luego el Dante argentino: “Sin duda me dejé llevar, deslumbrado por tantas luminarias, / por aquel canto superior al de los ángeles que aún resuena en mis oídos, / por el resplandor de las esmeraldas y aquella sonrisa / que hubiera hecho feliz a un hombre envuelto en llamas.” Para las “luminarias” en cuestión habría más de un vínculo posible con distintos cantos del Paraíso (notemos, de paso, el coloquialismo del “dejarse llevar” y la ambigüedad sardónica que posee el término “luminarias” en el castellano local), así como para “aquel canto superior al de los ángeles” (aunque aquí me parece que hay una cita precisa, que no he podido detectar, pero que recuerdo haber leído alguna vez). El “resplandor de las esmeraldas” alude a una frase que le dicen a Dante las cuatro ninfas que son ninfas en el Paraíso terrenal y son estrellas en el cielo, en el canto XXXI del Purgatorio: “posto t’avem dinanzi a li smeraldi / ond’Amor già ti trasse le sue armi” (Purgatorio, XXXI, 116-117). Aquella sonrisa “que hubiera hecho feliz a un hombre envuelto en llamas” es una traducción casi literal de los versos en que Beatriz se impacienta por una vacilación cohibida de Dante, y sin embargo irradia su sonrisa antes de resolver con su juicio infalible la duda del poeta: “Poco sofferse me cotal Beatrice, / e cominciò, raggiandomi d’un riso / tal, che nel foco faria l’uom felice.” (Paradiso, VII, 16-18).
La “gran decepción” que refiere el Dante en versión siglo XXI, por haber sido recibido por Beatriz con recriminaciones en vez de correr hacia él con los brazos abiertos, alude claramente al encuentro en las riberas del Leteo, en el Canto XXX del Purgatorio. De ese mismo canto proviene la imagen “al que seguía ardiendo en el antiguo fuego”. Es el famoso pasaje en que Dante ve a la mujer vestida del color de la llama, bajo un manto verde y con un cándido velo coronado de olivo, y todavía sin reconocerla siente la gran potencia del antiguo amor; es entonces cuando se vuelve hacia Virgilio para decirle “Men che dramma / di sangue m’è rimaso che non tremi: / conosco i segni de l’antica fiamma”, pero Virgilio, el dulcísimo padre, ya no está.
Las dos últimas alusiones del poema se encuentran en los siguientes versos: “¿Y cómo pudiste retirarte así, volver sonriendo / a la eterna fuente, sabiendo que yo permanecería en la carne / y que por otra herida —tú lo dijiste— habría de llorar?” Ambas referencias son obvias, pero la obviedad de su origen no excluye que ofrezcan pliegues sugestivos para quien interroga el modo en que ha sido reelaborado el texto dantesco. La primera alusión remite a los versos 91-93 del canto XXXI del Paraíso. Dante, acompañado por Beatriz hasta el Empíreo, se da vuelta para dirigirle una pregunta a su amada, y descubre que ella ha desaparecido, que en su lugar hay un anciano; Dante exclama “¿Dónde está ella?”, y el santo viejito le dice que Beatriz ha vuelto al trono que sus méritos le han asignado; cuando Dante levanta la mirada, como si la alzara hacia lo más alto del cielo desde lo más profundo del mar, la ve, la ve nítidamente, y a ella le reza una plegaria de agradecimiento por haberlo liberado de la servidumbre y le ruega que custodie su alma libre del pecado hasta que se desligue de la carne. Allí vienen los versos en cuestión, al decir de Borges, “los versos más patéticos que la literatura ha alcanzado” : “Così orai; e quella, sì lontana / come parea, sorrise e riguardommi; / poi si tornò a l’eterna fontana”.
