La poesía en el país
de los monólogos paralelos
(Brevísimo informe sobre algunas problemáticas
poéticas en la Argentina)
de los monólogos paralelos
(Brevísimo informe sobre algunas problemáticas
poéticas en la Argentina)
“En la base de cualquier discusión hay un convenio tácito, en ausencia del cual quizá tendremos múltiples monólogos paralelos, pero ciertamente ningún diálogo. Hoy en día somos el país de los monólogos paralelos”. Estas palabras no pertenecen a ningún analista de la realidad política de la Argentina, sino al poeta Giorgos Seferis, y se refieren a la dificultad de abordar una discusión seria sobre la poesía moderna en la Grecia de su tiempo[1]. Me parecen, sin embargo, perfectamente aplicables a la situación poética argentina presente y a la problemática sobre la cual querría apuntar algunas observaciones y conjeturas: me refiero a la relación inversamente proporcional entre la cantidad y la calidad de la producción poética de las últimas décadas, así como al extraño fenómeno de un interés creciente por la escritura creativa y un interés decreciente por la lectura, si vamos a juzgar por la posición de los libros de poesía en el mercado editorial. Tal problemática no es nueva y su complejidad presenta distintos ángulos, todos espinosos y tal vez irresolubles teóricamente. Comenzaré refiriendo cuatro anécdotas.
La primera les habrá sucedido, en circunstancias análogas, a muchos. Hace poco fui al depósito de aduana del Correo a retirar una encomienda de libros; el jefe de la sección abrió el paquete, inspeccionó los libros y levantando la mirada por sobre los anteojos, me preguntó: “¿Poesía? ¿Usted se interesa todavía por esto? ¿Y dónde vive: en una burbuja?”
La segunda ocasión tuvo lugar al visitar en su casa a un destacado poeta argentino. Conversábamos sobre la tarea crítica, a propósito de que yo había comenzado a colaborar con el suplemento literario de un periódico, y este respetable poeta me dijo, tal vez como consejo: “Mirá, yo hice durante años comentarios de libros, y jamás hablé mal de ninguno, no me gané enemigos inútilmente. Y ya ves: así he recibido el premio más importante del país”.
La tercera anécdota surge también de una conversación, esta vez en un café y con un escritor novel, quien no obstante ya cuenta con un considerable reconocimiento como poeta, traductor y ensayista. Yo acababa de regresar de una permanencia de más de un lustro en Italia, y en la charla me ponía al tanto de la opinión de los más jóvenes sobre viejos y nuevos autores. Tocamos el tema de la métrica, y este informado colega me comentó: “En Rosario hay un poeta que escribe una poesía de ese tipo, con métrica...”. Cometí la imprudencia de preguntar qué formas métricas solía emplear ese autor, y escuché que me respondía: “Verso medido, digamos: todos los versos tienen más o menos el mismo tamaño, la misma extensión”. Ante mi asombro interrogante, incrédulo de mis oídos, reiteró sin variación la frase.
El cuarto episodio ocurrió hace un par de años, en un encuentro de las principales revistas argentinas de poesía. No suelo participar muy seguido de estos acontecimientos, aunque por lo general me resultan intelectualmente estimulantes; éste, en particular, me fue muy instructivo. Mi intervención, que quiso ser franca, tocó algunos de los puntos a los que luego me referiré. No había concluido aún mi exposición, cuando ya me encontraba discutiendo con la mayoría de los panelistas y con los poetas que intervenían desde el público (“la extensión del público de la poesía —dijo hace algunos años el crítico Alfonso Berardinelli sobre la situación poética italiana, y entre nosotros no es muy diferente— coincide más o menos con la de sus autores reales o virtuales”[2]). Había creído estar poniendo sobre la mesa observaciones que me parecían casi lugares comunes, y tuve que tomar conciencia de que, aparentemente, nadie compartía tales lugares. Salí exhausto del debate, pero contento, pensando que, a pesar de todo, se había abierto una discusión veraz, que favorecería futuros diálogos. Esa misma noche, sin embargo, comprendí la dificultad de que se pudiera establecer seriamente tal espacio dialógico. Uno de los panelistas, con quien proseguí la charla, para ejemplificar el valor de un conjunto de poetas que publicaba en su revista, me leyó un poema de uno de ellos. Lamento no recordar el nombre del autor, y no haber copiado el texto, porque me gustaría directamente transcribirlo, para que los lectores pudieran sacar sus conclusiones. Lo cierto es que lo escuché con todas las ganas de que me gustara, realmente, de encontrarle algo... Y no: eran unos versos pobres, prosaicos sin la gracia espontánea de la prosa, ingeniosos para no parecer ingenuos, ingenuos al fin por el afán de simular la experiencia de quien ya está de vuelta del arte y de la vida...[3]
He referido estas anécdotas porque me parece que ilustran distintos aspectos de la cuestión. En orden inverso: la ausencia de aquel “convenio tácito” que decía Seferis, aproximado al menos, sobre qué podemos entender por poesía y qué podemos valorar positiva o negativamente en un texto poético, convenio sin el cual la discusión teórica y la confrontación de textos deviene una serie infinita de malentendidos; el descuido —o, llanamente, la ignorancia— de las herramientas elementales de la poesía, que no puede sino derivar en el embotamiento de la sutileza estilística de las obras; la crisis del discernimiento crítico, cuyo explicable desconcierto ha favorecido un ejercicio irresponsable de esa función, a menudo más ligada a los intereses de la “política literaria” que a la conciencia estética; por último, algo a lo cual ya casi nos hemos habituado: la lejanía del hombre normal de nuestra sociedad con respecto a la anormal poesía, distancia que si en otras épocas podía manifestarse, nunca como en la presente ha tomado dimensiones siderales, como si se viviera en distintos planetas.
Los caracteres propios de este fenómeno, como decía, no son nuevos, pero tampoco es el caso de diluirlos en el curso de los siglos, como si se tratara de una constante ahistórica. En efecto, sus signos distintivos no surgen antes del siglo XIX, y adquieren pleno desarrollo con la sociedad de masas. El crítico uruguayo Ángel Rama estudió lúcidamente sus primeros síntomas en Hispanoamérica[4], con la irrupción del capitalismo y la progresiva democratización social y cultural, cuando Martí avizoraba desde Nueva York: “éste es el tiempo de las vallas rotas”. Hay que releer el prólogo al Poema del Niágara para encontrar en germen las mismas cuestiones que hoy nos ocupan y preocupan, captadas por el ojo visionario y auténticamente democrático del poeta cubano.
La problemática, por otra parte, no es sólo nuestra, sino global. En lo artístico, desde que “ha entrado a ser lo bello dominio de todos” (Martí), no podía sino esperarse una inmensa expansión de la producción creativa, particularmente en la escritura de versos, que aparentemente no exigen prolongados esfuerzos ni aprendizaje técnico. Como apuntaba Montale con su dejo de ironía, la poesía es “el arte técnicamente al alcance de todos: bastan una hoja de papel y un lápiz... e il gioco è fatto!”[5]. En la década del '30, según una estadística, no había en los Estados Unidos más de 200 poetas con libro publicado; en 1992, el Directory of American Poetry registraba a 4.672. Seguramente, estas cifras son inferiores a las de la realidad, y una progresión semejante puede verificarse en numerosas lenguas y naciones.
No tiene sentido alarmarse por tal propagación homérica; al contrario: es el índice de que los países cuentan con una adecuada alfabetización (dicho sin sombra de sarcasmo). Conmueve, por otra parte, imaginar a los millares de hombres y mujeres que en el día o la noche del planeta, en las grandes ciudades o en los pueblos, sopesan y templan sus más íntimas palabras para que duren para siempre.