Hasta Borges, en toda la crítica dantista nadie había percibido “el pesar que hay en ellos, (...) la trágica sustancia que encierran” . No debe extrañarnos esta aparente sordera de siglos de comentaristas: los críticos se han atenido a la letra y el espíritu de esos versos y a la economía general del poema, mientras que lo que Borges ha hecho —magistralmente— es tomar la letra e insuflar en ella su propio espíritu, su propia experiencia dolorosa del amor. El crítico que más se ha acercado a la consideración del desgarramiento que podría esperarse del personaje que lleva el mismo nombre del creador, ha sido Francesco De Sanctis (y no es casual que se trate de un autor decimonónico): no obstante, ha constatado puntualmente, fiel a lo que se lee, que “cuando Beatriz se aleja, Dante no profiere un lamento”. Y así es. Lo que ocurre es que, de algún modo, más que crítica, Borges ha realizado en las páginas de “La última sonrisa de Beatriz” una recreación, un nuevo relato con apariencia ensayística. Por ello, no deja de aclarar que tal sustancia trágica “pertenece menos a la obra que al autor de la obra, menos a Dante protagonista, que a Dante redactor o inventor.” Con la figura desolada del poeta, no con el protagonista de la Comedia, y apoyándose apenas en la proximidad de unas palabras y una traslación ligeramente errónea de Longfellow, Borges ha inventado su propia magnífica elegía dantesca del amor perdido.
Parece muy probable que la lectura de Borges haya influido en la lectura de Castillo del episodio de la separación de Dante y Beatriz en el Empíreo, una relectura que funciona perfectamente dentro de la perspectiva que organiza los materiales proporcionados por la Divina Comedia en el poema contemporáneo: la decepción de Dante por el incumplimiento de la “secreta promesa donde todo deseo se colma”. La desviación de la mirada de Beatriz hacia la “eterna fuente” ya no es interpretada, pues, como la elevación del amor humano hacia el amor divino, sino como una traición. Lo que está supuesto aquí es la extinción del horizonte de una trascendencia desencarnada: de la “eterna fuente” ya no fluye la fe que permita al hombre “trasumanar”. Aquí, como en la poesía de Darío, es en la plenitud de la fusión sexual donde se alcanza lo sagrado, donde se “cierra la distancia entre la tierra y el cielo”.
Una semejante lectura desviada del texto dantesco presenta el verso “y que por otra herida —tú lo dijiste— habría de llorar”. La frase remite a las palabras que Beatriz le endilga a Dante cuando éste llora la ausencia de Virgilio, en el canto XXX del Purgatorio: “Dante, perché Virgilio se ne vada, / non pianger anco, non pianger ancora; / ché pianger ti conven per altra spada” (55-57). Esa otra espada que dice Beatriz, serán las recriminaciones que le infligirá ella misma, recordándole sus culpas. Esa “otra herida” en el poema de Castillo, en cambio, aludirá más bien al desgarramiento de la unión de los dos amantes, a la nostalgia eterna a que es condenado el poeta por el abandono de Beatriz.
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Cerraremos el círculo de este ensayo —esperando que no haya resultado infernal—, volviendo a la historia de Paolo y Francesca, a través de un poema que lleva el mismo título que el de Alberto Girri: “Paolo”. Su autor es Alejandro Bekes (1959), un poeta, traductor y ensayista de la generación aparecida hacia los años noventa. Ha publicado los libros de poesía Camino de la noche (1989), La Argentina y otros poemas (1990), Abrigo contra el ser (1993), País del aire (1996), El hombre ausente (2004) y la antología Si hoy fuera siempre (Pre-textos, Valencia, 2006). Es autor asimismo de los libros de ensayos Los caminos tortuosos (AMG Editor, Logroño, 1998) y Lo intraducible (Pre-textos, Premio Internacional de Crítica Literaria "Amado Alonso", 2010), y ha traducido a Horacio, Virgilio, Dante, Petrarca, Ronsard, Shakespeare, Victor Hugo, Baudelaire, Auden y otros poetas clásicos y modernos. Ha publicado versiones de Poesías de Gérard de Nerval (Ediciones del Copista, Col. “Fénix”, Córdoba, 2004), Odas de Horacio (Losada, 2005), Geórgicas de Virglio (Losada, 2007), Venus y Adonis. Poemas diversos de Shakespeare (Losada, 2007) y los Épodos de Horacio (Losada, 2010). El poema “Paolo” pertenece a su libro El hombre ausente.
Se trata de un soneto, cuyo epígrafe es el verso 82 del Canto V: “Quali colombe dal disio chiamate”. No deja de llamar la atención la estridente disonancia que el cultivo de los metros y las formas compositivas de la tradición poética castellana por parte de Bekes implica en el contexto de su generación, e incluso en el panorama mayor de la evolución de la poesía argentina en la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI. Es una disonancia, valga la paradoja, en reivindicación de la consonancia.
Leamos el poema:
PAOLO
Quali colombe dal disio chiamate
INFERNO, V, 82
Estas roncas palomas de deseo
que en tu garganta laten,la ceniza
que arrastra el huracán, este desliza-
miento de un cuerpo en otro, este deseo,
Francesca, que nos une y nos abisma
uno en otro, tus ojos en mi vida,
un aliento en dos bocas, una herida
doble que duele amándose a sí misma
con furioso placer, con desgarrada
ternura, nos será castigo eterno,
o eso dirán los ángeles adustos.
Pero por nuestra dicha condenada
los dos tendremos cielo en el infierno;
sin ti es infierno el cielo de los justos.
Al examinar la forma compositiva del poema de Castillo, observábamos que la soltura de sus versos libres podía interpretarse como el índice formal de una poética que juzga agotadas las posibilidades expresivas y experimentales del curso métrico y estrófico tradicional. Alejandro Bekes, un par de generaciones más joven que Castillo y tres generaciones después de Girri (en quien ya puede verificarse este desvío de la tradición métrica castellana), nos dice con su soneto que así como aún es posible, pasados siete siglos, hacer hablar a Paolo, todavía es válida también una forma incluso más antigua para dar voz al propio sentimiento. Ya el hecho de que podamos usar aquí esta palabra, “sentimiento”, muestra hasta qué punto la apuesta artística de Bekes fluye a contracorriente de las ondas más difundidas en los autores de su edad: la negación de la subjetividad, el objetivismo realista, la impersonalidad poética. No es casual, a este respecto, que este poeta haya traducido, en una impecable versión endecasílaba y rimada de acuerdo con la estructura del soneto isabelino, aquel soneto de Shakespeare que reza (citamos su traducción): “¿Por qué en mi verso nunca se estremece / una sorpresa, un gesto inesperado, / y ajeno a todo experimento osado / apartado del siglo permanece? // ¿Por qué escribo sin fin la misma cosa / y mi invención escondo en forma vieja / que repite mi nombre y que no deja / de reiterar su origen y su rosa? // Amor, de ti yo escri-bo, estoy atado: / mi amor y tú son mi único argumento; / vestir de antigua voz el nuevo aliento / es cuanto sé, y emplear lo ya empleado. // Es viejo y nuevo el sol de cada día / y eterna del amor la melodía.”
También en el soneto dedicado a Paolo resuena la eterna melodía del amor. ¿Qué es lo que dice esta canción? Cuando terminábamos la lectura del poema homónimo de Girri, quedaba en suspenso la interrogación sobre si el amor y el bien coinciden, sobre si “son o no son la misma cosa”. Cuatro décadas más tarde, el soneto de Bekes responde sin dubitación alguna: el amor es el bien supremo, que vale incluso la pena eterna, la condenación en el infierno, antes que verse privados de la dicha de amar.