Basta, sin embargo, haber hojeado varias decenas de esos miles de libros publicados anualmente, o haber asistido a algunos encuentros multitudinarios de poetas, para que tal ternura imaginativa se transforme en impaciencia, en irritación, en desasosiego... Si concediéramos a la poesía un valor tan vital como el que reconocemos, por ejemplo, a la ciencia y el arte de la cirugía, nos resultaría difícil tomar con ligero optimismo la multiplicación de practicantes improvisados de lo que en un tiempo se consideró la expresión más alta del arte de la palabra. Afortunadamente, todavía nadie ha muerto de una mala praxis poética, y seguimos publicando y leyendo poemas sin consecuencias drásticas (aunque nunca sabremos qué secretas mutilaciones puedan producir versos imprecisos como un bisturí mellado).
Entre los factores estrictamente artísticos que pueden contribuir a la expansión cuantitativa —ya que no cualitativa— de la producción poética actual, mencionaré cuatro. El primero, que se verifica en nuestro país pero no, por ejemplo, en España, es la formación de la inmensa mayoría de los poetas, al menos en las últimas generaciones (a partir de la que surge hacia mediados de la década del ’70), exclusivamente en la escuela del versolibrismo. Para quienes lo introdujeron, el verso libre significó “una cosa sencilla y grande: la conquista de una libertad” (lo dijo Lugones en 1909); para quienes nunca atendieron, aunque fuere inconscientemente, a las diferencias de intensidad sonora entre un endecasílabo —digamos— sáfico, melódico, heroico o de gaita gallega, es una paradójica esclavitud: la que somete a “lo primero que sale”, que por lo general no expresa lo auténticamente propio (para lo cual hay que excavar en busca de las napas profundas de la creatividad), sino lo exterior e impuesto culturalmente.
Otro factor es el impacto de la cultura de masas: antes, eran los autores de tango los que aprendían de Rubén Darío o —más modestamente— de Evaristo Carriego; ahora, son los poetas quienes escriben como Charly García o Fito Páez, sin enriquecimiento perceptible.
Tercero, la persistencia de un surrealismo residual, cuya virulencia revolucionaria de la vida se ha extinguido y ya sólo actúa como disolvente de la precisión expresiva y de la lógica de la imaginación, o bien como la plástica surrealista en la publicidad: decorativamente.
Cuarto, un vanguardismo que no deja de girar y girar sobre sí mismo. Hace ya más de un cuarto de siglo observó Pier Paolo Pasolini el efecto paralizante de la programaticidad crítica neovanguardista sobre los aprendices de poeta: practican “la antiliteratura —señalaba en un artículo de diciembre de 1973— antes de hacer literatura: es decir, se han autocriticado (y muy severamente) sobre algo que no han hecho”[6].
Por último, sostengo que la situación de la poesía argentina es esperanzadora. Más llana de lo que es, al menos en su espectro más difundido, ya no puede ser; ha de llegar, por fuerza, la hora del esplendor verbal y la intensidad imaginativa. En tanto, aquí y allá, algo marginales y olvidados, como aladines en medio del desierto, siguen frotando las lámparas mágicas de sus versos esos pocos poetas que el tiempo —si de verdad existe aquello que llaman justicia histórica— ha de poner en su lugar, ese lugar callado y luminoso donde se redimen nuestras miserias, los ruidos y la furia de nuestra época.
Alta Gracia (Córdoba, Argentina), diciembre de 2001
[1] SEFERIS, Giorgos: “Introducción a T. S. Eliot”, en El estilo griego / K. P. Kaváfis. T. S. Eliot, Fondo de Cultura Económica, México, 1988, vol. I, pág. 18.
[2] BERARDINELLI, Alfonso: “Efetti di deriva”, en: Il pubblico della poesia, Lerici, Cosenza, 1975, pág. 13, luego recogido en Il critico senza mestiere, Il Saggiatore, Milán, 1983.