Aunque sea evidente, no dejemos de subrayar la pericia con que el poeta va mezclando en los cuartetos la descripción de la pasión terrena y los indicios del castigo que les espera a Paolo y Francesca por esa pasión prohibida: las “roncas palomas de deseo”, que remiten naturalmente a la imagen de los dos amantes que acuden como palomas al llamado de Dante, es anticipada y naturalizada aquí como los sonidos guturales que laten en la garganta de la joven poseída por el placer; esa “ceniza / que arrastra el huracán”, que por cierto alude a la “bufera” infernal en que son empujadas las almas de los lujuriosos, en el soneto de Bekes bien puede sugerir asimismo la sucesión de fuegos y cenizas que es propia del ardor sexual, un sentido que es revalidado por la imagen sucesiva, el logrado encabalgamiento del tercer al cuarto verso: “este desliza- / miento de un cuerpo en otro”; el verbo “abismar” al final del primer verso del segundo cuarteto, que hace pensar, antes de bajar al verso siguiente, en el precipitarse de los amantes dentro del abismo infernal, y que adquiere otra significación terrena cuando se desciende hacia la resolución del enjambement, “...nos une y nos abisma / una en otro...”. También me parecen logros de la retórica expresiva del poema la fusión de una aguda sensualidad en la caracterización del deseo carnal y una entrañable intimidad emotiva, que recuerda la fina percepción de Francesco De Sanctis sobre la cualidad a la vez pasional y virginal del carácter de Francesca: “Tenemos aquí —puntualizaba el crítico— verdadera y propia pasión, deseo intenso y lleno de voluptuosidad. Pero conjuntamente hallamos un sentimiento que purifica y un pudor que devuelve la virginidad; tanto que, ante semejante gentileza de lenguaje, nos cuesta discernir si nos hallamos frente a la culpable Francesca o a la inocente Julieta. Hay aquí dentro un aura de ternura y de dulzura que aletea en todo el canto, una exquisita delicadeza de sentimientos y una particular suavidad y casi diría morbidez femenina que constituye el encanto de semejantes naturalezas...”
Algo así percibimos en la gracia con que este Paolo le habla a su amada, nombrando al deseo sexual por su nombre y a la ternura por el suyo, ambos tan indisolublemente unidos como inextricable es el nudo que vincula para siempre a los dos amantes: “una herida / doble que duele amándose a sí misma / con furioso placer, con desgarrada / ternura...”. Notemos asimismo el tono íntimo, confidencial, que le imprimen a la declaración de Paolo recursos tales como la reiteración de la palabra “deseo” al comienzo y al final de la estrofa primera, como quien retoma el hilo del discurso luego de digresiones ejemplificatorias; la mención del nombre de Francesca cobijado en el pliegue inicial del segundo cuarteto (releamos ese pasaje magistral: “...este desliza- / miento de un cuerpo en otro, este deseo, // Francesca, que nos une y nos abisma / uno en otro...”), y el ritmo entrecortado de esa larga frase, que principia con el poema y no se detiene hasta la conclusión del primer terceto —un ritmo logrado a través de incisos y encabalgamientos que se van sucediendo como en un coloquio del hombre consigo mismo (tal vez uno de los dones más preciosos del amor sea ése: poder hablar con el otro como con la propia conciencia). Creo que en el sutil manejo de las pausas, en los meandros discursivos que van rodeando lo que es al fin inexpresable y en esos encabalgamientos que rompen la clausura métrica de cada endecasílabo, reside buena parte de la modernidad estilística de este clásico soneto.
Cuando llegamos a la paradoja conceptista que cierra con perfecta conclusión blasfematoria este silogismo de la pasión maldita (“Pero por nuestra dicha condenada / los dos tendremos cielo en el infierno; / sin ti es infierno el cielo de los justos.”), pienso que todos asentimos a la inexcusable verdad y fatalidad de ese amor, como sin duda lo hizo Dante, que no quiso separarlos en su condena eterna. Y seguramente todos recordamos y nos repetimos las palabras que citábamos al comienzo de estas páginas, aquellas de la confesión de Borges: “Leo y releo los azares de su ilusorio encuentro y pienso en dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del segundo círculo y que son emblemas oscuros, aunque él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró. Pienso en Francesca y en Paolo, unidos para siempre en su Infierno. (“Questi, che mai da me non fia diviso...”). Con espantoso amor, con ansiedad, con admiración, con envidia.”
P.A.
Alta Gracia, agosto 2004
[El presente trabajo fue escrito para un congreso
de estudios dantianos realizado en el año 2004
y luego publicado en la revista "Clarín" de España.
Aquí se han actualizado los datos biobibliográficos
de Horacio Castillo y de Alejandro Bekes.]
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