[3] ¿Hará falta recordar a Juan de Mairena?: “Los hombres que están siempre de vuelta en todas las cosas son los que no han ido nunca a ninguna parte. Porque ya es mucho ir; volver, ¡nadie ha vuelto!”.
[4] Entre otros ensayos donde aborda el tema, resulta especialmente esclarecedor su libro Las máscaras democráticas del modernismo, Fundación Ángel Rama, Montevideo, 1985.
[5] Cfr. il Verri, Milán, nueva serie, Nº 1, 1976, pág. 74.
[6] PASOLINI, Pier Paolo: “I giovani che scrivono”, en: Descrizioni di descrizioni, Einaudi, Turín, 1979, págs. 242-243.
Gracias por exhumar esta nota, me pregunto si en los casi diez años transcurridos tus esperanzas del párrafo final se cumplieron o no, aunque sospecho lo último. Francamente, mis incursiones por la poesía "contemporánea" han sido breves y frustrantes,lo cual, para bien o para mal, me ha hecho mirar hacia el pasado, como querían Unamuno o Schopenhauer. (De hecho, frustrado con mi propia poesía; hace poco un poemario íntegro que no tenía en papel desapareció en un fallo de la PC sin que me despertara duelo alguno).
ResponderEliminarUn poco románticamente tb pienso si en todo ese fárrago editorial no estará el Poeta "secreto" cuyos textos no llegarán a los críticos, ni a demasiadas estanterías, y menos aún a los monopolios de los grandes diarios "reseñadores".
Tb. me pregunto si esos inspiradores que un poco denostás, los cantantes, no tienen en su haber grandes textos, que por su carácter de música sobrevalorada en los medios pero infravalorada en las cátedras, nunca pasará al dichoso canon. Pienso, por ejemplo, en "Canción de Alicia en el país" y otros temas. (Ex cursus: hurgando en la web, me metí en la Academia Brasileira de Letras; me encontré, en medio de una gerontocracia, ¡a Paulo Coelho! Me pregunto por qué no están un Chico Buarque o un Caetano en esa silla impúdica que ellos dignificarían).
Gracias, Juan Carlos, por tus palabras.
ResponderEliminarLas esperanzas siguen siendo esperanzas.
Sin duda, como señalás, en ese fárrago editorial está el poeta secreto que dirá - está diciendo -, para los lectores futuros, lo que tantos otros no hemos podido o sabido decir.
Coincido también en el valor de algunas canciones. Me acuerdo ahora de una, muy hermosa y sencilla y sugerente, que canta Caetano Veloso, "Tonada de luna llena": "Hoy vide una garza mora / dándole combate al río: / así es como se enamora / tu corazón con el mío...".
Mi alusión crítica, en realidad, estaba dirigida a ciertas letras del rock nacional cuyas pretensiones surrealistoides personalmente me resultan insufribles. (El período "hermético" en la obra de Luis Almirante Brown representa bastante bien este tipo de escritura...).
No sé si respondo adecuadamente a tus observaciones, que dan para mayor y mejor ahondamiento: he trabajado todo el día y ya tengo el cerebro fundido (son las tres de la mañana). Un abrazo.
No cuentes lo que viste en los jardines,
ResponderEliminarel sueño acabó.
Ya no hay morsas
ni tortugas.
Un río de cabezas aplastadas por el mismo pie
juegan cricket
bajo la luna.
Estamos en la tierra de nadie, pero es mía.
Los inocentes son los culpables, dice su señoría,
el rey de espadas.
No cuentes lo que hay detrás de aquel espejo,
no tendrás poder
ni abogados, ni testigos.
Enciende los candiles que los brujos
piensan en volver
a nublarnos el camino.
Estamos en la tierra de todos, en la mía.
Sobre el pasado y sobre el futuro,
ruinas sobre ruinas,
querida Alicia.
Qué relectura, brother. Y en plenos años de plomo. Videla no leía a Lewis Carroll.
Estremecedores los versos, Juan Carlos, terribles y hermosos. Gracias.
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